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334 » Cuarta Parte: Lottie » 26. Llegan mensajes (2024)

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En lo tocante al aspecto financiero ser una viuda era mucho mejor que ser una esposa. Lottie pudo telefonear a Jerry Lighthall y decirle que ahora ya no necesitaba su empleo ni el que pudiera proporcionarle ninguna otra persona. Disponía de los recursos económicos necesarios para sobrevivir más que holgadamente. Dejando aparte el cheque semanal del Bellevue —el cual había dejado de ser una fuente de ingresos insegura para convertirse en un estipendio totalmente fiable—, Bellevue le había pagado una indemnización de cinco mil dólares; y en cuanto Lottie le dio luz verde para ello el propietario del garaje Abingdon puso un anuncio en

Línea de compra y vendió lo que quedaba de Princesa Cass por la hermosa suma de ochocientos sesenta dólares, y se conformó con una comisión perfectamente razonable. Incluso después de pagar una pequeña fortuna por un entierro al que no asistió nadie y de haber saldado todas las deudas pendientes de la familia Lottie tenía en su poder más de cuatro mil dólares con los que podía hacer lo que le diese la gana. Cuatro mil dólares… Su primera reacción fue asustarse. Ingresó el dinero en un banco e intentó olvidarse de que existía.

Pasaron varias semanas antes de que su hija le proporcionara una explicación bastante verosímil de qué había impulsado a Juan a suicidarse. Amparo se había enterado gracias a Beth Holt, quien había logrado recomponer el rompecabezas gracias a las observaciones dispersas de su padre y a lo que ya había ido averiguando por su cuenta. Juan llevaba años tratando con quienes necesitaban cadáveres frescos por una razón u otra, y o Bellevue lo había descubierto, lo cual no parecía probable; o razones desconocidas habían hecho que la administración del hospital se viera presionada y obligada a escoger un chivo expiatorio y hubiese acabado optando por Juan. Al parecer Juan se había dado cuenta de lo que se le venía. Un día en que estaba cabalgando sobre la ola más alta de todas las que se habían ido sucediendo desde el suicidio de Juan se le ocurrió entrar en Bonwit’s sin ninguna razón especial salvo que estaba en la calle Catorce y quizá resultara un poquito más fresco que el cemento recalentado por el mes de septiembre. Una vez dentro la visión de los mostradores y estantes le produjo el mismo efecto que aspirar una bocanada de nitrato de amilo después de haber tomado un comprimido de morbihanina. Los colores, la inmensidad de aquel espacio, el ruido… Se sintió abrumada, primero con algo parecido al terror y luego con un deleite que se fue haciendo cada vez más irresistible. Había trabajado allí casi todo un año sin prestar atención a lo que la rodeaba y el local apenas había cambiado. ¡Pero ahora! Era como estar caminando por un inmenso pastel de bodas en el que se hubieran encarnado los deseos de toda una vida, y esos deseos le hacían señas rogándole que los tocara, que los saboreara y gozase de ellos. Alzó una mano y la movió hasta que sus dedos entraron en contacto con la suave textura de las telas —negros lustrosos, rojos que raspaban un poquito, grises que acariciaban como una brisa llegada del río—, y le bastó con tocarlas para comprender que las deseaba. Todas, las quería todas.

Empezó a coger cosas de los estantes y los mostradores y las fue metiendo dentro de su bolso. ¡Qué extrañamente adecuado resultaba el que hoy hubiera salido de casa llevando consigo el bolso más grande que tenía! Fue al segundo piso en busca de zapatos, zapatos amarillos, zapatos rojos con tiras gruesas, frágiles zapatitos hechos de malla plateada, y luego al cuarto en busca de un sombrero. ¡Y vestidos! Bonwit’s estaba repleto de vestidos de todos los colores, tallas y formas, como una inmensa cohorte de espíritus desencarnados que aguardaran el momento de ser llamados a la tierra para recibir un nombre. Lottie se fue cargando de vestidos.

Se alejó uno o dos peldaños de esas alturas y se dio cuenta de que la gente la estaba mirando y, de hecho, de que estaba siendo seguida y no sólo por los detectives de los grandes almacenes. Había un anillo de rostros contemplándola como desde una gran distancia por debajo de ella, como si estuvieran gritando «¡Salta! ¡Salta! ¿Por qué no saltas?». Fue hasta la caja registradora protegida por una jaula de alambre metálico situada en el centro del piso y vació su bolso sobre una cubeta. El total iba subiendo más y más, y los números se acumulaban formando una cifra impresionante.

—¿Qué va a ser, dinero o con tarjeta? —preguntó el dependiente con obvio sarcasmo.

—Pagaré con dinero —dijo ella, y blandió su talonario de cheques nuevo delante de la mísera barbita del dependiente.

El dependiente le pidió que se identificara, y Lottie hurgó en el desorden que se había ido acumulando en el fondo de su bolso hasta que logró encontrar su maltrecha Tarjeta de Identificación de Empleada de Bonwit’s. Cuando salió de los grandes almacenes inclinó su sombrero nuevo —un sombrero grande, alegre y exuberante adornado con montones de cinta negra (porque después de todo era viuda, ¿no?)— delante del detective de Bonwit’s que se había pegado a ella durante todo el trayecto hasta la caja registradora y le obsequió con su mejor sonrisa.

Y cuando llegó a casa descubrió que los vestidos, las blusas y todas las prendas que había comprado distaban años luz de su talla. El único vestido al que la oscuridad del día comente no había arrebatado su poder de alegrar la vida acabó siendo regalado a Gamba, el sombrero fue conservado por su valor sentimental y el resto de las compras volvió a los grandes almacenes al día siguiente; una delicada misión que confió a Amparo porque aunque sólo tenía once años ya poseía el don de conseguir lo que quisiera de cualquier dependiente.

Después de que Lottie firmara los impresos para que Amparo fuese transferida a la Escuela Lowen la forma en que trataba a su madre había sido más o menos tolerable y, de todas formas, el combate que suponía devolver una compra era una agradable experiencia que Amparo no quería perderse. No consiguió que le devolvieran el dinero, pero obtuvo lo que para sus propósitos era mucho mejor, una tarjeta de crédito válida para utilizar en cualquier departamento de los grandes almacenes. Amparo pasó el resto del día escogiendo un guardarropas regreso-a-la-escuela de colores y formas impecables con la esperanza de que después de la explosión inicial su madre acabaría comprendiendo que enviarla al mundo provista de algo que merecía el nombre de vestuario era una buena idea, y que le permitiría conservar la mitad de lo que había pirateado. La explosión de ira de Lottie alcanzó una magnitud considerable e incluyó gritos y un par de golpes asestados con el cinturón, pero cuando terminó el noticiario de la noche todo parecía haber quedado olvidado y su madre se comportaba como si Amparo no hubiese hecho nada más reprochable que contemplar los escaparates de los grandes almacenes. Esa misma noche Lottie vació todo un cajón de la cómoda para hacer sitio al nuevo guardarropa de su hija. «¡Dios —pensó Amparo— hay que ver lo imbécil que puede llegar a ser esa gorda!»

Poco después de aquella aventura Lottie se percató de que su peso había dejado de mantenerse estable alrededor de los ochenta kilos y, lo que era mucho peor, de que estaba engordando. Había comprado una máquina de Coca-Cola y le encantaba estar tumbada en la cama permitiendo que acariciara su garganta con el cosquilleo espumoso de la bebida, pero por muy no calórico que resultara aquel placer no cabía duda de que estaba acumulando kilos con una velocidad alarmante. La explicación era puramente fisiológica, y se reducía a un hecho tan sencillo como el de que comía demasiado. Gamba no tardaría en tener que abandonar la mentira cortés de que su hermana poseía una silueta rubensiana y se vería obligada a admitir que estaba pura y simplemente gorda; y en cuanto lo hubiera hecho Lottie también tendría que admitirlo. «Estás gorda», se dijo contemplándose en el espejo oscuro que le ofrecía la ventana de la sala. ¡Gorda! Pero eso no la ayudaba en nada, o no la ayudaba lo suficiente. Lottie no podía creer que fuese la persona que estaba viendo reflejada en la ventana. Ella era Lottie Hanson, la belleza escultural; la gorda de la ventana era otra mujer.

Una mañana a comienzos de otoño en que todo el apartamento olía a óxido (habían dado el vapor durante la noche), la explicación de lo que estaba ocurriendo y qué era lo que andaba mal se le ofreció como surgida de la nada y se expresó a sí misma en los términos más sencillos imaginables. «Ya no queda nada», anunció la explicación, y Lottie se repitió la frase como si fuera una plegaria, y cada repetición hacía que la circunferencia de su significado se fuera expandiendo un poquito más. El terror que la acompañaba fue abriéndose paso poco a poco por entre la maraña de sus sentimientos hasta que acabó confundiéndose con su opuesto. «Ya no queda nada» también podía ser un motivo de regocijo. ¿Acaso había poseído alguna vez algo tan maravilloso que perderlo no pudiera considerarse como una liberación? Claro que no, y de hecho aún había muchas cosas que seguían aferrándose a ella. Tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que pudiese afirmar que ya no quedaba nada, absoluta y benditamente nada de nada y…, y de repente el resplandor se desvaneció tal y como suele ocurrir con las revelaciones, y sólo dejó en su lugar las cenizas de la frase. Su mente empezó a vagar de un pensamiento a otro y el olor del óxido acabó produciéndole dolor de cabeza.

Otras mañanas trajeron consigo otros despertares. Su rasgo común era que todos parecían colocarla al borde de algún acontecimiento portentoso pero siempre con el rostro vuelto hacia la dirección equivocada, como todos aquellos turistas visibles en la imagen «Antes» del calendario de la sala que mostraba el Gran Cañón, todas aquellas caras sonriendo a la cámara sin que ninguna de ellas fuera consciente de lo que tenía detrás. Lo único de lo que estaba segura era que se le iba a exigir algo, que debería llevar a cabo una acción más importante y difícil que cualquiera de las que se le había encomendado ejecutar hasta entonces, una especie de sacrificio. Pero ¿qué? Pero ¿cuándo?

Mientras tanto su experiencia religiosa se había ido ampliando hasta incluir los servicios de mensajes celebrados en el Hotel Albert. La médium, la reverenda Inés Ribera de Houston, Texas, era el lado femenino de la moneda de quien había sido la némesis de Lottie durante el décimo curso, el temible señor Sills. Si no estaba en trance hablaba con la misma voz aflautada de su maestro —erres tronantes, vocales lo más abiertas posible, sonidos sibilantes que surcaban el aire—, y sus mensajes menos inspirados parecían estar compuestos por la misma mezcla de amenazas veladas y subrayados teatrales que tanto le gustaba emplear al señor Sills; pero con la diferencia de que allí donde el señor Sills se había complacido en el ejercicio del favoritismo la reverenda Ribera practicaba un desprecio implacable que llovía sobre todos por un igual, lo cual la hacía si no más agradable sí un poco más fácil de soportar.

También estaba el hecho de que Lottie podía comprender la amargura que la impulsaba a lanzar rociadas de veneno en todas direcciones. La reverenda Ribera no fingía ni pretendía ser algo distinto a lo que realmente era. Sólo conseguía establecer auténtico contacto con el más allá en algunas ocasiones, pero cuando lo lograba todos se daban cuenta enseguida. Los espíritus que se adueñaban de su cuerpo rara vez eran amables o delicados, y a pesar de ello cuando habían dejado clara su presencia la ridiculización y las amenazas de aneurismas y terribles catástrofes financieras eran sustituidas por apacibles, larguísimas y un tanto confusas descripciones de lo que había al otro lado del velo. En vez de contener la habitual abundancia de consejos, los mensajes de esos espíritus eran vacilantes, dubitativos y, en ocasiones, incluso algo perplejos o preocupados. Hacían pequeños gestos de amistad y reconciliación y se apresuraban a alejarse como si temieran verse rechazados, y era durante esas visitas espirituales en las que la reverenda Ribera dejaba tan visiblemente de ser ella misma cuando pronunciaba la palabra secreta o hacía referencia al detalle significativo que probaba que sus palabras no eran un mero residuo espiritual llegado de algún vago «otro lugar», sino comunicaciones inconfundibles de personas reales y conocidas por los presentes. Por ejemplo, el primer mensaje de Juan había sido «suyo» más allá de ninguna duda, pues Lottie había podido volver a casa y encontrar las mismas palabras en una de las cartas que él le había escrito hacía ya doce años.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve en mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

El poema no era de Juan en el sentido de que él lo hubiera escrito, aunque Lottie nunca había permitido que se enterase de que ella lo sabía; pero a pesar de que las palabras pertenecieran a otro los sentimientos sí habían sido suyos, y ahora le pertenecían de una forma mucho más absoluta e irrevocable que cuando las había copiado para incluirlas en su carta. Con todos los poemas que se habían escrito en castellano, ¿cómo era posible que la reverenda Ribera hubiese escogido precisamente aquél? A menos que Juan estuviera allí aquella noche, claro; a menos que quisiera encontrar alguna forma de entrar en contacto con ella para que Lottie pudiera creer que Juan estaba allí, tan cerca…

Los siguientes mensajes de Juan habían mostrado cierta tendencia a componer lo que parecía ser una especie de autobiografía espiritual, y habían ido olvidando su cualidad inicial de comunicaciones dirigidas a otra persona. Juan le describió su progreso por un plano de existencia de color verde donde se encontró con su abuelo Rafael y una mujer vestida con un traje de novia, una mujer tan joven que apenas era más que una niña y cuyo nombre a veces era Nita y otras Rita. El espectro de la novia parecía decidido a establecer contacto con Lottie, pues volvió a presentarse en varias ocasiones, pero Lottie nunca logró comprender qué conexión podía existir entre ella y la tal Nita o Rita. El gradual desplazamiento de Juan hacia planos más elevados hizo que fuera resultando cada vez más difícil distinguir sus mensajes de los enviados por los otros espíritus, y el tono de sus comunicaciones empezó a oscilar de la melancolía a un sermoneo casi insoportable. Quería que Lottie perdiera peso. Quería que visitara a los Lighthall. Lottie acabó comprendiendo que la reverenda Ribera había perdido contacto con Juan y se estaba limitando a fingir que recibía mensajes suyos. Dejó de acudir a las reuniones privadas, y poco después de que lo hiciera Rafael y otros parientes lejanos empezaron a profetizarle toda clase de calamidades. Una persona en la que confiaba no tardaría en traicionarla. Perdería grandes sumas de dinero. Había un fuego esperándola en algún momento de su futuro, y era posible que sólo se tratara de un fuego simbólico, pero también era posible que las llamas fueran muy reales.

En lo tocante al dinero no cabía duda de que los espíritus estaban muy bien informados, pues cuando llegó el primer aniversario de la muerte de Juan los cuatro mil dólares se había reducido a poco más de cuatrocientos.

Despedirse de Juan y de los demás le resultó bastante más fácil de lo que habría sido en otras circunstancias, probablemente porque Lottie ya había conseguido crear una línea de comunicación más directa y personal con el otro lado. Nunca había sido muy devota, pero de vez en cuando asistía a las reuniones evangélicas que se celebraban en la Iglesia Pentecostalista del Día del Juicio, una congregación que se reunía en un salón de actos alquilado de la Avenida A. Lottie iba allí para disfrutar de la música y del ambiente saturado de —emociones y nerviosismo, y lo que parecía atraer a la mayoría de asistentes— el drama del pecado y la salvación —nunca le había importado mucho. Lottie creía en el pecado de una forma vaga y no muy intensa, como si fuera una especie de estado físico o un rasgo más del ambiente (como las nubes, por ejemplo), pero siempre que había hurgado en su interior buscando sus pecados terminaba encontrando un vacío. La culpabilidad siempre se le escabullía, y la máxima sensación de proximidad que había logrado establecer con ella se producía cuando pensaba en la amplia gama de errores y torpezas con que había arruinado las vidas de Amparo y Mickey, e incluso entonces lo que experimentaba era mucho más parecido a la incomodidad que a la auténtica angustia del pecador.

Y una horrible noche del mes de agosto del año 2025 (una inversión térmica había estado asfixiando a la ciudad durante días y la atmósfera se había vuelto irrespirable), Lottie se levantó en mitad de la sesión de plegaria en la que se solicitaba la concesión de dones espirituales y empezó a profetizar en lenguas. La primera vez sólo duró un momento y Lottie se preguntó si no sería un simple caso de postración provocada por el calor, pero la siguiente todo fue mucho más claro y fácil de interpretar. Empezó con una sensación de ahogo, de estar encerrada y cubierta por algo que la oprimía, y de repente una fuerza muy distinta luchó con la que intentaba torturarla y acabó emergiendo a través de ella.

—¿Como un incendio? —le había preguntado el Hermano Cary.

Lottie recordó que los abuelos de Juan la habían advertido de unas llamas que podían ser simbólicas y que podían ser reales.

El fenómeno demostró ser irreprochablemente regular y totalmente digno de confianza. Lottie hablaba en lenguas siempre que acudía a la Iglesia Pentecostalista del Juicio Final y en ningún otro momento o lugar. Cuando sentía que las nubes se acumulaban sobre su cabeza y amenazaban con envolverla se ponía en pie sin importar lo que pudiera estar ocurriendo en la sala —un sermón, un bautismo, lo que fuera—, y la congregación se apelotonaba a su alrededor hasta formar un gran círculo mientras el Hermano Cary la abrazaba y rezaba pidiendo que el fuego cayera del cielo. Cuando notaba que se iba aproximando Lottie empezaba a estremecerse, pero cuando la tocaba se sentía muy fuerte y cuando hablaba las alabanzas del Señor que salían por su boca hacían que su voz se volviera potente y límpida.

—Tralla gudi ala trudi cantarún. Net napias betnapias cayoscopio namallim. Zarbos ha zarbos mier, zarbos roldo tenevista menevent. Daney, daney, daney sigs, daney sigs. ¡Choneri ompolla rop! Dabsa bobi nasa sana dubey. Lo fornival lo fier. Ompolla meni, minimalistes mell. Bu, luba dever semper onna. Bu, molit ule. ¡Nok! ¡Nok! ¡Nok!

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