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La parte de Archimboldi

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Más adelante le contó a Klaus que cuando ella era pequeña creía que su hermano era un gigante, pero que esas cosas suelen ocurrirles a las niñas.

En otra ocasión Klaus habló de su tío con Werner y éste le dijo que era un tipo simpático, muy observador y más bien silencioso, aunque según Lotte su hermano no había sido siempre así, sino que los cañones, los morteros, las ráfagas de ametralladora de la guerra lo habían vuelto silencioso. Cuando Klaus le preguntó si se parecía a su tío, Lotte le contestó que sí, se parecían, los dos eran altos y delgados, pero Klaus tenía el pelo mucho más rubio que su hermano y posiblemente el azul de los ojos mucho más claro. Después Klaus dejó de hacer preguntas y la vida continuó como antes de la muerte de la tuerta.

Los nuevos negocios de Lotte y Werner no salieron todo lo bien que esperaban, pero tampoco perdieron dinero, al contrario, algo de dinero ganaron, aunque no se hicieron ricos. El taller mecánico seguía funcionando a pleno rendimiento y nadie hubiera podido decir que las cosas les iban mal.

A los diecisiete años Klaus se metió en problemas con la policía. No era un buen estudiante y sus padres se habían resignado a que no fuera a la universidad, pero a los diecisiete se vio envuelto, junto con otros dos amigos, en el robo de un coche y en un posterior incidente de abusos deshonestos cometidos contra una joven de origen italiano que trabajaba como obrera en una pequeña fábrica de servicios sanitarios. Los dos amigos de Klaus se pasaron una temporada en la cárcel, pues eran mayores de edad. Klaus estuvo internado en un correccional durante cuatro meses y luego volvió a casa de sus padres. En el tiempo que estuvo en el correccional trabajó en el taller de reparaciones y aprendió a arreglar todo tipo de electrodomésticos, desde un refrigerador hasta una batidora. Cuando regresó a casa comenzó a trabajar en el taller mecánico de su padre y durante un tiempo estuvo sin meterse en problemas.

Lotte y Werner se intentaron convencer el uno al otro de que su hijo ya estaba encarrilado por la senda correcta. A los dieciocho años Klaus empezó a salir con una muchacha que trabajaba en una panadería, pero la relación apenas duró tres meses, debido a que la chica, en apreciación de Lotte, no era precisamente una belleza. A partir de entonces no volvieron a conocer a ninguna otra novia de Klaus y llegaron a la conclusión de que no las tenía o bien evitaba, por motivos que ellos ignoraban, llevarlas a la casa. Por aquellos días Klaus se aficionó a la bebida y al terminar la jornada de trabajo solía irse a las cervecerías de Paderborn a beber con algunos trabajadores jóvenes del taller mecánico.

En más de una ocasión, un viernes o un sábado por la noche, se metió en problemas, nada del otro mundo, peleas con otros jóvenes y destrozos en locales públicos, y Werner tenía que ir a pagar la multa y a sacarlo de la comisaría. Un día se le ocurrió que Paderborn era demasiado pequeña para él y se marchó a Munich. A veces llamaba a su madre por teléfono, a cobro revertido, y sostenían conversaciones intrascendentes y forzadas que dejaban a Lotte, paradójicamente, más tranquila.

Pasaron algunos meses hasta que Lotte lo volvió a ver. Según Klaus, no había futuro en Alemania ni en Europa y ya sólo le quedaba probar suerte en América, adonde pensaba irse apenas reuniera un poco de dinero. Después de trabajar unos meses en el taller embarcó en Kiel en un barco alemán cuyo destino final era Nueva York. Cuando se marchó de Paderborn Lotte se puso a llorar: su hijo era muy alto y no parecía un hombre débil, pero ella igual se puso a llorar porque presentía que no iba a ser feliz en el nuevo continente, en donde los hombres no eran tan altos ni tenían el pelo tan rubio, pero eran astutos y más bien de mala índole, lo peor de cada casa, gente en la que no se podía confiar.

Werner lo llevó en coche hasta Kiel y cuando regresó a Paderborn le dijo a Lotte que el barco era bueno, firme, que no se hundiría, y que el trabajo de Klaus, camarero y ocasionalmente lavaplatos, no entrañaba peligro alguno. Pero sus palabras no tranquilizaron a Lotte, que había rechazado ir hasta Kiel «para no prolongar la agonía».

Cuando Klaus desembarcó en Nueva York le mandó una postal a su madre en la que aparecía la Estatua de la Libertad. Esta señora es mi aliada, escribió en el dorso. Luego pasaron meses sin saber nada de él. Y luego más de un año. Hasta que recibieron otra postal en la que les comunicaba que estaba tramitando la nacionalidad estadounidense y que tenía un buen trabajo. El remite era de Macon, en el estado de Georgia, y Lotte y Werner le escribieron sendas cartas llenas de preguntas acerca de su salud, de su economía, de sus planes futuros, que Klaus jamás contestó.

Con el paso del tiempo Lotte y Werner se fueron haciendo a la idea de que Klaus había volado del nido y que estaba bien. A veces Lotte lo imaginaba casado con una americana, viviendo en una soleada casa americana, y llevando una vida similar a las vidas que uno podía contemplar en las películas americanas que pasaban por la televisión. En los sueños de Lotte, sin embargo, la mujer americana de Klaus no tenía rostro, siempre la veía de espaldas, es decir veía su pelo, sólo un poco menos rubio que el de Klaus, sus hombros bronceados y su talle delgado pero firme. Veía el rostro de Klaus, lo veía serio o expectante, pero el rostro de su mujer no lo veía nunca, y el rostro de sus hijos, cuando lo imaginaba con hijos, tampoco. De hecho, a los niños de Klaus ni siquiera los veía de espaldas. Sabía que estaban allí, en alguna de las habitaciones, pero no los veía nunca, ni tampoco los oía, lo que era aún más raro pues los niños casi nunca permanecen en silencio demasiado rato.

Algunas noches, Lotte, de tanto pensar e imaginar una supuesta vida de Klaus, se quedaba dormida y se ponía a soñar con su hijo. Veía entonces una casa, una casa americana pero que ella no identificaba como casa americana. Al acercarse a la casa sentía un olor penetrante que al principio le desagradaba, pero luego pensaba: la mujer de Klaus debe de estar cocinando una comida india. Y así, a los pocos segundos, el olor se convertía en un olor exótico y, pese a todo, agradable. Después se veía a sí misma sentada a una mesa. En la mesa había un jarrón, un plato vacío, un vaso de plástico y un tenedor, nada más, pero a ella lo que más la preocupaba era saber quién le había abierto la puerta.

Por más esfuerzos que hacía no lo recordaba y eso la hacía sufrir.

Su sufrimiento era como el rechinar de la tiza sobre una pizarra. Como si un niño hiciera rechinar adrede una tiza sobre una pizarra. O tal vez no fuera una tiza sino sus uñas, o tal vez no fueran sus uñas sino sus dientes. Con el tiempo, esta pesadilla, la pesadilla de la casa de Klaus, como la llamaba, se convirtió en una pesadilla recurrente. A veces, por las mañanas, mientras ayudaba a Werner a prepararse el desayuno, le decía:

—He tenido una pesadilla.

—¿La pesadilla de la casa de Klaus? —preguntaba Werner.

Y Lotte, sin mirarlo, con expresión distraída, movía la cabeza afirmativamente. En el fondo, tanto ella como Werner esperaban que Klaus, en algún momento, recurriera a ellos pidiéndoles dinero, pero los años fueron pasando y Klaus parecía irremediablemente perdido en los Estados Unidos.

—Tal como es Klaus —decía Werner— no me extrañaría que ahora estuviera viviendo en Alaska.

Un día Werner enfermó y los médicos le dijeron que tenía que dejar de trabajar. Como no tenía problemas económicos puso a uno de los mecánicos más veteranos al frente del taller y él y Lotte se dedicaron a hacer turismo. Estuvieron en un crucero por el Nilo, visitaron Jerusalén, viajaron en un coche alquilado por el sur de España, recorrieron Florencia y Roma y Venecia. El primer destino que escogieron, sin embargo, fue Estados Unidos. Visitaron Nueva York y luego estuvieron en Macon, Georgia, y descubrieron con pesadumbre que la casa donde había vivido Klaus era un piso en un viejo edificio junto al gueto negro.

Durante ese viaje, y tal vez debido a las muchas películas americanas que habían visto juntos, se les ocurrió que lo mejor, acaso, sería contratar a un detective. Visitaron a uno en Atlanta y le expusieron su problema. Werner sabía algo de inglés y el detective era un tipo nada remilgado, un expolicía de Atlanta capaz de salir a comprar, dejándolos a ellos sentados en su oficina, un diccionario inglés-alemán, y volver corriendo y seguir la conversación como si nada hubiera pasado. Además, no era un estafador, pues de entrada les advirtió que buscar, después de tanto tiempo, a un alemán nacionalizado americano era como buscar una aguja en un pajar.

—Posiblemente hasta se ha cambiado de nombre —dijo.

Pero ellos querían probar y le pagaron los honorarios de un mes y el detective quedó en enviarles al cabo de este tiempo el resultado de sus pesquisas a Alemania. Pasado el mes les llegó un sobre grande a Paderborn en donde el detective les desglosaba los gastos y daba cuenta de la investigación.

Total: nada.

Había conseguido dar con un tipo que había conocido a Klaus (el casero del edificio donde vivía), a través del cual llegó a otro tipo que le había dado empleo, pero cuando Klaus se fue de Atlanta a ninguno de los dos les dijo adónde pensaba ir. El detective sugería otras líneas de investigación, pero para eso necesitaba más dinero, y Werner y Lotte decidieron contestarle agradeciéndole las molestias y dando por concluido, al menos de momento, el trato.

Unos años después Werner murió de una afección cardíaca y Lotte se quedó sola. Cualquier otra mujer en su situación probablemente hubiera sido incapaz de levantar cabeza, pero Lotte no se dejó arredrar por el destino y en vez de quedarse cruzada de brazos multiplicó y triplicó su actividad diaria. Y no sólo mantuvo productivas las inversiones y en funcionamiento el taller sino que, con un remanente de capital, se metió en otros negocios y le fue bien.

El trabajo, el exceso de trabajo, parecía rejuvenecerla. Siempre estaba metiendo la nariz en todo, nunca permanecía quieta, algunos de sus empleados llegaron a odiarla, aunque eso la traía sin cuidado. Durante las vacaciones, que nunca excedían los siete o nueve días, buscaba el clima cálido de Italia o España y se dedicaba a tomar el sol en la playa y a leer bestsellers. Algunas veces iba con amigas ocasionales, pero por regla general salía del hotel sola, atravesaba una calle y ya estaba en la playa, en donde le pagaba a un muchacho para que le instalara una tumbona y un parasol. Allí se quitaba la parte superior del bikini, sin importarle que sus pechos ya no fueran los de antes, o se bajaba el traje de baño por debajo de la barriga y se dormía al sol. Cuando despertaba giraba el parasol para tener sombra y la reemprendía con el libro. De vez en cuando el muchacho que alquilaba las tumbonas y los parasoles se le acercaba y Lotte le daba dinero para que le trajera del hotel un cubalibre o una jarrita de sangría con mucho hielo. A veces, por las noches, iba a la terraza del hotel o a la discoteca, que estaba en el primer piso y en donde la clientela estaba formada por alemanes, ingleses y holandeses más o menos de su misma edad, y se quedaba un ratito mirando a las parejas bailar o escuchando a la orquesta que en ocasiones interpretaba canciones de principios de los años sesenta. Vista desde lejos parecía una señora de bonitas facciones, algo entrada en carnes, distante y con un toque de elegancia y un no sé qué de tristeza. De cerca, cuando un viudo o un divorciado la invitaban a bailar o a dar un paseo a orillas del mar y Lotte sonreía y decía que no, gracias, volvía a ser una niña campesina y la distinción se evaporaba y sólo quedaba la tristeza.

En 1995 recibió un telegrama de México, de un lugar llamado Santa Teresa, en donde le comunicaban que Klaus estaba preso. El telegrama estaba firmado por una tal Victoria Santolaya, la abogada de Klaus. La conmoción que sufrió Lotte fue tan grande que tuvo que dejar su despacho, subir a su casa y meterse en la cama, aunque por supuesto fue incapaz de dormir. Klaus estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba. Contestó el telegrama y adjuntó su número de teléfono y al cabo de cuatro días, en medio de un diálogo entre telefonistas que querían saber si aceptaba la llamada a cobro revertido, escuchó la voz de una mujer que le hablaba en inglés, muy despacio, pronunciando cada sílaba, aunque igual ella no le entendió nada pues desconocía ese idioma. Al final la voz de la mujer dijo, en una especie de alemán: «Klaus bien». Y: «Traductor». Y algo más que sonaba a alemán o que a Victoria Santolaya le sonaba a alemán y que ella no entendió. Y un número de teléfono, que se lo dictó en inglés, varias veces, y que ella anotó en un papel, pues saber los números en inglés no era una empresa difícil.

Aquel día Lotte no trabajó. Llamó a una escuela de secretarias y dijo que quería contratar a una chica que supiera perfectamente inglés y español, aunque en el taller trabajaba más de un mecánico que sabía inglés y que hubiera podido ayudarla. En la escuela de secretarias le dijeron que tenían a la chica que ella buscaba y le preguntaron para cuándo la quería. Lotte les explicó que la necesitaba de inmediato. Al cabo de tres horas apareció por el taller una chica de unos veinticinco años, con el pelo lacio y de color marrón claro, vestida con vaqueros, que estuvo bromeando con los mecánicos antes de subir al despacho de Lotte.

La chica se llamaba Ingrid y Lotte le explicó que su hijo estaba preso en México y que tenía que hablar con su abogada mexicana, pero que ésta sólo hablaba inglés y español. Después de hablar Lotte creyó que iba a tener que explicárselo todo otra vez, pero Ingrid era una chica lista y no fue necesario. Cogió el teléfono y llamó a un número de información pública para informarse de la diferencia horaria con México. Después llamó a la abogada y estuvo cerca de quince minutos hablando con ella en español, aunque de vez en cuando se pasaba al inglés para aclarar ciertos términos, y no dejaba de tomar notas en una libreta. Al final dijo: la volveremos a llamar, y colgó.

Lotte estaba sentada a la mesa y cuando Ingrid colgó se preparó para lo peor.

—Klaus está preso en Santa Teresa, que es una ciudad del norte de México, en la frontera con los Estados Unidos —dijo—, pero está bien de salud y no ha sufrido daños físicos.

Antes de que Lotte preguntara por qué estaba preso Ingrid sugirió tomar un té o un café. Lotte preparó dos tazas de té y mientras se movía por la cocina observaba a Ingrid que repasaba sus notas.

—Lo acusan de haber matado a varias mujeres —dijo la chica tras beber dos sorbos de té.

—Klaus no haría eso jamás —dijo Lotte.

Ingrid movió la cabeza afirmativamente y luego dijo que la abogada, la tal Victoria Santolaya, necesitaba dinero.

Esa noche Lotte soñó por primera vez después de mucho tiempo con su hermano. Veía a Archimboldi caminando por el desierto, vestido con pantalones cortos y un sombrerito de paja, y alrededor todo era arena, dunas que se sucedían hasta la línea del horizonte. Ella le gritaba algo, le decía deja de moverte, por aquí no se va a ningún sitio, pero Archimboldi se alejaba cada vez más, como si quisiera perderse para siempre en esa tierra incomprensible y hostil.

—Es incomprensible y además es hostil —le decía ella, y sólo en ese momento se daba cuenta de que nuevamente era una niña, una niña que vivía en una aldea prusiana entre el bosque y el mar.

—No —le decía Archimboldi, pero se lo decía como al oído—, esta tierra es sobre todo aburrida, aburrida, aburrida…

Cuando despertó supo que tenía que ir a México sin perder ni un solo minuto más. Al mediodía Ingrid apareció en el taller. Lotte la vio desde los cristales de su despacho. Como siempre, antes de subir, Ingrid estuvo bromeando con un par de mecánicos. Su risa, atenuada por los cristales, le pareció fresca y despreocupada. Cuando estaba delante de ella, sin embargo, Ingrid se comportaba de forma mucho más seria. Antes de llamar a la abogada tomaron té con galletitas. Desde hacía veinticuatro horas Lotte no probaba bocado y las galletitas le sentaron bien. La presencia de Ingrid, además, le resultaba reconfortante: era una muchacha juiciosa y sencilla, que sabía gastar bromas en su momento y sabía ponerse seria cuando había que ponerse seria.

Cuando llamaron a la abogada Lotte le indicó a Ingrid que le dijera que iría personalmente a Santa Teresa a solucionar todo lo que se tuviera que solucionar. La abogada, que parecía soñolienta, como si la acabaran de sacar de la cama, le dio a Ingrid un par de direcciones y luego cortaron. Esa tarde Lotte visitó a su abogado y le expuso el caso. Su abogado hizo un par de llamadas y luego le dijo que tuviera cuidado, que en los abogados mexicanos no se podía confiar.

—Eso ya lo sé —dijo Lotte con seguridad.

También le aconsejó sobre la mejor manera de hacer transacciones bancarias. Por la noche llamó a Ingrid a su casa y le preguntó si le apetecía acompañarla a México.

—Por supuesto, le pagaré —dijo.

—¿Como traductora? —preguntó Ingrid.

—Como traductora, como intérprete, como dama de compañía, como lo que sea —dijo Lotte de malhumor.

—Acepto —dijo Ingrid.

Al cabo de cuatro días salieron en un vuelo con destino a Los Ángeles. Allí enlazaron con otro avión que iba a Tucson y desde Tucson se fueron a Santa Teresa en un coche alquilado. Cuando pudo ver a Klaus lo primero que éste le dijo fue que había envejecido, lo que avergonzó a Lotte.

Los años no pasan en balde, hubiera deseado responderle, pero las lágrimas se lo impidieron. Estaban los cuatro, la abogada, Ingrid, ella y Klaus, en una habitación con suelo y paredes de cemento con manchas de humedad, y una mesa de material plástico que imitaba la madera atornillada al suelo y dos bancos de listones de madera, también atornillados al suelo. Ingrid, la abogada y ella estaban sentadas en un banco y Klaus en el otro. No lo trajeron esposado ni con señales de malos tratos. Lotte notó que había engordado desde la última vez que lo vio, pero de eso ya hacía muchos años y Klaus entonces sólo era un muchacho. Cuando la abogada le enumeró todos los asesinatos que le imputaban, Lotte pensó que aquella gente se había vuelto loca. Nadie en su sano juicio es capaz de matar a tantas mujeres, le dijo.

La abogada le sonrió y dijo que en Santa Teresa había alguien, probablemente no en su sano juicio, que lo hacía.

El despacho de la abogada estaba en la zona alta de la ciudad, en el mismo departamento donde estaba su vivienda. Había dos puertas de entrada pero el departamento era el mismo, con tres o cuatro paredes de revoque extra.

—Yo también vivo en un lugar así —dijo Lotte, y la abogada no entendió, de manera que Ingrid tuvo que explicarle por su cuenta lo del taller de mecánica y el piso que había encima del taller.

En Santa Teresa, por recomendación de la abogada, se alojaron en el mejor hotel de la ciudad, el Hotel Las Dunas, aunque en Santa Teresa no había dunas de ninguna especie, según le informó Ingrid, ni en los alrededores ni en cien kilómetros a la redonda. Al principio Lotte estaba dispuesta a tomar dos habitaciones, pero Ingrid la convenció para que sólo tomara una, que era más barato. Hacía mucho tiempo que Lotte no compartía una habitación con nadie y las primeras noches tardaba en dormirse. Para distraerse encendía la televisión, sin sonido, y la miraba desde la cama: gente hablando y gesticulando y tratando de convencer a otra gente de algo probablemente importante.

Por las noches había muchos programas de telepredicadores. A los telepredicadores mexicanos era fácil distinguirlos: eran morenos y sudaban mucho y los trajes y corbatas que usaban parecían adquiridos en tiendas de segunda mano, aunque probablemente eran nuevos. También: sus sermones resultaban más dramáticos, más espectaculares, con mayor participación del público, un público, por otra parte, que parecía drogado y profundamente infeliz, al revés de lo que sucedía con el público de los telepredicadores norteamericanos, que iban igual de mal vestidos pero que al menos parecían tener un trabajo fijo.

Tal vez pienso esto, pensaba Lotte en la noche de la frontera mexicana, sólo porque son blancos, algunos tal vez descendientes de alemanes u holandeses, y por lo tanto más cercanos a mí.

Cuando por fin se quedaba dormida, sin apagar la tele, solía soñar con Archimboldi. Lo veía sentado sobre una enorme laja volcánica, vestido con harapos y con un hacha en la mano, mirándola tristemente. Tal vez mi hermano ha muerto, pensaba Lotte en el sueño, pero mi hijo está vivo.

El segundo día que vio a Klaus le contó, procurando no ser brusca, que Werner hacía tiempo que había fallecido. Klaus la escuchó y asintió sin variar la expresión. Fue un buen hombre, dijo, pero lo dijo con la misma distancia que si se refiriera a un compañero de cárcel.

El tercer día, mientras Ingrid discretamente leía un libro en un rincón de la sala, Klaus le preguntó por su tío. No sé qué se habrá hecho de él, dijo Lotte. La pregunta de Klaus, sin embargo, la sorprendió y no pudo evitar contarle que, desde que había llegado a Santa Teresa, soñaba con él. Klaus le pidió que le contara un sueño. Después de que Lotte lo hiciera le confesó que él, durante mucho tiempo, también solía soñar con Archimboldi y que los sueños no eran buenos.

—¿Qué clase de sueños tenías? —le preguntó Lotte.

—Malos sueños —dijo Klaus.

Luego sonrió y pasaron a hablar de otras cosas.

Cuando las visitas se acababan Lotte e Ingrid daban una vuelta en coche por la ciudad y una vez fueron al mercado y compraron artesanías indias. Según Lotte, las artesanías indias seguramente habían sido fabricadas en China o en Tailandia, pero a Ingrid le gustaban y compró tres figuritas de barro cocido, sin barnizar ni pintar, tres figuritas muy toscas y muy fuertes que representaban a un padre, a una madre y a un hijo, y se las regaló a Lotte diciéndole que esas figuritas le traerían buena suerte. Una mañana fueron a Tijuana, al consulado alemán. Pensaban hacer el viaje en coche, pero la abogada les aconsejó que tomaran el avión que unía ambas ciudades y que salía una vez al día. En Tijuana se alojaron en un hotel del centro turístico, ruidoso y lleno de gente que no parecían turistas, en opinión de Lotte, y esa misma mañana pudo hablar con el cónsul y explicarle el caso de su hijo. El cónsul, contra lo que Lotte creía, ya estaba al tanto de todo y, según les explicó, un funcionario del consulado había ido a visitar a Klaus, extremo éste que la abogada había negado con rotundidad.

Es posible, dijo el cónsul, que la abogada no se hubiera enterado de la visita o que aún no fuera abogada de Klaus o que Klaus hubiera preferido no decirle nada. Además, Klaus era, a todos los efectos, ciudadano norteamericano y eso planteaba una serie de problemas. En este caso hay que ir con pies de plomo, concluyó el cónsul, y de nada sirvió que Lotte le asegurara que su hijo era inocente. De cualquier manera el consulado había tomado cartas en el asunto y Lotte e Ingrid volvieron a Santa Teresa más tranquilas.

Los dos últimos días no pudieron visitar a Klaus ni llamarlo por teléfono. La abogada dijo que el reglamento interno de la cárcel no lo permitía, aunque Lotte sabía que Klaus tenía un teléfono móvil y que a veces se pasaba el día hablando con el exterior. Sin embargo, no tenía ganas de armar un escándalo ni de ponerse en contra de la abogada y dedicó esos días a dar vueltas por la ciudad, que le pareció más abigarrada que nunca y de escaso interés. Antes de partir a Tucson se encerró en la habitación de su hotel y le escribió una larga carta a su hijo que la abogada le entregaría cuando ella ya se hubiera marchado. Con Ingrid fue a ver por fuera la casa donde Klaus había vivido en Santa Teresa, como quien visita un monumento, y le pareció aceptable, una casa de estilo californiano, agradable de ver. Después fue a la tienda de informática y aparatos electrónicos que tenía Klaus en el centro y la encontró cerrada, tal como le advirtió la abogada, pues la tienda era propiedad de Klaus y éste no había querido alquilarla ya que confiaba en ser liberado antes del juicio.

De vuelta en Alemania se dio cuenta de golpe de que el viaje la había cansado mucho más de lo que ella misma suponía. Estuvo varios días en cama, sin aparecer por su despacho, pero cada vez que el teléfono sonaba se apresuraba a contestar, por si la llamada era de México. En uno de los sueños que tuvo por aquellos días una voz muy cálida y cariñosa le susurraba al oído la posibilidad de que su hijo fuera realmente el asesino de mujeres de Santa Teresa.

—Eso es ridículo —gritaba ella, y acto seguido se despertaba.

A veces quien la llamaba por teléfono era Ingrid. No hablaban demasiado, la joven le preguntaba por su salud y se interesaba por las últimas novedades en el caso de Klaus. El problema del idioma se había solucionado mediante el envío de e-mails, que Lotte se hacía traducir por uno de sus mecánicos. Una tarde Ingrid apareció por su casa con un regalo: un diccionario alemán-español que Lotte le agradeció efusivamente aunque en el fondo estaba segura de que se trataba de un obsequio absolutamente inútil. Poco después, sin embargo, mientras miraba las fotografías que aparecían en el dossier del caso de Klaus que le había dado la abogada, cogió el diccionario de Ingrid y se puso a buscar algunas palabras. Al cabo de los días, y con no poco asombro, se dio cuenta de que tenía una facilidad innata para los idiomas.

En 1996 volvió a Santa Teresa y le pidió a Ingrid que la acompañara. Ingrid salía entonces con un chico que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque no era arquitecto, y una noche ambos la invitaron a cenar. El chico estaba muy interesado en lo que ocurría en Santa Teresa y por un momento Lotte sospechó que Ingrid quería viajar con su novio, pero Ingrid le dijo que no era, todavía, su novio, y que estaba dispuesta a acompañarla.

El juicio, que debía celebrarse en 1996, finalmente se aplazó y Lotte e Ingrid permanecieron nueve días en Santa Teresa visitando a Klaus cada vez que podían, paseando en coche por la ciudad y encerradas en la habitación del hotel viendo televisión. A veces, por la noche, Ingrid le avisaba que se iba a tomar una copa al bar del hotel o que se iba a bailar a la discoteca del hotel y Lotte se quedaba sola y entonces cambiaba de canal, pues Ingrid siempre ponía programas en inglés, y ella prefería ver programas mexicanos, que era una manera, pensaba ella, de acercarse a su hijo.

En dos ocasiones Ingrid no regresó a la habitación hasta pasadas las cinco de la mañana y siempre encontró a Lotte despierta, sentada a los pies de la cama o en un sillón y con la tele encendida. Una noche en que Ingrid no estaba la llamó Klaus por teléfono y a Lotte lo primero que se le vino a la cabeza fue que Klaus se había fugado de aquella horrible cárcel a orillas del desierto. Klaus le preguntó, con un tono de voz normal, más bien relajado, qué tal estaba y Lotte le respondió que bien y ya no supo decir nada más. Cuando recuperó el control de sí misma le preguntó desde dónde la llamaba.

—Desde la cárcel —dijo Klaus.

Lotte miró su reloj.

—¿Cómo es que te permiten hacer una llamada a esta hora? —dijo.

—Nadie me permite nada —dijo Klaus, y se rió—, te llamo desde mi móvil.

Entonces Lotte recordó que la abogada le había dicho que Klaus tenía un móvil y luego siguieron hablando de otras cosas, hasta que Klaus le dijo que había tenido un sueño y la voz le cambió, ya no era una voz serena, casual, sino una voz de tonos profundos, que le recordó a Lotte la vez que había visto a un actor, en Alemania, recitar un poema. El poema no lo recordaba, un poema clásico, seguramente, pero la voz del actor era como para no olvidarla jamás.

—¿Qué has soñado? —dijo Lotte.

—¿No lo sabes? —dijo Klaus.

—No sé —dijo Lotte.

—Entonces es mejor que no te lo diga —dijo Klaus, y cortó la comunicación.

El primer impulso de Lotte fue llamarlo de inmediato y seguir hablando con él, pero no tardó en darse cuenta de que no sabía su número, así que, tras dudar unos minutos, llamó a Victoria Santolaya, la abogada, aun a sabiendas de que llamar a esa hora era de mala educación, y cuando la abogada por fin se puso al teléfono Lotte le explicó, en una mezcla de alemán, español e inglés, que necesitaba saber el número del móvil de Klaus. Tras un largo silencio la abogada le deletreó los números hasta asegurarse de que Lotte los había escrito correctamente y luego colgó.

Ese «largo silencio», por otra parte, a Lotte le pareció cargado de interrogantes, pues la abogada no dejó el teléfono para ir a buscar la agenda en donde tenía anotado el número de Klaus, sino que se mantuvo en silencio, al otro lado del aparato, posiblemente en una actitud pensativa, mientras decidía si se lo daba o no se lo daba. En cualquier caso Lotte la oyó respirar en medio de ese «largo silencio», se podría decir que la oyó debatirse entre dos posibilidades. Luego Lotte llamó al móvil de Klaus, pero la línea daba ocupado. Esperó diez minutos y volvió a llamar y seguía dando ocupado. ¿Con quién hablará Klaus a estas horas de la noche?, pensó.

Cuando al día siguiente lo fue a visitar prefirió no sacar a colación este asunto ni preguntarle nada. La actitud de Klaus, por otra parte, era la misma de siempre, distante, frío, como si no fuera él quien estaba preso.

Durante esta segunda visita a México Lotte, pese a todo, no se sintió tan perdida como la primera vez. En ocasiones, mientras esperaba en la cárcel, hablaba con las mujeres que iban a visitar a los presos. Aprendió a decir: bonito niño o lindo chamaco, cuando las mujeres llevaban un niño o una niña a la rastra, o: buena viejita o simpática viejita, cuando veía a las madres o abuelas de los presos, envueltas en rebozos, que aguardaban en la cola la hora de entrada con gestos impertérritos o resignados. Ella misma, al tercer día de estancia, se compró un rebozo, y a veces, mientras caminaba detrás de Ingrid y de la abogada, no podía evitar las lágrimas y entonces el rebozo le servía para cubrirse la cara y tener un poco de intimidad.

En 1997 volvió a México, pero esta vez lo hizo sola porque Ingrid había conseguido un buen trabajo y no pudo acompañarla. El español de Lotte, que se había aplicado en su aprendizaje, era mucho mejor y ya podía hablar por teléfono con la abogada. El viaje transcurrió sin ningún incidente, aunque nada más llegar a Santa Teresa, por la cara que puso Victoria Santolaya cuando la vio y luego por el abrazo excesivamente largo en que se fundió con ella, comprendió que pasaba algo raro. El juicio, que transcurrió como en un sueño, duró veinte días y al final declararon a Klaus culpable de cuatro asesinatos.

Esa noche la abogada la acompañó al hotel y como no hacía ningún ademán de marcharse Lotte creyó que quería decirle algo y no sabía cómo, así que la invitó a tomar una copa al bar, pese a que se encontraba cansada y lo que más deseaba era meterse en la cama y dormir. Mientras bebían junto a un ventanal desde el que se observaban los faros de los coches que pasaban por una gran avenida bordeada de árboles, la abogada, que parecía tan cansada como ella, empezó a maldecir en español, o eso creyó Lotte, y luego se puso a llorar sin ningún recato. Esta mujer está enamorada de mi hijo, pensó. Antes de marcharse de Santa Teresa Victoria Santolaya le dijo que el juicio había estado viciado de irregularidades y que probablemente lo declararían nulo. En cualquier caso, aseguró, yo voy a recurrir. Durante el viaje de vuelta en coche, mientras conducía por el desierto, Lotte estuvo pensando en su hijo, al que la sentencia no había afectado en lo más mínimo, y en la abogada, y pensó que ambos, de una manera muy extraña pero también muy natural, hacían una buena pareja.

En 1998 el juicio se declaró nulo y se fijó fecha para un segundo juicio. Una noche, mientras hablaba por teléfono desde Paderborn con Victoria Santolaya, le preguntó a bocajarro si había algo más entre ella y su hijo.

—Sí, hay algo más —dijo la abogada.

—¿Y no sufre usted demasiado? —dijo Lotte.

—No más que usted —dijo Victoria Santolaya.

—No lo entiendo —dijo Lotte—, yo soy su madre pero usted tenía libertad de elegir.

—En el amor nadie elige —dijo Victoria Santolaya.

—¿Y Klaus le corresponde? —dijo Lotte.

—Soy yo la que se acuesta con él —dijo con brusquedad Victoria Santolaya.

Lotte no entendió a qué se refería. Pero luego recordó que en México, al igual que en Alemania, todo preso tenía derecho a una visita conyugal o visita de pareja. Ella había visto un programa de televisión sobre eso. Los cuartos donde los presos estaban con sus mujeres eran tristísimos, recordó. Las mujeres se esmeraban en arreglarlos pero sólo conseguían convertir, con flores y pañuelos, los tristes cuartos despersonalizados en tristes cuartos de prostíbulos baratos. Y eso era en buenas cárceles alemanas, pensó Lotte, cárceles sin sobrepoblación, limpias, funcionales, no quería ni pensar cómo sería una visita conyugal en la cárcel de Santa Teresa.

—Me parece admirable lo que usted hace por mi hijo —dijo Lotte.

—No es nada —dijo la abogada—, lo que recibo de Klaus no tiene precio.

Esa noche, antes de dormirse, pensó en Victoria Santolaya y en Klaus y los imaginó a ambos en Alemania o en cualquier lugar de Europa y vio a Victoria Santolaya con la barriga inflada esperando un hijo de Klaus y luego se quedó dormida como un bebé.

En 1998 Lotte viajó dos veces a México y estuvo en total cuarentaicinco días en Santa Teresa. El juicio se postergó hasta 1999. Cuando llegó a Tucson en el vuelo procedente de Los Ángeles tuvo problemas con los de la agencia de alquiler de coches, que se negaban a alquilarle uno debido a su edad.

—Soy vieja pero sé conducir —dijo Lotte en español— y jamás he tenido un pinche accidente.

Tras perder media mañana discutiendo Lotte llamó a un taxi y se marchó en taxi a Santa Teresa. El taxista se llamaba Steve Hernández y hablaba español y mientras atravesaban el desierto le preguntó qué era lo que la llevaba a México.

—Voy a ver a mi hijo —dijo Lotte.

—La próxima vez que venga —dijo el taxista—, dígale a su hijo que la vaya a buscar a Tucson, porque el viaje no le va a salir barato.

—Qué más quisiera yo —dijo Lotte.

En 1999 volvió a México y esta vez la abogada fue a esperarla a Tucson. Aquél no fue un buen año para Lotte. Los negocios en Paderborn no iban bien y estaba pensando seriamente en vender el taller y el edificio, incluida su propia casa. Su salud no era buena. Los médicos que la vieron no le encontraron nada, pero Lotte a veces se sentía incapaz de hacer la tarea más sencilla. Cada vez que hacía mal tiempo se resfriaba y tenía que pasarse varios días en cama, a veces con fiebre alta.

El año 2000 no pudo ir a México pero hablaba cada semana con la abogada y ésta la mantenía informada sobre las últimas novedades referentes a Klaus. Cuando no hablaban por teléfono se comunicaban mediante e-mails e incluso se hizo instalar un fax en su casa para recibir los documentos nuevos que fueran apareciendo en torno al caso de las mujeres asesinadas. Durante aquel año que no fue a México Lotte se preparó concienzudamente para estar bien de salud y poder viajar al año siguiente. Tomó vitaminas, contrató a un fisioterapeuta, visitó una vez a la semana a un chino que practicaba la acupuntura. Siguió una dieta especial con mucha fruta fresca y ensaladas. Dejó de comer carne, que sustituyó por pescado.

Cuando llegó el año 2001 se encontraba dispuesta para emprender otro viaje a México, aunque su salud, pese a todos los cuidados que tomaba, ya no era la de antes. Y sus nervios, como se verá a continuación, tampoco.

Mientras esperaba en el aeropuerto de Frankfurt el vuelo que la llevaría a Los Ángeles entró en una librería y compró un libro y un par de revistas. Lotte no era una buena lectora, signifique eso lo que signifique, y si de tanto en tanto compraba un libro generalmente era de esos que escriben los actores cuando se jubilan o cuando pasan mucho tiempo sin hacer una película, o biografías de gente famosa, o esos libros que escriben los presentadores televisivos y que aparentemente están llenos de anécdotas interesantes pero en donde en realidad ni siquiera hay una sola anécdota.

Esta vez, sin embargo, por un descuido o por las prisas para no perder la conexión, compró un libro titulado El rey de la selva, cuyo autor era un tal Benno von Archimboldi. El libro, que no tenía más de ciento cincuenta páginas, hablaba de un cojo y de una tuerta y de sus dos hijos, un chico al que le gustaba nadar y una niña que seguía a su hermano hasta los acantilados. Mientras el avión cruzaba el océano Atlántico Lotte se dio cuenta, con estupor, de que estaba leyendo una parte de su infancia.

El estilo era extraño, la escritura era clara y en ocasiones incluso transparente pero la manera en que se sucedían las historias no llevaba a ninguna parte: sólo quedaban los niños, sus padres, los animales, algunos vecinos y al final, en realidad, lo único que quedaba era la naturaleza, una naturaleza que poco a poco se iba deshaciendo en un caldero hirviendo hasta desaparecer del todo.

Mientras los pasajeros dormían Lotte empezó a leer por segunda vez la novela, saltándose las partes que no hablaban de su familia o de su casa o de sus vecinos o de su patio, y al final no le cupo ninguna duda de que el autor, ese tal Benno von Archimboldi, era su hermano, aunque también cabía la posibilidad de que el autor hubiera hablado con su hermano, posibilidad que Lotte rechazó en el acto porque a su juicio había cosas en el libro que su hermano jamás le habría contado a nadie, sin parar mientes en que escribiéndolo se lo contaba a todos.

En la solapa no había foto del autor, aunque sí una fecha de nacimiento, 1920, el mismo año en que nació su hermano, y una larga lista de títulos, todos publicados por la misma editorial. También se informaba de que Benno von Archimboldi había sido traducido a una docena de idiomas y que, desde hacía algunos años, era candidato al Premio Nobel. Mientras esperaba en Los Ángeles la combinación a Tucson se dedicó a buscar más libros de Archimboldi, pero en las librerías del aeropuerto sólo había libros de extraterrestres, gente que había sido abducida, encuentros en la tercera fase y avistamientos de platillos voladores.

En Tucson la esperaba la abogada y durante el trayecto hasta Santa Teresa se dedicaron a hablar del caso, que según la abogada estaba desde hacía mucho tiempo en punto muerto, lo cual era bueno, aunque eso Lotte no lo entendió, pues para ella estar en punto muerto era más bien malo. Sin embargo, prefirió no llevarle la contraria y se dedicó a admirar el paisaje. Las ventanas del coche estaban bajadas y el aire del desierto, un aire dulzón y cálido, era todo cuanto Lotte necesitaba después del viaje en avión.

Ese mismo día fue a la cárcel y se sintió feliz cuando una viejita la reconoció.

—Felices los ojos que la ven, seño —dijo la viejita.

—Ay, Monchita, ¿cómo está usted? —dijo Lotte mientras la abrazaba largamente.

—Pues aquí donde me ve, güerita, en el calvario de siempre —le respondió la viejita.

—Un hijo es un hijo —sentenció Lotte, y se volvieron a abrazar.

A Klaus lo encontró igual que siempre, distante, frío, un poco más delgado, pero igual de fuerte, con el mismo gesto casi imperceptible de desagrado que tenía desde los diecisiete años. Hablaron de cosas intrascendentes, de Alemania (aunque a Klaus todo lo que tuviera que ver con Alemania no parecía interesarle en lo más mínimo), del viaje, de la situación del taller mecánico, y cuando la abogada se marchó porque tenía que hablar con un funcionario de la prisión Lotte le contó lo del libro de Archimboldi que había leído durante el viaje. Al principio Klaus no pareció interesado, pero cuando Lotte sacó el libro del bolso y empezó a leer las partes que había subrayado el semblante de Klaus cambió.

—Si quieres te dejaré el libro —dijo Lotte.

Klaus asintió y quiso coger el libro de inmediato, pero Lotte no lo soltó.

—Antes déjame anotar algo —dijo mientras sacaba su agenda y escribía las señas de la editorial en ella. Luego le entregó el libro.

Esa noche, mientras Lotte estaba en el hotel bebiendo zumo de naranja y comiendo galletitas y viendo los programas nocturnos de algunos canales de televisión mexicanos, ya de madrugada, realizó una llamada de larga distancia a las oficinas de la editorial de Bubis en Hamburgo. Pidió hablar con el editor.

—Editora —dijo la secretaria—, la señora Bubis, pero aún no ha llegado, llame más tarde, por favor.

—De acuerdo —dijo Lotte—, llamaré más tarde. —Y tras dudar un momento añadió—. Dígale que ha llamado Lotte Haas, la hermana de Benno von Archimboldi.

Luego colgó y llamó a la recepción y pidió que la despertaran al cabo de tres horas. Sin desvestirse se puso a dormir. Oyó ruidos en el pasillo. La tele seguía encendida pero sin sonido. Soñó con un cementerio en donde estaba la tumba de un gigante. La losa se partía y el gigante asomaba una mano, luego otra, luego la cabeza, una cabeza ornada con una larga cabellera rubia llena de tierra. Se despertó antes de que la llamaran desde la recepción. Volvió a poner el sonido a la tele y se pasó un rato dando vueltas por la habitación y mirando de reojo un programa de cantantes aficionados.

Cuando sonó el teléfono le dio las gracias al recepcionista y volvió a llamar a Hamburgo. La misma secretaria le contestó y le dijo que la editora ya había llegado. Lotte esperó unos segundos hasta que escuchó la voz bien timbrada de una mujer que había recibido, eso le pareció, una educación superior.

—¿Es usted la editora? —dijo Lotte—. Yo soy la hermana de Benno von Archimboldi, es decir, de Hans Reiter —declaró, y luego se quedó callada porque no se le ocurrió qué más podía decir.

—¿Se siente usted bien? ¿Puedo hacer algo por usted? Me ha dicho mi secretaria que llama desde México.

—Sí, llamo desde México —dijo Lotte a punto de ponerse a llorar.

—¿Vive usted en México? ¿Desde qué lugar de México telefonea?

—Yo vivo en Alemania, señora, en Paderborn, y tengo un taller de mecánica y algunas propiedades.

—Ah, muy bien —dijo la editora.

Sólo entonces Lotte se dio cuenta, sin saber muy bien por qué, tal vez por la forma de exclamar que tenía la editora, o por la forma de preguntar, de que se trataba de una mujer mayor que ella, es decir de una mujer muy vieja.

Entonces se abrió la esclusa y Lotte le dijo que hacía mucho que no veía a su hermano, que su hijo estaba preso en México, que su marido había muerto, que ella no se había vuelto a casar, que la necesidad y la desesperación la habían hecho aprender español, que aún se enredaba con este idioma, que su madre había muerto y que probablemente su hermano aún no lo sabía, que pensaba vender su taller mecánico, que había leído un libro de su hermano en el avión, que casi se muere de sorpresa, que mientras cruzaba el desierto lo único que había hecho era pensar en él.

Después Lotte pidió perdón y en ese momento se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Cuándo piensa estar de vuelta en Paderborn? —oyó que le preguntaba la editora.

Y luego:

—Deme su dirección.

Y luego:

—Usted era una niña muy rubia y muy pálida y a veces su madre la llevaba cuando iba a trabajar a la casa.

Lotte pensó: ¿a qué casa se refiere?, y: ¿cómo podría yo acordarme de eso? Pero luego pensó en la única casa adonde iban a trabajar algunas personas de la aldea, la casa solariega del barón Von Zumpe, y entonces recordó la casa y los días en que iba con su madre y la ayudaba a quitar el polvo, a barrer, a bruñir los candelabros, a encerar el piso. Pero antes de que pudiera decir nada, la editora dijo:

—Espero que pronto tenga noticias de su hermano. Ha sido un placer hablar con usted. Hasta la vista.

Y colgó. En México Lotte aún permaneció un rato más con el teléfono pegado a su oreja. Los ruidos que oía eran como los ruidos del abismo. Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo.

Una noche, tres meses después de haber vuelto a Alemania, apareció Archimboldi.

Lotte estaba a punto de acostarse, llevaba puesto el camisón de dormir y entonces sonó el timbre. Preguntó por el interfono quién era.

—Soy yo —dijo Archimboldi—, tu hermano.

Esa noche se quedaron hablando hasta que amaneció. Lotte habló de Klaus y de las muertes de mujeres en Santa Teresa. También habló de los sueños de Klaus, esos sueños en donde aparecía un gigante que lo iba a rescatar de la cárcel, aunque tú, le dijo a Archimboldi, ya no pareces un gigante.

—Nunca lo he sido —dijo Archimboldi mientras daba una vuelta por la sala y el comedor de la casa de Lotte y se detenía junto a una repisa en donde se alineaban más de una docena de libros suyos.

—Ya no sé qué hacer —dijo Lotte después de un largo silencio—. Ya no tengo fuerzas. No entiendo nada y lo poco que entiendo me da miedo. Nada tiene sentido —dijo Lotte.

—Sólo estás cansada —dijo su hermano.

—Vieja y cansada. Me hace falta tener nietos —dijo Lotte—. Tú sí que estás viejo —dijo Lotte—. ¿Cuántos años tienes?

—Más de ochenta —dijo Archimboldi.

—Tengo miedo de enfermarme —dijo Lotte—. ¿Es verdad que puedes ganar el Premio Nobel? —dijo Lotte—. Tengo miedo de que Klaus muera. Es orgulloso, no sé a quién habrá salido. Werner no era así —dijo Lotte—. Papá y tú tampoco. ¿Por qué cuando hablas de papá lo llamas el cojo? ¿Por qué a mamá la tuerta?

—Porque lo eran —dijo Archimboldi—, ¿lo has olvidado?

—A veces sí —dijo Lotte—. La cárcel es horrible, horrible —dijo Lotte—, aunque poco a poco te acostumbras. Es como contraer una enfermedad —dijo Lotte—. La señora Bubis se mostró muy amable conmigo, hablamos poco pero fue muy amable —dijo Lotte—. ¿La conozco? ¿La he visto alguna vez?

—Sí —dijo Archimboldi—, pero eras pequeña y ya no te acuerdas.

Después tocó con la punta de los dedos sus libros. Los había de todas las clases: de tapa dura, edición rústica, ediciones de bolsillo.

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