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334 » Tercera Parte: La Señora Hanson » 18. La Nueva Biblia Católica Americana (2021)

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Años antes del 334, cuando vivían en un sótano horrible de una sola habitación que estaba en la calle Mott, un vendedor a domicilio llamó a su puerta y le vendió no sólo la Nueva Biblia Católica Americana, sino un cursillo por correspondencia que la informaría de todos los cambios que se habían producido en su religión. Cuando el vendedor volvió dispuesto a recuperarlo todo por falta de pago de las cuotas ella ya había llenado las primeras páginas con todas las fechas importantes de la historia familiar.

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El vendedor dejó que se quedara con la Biblia a cambio del depósito original y cinco dólares adicionales, pero se llevó consigo los planes de estudio y la libreta de anillas para irlos coleccionando.

Aquello ocurrió en 1999, y en años posteriores cada vez que la familia aumentaba de tamaño o disminuía ella consignaba el hecho en la Nueva Biblia Católica Americana el mismo día en el que se había producido.

El 30 de junio del año 2001 Jimmy Tom fue aporreado por la policía durante un disturbio callejero mientras protestaba por el toque de queda de las diez de la noche que el Presidente había impuesto durante la Crisis de las Granjas. Jimmy Tom murió esa misma noche.

El 11 de abril del año 2003, seis años después de la muerte de su padre, Boz nació en el Hospital Bellevue. Dwight había sido miembro de los Camioneros, el primer sindicato que incluyó la conservación del semen entre los beneficios de su póliza de seguros.

El 29 de mayo del año 2013 Amparo nació en el 334, y no se dio cuenta de que la Biblia aún no incluía nada sobre su padre hasta haber cometido el error de añadir el apellido Hanson al nombre de Amparo; pero a esas alturas aquel listado oficial ya había adquirido algo así como una sombra compuesta de parientes omitidos. SueEllen, su madrastra; la interminable ristra de cuñados y cuñadas; los dos bebés que Gamba había dado a luz para el programa federal y que habían sido conocidos como Tigre (por el gato al que había sustituido) y Tambor (por el conejo Tambor de Bambi)… El caso de Juan era todavía más delicado que cualquiera de los anteriores, pero acabó decidiendo que aunque el apellido de Amparo fuese Martínez legalmente Lottie seguía siendo una Hanson, y Juan quedó condenado a compartir el margen con los otros casos dudosos. El error fue corregido.

Mickey nació el 6 de julio del año 2016, también en el 334.

El 6 de marzo del año 2011 el hogar para la tercera edad de la calle Elizabeth telefoneó a Williken, quien subió la escalera trayendo consigo la noticia de que R. B. O’Meara había muerto pacífica y voluntariamente a la edad de ochenta y un años. Su padre… ¡Muerto!

Mientras anotaba el nuevo dato la señora Hanson se dio cuenta de que no había echado ni un solo vistazo a la parte religiosa del libro desde que la editorial había dejado de enviarle las lecciones del cursillo por correspondencia. Abrió la Biblia al azar y sus ojos se posaron en una línea de los Proverbios. «El desprecio para quienes desprecian la ley, sí; mas la compasión para los infortunados.»

Algún tiempo después le habló de aquel mensaje a Gamba, quien estaba metida en el misticismo hasta las cejas, quizá con la esperanza de que su hija sería capaz de entenderlo mejor que ella.

Gamba lo leyó en voz alta, volvió a leerlo en voz alta por segunda vez y acabó emitiendo la opinión de que no había que buscarle otro significado que el literal. «El desprecio para quienes desprecian la ley, sí; mas la compasión para los infortunados.»

Estaba claro que se hallaba ante una promesa que no se había cumplido y que jamás llegaría a materializarse. La señora Hanson se sintió traicionada e insultada.

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Lottie había abandonado los estudios en el décimo curso después de que el viejo señor Stills, su profesor de humanidades, se hubiera burlado de sus piernas. La señora Hanson nunca la sermoneó intentando convencerla de que los reanudara, probablemente porque estaba convencida de que cuando llegara el próximo año escolar —si es que no antes—, la combinación de aburrimiento y claustrofobia (aquello ocurrió en la época de la calle Mott) ya habrían logrado imponerse al orgullo herido; pero cuando llegó el otoño Lottie seguía en sus trece y su madre accedió a firmar los impresos que le permitirían quedarse en casa. La señora Hanson sólo tenía en su haber dos años de estudios secundarios y aún podía recordar cómo había odiado el estar sentada en el aula teniendo que escuchar el parloteo de los profesores o mantener la mirada clavada en los libros; y aparte de eso no cabía duda de que tener a Lottie en casa para que se ocupara de esas pequeñas molestias domésticas que la señora Hanson se resistía a encarar —lavar, remendar la ropa, controlar a los gatos—, resultaba muy agradable. Y en cuanto a Boz, Lottie era mejor que un kilo de píldoras. Jugaba con él y hablaba con él hora tras hora, año tras año.

Y cuando cumplió los dieciocho años Lottie recibió su tarjeta MODICUM y un ultimátum por el que se le daba un plazo de seis meses para conseguir un empleo. Si seguía sin trabajo cuando expirase el plazo perdería la condición y los beneficios de miembro familiar dependiente, y tendría que trasladarse a uno de los montones de basura para los parados recalcitrantes. Lottie acabaría en algún sitio tan horrible como la Plaza Roebling y, de paso, los Hanson perderían el puesto que ocupaban en la lista de espera para acceder a un apartamento en el 334.

Lottie fue consiguiendo empleos y perdiéndolos con la misma indiferencia hosca y callada que le había permitido pasar tantos años en la escuela y salir de ella prácticamente sin ninguna cicatriz digna de mención. Trabajó como dependienta y camarera. Clasificó cuentas de plástico en una fábrica. Anotó los números recitados por gente que telefoneaba desde Chicago. Montó cajas y las envolvió. Lavó, llenó y precintó jarras de litro en el sótano de Bonwit’s. Normalmente se las arreglaba para que la despidieran en mayo o en junio, y eso le permitía disfrutar de lo que la vida pudiera ofrecerle durante un par de meses hasta que llegaba el momento de volver a pasar por la agonía de la muerte laboral.

Y luego conoció a Juan Martínez en un precioso tejado muy poco tiempo después de que los Hanson hubieran conseguido mudarse al 334, y el verano pasó a ser un estado oficial y continuo. ¡Se había convertido en una madre! ¡Y en esposa! ¡Y volvía a ser madre! Juan trabajaba en el depósito de cadáveres del Bellevue con Ab Holt, quien vivía al otro extremo del pasillo, y eso fue lo que les hizo coincidir en el tejado aquella hermosa tarde del mes de julio. Juan llevaba años trabajando en el depósito de cadáveres y todo parecía indicar que seguiría trabajando en él muchos años más, por lo que Lottie podía relajarse y sumergirse en su nueva identidad de esposa-y-madre permitiendo que la vida fuera algo tan maravilloso como un verano con un pase estacional para bañarse en la piscina siempre que te diera la gana. Lottie fue feliz durante mucho tiempo.

Pero no para siempre. Lottie era Capricornio, Juan era Sagitario; y Lottie supo desde el principio que aquello acabaría un día u otro, y también sabía cómo iba a terminar. Los placeres de Juan se convirtieron en deberes. Sus visitas se fueron haciendo menos frecuentes. El dinero —que había llegado con una regularidad tan maravillosa durante tres años, cuatro, no, durante casi cinco— empezó a llegar en forma de chorros ocasionales que se fueron transformando en un goteo casi invisible. La familia tuvo que salir adelante con los cheques mensuales de la señora Hanson, los cupones suplementarios de Amparo y Mickey y la amplia gama de trapicheos y pequeños negocios de Gamba. La situación empeoró hasta casi rozar lo desesperado, y llegó el momento en que el alquiler pasó de ser la insignificante suma de 37,50 dólares a la aplastante cifra de 37,50 dólares, y ése fue el momento en el que surgió la posibilidad de que Lottie consiguiera un empleo increíble, un auténtico regalo del cielo.

Cece Benn vivía en el 1438 y se encargaba de barrer la manzana de la calle Once delimitada por la Primera y la Segunda Avenida, una concesión administrativa que le permitía obtener entre veinte y treinta dólares a la semana en propinas y pequeños favores más un diluvio de regalos cuando llegaba la Navidad; pero lo realmente soberbio de ese trabajo era que como no estabas obligado a declarar tus ingresos a MODICUM no perdías ninguno de los beneficios y subsidios de que gozabas. Cece había estado barriendo la calle once desde comienzos de siglo, pero ya se aproximaba a la edad de la jubilación y había decidido presentar la solicitud de admisión en un hogar para la tercera edad.

Lottie se había parado más de una vez en la esquina para charlar con Cece cuando hacía buen tiempo, pero nunca se le había pasado por la cabeza que la anciana pudiera considerar aquellas atenciones como una señal de auténtica amistad; y cuando Cece le dio a entender que estaba pensando permitir que heredara su licencia de barrendera Lottie se sintió abrumada por la gratitud.

—Si la quieres, claro —añadió Cece con una sonrisita impregnada de timidez.

—¡Que si la quiero! ¡Que si la quiero! ¡Oh, señora Benn!

Lottie tuvo que seguir anhelando la licencia durante meses porque, naturalmente, Cece no estaba dispuesta a perderse los extras navideños, e intentó impedir que la esperanza de un futuro tan radiante afectara su forma de tratar a Cece; pero descubrió que le resultaba imposible no mostrar una cordialidad más activa y acabó llegando al extremo de hacerle recados que la obligaban a subir hasta el 1438 y volver a la calle. Ver el apartamento de Cece e imaginar lo que debía de haber costado hizo que deseara la licencia más que nunca, y a comienzos de diciembre prácticamente se arrastraba a los pies de Cece cada vez que la veía.

Lottie pasó todo el período de las fiestas navideñas en cama con gripe, y cuando pudo levantarse el 1438 ya tenía nuevos inquilinos y la señora Levin del 1726 ya estaba en la esquina con la escoba y el cubo. Posteriormente Lottie se enteraría gracias a su madre —quien se había enterado gracias a Leda Holt—, de que la señora Levin había conseguido la licencia a cambio de seiscientos dólares.

Nunca consiguió pasar junto a la señora Levin sin sentir una dolorosa punzada de pena y envidia por todo lo que había perdido. Lottie había vivido treinta y tres años manteniéndose altivamente por encima del estado anímico que te impulsa a desear un empleo. Había trabajado cuando tenía que hacerlo, pero nunca se había permitido sentir el deseo de trabajar.

Y había querido conseguir la licencia de Cece Benn, y seguía deseándolo. Siempre lo desearía. Tenía la sensación de que aquello había destrozado su vida.

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Después de haberse tomado las cervezas debajo del aeropuerto Juan llevó a Lottie a la pista de patinaje Wollman y estuvieron patinando sobre el hielo durante una hora. El rugir de los patines era tan ensordecedor que apenas podías oír la música. Lottie salió de la pista con una rodilla despellejada y sintiéndose diez años más joven que cuando había entrado en ella.

—¿A que es mucho mejor que un museo?

—Ha sido maravilloso.

Le atrajo hacia ella y depositó un beso sobre la peca marrón de su cuello.

—Eh —dijo él.

Y la miró.

—Tengo que ir al hospital —añadió.

—¿Ya?

—¿Qué quieres decir con eso de «ya»? Son las once. ¿Quieres que te lleve hasta allí?

El motivo de los desplazamientos de Juan siempre era el mismo: poder conducir hasta donde fuera y volver. Estaba enamorado de su coche, y Lottie fingía compartir su enamoramiento; por lo que le ocultó una verdad tan sencilla como que quería volver al museo sola.

—Me encantaría ir a dar un paseo, pero no si sólo llegamos hasta el hospital —dijo—. Después no tendría ningún sitio al que ir y no me quedaría más remedio que volver a casa. No, creo que me conformaré con descansar un ratito en un banco.

Juan quedó satisfecho con su respuesta y se marchó, y Lottie depositó el trocito de zanahoria en un cubo de la basura. Después fue hacia la puerta que había detrás del templo egipcio (sus profesores de segundo, cuarto, séptimo y noveno grado la habían llevado, allí una y otra vez para que adorase las momias y los dioses de basalto), y entró en el museo.

Miles de personas disfrutaban de las postales. Las sacaban de los expositores, las contemplaban y volvían a ponerlas en su sitio. Lottie se unió a la multitud. Rostros, árboles, gente vestida con trajes raros, el mar, Jesús y María, un cuenco de cristal, una granja, tiras y puntos y ni una sola tarjeta postal del supermercado. Tuvo que acabar preguntando, y una chica que llevaba un corrector dental le enseñó dónde había varias escondidas. Lottie compró una que mostraba una serie de pasillos desapareciendo en el horizonte.

—¡Espere! —dijo la chica del corrector dental cuando Lottie empezaba a alejarse.

Lottie pensó que ahora sí que lo iba a pasar realmente mal, pero la chica sólo quería darle el ticket de los veinticinco centavos que le había costado la postal.

Fue al parque, se internó en un pequeño anexo bastante alejado de la gran explanada de césped y empezó a rellenar la postal. «Estuve aquí hoy y pensé que esto te devolvería los Viejos Tiempos.» No pensó a quién se la enviaría hasta no haber terminado de escribir el mensaje. Su abuelo estaba muerto, y no se le ocurría ninguna otra persona lo bastante mayor para acordarse de algo que existió hacía tantos años. Acabó dirigiendo la postal a su madre, y añadió «Nunca paso por Elizabeth sin pensar en ti».

Después sacó las postales que había robado del bolso. Un conjunto de agujeros, una cara, un ramo de flores, un santo, una cómoda muy adornada, un vestido antiguo, otra cara, gente trabajando al aire libre, unos cuantos garabatos, un sarcófago de piedra, una mesa cubierta con todavía más caras…, once en total. Valor —Lottie fue anotando las cifras al dorso de la postal del sarcófago—, dos dólares con setenta y cinco centavos. Robar algo siempre le subía la moral.

Acabó decidiendo que la del ramo de flores —«Iris»— era la más bonita y se la envió a Juan.

Juan Martínez

Garaje Abingden

Calle Perry 312

Nueva York, 10014

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