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Cuerpos » 3

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Interés humano… Bueno, los distintos niveles de aquel laberinto tenían que albergar alguna historia de la que ella pudiera dar testimonio, pero mirara donde mirase sus ojos siempre acababan chocando con una superficie tan lisa como hostil e intratable. Seis sillas de ruedas idénticas formando una pulcra hilera. El apellido de un médico escrito con rotulador sobre una puerta. Los olores, la deprimente mezquindad de todo lo que la rodeaba. En los hospitales más caros —aquellos a los que habría acudido su familia—, el feo pero innegable axioma de que los seres humanos son frágiles y están condenados a morir estaba disfrazado con el barniz reluciente del dinero. Cada vez que se veía obligada a enfrentarse con la desagradable realidad sin velos —como ahora—, su primer impulso era el de apartar la mirada, nunca el de reaccionar como una auténtica reportera e inclinarse sobre lo que tenía delante e, incluso, meter un dedo en la herida. Bien, si la despedían sus jefes no estarían cometiendo ninguna injusticia, eso estaba claro.

Unos tubos de hierro asomaban de las paredes a intervalos regulares en un tramo del laberinto. ¿Lámparas de gas? Sí, pues las puntas camufladas por capa tras capa de pintura blanca aún conservaban la forma abombada del original. Joel Beck pensó que debían de ser del siglo XIX, como mínimo, y sintió un cosquilleo mental tan leve que resultaba casi imperceptible.

Pero… No, el hilo era tan delgado que no aguantaría el peso de ninguna historia. Era justamente la clase de detalle exótico en el que te fijas cuando tus ojos se niegan a contemplar lo que tienes delante.

Llegó a una puerta sobre la que alguien había escrito «Voluntarios» con rotulador. La palabra parecía encerrar una vaga promesa de interés humano, y decidió llamar a la puerta. No obtuvo respuesta, y la puerta no estaba cerrada con llave. La abrió y entró en un cuartito con un archivador metálico como única pieza de mobiliario. En su interior había un montón de impresos fotocopiados que ya estaban empezando a volverse de color amarillo y un aparato para preparar Kafé.

Fue hacia la ventana y tiró del cordón de la persiana. Las tablillas cubiertas de polvo obedecieron de mala gana. Los coches desfilaban por el nivel superior de la Autopista East Side a unos doce metros de ella. El ruido que hacían se desprendió del zumbido perpetuo e indiscriminado que había invadido sus oídos cuando entró en el hospital y cobró una existencia independiente. Una rebanada de río aceitoso oscurecido por el progresivo ennegrecimiento del cielo primaveral se deslizaba por debajo de la autopista, y un poco más abajo había una segunda corriente de tráfico que avanzaba en dirección sur.

Subió la persiana, trató de abrir la ventana y descubrió que las bisagras no oponían ninguna resistencia. La ventana se abrió sin un chirrido. Se inclinó hacia adelante y una ráfaga de viento acarició las puntas del pañuelo anudado, alrededor de sus trenzas.

Y allí estaba su artículo, a unos cinco metros por debajo de ella. Bastaba con verlo para darse cuenta de que era la historia perfecta. El triángulo formado por la rampa de entrada a la autopista, el edificio en el que se encontraba y un edificio no tan viejo construido con el estilo huesudo típico de los años setenta albergaba el solar vacío más hermoso que había visto en toda su vida, un jardincillo repleto de maleza y hierbajos que le habrían llegado a la cintura. Era un símbolo, claro. La Vida que lucha por desarrollarse en el erial del mundo moderno, la Esperanza que…

No, demasiado fácil. Pero aquel retazo de hierbajos (se preguntó de qué especies serían, y pensó que la biblioteca del hospital contendría algún libro que le permitiría averiguarlo) encerraba algún significado oculto, y le pareció que podía oír el débil murmullo que brotaba de él e intentaba llegar hasta sus oídos, igual que le había ocurrido en algunos pasajes de Tiernos botones donde el emparejamiento aparentemente fortuito de dos palabras que no tenían nada de particular generaba un parpadeo similar suspendido en el mismísimo umbral de lo inteligible —por ejemplo,

Un elegante uso del follaje y de la gracia y un trocito de tela blanca y aceite o, y aquél aún tenía más fuerza,

Una ciega agitación es viril y extrema—, lo bastante lejos para no ser capturado y lo bastante cerca para producir un cierto efecto.

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