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La parte de Fate

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Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.

—Soy periodista —dijo.

—Va a escribir acerca de los crímenes —dijo el cocinero.

—No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado —dijo Fate.

—¿Quién pelea? —dijo el cocinero.

—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.

—En otros tiempos fui aficionado —dijo el cocinero—. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.

Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.

—Yo también lo hago —dijo Fate—, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.

Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.

—No recuerdo el nombre —dijo Fate—, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.

—Es extraño —dijo el cocinero—, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.

—Puede que me haya equivocado y no sea mexicano —admitió Fate.

—Tal vez sea cubano o colombiano —dijo el cocinero—, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.

Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.

—¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? —preguntó.

—Depende —dijo el cocinero—. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.

—De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media —dijo la camarera.

El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.

—¿Ha conducido alguna vez por el desierto?

—No —dijo Fate.

—Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil —dijo el cocinero.

—En eso tienes razón —dijo la camarera—, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.

—Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada —dijo el cocinero.

—Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz —dijo Fate.

—Da lo mismo —dijo el cocinero—, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz —dijo el cocinero.

Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.

Condujo durante dos horas por carreteras oscuras, con la radio encendida, escuchando una emisora de Phoenix que transmitía jazz. Pasó por lugares en donde había casas y restaurantes y jardines con flores blancas y coches mal estacionados, pero en los que no se veía ninguna luz, como si los habitantes hubieran muerto esa misma noche y en el aire todavía quedara un hálito de sangre. Distinguió siluetas de cerros recortadas por la luna y siluetas de nubes bajas que no se movían o que, en determinado momento, corrían hacia el oeste como impulsadas por un viento repentino, caprichoso, que levantaba polvaredas a las que los faros del coche, o las sombras que los faros producían, prestaban ropajes fabulosos, humanos, como si las polvaredas fueran mendigos o fantasmas que saltaban junto al camino.

Se perdió en dos ocasiones. En una estuvo tentado de volver hacia atrás, hacia el restaurante o hacia Tucson. En la otra llegó a un pueblo llamado Patagonia en donde el muchacho que atendía la gasolinera le indicó la manera más fácil de llegar a Santa Teresa. Al salir de Patagonia vio un caballo. Cuando los faros del coche lo iluminaron el caballo levantó la cabeza y lo miró. Fate detuvo el coche y esperó. El caballo era negro y al cabo de poco se movió y se perdió en la oscuridad. Pasó junto a una mesa, o eso creyó. La mesa era enorme, totalmente plana en la parte superior y de una punta a otra de la base debía de medir por lo menos cinco kilómetros. Junto a la carretera apareció un barranco. Se bajó, dejó las luces del coche encendidas y orinó largamente respirando el aire fresco de la noche. Después el camino descendió hasta una especie de valle que le pareció, a primera vista, gigantesco. En el extremo más alejado del valle creyó discernir una luminosidad. Pero podía ser cualquier cosa. Una caravana de camiones moviéndose con gran lentitud, las primeras luces de un pueblo. O tal vez sólo su deseo de salir de aquella oscuridad que de alguna manera le recordaba su niñez y adolescencia. Pensó que en algún momento, entre una y otra, había soñado con ese paisaje, no tan oscuro, no tan desértico, pero ciertamente similar. Iba en un autobús, con su madre y una hermana de su madre, y hacían un viaje corto, entre Nueva York y un pueblo cercano a Nueva York. Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo. En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.

La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora. Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.

En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.

El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.

—No —dijo Fate—, vengo a cubrir el combate del sábado.

—¿Quién pelea? —dijo el policía de fronteras.

—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.

—Jamás lo he oído nombrar —dijo el policía.

—Llegará a campeón del mundo —dijo Fate.

—Ojalá —dijo el policía.

Después avanzó cien metros hasta la frontera mexicana y Fate tuvo que salir y mostrar su maleta, los papeles del coche, su pasaporte y su carnet de periodista. Lo hicieron rellenar unos impresos. Las caras de los policías mexicanos estaban entumecidas de sueño. Desde la ventana de la caseta de aduanas se veía la larga y alta reja que dividía ambos países. En el tramo más alejado de la reja vio cuatro pájaros negros encaramados en lo alto y con las cabezas como enterradas en sus plumas. Hace frío, dijo Fate. Mucho frío, dijo el funcionario mexicano que estudiaba el impreso que Fate acababa de rellenar.

—Los pájaros. Tienen frío.

El funcionario miró en la dirección que el dedo de Fate señalaba.

—Son zopilotes, siempre tienen frío a esta hora —dijo.

Se alojó en un motel llamado Las Brisas, en la parte norte de Santa Teresa. Por la carretera, cada cierto tiempo, pasaban camiones que iban a Arizona. A veces los camiones se detenían al otro lado de la carretera, junto a la gasolinera, y luego seguían su marcha o bien los choferes se bajaban y comían algo en una estación de servicio con las paredes pintadas de azul celeste. Por la mañana casi no pasaban camiones, sólo coches y camionetas. Fate se sentía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta de la hora que era cuando cayó dormido.

Al despertarse salió a hablar con el recepcionista del motel y le pidió un plano de la ciudad. El recepcionista era un tipo de unos veinticinco años y le dijo que nunca en Las Brisas habían tenido planos, al menos desde que él empezó a trabajar allí. Le preguntó adónde quería ir. Fate dijo que era periodista y que había ido a cubrir el combate de Count Pickett. Count Pickett versus el Merolino Fernández, dijo el recepcionista.

—Lino Fernández —dijo Fate.

—Aquí le decimos el Merolino —dijo el recepcionista con una sonrisa—. ¿Y quién cree usted que va a ganar?

—Pickett —dijo Fate.

—Habrá que ver, aunque me parece que se equivoca.

Después el recepcionista arrancó una hoja de papel y le hizo un plano a mano con indicaciones precisas para llegar al pabellón de boxeo Arena del Norte, en donde se iba a celebrar la pelea. El plano resultó mucho más bueno de lo que Fate esperaba. El pabellón Arena del Norte parecía un viejo teatro de 1900, al que le hubieran plantado en el medio un ring de boxeo. En una de sus oficinas Fate se acreditó como periodista y preguntó por el hotel donde se encontraba Pickett. Le dijeron que el boxeador norteamericano aún no había llegado a la ciudad. Entre los periodistas que encontró había un par de tipos que hablaban en inglés y que pensaban ir a entrevistar a Fernández. Fate les preguntó si podía ir con ellos y los periodistas se encogieron de hombros y dijeron que por su parte no había inconveniente.

Cuando llegaron al hotel donde Fernández daba la conferencia de prensa, el boxeador estaba hablando con un grupo de periodistas mexicanos. Los norteamericanos le preguntaron en inglés si creía que podía ganar a Pickett. Fernández entendió la pregunta y dijo que sí. Los norteamericanos le preguntaron si había visto boxear alguna vez a Pickett. Fernández no entendió la pregunta y uno de los periodistas mexicanos se la tradujo.

—Lo importante es tener fe en tus propias fuerzas —dijo Fernández, y los periodistas norteamericanos anotaron la respuesta en sus libretas.

—¿Conoce las estadísticas de Pickett? —le dijeron.

Fernández esperó a que le tradujeran la pregunta y luego dijo que no le interesaban esas cosas. Los periodistas norteamericanos se rieron entre dientes antes de preguntarle por sus propias estadísticas. Treinta peleas, dijo Fernández. Veinticinco victorias. Dieciocho por knock out. Tres derrotas. Dos combates nulos. No está mal, dijo uno de los periodistas y siguió preguntando.

La mayoría de los periodistas estaban alojados en el Hotel Sonora Resort, en el centro de Santa Teresa. Cuando Fate les dijo que él se había alojado en un motel de las afueras le dijeron que lo dejara y que tratara de conseguir habitación en el Sonora Resort. Fate visitó el hotel y tuvo la impresión de que allí se estaba celebrando una convención de periodistas deportivos mexicanos. La mayoría de éstos hablaban inglés y eran, al menos en una primera impresión, mucho más amables que los periodistas norteamericanos que había conocido. En la barra del bar algunos hacían apuestas sobre la pelea y en general se les veía felices y despreocupados, aunque finalmente Fate decidió permanecer en su motel.

Desde un teléfono del Sonora Resort, sin embargo, llamó a cobro revertido a su redacción y pidió hablar con el jefe de la sección de deportes. La mujer con la que habló le dijo que no había nadie.

—Las oficinas están vacías —dijo.

Tenía una voz ronca y quejumbrosa y no hablaba como una secretaria neoyorquina sino como una campesina que acabara de salir de un cementerio. Esta mujer conoce de primera mano el planeta de los muertos, pensó Fate, y ya no sabe lo que dice.

—Volveré a llamar más tarde —dijo antes de colgar.

El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó. Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.

El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente. Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino. Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.

Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.

El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.

—¿Qué harás después de la pelea? —dijo Fate.

—Sobrevivir —dijo Omar—, ¿no es eso lo que hacemos todos?

—¿De dónde sacarás el dinero?

—De cualquier parte —dijo Omar—, éste es un país barato.

Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía. Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante. Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones. Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.

Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.

—¿Qué miras? —oyó que le decía Omar Abdul.

—El paisaje —dijo—, es un paisaje triste.

A su lado el sparring oteó el horizonte y luego dijo:

—Así es el campo. A esta hora siempre es triste. Es un jodido paisaje para mujeres.

—Está oscureciendo —dijo Fate.

—Aún hay luz para hacer guantes —dijo Omar Abdul.

—¿Qué hacéis por las noches, cuando se acaban los entrenamientos?

—¿Todos nosotros? —dijo Omar Abdul.

—Sí, todo el equipo o como se le llame.

—Comemos, vemos la televisión, luego el señor López se va a dormir y Merolino también se va a dormir y los demás podemos irnos a dormir también o seguir viendo la tele o ir a dar un paseo por la ciudad, ya me entiendes —dijo con una sonrisa que podía significar cualquier cosa.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó de improviso.

—Veintidós años —dijo Omar Abdul.

Cuando Merolino se subió al ring el sol estaba desapareciendo por el oeste y el preparador encendió las luces que estaban alimentadas por un generador independiente del que proporcionaba electricidad a la casa. En una esquina, con la cabeza gacha, permanecía inmóvil García. Se había quitado la ropa y puesto un pantalón de boxeador de color negro que le llegaba hasta las rodillas. Parecía dormido. Sólo cuando las luces se encendieron levantó la cabeza y miró, por unos segundos, a López, como si esperara una señal. Uno de los periodistas, que no dejaba de sonreír, hizo sonar una campana y el sparring levantó la guardia y avanzó hacia el centro del cuadrilátero. Merolino llevaba un casco de protección y se movía alrededor de García, que sólo de tanto en tanto soltaba la izquierda y trataba de conectar algún golpe. Fate le preguntó a uno de los periodistas si lo normal no era que el sparring llevara el casco de protección.

—Es lo normal —dijo el periodista.

—¿Y por qué no lo lleva? —dijo Fate.

—Porque por más que le peguen ya no le pueden hacer más daño —dijo el periodista—. ¿Me entiendes? No siente los golpes, está zumbado.

Al tercer round García se bajó del ring y subió Omar Abdul. El chico iba con el torso desnudo pero no se había quitado los pantalones del chándal. Sus movimientos eran mucho más veloces que los del sparring mexicano y se escabullía con facilidad cuando Merolino intentaba arrinconarlo, aunque era evidente que el boxeador y su sparring no pretendían hacerse daño. De vez en cuando hablaban, sin dejar de moverse, y se reían.

—¿Estás en Costa Rica? —le preguntó Omar Abdul—. ¿Dónde tienes los candorros?

Fate le preguntó al periodista qué decía el sparring.

—Nada —dijo el periodista—, ese hijo de la chingada sólo ha aprendido a decir insultos en español.

Al cabo de tres asaltos el preparador detuvo el combate y desapareció en el interior de la casa seguido por Merolino.

—El masajista los está esperando —dijo el periodista.

—¿Quién es el masajista? —preguntó Fate.

—No lo hemos visto, creo que nunca sale al patio, es un tipo ciego, ¿lo entiendes?, un tipo ciego de nacimiento, que se pasa todo el día en la cocina, comiendo, o en el cuarto de baño, cagando, o tirado en el suelo de su habitación leyendo libros en el idioma de los ciegos, el lenguaje ese, ¿cómo se llama?

—El alfabeto Braille —dijo el otro periodista.

Fate se imaginó al masajista leyendo en una habitación completamente a oscuras y tuvo un ligero estremecimiento. Debe de ser algo parecido a la felicidad, pensó. En el abrevadero García le echaba a Omar Abdul un balde de agua fría en la espalda. El sparring californiano le guiñó un ojo a Fate.

—¿Qué le ha parecido? —le preguntó.

—No ha estado mal —dijo Fate por decir algo amable—, pero tengo la impresión de que Pickett va a llegar mucho mejor preparado.

—Pickett es un marica de mierda —dijo Omar Abdul.

—¿Lo conoces?

—Lo he visto pelear en la tele un par de veces. No sabe moverse.

—Bueno, yo en realidad no lo he visto nunca —dijo Fate.

Omar Abdul lo miró a los ojos con expresión de asombro.

—¿Nunca has visto pelear a Pickett? —dijo.

—No, en realidad el especialista en boxeo de mi revista murió la semana pasada y como no andamos sobrados de personal, me enviaron a mí.

—Apuesta por Merolino —dijo Omar Abdul tras guardar silencio durante un rato.

—Te deseo suerte —le dijo Fate antes de marcharse.

El camino de vuelta le pareció más corto. Durante un rato siguió las luces traseras del coche de los periodistas, hasta que los vio estacionarse junto a un bar cuando ya transitaban por las calles asfaltadas de Santa Teresa. Aparcó al lado de ellos y les preguntó cuál era el plan. Vamos a comer, dijo uno de los periodistas. Aunque no tenía hambre, Fate aceptó tomar una cerveza en compañía de ellos. Uno de los periodistas se llamaba Chucho Flores y trabajaba para un periódico local y para una emisora de radio. El otro, el que había tocado la campana mientras estaban en el rancho, se llamaba Ángel Martínez Mesa y trabajaba para un periódico deportivo del DF. Martínez Mesa era de baja estatura y debía de andar por los cincuenta años. Chucho Flores era sólo un poco más bajo que Fate, tenía treintaicinco años y sonreía todo el tiempo. La relación entre Flores y Martínez Mesa, intuyó Fate, era la del discípulo agradecido con el maestro más bien indiferente. La indiferencia de Martínez Mesa, sin embargo, no traslucía ni soberbia ni un sentimiento de superioridad, sino cansancio. Un cansancio que se percibía hasta en su modo de vestir, desaliñado, con un traje lleno de lamparones y los zapatos sin lustrar, todo lo contrario de su discípulo, que llevaba un traje de marca y una corbata de marca y unas mancuernas de oro en los puños y que, posiblemente, se veía a sí mismo como un hombre atildado y guapo. Mientras los mexicanos comían carne asada con patatas fritas, Fate se puso a pensar en el tatuaje de García. Comparó después la soledad de aquel rancho con la soledad de la casa de su madre. Pensó en sus cenizas que aún estaban allí. Pensó en la vecina muerta. Pensó en el barrio de Barry Seaman. Y todo aquello que su memoria iba iluminando mientras los mexicanos comían le pareció desolado.

Cuando dejaron a Martínez Mesa en el Sonora Resort Chucho Flores insistió en tomarse la última. En el bar del hotel había varios periodistas, entre los que distinguió a un par de norteamericanos con los que le interesaba conversar, pero Chucho Flores tenía otros planes. Fueron a un bar en un callejón del centro de Santa Teresa, un local con las paredes pintadas con pintura fluorescente y una barra que hacía zigzag. Pidieron zumo de naranja con whisky. El barman conocía a Chucho Flores. Más que un barman, pensó Fate, aquel tipo parecía el propietario del local. Sus gestos eran secos y autoritarios, incluso cuando se ponía a secar vasos con el delantal que le colgaba de la cintura. Sin embargo era un tipo joven, de no más de veinticinco años, a quien Chucho Flores, por otra parte, no le hacía demasiado caso, ocupado en hablar con Fate sobre Nueva York y sobre el periodismo que se hacía en Nueva York.

—Me gustaría irme a vivir allí —le confesó— y trabajar en alguna emisora de radio hispana.

—Hay muchas —dijo Fate.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Chucho Flores como si llevara mucho tiempo estudiando el caso, y luego mencionó dos nombres de radios que transmitían en español y que Fate no había oído mencionar jamás.

—¿Y tu revista cómo se llama? —le preguntó Chucho Flores.

Se lo dijo y Chucho Flores, tras pensar un rato, hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No la conozco —dijo—, ¿es grande?

—No, no es grande —dijo Fate—, es una revista de Harlem, ¿entiendes?

—No —dijo Chucho Flores—, no lo entiendo.

—Es una revista donde los propietarios son afroamericanos, el director es afroamericano y casi todos los periodistas somos afroamericanos —dijo Fate.

—¿Es eso posible? —dijo Chucho Flores—, ¿es eso bueno para el periodismo objetivo?

En ese momento se dio cuenta de que Chucho Flores estaba un poco borracho. Pensó en lo que acababa de decirle.

En realidad afirmar que casi todos los periodistas eran negros resultaba aventurado. Él sólo había visto negros en la redacción, aunque por supuesto no conocía a los corresponsales. Tal vez en California hubiera algún chicano, pensó. Tal vez en Texas. Pero también era posible que en Texas no hubiera nadie, pues entonces ¿por qué enviarlo a él, desde Detroit, y no encargarle el trabajo al de Texas o al de California?

Unas chicas se acercaron a saludar a Chucho Flores. Estaban vestidas como para ir de fiesta, con tacones altos y ropa de discoteca. Una de ellas tenía el pelo teñido de rubio y la otra era muy morena y más bien silenciosa y tímida. La rubia saludó al barman y éste le respondió con un gesto, como si la conociera muy bien y no confiara en ella. Chucho Flores lo presentó como un famoso periodista deportivo de Nueva York. En ese momento Fate consideró oportuno decirle al mexicano que él no era propiamente un periodista deportivo, sino un periodista que escribía sobre temas políticos y sociales, declaración que a Chucho Flores le pareció muy interesante. Al cabo de un rato llegó otro tipo a quien Chucho Flores presentó como el hombre que más sabía de cine al sur de la frontera de Arizona. El tipo se llamaba Charly Cruz y le dijo con una gran sonrisa que no creyera ni una palabra de lo que decía Chucho Flores. Era el propietario de un videoclub y su oficio lo obligaba a ver muchas películas, pero eso era todo, no soy ningún especialista en el tema, dijo.

—¿Cuántos videoclubs tienes? —le preguntó Chucho Flores—. Dilo, díselo a mi amigo Fate.

—Tres —dijo Charly Cruz.

—Este buey está montado en el dólar —dijo Chucho Flores.

La chica teñida de rubio se llamaba Rosa Méndez y según Chucho Flores había sido su novia. También fue novia de Charly Cruz y ahora salía con el propietario de una sala de bailes.

—Rosita es así —dijo Charly Cruz—, está en su naturaleza.

—¿Qué es lo que está en tu naturaleza? —le preguntó Fate.

En un inglés no muy bueno la chica le respondió que ser alegre. La vida es corta, dijo, y luego se quedó callada mirando alternativamente a Fate y a Chucho Flores, como si reflexionara en lo que acababa de afirmar.

—Rosita también es un poco filósofa —dijo Charly Cruz.

Fate asintió con la cabeza. Otras dos chicas se acercaron a ellos. Eran aún más jóvenes y sólo conocían a Chucho Flores y al barman. Fate calculó que ninguna de las dos debía de tener más de dieciocho años. Charly Cruz le preguntó si le gustaba Spike Lee. Sí, dijo Fate, aunque en realidad no le gustaba.

—Parece mexicano —dijo Charly Cruz.

—Puede ser —dijo Fate—, es un punto de vista interesante.

—¿Y Woody Allen?

—Me gusta —dijo Fate.

—Ése también parece mexicano, pero mexicano del DF o de Cuernavaca —dijo Charly Cruz.

—Mexicano de Cancún —dijo Chucho Flores.

Fate se rió sin entender nada. Pensó que le estaban tomando el pelo.

—¿Y Robert Rodríguez? —dijo Charly Cruz.

—Me gusta —dijo Fate.

—Ese pendejo es de los nuestros —dijo Chucho Flores.

—Yo tengo una película en vídeo de Robert Rodríguez —dijo Charly Cruz— que muy pocas personas han visto.

—¿El mariachi? —dijo Fate.

—No, ésa la ha visto todo el mundo. Una anterior, cuando Robert Rodríguez no era nadie. Un puto chicano muerto de hambre. Un trovo que le entraba a cualquier chamba —dijo Charly Cruz.

—Vamos a sentarnos y nos cuentas esa historia —dijo Chucho Flores.

—Buena idea —dijo Charly Cruz—, ya me estaba cansando de estar tanto rato de pie.

La historia era sencilla e inverosímil. Dos años antes de rodar El mariachi Robert Rodríguez viajó a México. Durante unos días vagabundeó por la frontera entre Chihuahua y Texas y luego bajó hacia el sur, hasta el DF, en donde se dedicó a tomar drogas y a beber. Cayó tan bajo, dijo Charly Cruz, que entraba en una pulquería antes del mediodía y salía sólo cuando cerraban y lo echaban a patadas. Al final terminó viviendo en un congal, es decir en un bule, es decir en un berreadero, es decir en la catera de las bondadosas, es decir en un burdel, en donde se hizo amigo de una puta y de su chulo, al que llamaban el Perno, que es como si al chulo de una puta lo apodaran el Pene o la Verga. Este tal Perno simpatizó con Robert Rodríguez y se portó bien con él. A veces tenía que subirlo arrastrando hasta la habitación donde dormía, otras veces entre él y su puta tenían que desnudarlo y meterlo bajo la ducha porque Robert Rodríguez perdía el conocimiento con suma facilidad. Una mañana, una de esas raras mañanas en que el futuro director de cine estaba medio sobrio, le contó que unos amigos querían hacer una película y le preguntó si él se veía capaz de hacerla. Robert Rodríguez, como ustedes se imaginarán, dijo okey maguey y el Perno se ocupó de los asuntos prácticos.

El rodaje duró tres días, según creo, y Robert Rodríguez siempre estaba borracho y drogado cuando se ponía detrás de la cámara. Por supuesto, en los títulos de crédito no aparece su nombre. El director se llama Johnny Mamerson, lo que evidentemente es una broma, pero si uno conoce el cine de Robert Rodríguez, su manera de hacer un encuadre, sus planos y contraplanos, su sentido de la velocidad, no cabe duda, se trata de él. Lo único que falta es su manera personal de montar una película, por lo que queda claro que en esta película el montaje lo realizó otra persona. Pero el director es él, de eso estoy seguro.

A Fate no le interesaba Robert Rodríguez ni la historia de su primera película, o de su última película, lo mismo le daba, y además empezó a tener ganas de cenar o comer un sándwich y luego meterse en la cama de su motel y dormir, pero igual tuvo que oír retazos del argumento, una historia de putas sabias o tal vez sólo de putas buenas, entre las que sobresalía una tal Justina, la cual, por motivos que se le escapaban pero que no resultaba complicado adivinar, conocía a unos vampiros del DF que vagaban por la noche disfrazados de policías. Al resto de la historia no le prestó atención. Mientras besaba en la boca a la chica de pelo negro que había llegado con Rosita Méndez oyó algo sobre pirámides, vampiros aztecas, un libro escrito con sangre, la idea precursora de Abierto hasta el amanecer, la pesadilla recurrente de Robert Rodríguez. La chica de pelo negro no sabía besar. Antes de marcharse le dio a Chucho Flores el teléfono del motel Las Brisas y luego salió trastabillando hasta donde tenía el coche aparcado.

Al abrir la puerta oyó que alguien le preguntaba si se sentía bien. Llenó los pulmones de aire y se dio la vuelta. Chucho Flores estaba a tres metros de él, con el nudo de la corbata desabrochado y abrazando por la cintura a Rosa Méndez que lo miraba como si fuera un ejemplar exótico de algo, ¿de qué?, no lo sabía, pero la mirada de la mujer no le gustó.

—Estoy bien —dijo—, no hay problema.

—¿Quieres que te lleve a tu motel? —dijo Chucho Flores.

La sonrisa de Rosa Méndez se acentuó. Se le pasó por la cabeza la idea de que el mexicano era gay.

—No es necesario —dijo—, me las puedo arreglar solo.

Chucho Flores soltó a la mujer y dio un paso en su dirección. Fate abrió la puerta del coche y encendió el motor evitando mirarlos. Adiós, amigo, oyó que decía como en sordina el mexicano. Rosa Méndez tenía las manos en las caderas, en una pose nada natural, le pareció, y no lo miraba a él ni a su coche que se alejaba sino a su acompañante, que permanecía inmóvil, como si el aire de la noche lo hubiera congelado.

En el motel la recepción estaba abierta y Fate le preguntó a un chico al que no había visto si le podían conseguir algo de comer. El chico le dijo que no tenían cocina pero que podía comprar unas galletas o una barra de chocolate en la máquina que había afuera. Por la carretera pasaban de vez en cuando camiones hacia el norte y hacia el sur y al otro lado se veían las luces de la estación de servicio. Hacia allá dirigió Fate sus pasos. Cuando atravesó la carretera, sin embargo, un coche estuvo a punto de atropellarlo. Por un momento pensó que estaba borracho, pero luego se dijo que antes de cruzar, estuviera o no borracho, había mirado con atención y no vio luces en la carretera. ¿De dónde, pues, había salido ese coche? Tendré más cuidado cuando vuelva, se dijo. La estación de servicio estaba profusamente iluminada y casi vacía. Detrás del mostrador una quinceañera leía una revista. A Fate le pareció que tenía la cabeza muy pequeña. Junto a la caja había otra mujer, de unos veinte años, que se lo quedó mirando mientras él se dirigía a una máquina donde vendían hot-dogs.

—Tiene que pagar primero —dijo la mujer en español.

—No entiendo —dijo Fate—, soy americano.

La mujer le repitió la advertencia en inglés.

—Dos hot-dogs y una lata de cerveza —dijo Fate.

La mujer sacó un bolígrafo del bolsillo de su uniforme y escribió la cantidad de dinero que Fate tenía que darle.

—¿Dólares o pesos? —dijo Fate.

—Pesos —dijo la mujer.

Fate dejó junto a la caja registradora un billete y fue a buscar al refrigerador la lata de cerveza y luego le indicó con los dedos a la adolescente de cabeza pequeña cuántos hot-dogs quería. La muchacha le sirvió los hot-dogs y Fate le preguntó cómo funcionaba la máquina de las salsas.

—Apriete el botón de la que prefiera —dijo la adolescente en inglés.

Fate le puso salsa de tomate, mostaza y algo que parecía guacamole a uno de los hot-dogs y se lo comió allí mismo.

—Está bueno —dijo.

—Me alegro —dijo la chica.

Luego repitió la operación con el otro y se acercó a la caja a buscar el cambio. Cogió unas monedas y volvió hacia donde estaba la adolescente y se las dio de propina.

—Gracias, señorita —dijo en español.

Después salió con su lata de cerveza y su hot-dog a la carretera. Mientras esperaba que pasaran tres camiones que iban de Santa Teresa a Arizona recordó lo que le había dicho a la cajera. Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?

Al despertarse llamó por teléfono al jefe de la sección de deportes de su revista y le dijo que Pickett no estaba en Santa Teresa.

—Es normal —dijo el jefe de la sección de deportes—, probablemente está en algún rancho en las afueras de Las Vegas.

—¿Y cómo demonios voy a hacerle la entrevista? —dijo Fate—. ¿Quieres que vaya a Las Vegas?

—No es necesario que entrevistes a nadie, sólo necesitamos a alguien que narre la pelea, ya sabes, el ambiente, el aire que se respira en el ring, el estado de forma de Pickett, la impresión que causa en los jodidos mexicanos.

—Los prolegómenos del combate —dijo Fate.

—¿Prolequé? —dijo el jefe de la sección de deportes.

—El jodido ambiente —dijo Fate.

—Con palabras sencillas —dijo el jefe de la sección de deportes—, como si estuvieras contando una historia en un bar y todos los que están a tu alrededor fueran tus amigos y se murieran de ganas de escucharte.

—Entendido —dijo Fate—, te lo envío pasado mañana.

—Si hay algo que no entiendas, no te preocupes, aquí procuraremos editarte como si te hubieras pasado toda la vida junto a un ring.

—De acuerdo, entendido —dijo Fate.

Al salir al porche de su habitación vio a tres niños rubios, casi albinos, que jugaban con una pelota blanca, un balde rojo y unas palas de plástico rojas. El mayor debía de tener cinco años y el menor tres. No era un sitio seguro para que jugaran unos niños. En un descuido podían intentar cruzar la carretera y un camión podía arrollarlos. Miró a los lados: sentada en un banco de madera, a la sombra, una mujer muy rubia y con gafas negras los vigilaba. La saludó. La mujer lo miró durante un segundo e hizo un gesto con la mandíbula como si no pudiera apartar la vista de los niños.

Fate bajó las escaleras y se metió en su coche. El calor en el interior era insoportable y abrió las dos ventanas. Sin saber por qué pensó otra vez en su madre, en la forma que ésta tenía de vigilarlo cuando él era un niño. Cuando puso el coche en marcha uno de los niños albinos se levantó y se lo quedó mirando. Fate le sonrió y lo saludó con la mano. El niño dejó caer la pelota y se cuadró como un militar. Al enfilar el coche para salir del motel el niño se llevó la mano derecha a la visera y se mantuvo así hasta que el coche de Fate se perdió hacia el sur.

Mientras conducía volvió a pensar en su madre. La vio caminar, la vio de espaldas, vio su nuca mientras ella contemplaba un programa de la tele, oyó su risa, la vio fregar platos en el lavadero. Su rostro, sin embargo, permaneció en la sombra todo el tiempo, como si de alguna manera ella ya estuviera muerta o como si le dijera, con gestos y no con palabras, que los rostros no eran importantes ni en esta vida ni en la otra. En el Sonora Resort no encontró a ningún periodista y tuvo que preguntarle al recepcionista cómo se llegaba al Arena. Cuando llegó al pabellón notó cierto revuelo. Preguntó a un lustrabotas que se había instalado en uno de los pasillos qué ocurría y el lustrabotas le dijo que había llegado el boxeador norteamericano.

Encontró a Count Pickett subido al ring, vestido con traje y corbata y exhibiendo una amplia y confiada sonrisa. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas que rodeaban el ring lo llamaban por su nombre de pila y le soltaban preguntas. ¿Cuándo crees que vas a luchar por el título? ¿Es verdad que Jesse Brentwood te tiene miedo? ¿Cuánto has cobrado por venir a Santa Teresa? ¿Es cierto que te casaste en secreto en Las Vegas? El apoderado de Pickett estaba a su lado. Era un tipo gordo y bajito y era él quien contestaba a casi todas las preguntas. Los periodistas mexicanos se dirigían a él en español y lo llamaban por su nombre, Sol, señor Sol, y el señor Sol les contestaba en español y en ocasiones él también llamaba por sus nombres a los periodistas mexicanos. Un periodista norteamericano, un tipo grande y de cara cuadrada, le preguntó si era políticamente correcto traer a Pickett a pelear a Santa Teresa.

—¿Qué quiere decir políticamente correcto? —le preguntó el apoderado.

El periodista iba a contestar, pero el apoderado se le adelantó.

—El boxeo —dijo— es un deporte y el deporte, como el arte, está más allá de la política. No mezclemos deporte con política, Ralph.

—Si lo he interpretado correctamente —dijo el tal Ralph—, usted no tiene miedo de traer a Count Pickett a Santa Teresa.

—Count Pickett no le teme a nadie —dijo el apoderado.

—No ha nacido quien pueda vencerme —dijo Count Pickett.

—Bueno, Count es un hombre, a la vista está. La pregunta entonces sería: ¿ha venido alguna mujer en su grupo? —dijo Ralph.

Un periodista mexicano que estaba en el otro extremo se levantó y lo mandó a la chingada. Otro que estaba no lejos de Fate le gritó que no insultara a los mexicanos si no quería que le dieran una patada en la boca.

—Cállese la bocota, buey, o se la parto.

Ralph pareció no oír los insultos y siguió de pie, con apariencia tranquila, esperando la respuesta del apoderado. Unos periodistas norteamericanos que estaban en una esquina del cuadrilátero, junto a unos fotógrafos, miraron al apoderado con gesto interrogante. El apoderado carraspeó y luego dijo:

—No ha venido ninguna mujer con nosotros, Ralph, usted ya sabe que nunca viajamos con mujeres.

—¿Ni siquiera la señora Alversohn?

El apoderado se rió y algunos periodistas lo secundaron.

—Usted sabe muy bien que a mi mujer no le gusta el boxeo, Ralph —dijo el apoderado.

—¿De qué demonios estaban hablando? —le preguntó Fate a Chucho Flores mientras desayunaban en un bar cercano al pabellón Arena del Norte.

—De los asesinatos de mujeres —dijo Chucho Flores con desánimo—. Florecen —dijo—. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan y vuelven al trabajo.

—¿Vuelven al trabajo? —preguntó Fate.

—Los jodidos asesinatos son como una huelga, amigo, una jodida huelga salvaje.

La equivalencia entre asesinatos de mujeres y huelga era curiosa. Pero asintió con la cabeza y no dijo nada.

—Ésta es una ciudad completa, redonda —dijo Chucho Flores—. Tenemos de todo. Fábricas, maquiladoras, un índice de desempleo muy bajo, uno de los más bajos de México, un cártel de cocaína, un flujo constante de trabajadores que vienen de otros pueblos, emigrantes centroamericanos, un proyecto urbanístico incapaz de soportar la tasa de crecimiento demográfico, tenemos dinero y también hay mucha pobreza, tenemos imaginación y burocracia, violencia y ganas de trabajar en paz. Sólo nos falta una cosa —dijo Chucho Flores.

Petróleo, pensó Fate, pero no lo dijo.

—¿Qué es lo que falta? —dijo.

—Tiempo —dijo Chucho Flores—. Falta el jodido tiempo.

¿Tiempo para qué?, pensó Fate. ¿Tiempo para que esta mierda, a mitad de camino entre un cementerio olvidado y un basurero, se convierta en una especie de Detroit? Durante un rato estuvieron sin hablar. Chucho Flores sacó un lápiz de su americana y una libreta y se puso a dibujar rostros de mujeres. Lo hacía con extrema rapidez, totalmente abstraído, y también, según le pareció a Fate, con cierto talento, como si antes de convertirse en periodista deportivo Chucho Flores hubiera estudiado dibujo y se hubiera pasado muchas horas tomando apuntes del natural. Ninguna de sus mujeres sonreía. Algunas tenían los ojos cerrados. Otras eran viejas y miraban a los lados, como si esperaran algo o alguien acabara de llamarlas por su nombre. Ninguna era bonita.

—Tienes talento —dijo Fate cuando Chucho Flores acometía su séptimo retrato.

—No es nada —dijo Chucho Flores.

Después, básicamente porque seguir hablando del talento del mexicano le producía cierto embarazo, le preguntó por las muertas.

—La mayoría son trabajadoras de las maquiladoras. Muchachas jóvenes y de pelo largo. Pero eso no es necesariamente la marca del asesino, en Santa Teresa casi todas las muchachas llevan el pelo largo —dijo Chucho Flores.

—¿Hay un solo asesino? —preguntó Fate.

—Eso dicen —dijo Chucho Flores sin dejar de dibujar—. Hay algunos detenidos. Hay algunos casos solucionados. Pero la leyenda quiere que el asesino sea uno solo y además inatrapable.

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