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Emancipación: Una historia de amor de los tiempos venideros » 3

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Gamba estaba en contacto con Dios y Dios (oh, sí, podía sentirlo en lo más hondo de su ser) estaba en contacto con ella. ¿Dónde? Aquí, en el tejado del 334, y Él estaba flotando entre las nubes rojizas de contaminación, en los hermosos venenos que impregnaban la atmósfera de Jersey. Dios estaba en todas partes. O… Quizá no fuese Dios, pero era algo que avanzaba en esa dirección y ya no le faltaba mucho para llegar a la meta. En realidad Gamba no estaba muy segura de qué era.

Boz estaba sentado sobre la comisa con los pies colgando en el vacío y contemplaba los dos tapices de iridiscencias que cubrían su piel y su blusa. El dibujo en espiral de la tela desfilaba en el sentido de las agujas del reloj, y las ondulaciones de la carne que había debajo parecían ondular en todas las direcciones a la vez. El viento de marzo agitaba la tela de la blusa, Gamba se balanceaba de un lado a otro y las espirales giraban lentamente, vórtices de color oro y verde, ilusiones líricas.

Un perro ilegal empezó a ladrar en otro tejado. Guau, guau, guau; te quiero, te quiero, te quiero.

Boz solía intentar quedarse pegado a la superficie de los momentos agradables y no cabía duda de que ahora estaba viviendo uno, pero esta noche parecía distinta a las demás. Era como si le hubieran exilado al interior de sí mismo imponiéndole el castigo de redefinir sus dificultades actuales y enfrentarse a ellas de una forma lo más realista posible, y Boz terminó llegando a la conclusión de que el problema básico estaba en su carácter. Era débil. Había permitido que Milly se saliera con la suya a cada ocasión, y Milly había acabado olvidando que Boz también tenía derecho a plantear sus propias exigencias. Y lo peor era que incluso Boz lo había olvidado, naturalmente. La relación no podía estar más desequilibrada. Era como si se estuviera desvaneciendo, como si se derritiera mezclándose con el aire para ser absorbido por el torbellino color verde y oro. Se sentía fatal. Las píldoras le habían llevado en la dirección equivocada, y lo peor era que Gamba estaba viajando por el país de santa Teresa y no podía ayudarle o consolarle.

Los tonos rojizos se fueron convirtiendo en malva oscuro y un instante después ya era de noche. Dios veló Su gloria y Gamba empezó a bajar de las alturas.

—Pobre Boz —dijo.

—Pobre Boz —murmuró Boz, quien no podía estar más de acuerdo con ella.

—Bueno, por lo menos has logrado escapar de todo esto.

Gamba alzó una mano y la movió en un barrido que abarcó los tejados del East Village detallando toda su fealdad. El segundo barrido fue un poco más impaciente, como si acabara de descubrir que el panorama se le había pegado a la mano y, de hecho, se había convertido en su mano, su brazo, todo el incómodo y torpe artefacto de carne y huesos del que había logrado huir durante tres horas y quince minutos.

—Y pobre Gamba.

—Sí, pobre Gamba —murmuró Boz.

—Porque yo estoy atrapada aquí.

—¿Quién me decía esta mañana que lo importante no es dónde vivas sino cómo vivas?

Gamba se encogió haciendo bailotear una escápula de contornos tan afilados como un cuchillo. No se había estado refiriendo al edificio sino a su propio cuerpo, pero explicarle esos misterios al Narciso en flor que tenía al lado habría exigido demasiado tiempo. Boz se regodeaba en sus miserias y sus pequeños conflictos internos, y eso la irritaba. Gamba tenía sus propias insatisfacciones —oh, sí, tenía una lista con centenares—, y quería hablar de ellas.

—Tu problema es muy sencillo, Boz. Si te enfrentas a él, claro… Básicamente tu problema se reduce a que eres un republicano.

—¡Oh, Gamba, vamos…!

—No, hablo en serio. Cuando tú y Milly decidisteis vivir juntos Lottie y yo no podíamos creerlo. Para nosotras siempre había estado tan claro como el agua, ¿entiendes?

—Oye, el que yo tenga una cara bonita no quiere decir que…

—Oh, Boz, no quieres comprenderlo. Ya sabes que eso no tiene nada que ver con el problema, y no estoy diciendo que debas votar a los republicanos sólo porque yo lo hago. Pero puedo ver las señales e interpretarlas. Si te contemplaras a ti mismo ayudado por un poquito de psicoanálisis no te quedaría más remedio que admitir la cantidad de represiones que has ido acumulando en tu interior.

Boz se cabreó. Que te llamaran republicano era una cosa, pero nadie iba a llamarle reprimido.

—Bueno, hermanita, mierda para ti, ¿de acuerdo? ¿Quieres saber cuál es mi partido? Yo te lo diré. Cuando tenía trece años me hacía pajas mientras veía cómo te desnudabas y, créeme, se necesita ser muy demócrata para hacer eso.

—Qué horror —dijo Gamba.

Sí, era horrible, y además era tan falso como horrible. Boz había tenido montones de fantasías sobre Lottie, pero sobre Gamba… Nunca. Ese cuerpo bajito, frágil y delgado le asustaba. Gamba era una catedral gótica erizada de pináculos y gárgolas, un bosque de árboles sin hojas. Boz quería praderas cubiertas de flores y casitas bañadas por el sol. Gamba era un grabado de Durero; Boz era un paisaje pintado por Domenichino. ¿Tirarse a Gamba? No, antes prefería volverse republicano. Nunca, y el que fuese su hermana no cambiaba las cosas.

—No es que esté en contra de los republicanos —añadió diplomáticamente—. No soy ningún puritano. Lo que pasa es que no me gusta follar con tíos, ¿entiendes?

—Nunca lo has probado.

Gamba usó su mejor tonillo me —has— ofendido —gravemente.

—Pues claro que lo he probado. Te aseguro que lo he probado montones de veces.

—Bueno, si lo has probado entonces… ¿Qué le está pasando a tu matrimonio?

Las lágrimas empezaron a fluir, últimamente Boz lloraba con tanta facilidad como un aparato de aire acondicionado. Gota, gota, gota… Gamba era una auténtica experta en las artes de la compasión y se echó a llorar con él después de colocar un brazo largo y flaco sobre la exquisita desnudez de los hombros de Boz.

Boz tragó aire por la nariz y echó la cabeza hacia atrás, flip-flop de cabellos rojo y oro, una esforzada sonrisa en los labios.

—¿Te apetece ir a la fiesta?

—Esta noche no me encuentro de humor para fiestas. Me siento demasiado religiosa y…, sí, demasiado sagrada. Puede que más tarde.

—Vamos, Gamba…

—No, de veras.

Gamba se acurrucó en sus brazos, sacó el mentón y esperó a que Boz le suplicara que fuese a la fiesta.

El perro empezó a repasar un nuevo repertorio de sonidos.

—Hace mucho tiempo, cuando era pequeño… justo después de que nos trasladáramos aquí, de hecho… —murmuró Boz con voz adormilada.

Los perros habían sido declarados ilegales y los propietarios de perros tuvieron que recurrir a toda clase de numeritos estilo Anna Frank para proteger a sus chuchos de la Gestapo ciudadana. Dejaron de sacarlos a pasear por la calle, y el tejado del 334 —que la Comisión del Parque había declarado era una zona recreativa (llegaron al extremo de rodearlo con una alambrada para darle una atmósfera de zona recreativa)— no tardó en quedar cubierto por una capa de mierda de perro en la que te hundías hasta los tobillos. Los niños y los perros libraron una guerra para averiguar a quién pertenecía el tejado. Los niños perseguían a los perros sueltos y los arrojaban al vacío. Los pastores alemanes eran los que oponían una resistencia más encarnizada. Boz había visto cómo un pastor alemán arrastraba a un primo de Milly en su vuelo hasta el pavimento.

Todas las cosas que ocurren y que te parecen tan importantes en esos momentos…, y luego las vas olvidando una detrás de otra. Boz sintió una tristeza elegante y controlada, y tuvo la impresión de que si se sentaba delante del escritorio y pasaba la noche en vela conseguiría escribir un precioso conjunto de máximas filosóficas.

—Me largo, ¿de acuerdo?

—Que lo pases bien —dijo Gamba.

Boz le acarició la oreja con los labios, pero no se trataba de un beso —ni tan siquiera en el sentido fraternal—, sino más bien de un indicio, un signo en el que se podía descifrar la distancia que se interponía entre ellos, como esos letreros de las autopistas que te indican cuántos kilómetros te faltan para llegar a Nueva York.

La fiesta no era ninguna forma de locura ni mucho menos, pero Boz decidió disfrutar de ella manteniéndose lo más callado y decorativo posible, y estuvo un buen rato sentado en un banco contemplándose las rodillas hasta que Williken, el fotógrafo del 334, fue hacia él y empezó a hablarle del maticismo —Williken llevaba muchos años siendo maticista—, y le explicó que su muy esperado renacimiento no tardaría en llegar. Williken estaba más viejo de como Boz lo recordaba. Arrugas, falta de carne…, el patetismo de los cuarenta y tres años.

—Los cuarenta y tres son la mejor edad —volvió a decir Williken después de haber dado por concluido el tema de la historia del arte.

—¿Mejor que los veintiuno?

Los veintiuno eran la edad de Boz, naturalmente.

Williken decidió que Boz acababa de hacer un chiste y tosió. (Williken fumaba tabaco.) Boz desvió la mirada y vio por el rabillo del ojo a un tipo con barba pelirroja que le estaba observando. Un diminuto pendiente de oro centelleaba en su oreja izquierda.

—Es el doble de buena, y un poquito más —dijo Williken.

Era otro chiste, claro, y Williken lo celebró volviendo a toser.

Después de Boz barba —pelirroja— y —pendiente— de —oro era la persona más hermosa de la fiesta. Boz se puso en pie y se despidió de Williken rozando sus viejas manos cubiertas de arrugas con los dedos.

—¿Y tú cuántos años tienes? —le preguntó al hombre pelirrojo del pendiente de oro.

—Metro ochenta y cinco. ¿Y tú?

—Soy bastante versátil. ¿Dónde vives?

—En el Setenta Este. ¿Y tú?

—He sido evacuado —Boz le obsequió con una pose: Sebastián (el de Guido) abriéndose a sí mismo igual que una flor para recibir las flechas de la admiración de los hombres. ¡Oh, cuando quería Boz era capaz de fascinar incluso a una pared!—. ¿Eres amigo de Enero?

—Soy amigo de un amigo, pero el amigo en cuestión no ha aparecido. ¿Y tú?

—Más o menos lo mismo o algo así.

Danny (se llamaba Danny) alzó una mano y cerró los dedos sobre un mechón de cabellos rojo y oro.

—Me gustan tus rodillas —dijo Boz.

—¿No te parecen demasiado peludas?

—No, me encantan las rodillas peludas.

Cuando se marcharon, Enero estaba en el cuarto de baño y los dos gritaron su despedida a través del panel de papel, y luego pasaron todo el trayecto de vuelta —bajar la escalera, salir a la calle, en el metro, en el ascensor del edificio de Danny—, besándose, tocándose y frotándose el uno contra el otro, pero aunque todo eso sirvió para que Boz sintiera una considerable excitación psicológica no le proporcionó una erección.

Al parecer no había hada que fuese capaz de ponérsela tiesa.

Danny estaba detrás del biombo removiendo la leche instantánea encima del hornillo eléctrico, y Boz estaba solo en la inmensa cama de matrimonio contemplando a los hámsteres prisioneros dentro de su jaula. Los hámsteres copulaban de esa forma nerviosa y saltarina típica de los hámsteres, y la Señora Hamster no paraba de gruñir: «Shirk, shirk, shirk…»[2]. Pobre Boz. Toda la naturaleza le afeaba su conducta.

—¿Sacarina? —preguntó Danny saliendo de detrás del biombo con una taza en cada mano.

—Gracias de todas formas. No debería estar haciéndote perder el tiempo.

—¿Quién dice que he estado perdiendo el tiempo? Puede que dentro de media hora…

El bigote se separó de la barba. Una sonrisa.

Boz alisó su vello púbico con expresión melancólica y movió de un lado a otro su polla, obviamente fláccida.

—No, me temo que se encuentra fuera de servicio para el resto de la noche.

—¡Quizá le apetezca un poco de mano dura! Conozco a tipos que…

Boz meneó la cabeza.

—No serviría de nada.

—Bueno, tómate el Kafé. El sexo no es tan importante, créeme. Hay otras cosas.

«¡Shirk! ¡Shirk, shirk!», dijo la Señora Hamster.

—Supongo que no es tan importante como creemos.

—No lo es —insistió Danny—. Oye, ¿siempre eres impotente?

Bien, por fin había pronunciado la palabra que Boz tanto temía oír.

—¡Dios, no!

(¡Oh, el horror, el horror!)

—Bueno, entonces… Una noche tonta no tiene importancia. No hay que preocuparse por eso. A mí me ocurre continuamente y yo me gano la vida con eso, ¿sabes? Soy monitor de higiene.

—¿Tú?

—¿Por qué no? Demócrata de día y republicano en mis ratos libres. Por cierto, ¿en qué partido estás registrado?

Boz se encogió de hombros.

—¿Qué importa eso cuando no votas?

—Deja de compadecerte de ti mismo.

—Ahora soy demócrata, pero antes de casarme era independiente. Por eso…, esta noche, cuando vine aquí contigo…, nunca pensé que… Quiero decir… Eres endiabladamente guapo, Danny.

Danny corroboró la afirmación de Boz con un suave rubor.

—Vamos, olvida ese tema. Anda, cuéntame, ¿qué le ocurre a tu matrimonio?

—Oh, me temo que no es una historia muy interesante…

Y después le contó la historia completa de Boz y Milly; de cómo habían disfrutado de una relación maravillosa, de cómo esa relación se había ido deteriorando y, finalmente, de cómo Boz no entendía por qué.

—¿Has ido a ver a un consejero matrimonial? —le preguntó Danny cuando hubo terminado.

—¿De qué me serviría eso?

Danny había logrado manufacturar una lágrima de auténtica compasión, y alargó la mano hacia el mentón de Boz levantándoselo para asegurarse de que no le pasaría desapercibida.

—Pues deberías. Tu matrimonio sigue significando mucho para ti y si algo anda mal creo que por lo menos deberías saber dónde está el problema, ¿no? Quiero decir que… Bueno, podría ser cualquier estupidez, una falta de sintonía en los ciclos metabólicos o…

—Supongo que tienes razón.

Danny se inclinó sobre él y le apretó suavemente una pantorrilla.

—Pues claro que tengo razón. Te diré lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Conozco a un tipo del que todo el mundo cuenta maravillas. Tiene la consulta en Park Avenue… Te daré su número de teléfono.

Le besó en la nariz. El cronometraje fue tan perfecto que la lágrima de empatía cayó sobre la mejilla de Boz.

Después de un último y decidido esfuerzo que no dio ningún resultado, Danny —con su sinceridad y ausencia de doblez como único atuendo, lo cual decía mucho en su favor— acompañó a Boz hasta el foso, el cual (también) estaba difunto.

—Por cierto, supongo que no habrás hecho ninguna demostración en Erasmus Hall, ¿verdad? —preguntó Boz después de que se dieran el beso de despedida y cuando aún se estaban estrechando la mano.

La pregunta llevaba media hora dando vueltas por su cabeza, pero Boz consiguió formularla en un tono de voz tan despreocupado como si se le acabara de ocurrir.

—No. ¿Por qué? ¿Estudiaste allí? Cuando tú estudiabas yo aún no era monitor.

—No, conozco a alguien que trabaja allí. ¿Y en el Washington Irving?

—Bueno, la verdad es que trabajo en el Bedford-Stuyvesant. —La admisión llegó acompañada por un matiz de pena casi imperceptible—. ¿Cómo se llama ese amigo tuyo? Puede que nos hayamos visto en alguna reunión del sindicato o algo por el estilo.

—Es una amiga… Milly Hanson.

—Lo siento, nunca he oído hablar de ella. Hay montones de monitores, ¿sabes? Nueva York es una ciudad enorme.

El pavimento y los muros que se alzaban a su alrededor asintieron en silencio.

Las manos se separaron. Las sonrisas se desvanecieron, y los propietarios de los labios que las habían esbozado se volvieron invisibles el uno para el otro y se marcharon en direcciones opuestas, como botes que se deslizan sobre las aguas envueltos en una espesa capa de niebla.

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