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La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano » 1

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Se acostaron en la cama el uno al lado del otro compartiendo su calor pero sin tocarse, y Alexa no tardó en hallarse perdida dentro de un paisaje que era mitad pesadilla y mitad ensueño controlado. El mobiliario de la villa había desaparecido. El aire estaba impregnado por el olor apremiante del humo y el continuo ching-ching de los címbalos. Los sicofantes esperaban que los llevara hasta la ciudad. Bajaron con paso tambaleante por Broadway dejando atrás los montones de coches convertidos en chatarra y empezaron a entonar el cántico de alabanza a los dioses con sus voces estridentes y aterrorizadas, primero Alexa, luego el portador del dios y el que llevaba el cisto, el pastor y el guardián de la gruta, y luego toda la cohorte de bacantes y mudos. «Woo-woo-woo, ¡a-woo-woo-woo!» La piel de ciervo se le metía entre las piernas a cada paso y amenazaba con hacerla caer. En la calle Noventa y tres primero y en la Ochenta y siete después los bebés que nadie había querido cuidar se pudrían sobre los montones de basura y excrementos. «Otro de los escándalos de la administración actual», pensó Alexa. ¿Cómo eran capaces de permitir que aquellos cadáveres diminutos se fueran descomponiendo allí donde cualquier persona podía verlos?

Acabaron llegando al Metropolitano (con lo que estaba claro que no podían haber bajado por Broadway), y Alexa empezó a subir la escalinata moviéndose con gran dignidad. Una inmensa multitud se había congregado allí esperando asistir al gran acontecimiento, y muchos de sus integrantes eran los mismos cristianos que habían gritado pidiendo la destrucción del templo y de sus ídolos. Una vez dentro el ruido y la pestilencia desaparecieron tan deprisa como si un criado diligente se hubiese apresurado a quitar una capa empapada de lluvia de sus hombros. Alexa avanzó por la semioscuridad de la Gran Sala y acabó sentándose junto a su favorita de siempre, una bombonera romana de la última época encontrada en un sarcófago de Tarso (el primer regalo recibido por el Museo en su ya larga historia). Las guirnaldas de piedra brotaban de las paredes de aquella cabaña minúscula desprovista de puertas, y debajo de los aleros había niños alados —erotes—, que representaban la pantomima de una cacería. La parte de atrás y la tapa no estaban terminadas, y la tablilla para la inscripción era un espacio vacío. (Alexa siempre la había llenado con su nombre y un epitafio que había pedido prestado a Sinesio, quien alabó a la mujer de Aureliano con estas palabras: «La mayor virtud de que puede enorgullecerse una mujer es que ni su cuerpo ni su nombre hayan cruzado jamás el umbral».)

Los otros sacerdotes habían escapado de la ciudad al primer rumor de que los bárbaros estaban cerca, y Alexa se había quedado sola con su pandereta y unas cuantas cintas de seda. Todo se estaba derrumbando —civilizaciones, ciudades, mentes—, y ella tenía que esperar el fin dentro de aquella tumba lúgubre y espantosa (pues la triste verdad es que el Museo Metropolitano recuerda mucho más a un osario que a un templo), sin amigos y sin fe, fingiendo en beneficio de quienes esperaban fuera, dispuesta a realizar el sacrificio que su terror pudiera exigirle…

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