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Angulema

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El mar de su calva bronceada contenía un archipiélago de islas marrones a cual más irregular. Las costas de su pelambre eran promontorios de mármol especialmente visibles en su barba, que era blanca, frondosa y rizada. ¿La dentadura? Un modelo MODICUM como tantos otros. ¿La ropa? Todo lo limpia que puede estar una tela de tal antigüedad, y tampoco podía armarse que su propietario oliese mal. Y sin embargo…

Aunque hubiera tenido la costumbre de bañarse cada mañana, quien le mirase habría seguido pensando que estaba sucio, igual que ocurre con ciertos suelos de madera y los viejos edificios de piedra marrón que parecen seguir necesitando una buena limpieza segundos después de haber sido lavados o restaurados. La suciedad había quedado aprisionada en aquella carne marchita y esa ropa llena de arrugas, y la única forma de eliminarla sería mediante la cirugía o el fuego.

Sus costumbres eran tan regulares como los puntitos de un estampado barato. Vivía en el dormitorio para la tercera edad de Chelsea, un descubrimiento que debían agradecer a un chaparrón que le había obligado a coger el metro en vez de ir caminando como tenía por costumbre. Si la noche era muy calurosa usaba como nido una de las ventanas del Castillo y dormía en el parque. Compraba el almuerzo en

Dumas Fils, un colmado de la calle Water lleno de quesos, fruta importada, pescado ahumado y botellas de nata, auténticos alimentos para los dioses. El almuerzo era su única colación del día, a pesar de que el dormitorio debía satisfacer necesidades tan prosaicas como la del desayuno. Todos estaban de acuerdo en que para ser un mendigo gastaba sus monedas de una forma muy extraña, sobre todo teniendo en cuenta que la norma era gastárselas en drogas.

Su método de trabajo se reducía a la agresión pura y simple, y podía variar desde una mano que aparecía delante de tu cara acompañada por un rápido «¿Me das algo?» hasta el «Necesito sesenta centavos para volver a casa» pronunciado con una seguridad y un aplomo impresionantes. Su porcentaje de éxitos resultaba asombroso, pero pensándolo bien no lo era tanto. Tenía carisma, eso era indudable.

Y alguien que confía en su carisma personal nunca va armado.

¿La edad? Bueno, podía tener sesenta, setenta o setenta y cinco años, quizá incluso un poquito más, o ser muchísimo más joven. Todo dependía de la clase de vida que hubiera llevado antes, y de dónde hubiera vivido. Tenía un acento que ninguno de ellos había conseguido identificar. No era inglés, no era francés y no era castellano; y probablemente tampoco era ruso.

Dejando aparte su madriguera en el muro del Castillo había otros dos sitios por los que mostraba una clara preferencia. El primero era la espaciosa calzada para pasear que discurría a lo largo del agua. Era su zona de trabajo, y la recorría continuamente limitándose a subir hasta el Castillo y bajar hasta el puesto callejero. El paso de uno de los gigantescos cruceros de la Marina —el USS

Dana o el USS

Melville, por ejemplo—, hacía que él y todo el Battery quedaran tan inmóviles como si estuviesen contemplando un desfile blanco y desprovisto de sonidos que se desplazaba con la lentitud de un sueño. Era una parte de la historia, e incluso los alejandrinos se sentían un poco impresionados a pesar de que tres de ellos habían hecho el trayecto de ida y vuelta hasta la Isla Andros; pero a veces se apoyaba en la barandilla y se quedaba allí durante mucho tiempo sin que pareciese existir ninguna razón para ello, sin hacer nada salvo contemplar el cielo y la costa de Jersey. Pasado un rato quizá empezara a hablar consigo mismo en un tono de voz tan bajo que apenas llegaba al murmullo pero, a juzgar por las arrugas que aparecían en su frente, mantenía esa charla privada con un interés y una concentración que rayaban en el apasionamiento. Jamás le habían visto sentarse en un banco.

El otro sitio que le gustaba era el aviario. Los días en que habían sido ignorados contribuían a la causa de la existencia de los pájaros con cacahuetes o migajas de pan. Había palomas, loros, una familia de petirrojos y un enjambre proletario de lo que el letrero afirmaba eran abubillas, aunque Celeste —que había llegado al extremo de ir a la biblioteca para asegurarse— afirmaba no era más que una variedad de gorriones muy poco distinguida. El aviario también era uno de los lugares favoritos de la señorita Kraus, naturalmente, y uno de los que escogía frecuentemente para exhibir la firmeza de sus convicciones. Una de sus peculiaridades (y, probablemente, la razón de que nunca se le hubiese pedido que se marchara de allí) era que jamás se dignaba discutir fueran cuales fuesen las circunstancias, y ni tan siquiera los simpatizantes conseguían arrancarle más que una seca sonrisa y una lacónica inclinación de la cabeza.

Un martes —una semana antes del Día A (aún no había amanecido, y la confrontación sólo fue presenciada por tres alejandrinos)—, Aliona abandonó el refugio de su reticencia e intentó trabar conversación con la señorita Kraus.

Se plantó delante de ella, y empezó la maniobra leyendo en voz alta con aquel acento inquietantemente imposible de localizar el texto de DETENED LA MATANZA. «Obedeciendo instrucciones secretas de la Fundación Sionista Ford el Departamento de Interior del Gobierno de los Estados Unidos está envenenando sistemáticamente los océanos del mundo con las llamadas “granjas de alimentos”».

Hemos de suponer que esto es lo que el Gobierno considera «¿una aplicación pacífica de la energía nuclear?» Fin de la cita,

New York Times, 2 de agosto del año 2024. «¡Una nueva masacre de búfalos!»

El mundo de la naturaleza, enero. «Acaso podemos permitirnos el lujo de seguir más tiempo indiferentes. Cada día 15 000 gaviotas mueren como resultado directo de Genocidios Sistemáticos mientras Funcionarios escogidos por el pueblo falsifican y distorsionan las pruebas. Conozca la verdad. Escriba a los Congresistas. ¡Haga oír su voz!»

El zumbido de la voz de Abona hizo que el rostro de la señorita Kraus se fuese volviendo de un rojo cada vez más oscuro. Tensó los dedos sobre el mango de escoba color azul turquesa al que estaba sujeta la pancarta, y empezó a subirla y bajarla muy deprisa como si aquel hombre que hablaba con acento extranjero fuese un ave de presa que se había posado en ella.

—¿Es eso lo que cree? —preguntó Aliona en cuanto hubo conseguido leer todo el texto hasta la firma a pesar de las tácticas oscilatorias utilizadas para disuadirle. Después alzó una mano, acarició su frondosa barba blanca y adoptó una expresión filosófica que le llenó la cara de arrugas—. Me gustaría saber más cosas sobre ese asunto. Sí, de veras, me gustaría mucho… Quiero saber qué opina usted al respecto.

El horror se había adueñado de la señorita Kraus y le había paralizado los miembros. Sus párpados decidieron cerrarse de golpe, pero consiguió volver a abrirlos con un gran esfuerzo de voluntad.

—Quizá podríamos charlar sobre el tema —siguió diciendo implacablemente Aliona—. Cuando tenga más ganas de hablar… ¿Qué le parece?

La señorita Kraus respondió con su sonrisa de siempre y un asentimiento de cabeza casi imperceptible. Abona le dio la espalda y se alejó. Estaba a salvo, al menos por el momento, pero aun así esperó hasta que hubiera recorrido la mitad de la distancia que le separaba del otro extremo del paseo antes de permitir que el aire entrara en sus pulmones. Tragó una bocanada de aire y los músculos de sus manos se descongelaron lo suficiente para empezar a temblar.

El Día A era una acuarela del verano, un catálogo de todas las cosas con las que más disfrutan los pintores. Había nubes, banderas, hojas, gente hermosa paseando y, como fondo a todo eso, el vacío azul del cielo. El Señor Morritos fue el primero en llegar, y Tancred, ataviado con una especie de kimono (que ocultaba la Luger robada), fue el último. Celeste no se presentó. (Acababa de saber que le habían concedido la beca de intercambio con Sofía.) Decidieron que podían arreglárselas sin Celeste, pero la otra ausencia era mucho más grave. Su víctima no se había dignado estar disponible el Día A.

Resoplidos —el que tenía la voz más parecida a la de un adulto cuando hablaba por teléfono— fue el encargado de ir al vestíbulo del Citibank y telefonear al dormitorio de la Dieciséis Oeste.

La enfermera que se puso al teléfono era una suplente. Resoplidos, siempre inspirado a la hora de contar mentiras, insistió en que su madre —«la señora Anderson, pues claro que vive ahí, la señora Alma F. Anderson»— debía ser avisada inmediatamente de que la estaban llamando por teléfono. Hablaba con el 248 de la Dieciséis Oeste, ¿no? Bueno, pues si no estaba allí, ¿dónde estaba? La enfermera empezó a ponerse un poco nerviosa, y le explicó que todos los residentes que se hallaban en un estado físico razonablemente bueno habían sido llevados al Lago Hoptacong para celebrar la festividad del 4 de julio con una merienda campestre ofrecida por un gigantesco complejo de apartamentos para personas de la tercera edad que acababa de inaugurarse en Jersey. Si volvía a telefonear mañana a primera hora ya estarían de vuelta y podría hablar con su madre entonces.

Los ritos de iniciación tuvieron que ser pospuestos. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Amparo repartió unas cuantas píldoras que había cogido del frasco de su madre, una especie de premio de consolación. Jack se marchó después de excusarse diciendo que estaba al borde de la psicosis, y ningún alejandrino volvió a verle hasta septiembre. El grupo se estaba desintegrando tan deprisa como un terrón de azúcar que va siendo empapado por la saliva y acaba desmoronándose encima de la lengua. Pero aun así… ¡Qué diablos! El mar seguía reflejando el mismo cielo azul, las palomas que acechaban detrás del portillo seguían siendo tan iridiscentes como antes y los árboles continuaban creciendo.

Decidieron hacer el tonto y empezaron a intercambiar chistes sobre el auténtico significado de la A de Día A. Resoplidos abrió el fuego con «Señorita Anémica, Señorita Ataúd y Señorita Atontada». Tancred —cuyo sentido del humor o no existía o era tan personal que rozaba lo intransferible— no fue capaz de ofrecer nada mejor que «Anémona, madre de las Musas». El Señor Morritos contribuyó con «¡Alabado sea el cielo!». MaryJane optó por afirmar que era un homenaje a las dos aes de su nombre, cosa que nadie entendió muy bien, pero Amparo insistió en que significaba «Aplomo» y se alzó con el triunfo.

Después —lo cual demuestra que cuando navegas el viento siempre te da en la espalda— descubrieron el

Orfeo de Terry Riley en el 99.5 del dial de la frecuencia modulada y se enteraron de que la retransmisión iba a durar todo el día. Habían estudiado

Orfeo en la clase de mimo y a esas alturas ya se había convertido en una parte de su musculatura y su sistema nervioso. Mientras Orfeo descendía a un infierno que se hinchaba tan deprisa como el hongo de una explosión atómica pasando de tener el tamaño de un guisante al de un planeta, los alejandrinos se metamorfosearon en una tribu de almas atormentadas francamente creíble que no tenía nada que envidiar a ninguna de cuantas habían existido desde los tiempos de Jacopo Peri. Grupitos de mirones se congregaron y se dispersaron a lo largo de toda la tarde e inundaron el pavimento con libaciones de atención adulta. En el aspecto expresivo no cabe duda de que los alejandrinos se sobrepasaron a sí mismos tanto en lo individual como en lo colectivo, y aunque es cierto que jamás habrían conseguido llegar a la apoteosis (es decir, a las nueve y media de la noche) sin el soplo incesante del viento psicoquímico que hinchaba sus velas, su danza fue auténtica y, en gran parte, surgida de lo más profundo de sus personalidades. Cuando salieron del Battery aquella noche se sentían más alegres y satisfechos de lo que habían estado en todo lo que llevaban de verano y, en cierto sentido, puede afirmarse que habían sido exorcizados.

Pero cuando volvió al Plaza el Señor Morritos descubrió que no podía dormir, y en cuanto hubo terminado de vérselas con las cerraduras sus entrañas se tensaron hasta formar un auténtico rompecabezas de nudos. La inquietud y los malos presentimientos no se esfumaron hasta que hubo abierto la ventana y empezó a deslizarse por la cornisa. La ciudad era real, su habitación no. La cornisa de piedra era real y sus nalgas desnudas fueron absorbiendo dosis de realidad de ella. Contempló los movimientos lentísimos que se producían a distancias enormes y fue poniendo algo de orden en sus pensamientos.

No necesitaba hablar con los otros para saber que el asesinato jamás se llevaría a cabo por la sencilla razón de que en su caso la idea nunca había significado lo que significaba para él. Había bastado con una píldora para que todos volviesen a ser actores que se contentaban con la existencia de las imágenes reflejadas en un espejo.

La ciudad se fue desconectando poco a poco mientras la observaba. El amanecer fue dividiendo lentamente el cielo delimitando un este y un oeste. Si algún peatón hubiera pasado por la Cincuenta y ocho y hubiese alzado la mirada habría visto las plantas de los pies de un muchacho que se balanceaban hacia atrás y hacia adelante en un movimiento casi angelical.

Tendría que matar a Aliona Ivanovna sin ayuda de nadie. Era el único curso de acción posible.

Ya hacía un buen rato que el teléfono de su dormitorio había dejado de emitir el discreto y suave pitido del timbre nocturno. Estaba casi seguro de que había sido Tancred (¿o quizá Amparo?), y el motivo de la llamada, evidentemente, era intentar convencerle de que olvidaran todo el asunto. Sus argumentos eran perfectamente previsibles, claro. Ya no podían confiar en Celeste y Jack o, y eso sería bastante más sutil, habían llamado la atención con su

Orfeo. Si la policía llevaba a cabo aunque sólo fuese la más desganada investigación rutinaria, los ocupantes de los bancos se acordarían de ellos y recordarían lo bien que habían bailado, y los agentes sabrían dónde buscar.

Pero la auténtica razón —que por lo menos Amparo se habría avergonzado de enunciar en voz alta ahora que los efectos de la píldora ya se estaban desvaneciendo— era que habían empezado a sentir lástima por su víctima. El mes de vigilancia había hecho que la conocieran demasiado bien, y la firmeza inicial de su propósito había ido siendo erosionada por la compasión.

Una luz se encendió detrás de la ventana de papá. Hora de empezar. Se puso en pie —una silueta dorada irguiéndose bajo los rayos de sol de otro día perfecto— y recorrió la cornisa de treinta centímetros de anchura hasta llegar a su ventana. Llevaba tanto rato sentado que sintió un feroz cosquilleo en las piernas.

Esperó hasta que papá estuvo en la ducha y fue de puntillas hasta el viejo secreter de su dormitorio (W. & J. Sloan, 1952). El llavero de papá estaba enroscado sobre la madera barnizada. Dentro del cajón del secreter había una cigarrera mexicana, y dentro de la cigarrera había una bolsita de terciopelo, y dentro de la bolsita de terciopelo reposaba uno de los tesoros de papá, la réplica de una pistola francesa para duelos (

circa 1790). Las precauciones que la envolvían no habían sido adoptadas pensando en su hijo sino en Jimmy Ness, quien de vez en cuando se sentía obligado a demostrar que sus periódicas amenazas de suicidarse debían ser tomadas en serio.

Había estudiado concienzudamente el cuadernillo de instrucciones después de que papá comprara la pistola, y consiguió llevar a cabo el procedimiento de carga rápidamente y sin cometer ningún error. La dosis de pólvora ya medida fue apisonada dentro del cañón y la bala de plomo acabó encima de ella.

Echó el percutor hacia atrás hasta oír un suave chasquido metálico.

Cerró el cajón. Volvió a dejar el llavero más o menos donde lo había encontrado. Enterró la pistola entre los almohadones y trastos del rincón turco —por ahora—, dejándola con el cañón hacia arriba para que la bala no se saliera de él. Después utilizó los restos del entusiasmo de ayer para entrar corriendo en el cuarto de baño y besar la mejilla de papá, esa piel aún algo humedecida por el litro de agua de la ración matinal que olía a 4711.

Fueron a la salita del café y compartieron un desayuno idéntico al que se habrían preparado con la única diferencia del ritual que suponía el ser atendidos por una camarera. El Señor Morritos se lanzó a un entusiástico relato de la representación de

Orfeo improvisada por los alejandrinos, y papá se esforzó al máximo para no dar la impresión de que le escuchaba con un desinterés condescendiente. Cuando estuvo seguro de que ya no podría seguir fingiendo durante mucho rato el Señor Morritos le pidió otra píldora, y la innegable verdad de que era mucho menos peligroso que obtuviese ese tipo de diversiones de su padre que de un desconocido en la calle hizo que acabara consiguiéndola.

Llegó a la parada Sur del transbordador al mediodía sintiéndose saturado por el presentimiento de su inminente liberación. Hacía un día idéntico al que habría debido ser el Día A original, como si su estancia de medianoche en la cornisa hubiera servido para hacer retroceder el tiempo hasta el punto en el que las cosas habían empezado a torcerse. Se había puesto sus pantalones cortos de aspecto más anónimo y llevaba la pistola colgando del cinturón dentro de un saquito de tela marrón.

Abona Ivanovna estaba sentado en uno de los bancos más cercanos al aviario escuchando a la señorita Kraus. La mano de los anillos sujetaba con firmeza la pancarta mientras la derecha cortaba el aire con una torpe elocuencia que le hizo pensar en las primeras palabras de un mudo inmediatamente después de una curación milagrosa.

El Señor Morritos fue por el sendero y se acuclilló a la sombra del monumento conmemorativo. Ayer las estatuas les habían empezado a parecer ridículas, y todo había empezado a perder su magia. Seguían pareciéndole ridículas. Verrazzano iba vestido como un industrial de la era victoriana que había decidido disfrutar de unas vacaciones en los Alpes. El ángel lucía el típico camisón de bronce de los ángeles.

Su euforia estaba esfumándose poco a poco en hilachas impalpables que escapaban de su cabeza como partículas de caliza arrancadas por el viento de los siglos. Pensó en telefonear a Amparo, pero el escaso consuelo que pudiera proporcionarle hablar con ella sería un espejismo que no podría adquirir solidez hasta que el propósito que le había traído hasta allí se convirtiera en realidad.

Echó un vistazo a su muñeca y recordó que se había dejado el reloj en casa. El gigantesco reloj publicitario que adornaba la fachada del First National Citibank le indicó que eran las dos y cuarto. No era posible.

Y la señorita Kraus seguía parloteando.

Tuvo tiempo más que suficiente para contemplar cómo una nube procedente de Jersey cruzaba el cielo, se desplazaba sobre el Hudson y dejaba atrás el sol. Vientos invisibles mordisqueaban sus contornos algodonosos. La nube se convirtió en su vida, algo que desaparecería sin haber podido transformarse en lluvia.

Un rato después, y el viejo estaba caminando por el paseo en dirección al Castillo. Le siguió durante lo que le parecieron kilómetros, y de repente estaban solos, juntos en el otro extremo del parque.

—Hola —le dijo con la sonrisa reservada para los adultos de posición e importancia más bien dudosas.

Aliona clavó los ojos en la bolsita de tela marrón, pero el Señor Morritos no perdió la compostura. Estaría preguntándose si podía sacarle algo de dinero, dónde lo guardaría y, suponiendo que llevara dinero encima, si estaría dentro de la bolsita. La pistola creaba un bulto claramente visible, pero no era la clase de bulto que se asocia con la presencia de un arma de fuego.

—Lo siento —dijo fríamente—. No tengo ni una moneda.

—¿Acaso te la he pedido?

—Ibas a hacerlo.

El viejo empezó a girar sobre sí mismo como si se dispusiera a volver por donde había venido, y el Señor Morritos tuvo que hablar a toda velocidad para decir algo que le retuviera allí.

—Te he visto charlar con la señorita Kraus.

Funcionó.

—Felicidades… ¡Has conseguido romper el hielo!

El viejo medio sonrió y medio frunció el ceño.

—¿La conoces?

—Mmm. Supongo que podrías decir que somos conscientes de que está ahí.

El «somos» había sido un riesgo deliberado, un entremés para ir abriendo el apetito antes del plato principal: Deslizó un dedo a cada lado de los cordoncillos que sujetaban la pesada bolsita de tela al cinturón y los movió hasta crear un perezoso movimiento pendular.

—¿Te importaría que te hiciera una pregunta?

La expresión del rostro de Aliona ya no contenía ni un átomo de indulgencia.

—Probablemente sí.

La sonrisa del Señor Morritos había perdido la dureza helada del cálculo. Era la misma sonrisa que habría utilizado con papá, con Amparo, con la señorita Couplard, con cualquier persona que le cayese bien.

—¿De dónde eres? De qué país, quiero decir.

—Eso no es asunto tuyo, ¿verdad?

—Bueno, yo sólo quería… Quería saberlo, nada más.

El viejo (que había dejado de ser Aliona Ivanovna) le dio la espalda y fue en línea recta hacia el cilindro de piedra de la vieja fortaleza.

El Señor Morritos recordó que la placa de la entrada —la misma que hablaba de los 7,7 millones— afirmaba que Jenny Lind había cantado allí y que había sido muy aplaudida.

El viejo se abrió la bragueta, se sacó la polla y empezó a orinar en la pared.

El Señor Morritos luchó con las tirillas de la bolsita. El viejo permaneció inmóvil orinando durante lo que debió de ser un tiempo increíblemente largo, porque a pesar de la tenaz resistencia presentada por aquel nudo que quería seguir atado consiguió sacar la pistola antes de que las últimas gotitas salieran despedidas.

Colocó la cápsula fulminante sobre el punzón metálico, echó el percutor hacia atrás hasta oír dos chasquidos indicadores de que había superado el seguro y tomó puntería.

El viejo se tomó su tiempo para meterse la polla dentro y abotonarse la bragueta, y no volvió la cabeza hacia el Señor Morritos hasta haber terminado. Vio la pistola que le apuntaba. Estaban a menos de seis metros de distancia el uno del otro, así que tuvo que verla por fuerza.

—¡Ah! —dijo.

E incluso ese sonido no era una exclamación dirigida al chico que le apuntaba con la pistola, sino un mero paréntesis en el monólogo levemente irritado que reanudaba cada día mientras permanecía inmóvil junto a la barandilla. Giró sobre sí mismo, y un instante después ya había vuelto al trabajo y extendía la mano delante de alguien que pasaba por allí solicitando una moneda de veinticinco centavos.

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