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La parte de los crímenes

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En junio murió Emilia Mena Mena. Su cuerpo se encontró en el basurero clandestino cercano a la calle Yucatecos, en dirección a la fábrica de ladrillos Hermanos Corinto. En el informe forense se indica que fue violada, acuchillada y quemada, sin especificar si la causa de la muerte fueron las cuchilladas o las quemaduras, y sin especificar tampoco si en el momento de las quemaduras Emilia Mena Mena ya estaba muerta. En el basurero donde fue encontrada se declaraban constantes incendios, la mayoría voluntarios, otros fortuitos, por lo que no se podía descartar que las calcinaciones de su cuerpo fueran debidas a un fuego de estas características y no a la voluntad del homicida. El basurero no tiene nombre oficial, porque es clandestino, pero sí tiene nombre popular: se llama El Chile. Durante el día no se ve un alma por El Chile ni por los baldíos aledaños que el basurero no tardará en engullir. Por la noche aparecen los que no tienen nada o menos que nada. En México DF los llaman teporochos, pero un teporocho es un señorito vividor, un cínico reflexivo y humorista, comparado con los seres humanos que pululan solitarios o en pareja por El Chile. No son muchos. Hablan una jerga difícil de entender. La policía preparó una redada la noche siguiente al hallazgo del cadáver de Emilia Mena Mena y sólo pudo detener a tres niños que rebuscaban cartones en la basura. Los habitantes nocturnos de El Chile son escasos. Su esperanza de vida, breve. Mueren a lo sumo a los siete meses de transitar por el basurero. Sus hábitos alimenticios y su vida sexual son un misterio. Es probable que hayan olvidado comer y coger. O que la comida y el sexo para ellos ya sea otra cosa, inalcanzable, inexpresable, algo que queda fuera de la acción y la verbalización. Todos, sin excepción, están enfermos. Sacarle la ropa a un cadáver de El Chile equivale a despellejarlo. La población permanece estable: nunca son menos de tres, nunca son más de veinte.

El principal sospechoso del asesinato de Emilia Mena Mena era su novio. Cuando fueron a buscarlo a la casa en donde vivía con sus padres y tres hermanos ya se había marchado. Según la familia tomó un autobús uno o dos días antes del hallazgo del cadáver. El padre y dos de los hermanos se pasaron un par de días en los calabozos, pero no se les pudo arrancar ninguna otra información coherente, salvo la dirección del hermano del padre, en Ciudad Guzmán, adonde supuestamente había viajado el sospechoso. Alertada la policía de Ciudad Guzmán, algunos agentes se personaron en el citado domicilio, provistos de todos los requisitos legales, y no encontraron ni el más mínimo rastro del supuesto novio y asesino. El caso quedó abierto y no tardó en olvidarse. Cinco días después, cuando aún proseguían las diligencias tendentes a aclarar la muerte de Emilia Mena Mena, el conserje de la preparatoria Morelos encontró el cuerpo de otra muerta. Estaba tirada en un terreno que a veces los alumnos utilizaban para jugar partidos de fútbol y béisbol, un descampado desde donde se podía ver Arizona y los caparazones de las maquiladoras del lado mexicano y las carreteras de terracería que conectaban éstas con la red de carreteras pavimentadas. Al lado, separados ambos por una reja de alambre, se hallaban los patios de la preparatoria y más allá los dos bloques, de tres pisos cada uno, en donde se daban las clases en salas amplias y soleadas. La preparatoria había sido inaugurada en el año 1990 y el conserje trabajaba allí desde el primer día. Era el primero en llegar a la preparatoria y uno de los últimos en irse. La mañana en que encontró a la muerta algo le llamó la atención mientras recogía, en la oficina del director, las llaves que le permitían el acceso a toda la escuela. Al principio no supo determinar qué era. Cuando había entrado en la sala de servicios se dio cuenta. Zopilotes. Volaban zopilotes sobre el descampado que estaba junto al patio. Sin embargo tenía mucho que hacer todavía y decidió ir a investigar más tarde. Poco después llegó la cocinera y su ayudante y se fue a tomar un café junto a ellos en la cocina. Hablaron durante unos diez minutos de lo de siempre, hasta que el conserje les preguntó si al llegar no habían visto unos zopilotes sobrevolando la escuela. Ambos contestaron que no. Entonces el conserje terminó su café y dijo que iba a darse una vuelta por el descampado. Temía encontrar un perro muerto. Si era así iba a tener que volver a la escuela, al almacén donde guardaba las herramientas, e iba a tener que coger una pala y volver al descampado y cavar un agujero lo suficientemente profundo como para que los alumnos no desenterraran al animal. Pero lo que encontró fue una mujer. Llevaba una blusa negra y zapatillas negras y tenía la falda arrollada sobre la cintura. No llevaba bragas. Eso fue lo primero que vio. Luego se fijó en su rostro y supo que no había muerto aquella noche. Uno de los zopilotes se posó sobre la reja pero él lo espantó con un gesto. La mujer tenía el pelo negro y largo hasta la mitad de la espalda, por lo menos. Algunos mechones estaban pegoteados por la sangre coagulada. En el estómago y alrededor del sexo también tenía sangre seca. Se persignó dos veces y se levantó con lentitud. Cuando volvió a la escuela le contó a la cocinera lo que había pasado. El muchacho que la ayudaba estaba fregando una olla y el conserje habló en voz baja, para que no lo oyera. Desde la oficina llamó por teléfono al director, pero éste ya se había marchado de casa. Encontró una manta y fue a tapar a la muerta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba empalada. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras volvía a la escuela. Allí encontró a la cocinera, sentada en el patio, fumando un cigarrillo. Le hizo un gesto como preguntándole qué había pasado. El conserje le respondió con otro gesto, éste ininteligible, y salió a esperar al director a la puerta de entrada. Cuando llegó ambos se dirigieron al descampado. Desde el patio la cocinera vio cómo el director hacía a un lado la manta y contemplaba, desde distintas posiciones, el bulto que apenas se veía. Poco después dos maestros se les unieron, y a unos diez metros de ellos, un grupo de alumnos. A las doce llegaron dos coches de la policía, un tercer coche sin distintivos y una ambulancia y se llevaron a la muerta. El nombre de ésta jamás se supo.

El forense estableció que llevaba muerta varios días, sin precisar cuántos. La causa más probable de la muerte eran las cuchilladas recibidas en el pecho, pero también presentaba el cadáver una fractura de cráneo que el forense no se atrevió a descartar como causa principal. La edad de la muerta podía oscilar entre los veintitrés y los treintaicinco. Su estatura era de un metro y setentaidós centímetros.

La última muerta de aquel mes de junio de 1993 se llamaba Margarita López Santos y había desaparecido hacía más de cuarenta días. Al segundo día de su desaparición su madre interpuso una denuncia en la comisaría n.º 2. Margarita López trabajaba en la maquiladora K&T, en el parque industrial El Progreso, cerca de la carretera a Nogales y las últimas casas de la colonia Guadalupe Victoria. El día de su desaparición realizaba el tercer turno de la maquiladora, de nueve de la noche a cinco de la mañana. Según sus compañeras, había acudido a trabajar con puntualidad, como siempre, pues Margarita era cumplidora y responsable como pocas, por lo que la desaparición debía fecharse a la hora del cambio de turno y de la salida. A esa hora, sin embargo, nadie vio nada, entre otras razones porque a las cinco o cinco y media de la mañana todo está oscuro, y porque el alumbrado público de las calles es deficitario. La mayoría de las casas de la parte norte de la colonia Guadalupe Victoria carecen de luz eléctrica. Las salidas del parque industrial, salvo la que conecta éste con la carretera a Nogales, también son deficitarias tanto en el alumbrado como en la pavimentación, así como también en su sistema de alcantarillas: casi todos los desperdicios del parque van a caer en la colonia Las Rositas, donde forman un lago de fango que el sol blanquea. Así que Margarita López dejó su trabajo a las cinco y media. Eso quedó establecido. Y luego salió caminando por las calles oscuras del parque industrial. Tal vez vio una camioneta que cada noche estacionaba en una plaza desierta, junto al aparcamiento de la maquiladora WS-Inc., que vendía cafés con leche y refrescos y tortas de todos los tipos para los obreros que entraban a trabajar o que salían. La mayoría mujeres. Pero ella no tenía hambre o sabía que en su casa la esperaba su comida, y no se detuvo. Dejó atrás el parque y el resplandor cada vez más lejano de las luces de las maquiladoras. Atravesó la carretera a Nogales y se internó por las primeras calles de la colonia Guadalupe Victoria. Cruzarla le iba a llevar no más de media hora. Luego aparecería la colonia San Bartolomé, donde vivía. En total, unos cincuenta minutos de caminata. Pero en alguna parte del trayecto algo ocurrió o algo se torció para siempre y a su madre después le dijeron que cabía la posibilidad de que se hubiera fugado con un hombre. Sólo tiene dieciséis años, dijo la madre, y es una buena hija. Cuarenta días más tarde unos niños encontraron su cadáver cerca de un chamizo en la colonia Maytorena. Su mano izquierda estaba apoyada contra unas hojas de guaco. Debido al estado del cuerpo el forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte. Uno de los policías que acudieron al levantamiento del cadáver sí que fue capaz de identificar la planta del guaco. Es buena para las picadas de los mosquitos, dijo agachándose y cogiendo unas hojitas verdes, lanceoladas y duras.

En julio no hubo ninguna muerta. En agosto tampoco.

Por aquellos días el periódico La Razón, del DF, envió a Sergio González a hacer un reportaje sobre el Penitente. Sergio González tenía treintaicinco años, se acababa de divorciar y necesitaba ganar dinero como fuera. Normalmente no hubiera aceptado el encargo, pues él no era un periodista de crónica policial sino de las páginas de cultura. Hacía reseñas de libros de filosofía, que por otra parte nadie leía, ni los libros ni sus reseñas, y de vez en cuando escribía sobre música y sobre exposiciones de pintura. Desde hacía cuatro años era trabajador de plantilla de La Razón y su situación económica no era desahogada, pero sí pasable, hasta que llegó el divorcio y entonces le faltó dinero para todo. Como en su sección (en donde a veces escribía con seudónimo para que los lectores no se dieran cuenta de que todas las páginas las había escrito él) ya no podía hacer nada más, se dedicó a presionar a los jefes de las otras secciones para conseguir trabajos extra que le permitieran equilibrar sus menguados ingresos. Así surgió la propuesta de desplazarse a Santa Teresa, escribir la crónica del Penitente y volver. El que le ofreció el trabajo era el director de la revista dominical del periódico, que sentía aprecio por González y que pensaba que con el ofrecimiento mataba dos pájaros de un tiro: por un lado éste ganaba un dinero suplementario y por otra parte se tomaba unas vacaciones de tres o cuatro días por el norte, una zona con buena comida y aire respirable, y se olvidaba de su mujer. Así que en julio de 1993 Sergio González viajó en avión hasta Hermosillo y de allí en autobús a Santa Teresa. La verdad es que el cambio de aires pareció sentarle de maravilla. El cielo de Hermosillo, de un celeste intenso, casi metálico, iluminado desde abajo, contribuyó a levantarle el ánimo de inmediato. La gente, en el aeropuerto y luego en las calles de la ciudad, le pareció simpática, despreocupada, como si estuviera en un país extranjero y sólo viera la parte buena de sus habitantes. En Santa Teresa, cuya impresión fue la de una ciudad industriosa y con poquísimo desempleo, se alojó en un hotel barato del centro, llamado El Oasis, en una calle que aún exhibía el adoquinado de la época de la Reforma, y poco después visitó las redacciones de El Heraldo del Norte y La Voz de Sonora, y conversó largamente con los periodistas que llevaban el caso del Penitente, quienes le indicaron cómo llegar a las cuatro iglesias profanadas, las que visitó en un solo día, en compañía de un taxista que lo aguardaba en la puerta. Pudo hablar con dos curas, los de las iglesias de San Tadeo y de Santa Catalina, quienes pocos datos aportaron a su investigación, aunque el cura de la iglesia de Santa Catalina le sugirió que abriera bien los ojos, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa. En la policía le facilitaron una copia del retrato robot y consiguió una cita para hablar con Juan de Dios Martínez, el judicial que llevaba el caso. Por la tarde habló con el presidente municipal de la ciudad, quien lo invitó a comer en el restaurante de al lado de la corporación, un restaurante de paredes de piedra que intentaba, sin conseguirlo, cierta semejanza con las edificaciones de la época colonial. La comida, sin embargo, era muy buena, y el presidente municipal y otros dos miembros de la corporación de rangos inferiores se encargaron de hacerla amena contando chismes locales y chistes subidos de tono. Al día siguiente intentó vanamente tener una entrevista con el jefe de la policía, pero a la cita acudió un funcionario, seguramente el encargado de prensa de la policía, un tipo joven salido de la facultad de Derecho hacía poco, que le dio un dossier con todos los datos que un periodista podía necesitar para escribir una crónica sobre el Penitente. El tipo se llamaba Zamudio y no tenía nada mejor que hacer aquella noche que acompañarlo. Cenaron juntos. Luego estuvieron en una discoteca. Sergio González no recordaba haber pisado una desde que tenía diecisiete años. Se lo dijo a Zamudio y éste se rió. Invitaron a beber a unas muchachas. Eran de Sinaloa y por sus ropas uno se daba cuenta enseguida de que eran obreras. Sergio González le preguntó a la que le tocó por pareja si le gustaba bailar y ella respondió que era lo que más le gustaba en la vida. La respuesta le pareció luminosa, sin saber por qué, y también desoladoramente triste. La muchacha a su vez le preguntó qué hacía un chilango como él en Santa Teresa y le dijo que era periodista y que estaba escribiendo un artículo sobre el Penitente. Ella no pareció impresionada con la revelación. Tampoco había leído nunca La Razón, algo que a González le costó creer. En un aparte Zamudio le dijo que podían llevárselas a la cama. El rostro de Zamudio, deformado por la luz estroboscópica, le pareció el de un loco. González se encogió de hombros.

Al día siguiente se despertó solo en su hotel con la sensación de haber visto o escuchado algo prohibido. En todo caso, inadecuado, inconveniente. Trató de entrevistar a Juan de Dios Martínez. En el despacho de los judiciales sólo encontró a dos tipos que jugaban a los dados, mientras un tercero los miraba. Los tres eran judiciales. Sergio González se presentó y luego se sentó en una silla a esperar, pues le dijeron que Juan de Dios Martínez no tardaría en llegar. Los judiciales iban vestidos con chamarras y ropas deportivas. Cada uno de los jugadores tenía una taza con frijoles y a cada tirada de dados extraían unos cuantos frijoles de sus respectivas tazas y los ponían en el centro de la mesa. A González le pareció extraño que unos tipos hechos y derechos apostaran frijoles, pero más extraño le pareció cuando vio que algunos frijoles del centro saltaban. Miró con atención y, en efecto, de tanto en tanto uno, o a veces dos de los frijoles, daba un salto, no muy alto, de unos cuatro centímetros de altura, o de dos centímetros, pero salto al fin y al cabo. Los jugadores no les prestaban atención a los frijoles. Metían los dados, que eran cinco, en el cubilete, movían éste, y de un golpe seco lo dejaban caer sobre la mesa. A cada tirada, propia o del contrario, pronunciaban palabras que González no entendía. Decían: engarróteseme ahí, o metateado, o peladeaje, o combiliado, o biscornieto, o bola de pinole, o despatolado, o sin desperdicio, como si pronunciaran nombres de dioses o los pasos de un misterio que ni ellos entendían pero que todos debían acatar. El judicial que no jugaba movía la cabeza afirmativamente. Sergio González le preguntó si los frijoles eran frijoles saltarines. El judicial lo miró y asintió con la cabeza. Nunca en mi vida había visto tantos, dijo. En verdad, nunca había visto uno. Cuando Juan de Dios Martínez llegó los judiciales seguían jugando. Juan de Dios Martínez llevaba un traje gris, un poco arrugado, y una corbata verde oscuro. Se sentaron junto a su mesa, que era la más ordenada del despacho, según pudo comprobar González, y hablaron del Penitente. Según le dijo el judicial, aunque le pidió que esto no lo publicara, el Penitente era un enfermo. ¿Qué enfermedad tiene?, susurró González al darse cuenta en el acto de que Juan de Dios Martínez no quería que sus compañeros los oyeran. Sacrofobia, dijo el judicial. ¿Y eso qué es?, dijo González. Miedo y aversión a los objetos sagrados, dijo el judicial. Según éste, el Penitente no profanaba iglesias con la intención premeditada de matar. Las muertes eran accidentales, el Penitente lo único que quería era descargar su ira sobre las imágenes de los santos.

Las iglesias que el Penitente profanó no tardaron mucho tiempo en maquillar primero y luego restaurar de forma definitiva los destrozos, menos la de Santa Catalina, que durante un tiempo siguió tal y como la había dejado el Penitente. Nos falta dinero para muchas cosas, le dijo el cura de Ciudad Nueva que una vez al día aparecía por la colonia Lomas del Toro a decir misa y a limpiar, dando a entender con esto que existían prioridades que estaban por encima o que eran más urgentes que la reposición de las figuras sacras destrozadas. Fue gracias a él, durante la segunda y última vez que lo vio, en la iglesia, como Sergio González supo que en Santa Teresa, además del famoso Penitente, se cometían crímenes contra mujeres, la mayoría de los cuales quedaba sin aclarar. Durante un rato, mientras barría, el cura habló y habló: de la ciudad, del goteo de emigrantes centroamericanos, de los cientos de mexicanos que cada día llegaban en busca de trabajo en las maquiladoras o intentando pasar al lado norteamericano, del tráfico de los polleros y coyotes, de los sueldos de hambre que se pagaban en las fábricas, de cómo esos sueldos, sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca, cristianos desesperados, dijo el cura, un término extraño para venir, precisamente, de un cura, que viajaban de maneras inverosímiles, a veces solos y a veces con la familia a cuestas, hasta llegar a la línea fronteriza y sólo entonces descansar o llorar o rezar o emborracharse o drogarse o bailar hasta caer extenuados. La voz del cura tenía el tono de una letanía y por un momento, mientras lo escuchaba, Sergio González cerró los ojos y a punto estuvo de quedarse dormido. Más tarde salieron a la calle y se sentaron en los escalones de ladrillo de la iglesia. El cura le ofreció un Camel y se pusieron a fumar mirando el horizonte. ¿Y tú, aparte de ser periodista, qué más cosas haces en el DF?, le preguntó. Durante unos segundos, mientras aspiraba el humo de su cigarrillo, Sergio González pensó en la respuesta y no se le ocurrió nada. Estoy recién divorciado, le dijo, y además leo mucho. ¿Qué tipo de libros?, quiso saber el cura. De filosofía, sobre todo de filosofía, dijo González. ¿A ti también te gusta leer? Un par de niñas pasaron corriendo y sin detenerse saludaron al cura por su nombre. González las vio atravesar un descampado en donde florecían unas flores rojas muy grandes y luego atravesar una avenida. Naturalmente, dijo el cura. ¿Qué tipo de libros?, dijo. De teología de la liberación, sobre todo, dijo el cura. Me gustan Boff y los brasileños. Pero también leo novelas policiales. González se levantó y apagó con la suela la colilla del cigarrillo. Ha sido un placer, dijo. El cura le apretó la mano y asintió.

Al día siguiente, por la mañana, Sergio González tomó el autobús a Hermosillo y allí, tras esperar cuatro horas, tomó el avión hasta el DF. Dos días después le entregó al director de la revista dominical la crónica sobre el Penitente y acto seguido se olvidó de todo el asunto.

¿Qué es eso de la sacrofobia?, le dijo Juan de Dios Martínez a la directora. Instrúyame un poco. La directora dijo que se llamaba Elvira Campos y pidió un vaso de whisky. Juan de Dios Martínez pidió una cerveza y observó el local. En la terraza un acordeonista, seguido de una violinista, intentaban vanamente llamar la atención de un tipo vestido como ranchero. Un narcotraficante, pensó Juan de Dios Martínez, aunque como el tipo estaba de espaldas no lo supo reconocer. La sacrofobia es el miedo o la aversión a lo sagrado, a los objetos sagrados, particularmente a los de tu propia religión, dijo Elvira Campos. Pensó en poner el ejemplo de Drácula, que huía de los crucifijos, pero supuso que la directora se reiría de él. ¿Y usted cree que el Penitente sufre de sacrofobia? He estado pensando y creo que sí. Hace un par de días destripó a un cura y a otra persona, dijo Juan de Dios Martínez. El tipo del acordeón era muy joven, no más de veinte años, y también era redondo como una manzana. Sus gestos, sin embargo, eran los de un hombre de más de veinticinco, salvo cuando sonreía, algo que hacía a menudo, y entonces uno se daba cuenta de golpe de su juventud y de su inexperiencia. El cuchillo no lo lleva para hacerle daño a nadie, a ningún ser vivo, quiero decir, sino para destrozar las imágenes que encuentra en las iglesias, dijo la directora. ¿Nos tuteamos?, le preguntó Juan de Dios Martínez. Elvira Campos sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Es usted una mujer muy atractiva, dijo Juan de Dios Martínez. Delgada y atractiva. ¿A usted no le gustan las mujeres delgadas?, dijo la directora. La violinista era más alta que el acordeonista e iba vestida con una blusa negra y unas mallas negras. Tenía el pelo lacio y largo hasta la cintura y a veces cerraba los ojos, sobre todo en las partes donde el acordeonista, además de tocar, cantaba. Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narco apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata. ¿No nos tuteábamos?, dijo Juan de Dios Martínez. Así es, dijo la directora. ¿Y usted está segura de que el Penitente padece sacrofobia? La directora le dijo que había estado mirando los archivos del manicomio por si encontraba a algún antiguo paciente con un cuadro similar al del Penitente. El resultado fue cero. Por la edad que usted dice que tiene, yo aseguraría que ha estado antes internado en un centro psiquiátrico. El muchacho del acordeón, de pronto, se puso a zapatear. Desde donde estaban no lo oían, pero hacía visajes con la boca y con las cejas y luego se despeinó con una mano y parecía que se carcajeaba. La violinista tenía los ojos cerrados. La nuca del narcotraficante se movió. Juan de Dios Martínez pensó que el muchacho por fin había conseguido lo que quería. Probablemente en algún centro psiquiátrico de Hermosillo o Tijuana haya un expediente sobre él. No creo que su cuadro clínico sea muy raro. Tal vez hasta hace poco tomaba tranquilizantes. Tal vez dejó de tomarlos, dijo la directora. ¿Está usted casada, vive con alguien?, preguntó Juan de Dios Martínez con un hilo de voz. Vivo sola, dijo la directora. Pero usted tiene hijos, vi las fotos de su oficina. Tengo una hija, está casada. Juan de Dios Martínez sintió que algo se liberaba dentro de él y se rió. No me diga que ya la han hecho abuela. Eso no se le dice nunca a una mujer, agente. ¿Qué edad tiene usted?, dijo la directora. Treintaicuatro años, dijo Juan de Dios Martínez. Diecisiete años menos que yo. No parece que tuviera más de cuarenta, dijo el judicial. La directora se rió: hago gimnasia todos los días, no fumo, bebo poco, como sólo cosas sanas, antes salía a correr por las mañanas. ¿Ya no? No, ahora me he comprado una cinta deslizante. Los dos se rieron. Escucho a Bach con auriculares y suelo correr entre cinco y diez kilómetros al día. Sacrofobia. Si les digo a mis compañeros que el Penitente padece sacrofobia me voy a anotar un tanto. El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas. La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático. ¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

Hay cosas más raras que la sacrofobia, dijo Elvira Campos, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia. Piensa, por ejemplo, en un miedo clásico, la gefidrofobia. Es algo que padecen muchas personas. ¿Qué es la gefidrofobia?, dijo Juan de Dios Martínez. Es el miedo a cruzar puentes. Es cierto, yo conocí a un tipo, bueno, en realidad era un niño, que siempre que cruzaba un puente temía que éste se cayera, así que los cruzaba corriendo, lo cual resultaba mucho más peligroso. Es un clásico, dijo Elvira Campos. Otro clásico: la claustrofobia. Miedo a los espacios cerrados. Y otro más: la agorafobia. Miedo a los espacios abiertos. Ésos los conozco, dijo Juan de Dios Martínez. Otro clásico más: la necrofobia. Miedo a los muertos, dijo Juan de Dios Martínez, he conocido gente así. Si trabajas como policía resulta un lastre. También está la hematofobia, miedo a la sangre. Muy cierto, dijo Juan de Dios Martínez. Y la pecatofobia, miedo a cometer pecados. Pero luego hay otros miedos que son más raros. Por ejemplo, la clinofobia. ¿Sabes qué es? Ni idea, dijo Juan de Dios Martínez. Miedo a las camas. ¿Puede alguien tener miedo o aversión a una cama? Pues sí, hay gente que sí. Pero esto se puede atenuar durmiendo en el suelo y no entrando jamás a un dormitorio. Y luego está la tricofobia, que es el miedo al pelo. Un poco más complicado, ¿verdad? Complicadísimo. Hay casos de tricofobia que acaban en suicidio. Y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio, que nunca es un silencio total, ¿verdad? Y luego tenemos la vestiofobia, que es el miedo a la ropa. Parece raro pero está mucho más extendido de lo que parece. Y uno relativamente común: la iatrofobia, que es el miedo a los médicos. O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con los ropajes más diversos. ¿No es un poco exagerado? Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres. No sabría qué decirle, dijo Juan de Dios Martínez. Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. Y otros dos que también tienen algo de románticos: la antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. Algunos mexicanos padecen ginefobia, dijo Juan de Dios Martínez, pero no todos, no sea usted alarmista. ¿Qué cree usted que es la optofobia?, dijo la directora. Opto, opto, algo relacionado con los ojos, híjole, ¿miedo a los ojos? Aún peor: miedo a abrir los ojos. En sentido figurado, eso contesta lo que me acaba de decir sobre la ginefobia. En sentido literal, produce trastornos violentos, pérdidas de conocimiento, alucinaciones visuales y auditivas y un comportamiento, por lo general, agresivo. Conozco, no personalmente, claro, dos casos en los que el paciente llegó hasta la automutilación. ¿Se sacó los ojos? Con los dedos, con las uñas, dijo la directora. Sopas, dijo Juan de Dios Martínez. Luego tenemos, por supuesto, la pedifobia, que es el miedo a los niños, y la balistofobia, que es el miedo a las balas. Esa fobia es la mía, dijo Juan de Dios Martínez. Sí, supongo que es de sentido común, dijo la directora. Y otra fobia, ésta en aumento, es la tropofobia, que es el miedo a cambiar de situación o lugar. Que se puede agravar si la tropofobia deviene agirofobia, que es el miedo a las calles o a cruzar una calle. Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. Algunos indios padecen de forma muy acentuada la astrofobia, que es el miedo a los fenómenos meteorológicos, como truenos, rayos, relámpagos. Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos. ¿Si usted tuviera que sufrir una de las dos, cuál elegiría? La fobofobia, dijo Juan de Dios Martínez. Tiene sus inconvenientes, piénselo bien, dijo la directora. Entre tenerle miedo a todo y tenerle miedo a mi propio miedo, elijo este último, no se olvide que soy policía y que si le tuviera miedo a todo no podría trabajar. Pero si les tiene miedo a sus miedos su vida se puede convertir en una observación constante del miedo, y si éstos se activan, lo que se produce es un sistema que se alimenta a sí mismo, un rizo del que le resultaría difícil escapar, dijo la directora.

Pocos días antes de que apareciera Sergio González por Santa Teresa, Juan de Dios Martínez y Elvira Campos se fueron a la cama. Esto no es nada serio, le advirtió la directora al judicial, no quiero que te hagas una falsa idea de nuestra relación. Juan de Dios Martínez le aseguró que sería ella la que pusiera los límites y que él se limitaría a respetar sus decisiones. Para la directora el primer encuentro sexual fue satisfactorio. Cuando volvieron a verse, al cabo de quince días, el resultado fue aún mejor. A veces era él quien la llamaba, generalmente por la tarde, cuando ella aún estaba en el centro psiquiátrico, y hablaban durante cinco minutos, a veces diez, sobre lo que les había ocurrido durante el día. Era cuando ella lo llamaba cuando concertaban las citas, siempre en casa de Elvira, un departamento nuevo en la colonia Michoacán, en una calle de casas de clase media alta donde vivían médicos y abogados, varios dentistas y uno o dos profesores universitarios. Los encuentros estaban cortados por un mismo patrón. El judicial dejaba su coche estacionado en la acera, subía en ascensor, en donde aprovechaba para mirarse en el espejo y comprobar que su aspecto era, dentro de sus limitaciones, que él era el primero en enumerar de corrido, intachable y luego daba un timbrazo corto en la puerta de la directora. Ésta le abría, se saludaban con un apretón de manos o sin tocarse, y acto seguido se tomaban una copa sentados en la sala, observando las montañas del este que se iban ensombreciendo a través de las puertas de cristal que comunicaban con la amplia terraza en donde, además de un par de sillas de madera y lona y una sombrilla a esas horas plegada, sólo había una bicicleta estática gris acero. Después, sin preámbulos, se iban al dormitorio y se dedicaban a hacer el amor durante tres horas. Cuando acababan la directora se ponía una bata de seda, de color negro, y se encerraba en la ducha. Al salir Juan de Dios Martínez ya estaba vestido, sentado en la sala, observando no las montañas sino las estrellas que se veían desde la terraza. El silencio era total. A veces, en el jardín de alguna de las casas vecinas, se celebraba una fiesta y ellos contemplaban las luces y la gente que caminaba o se abrazaba junto a la piscina o que entraba y salía, como guiada únicamente por el azar, de los entoldados montados para la ocasión o de las glorietas de madera y hierro.

La directora no hablaba y Juan de Dios Martínez se aguantaba las ganas que sentía a veces de largarse a hacer preguntas o de contarle cosas de su vida que no le había contado a nadie. Después ella le recordaba, como si se lo hubiera pedido él, que tenía que marcharse y el judicial decía es cierto o miraba inútilmente la hora en su reloj y acto seguido se iba. Al cabo de quince días volvían a encontrarse y todo transcurría idéntico a la última vez. Por supuesto, no siempre había fiestas en las casas vecinas y en ocasiones la directora no podía o no quería beber, pero las luces tenues siempre eran las mismas, la ducha siempre se repetía, los atardeceres y las montañas no cambiaban, las estrellas eran las mismas.

Por aquellos días Pedro Negrete viajó a Villaviciosa a conseguirle un hombre de confianza a su compadre Pedro Rengifo. Vio a varios jóvenes. Los estudió, les hizo algunas preguntas. Les preguntó si sabían disparar. Les preguntó si él podía depositar su confianza en ellos. Les preguntó si querían ganar dinero. Hacía tiempo que no iba a Villaviciosa y el pueblo le pareció igual que la última vez. Casas bajas, de adobe, con pequeños patios delanteros. Sólo dos bares y una tienda de alimentos. Hacia el este las estribaciones de una sierra que parecía alejarse y acercarse, según el desplazamiento del sol y de las sombras. Cuando hubo elegido a un joven hizo llamar a Epifanio y le preguntó en un aparte qué le parecía. ¿Cuál de ellos es, jefe? El más jovencito, dijo Negrete. Epifanio lo miró como de pasada y luego miró a los otros y antes de volver al coche dijo que no estaba mal, pero que quién sabía. Después Negrete se dejó invitar por un par de viejos de Villaviciosa. Uno era muy delgado, vestía de blanco y usaba un reloj chapado en oro. Por las arrugas de su cara se podía calcular que tenía más de setenta años. El otro era aún más viejo y más delgado y no llevaba camisa. Era de pequeña estatura y tenía el tórax lleno de cicatrices que los colgajos de pellejo ocultaban en parte. Bebieron pulque y de vez en cuando enormes vasos de agua porque el pulque era salado y daba sed. Hablaron de cabras perdidas en el cerro Azul y de agujeros en la sierra. En un intervalo, sin darle mayor importancia, Negrete llamó al muchacho y le dijo que lo había elegido a él. Ándele, vaya a despedirse de su mamá, dijo el viejo descamisado. El muchacho miró a Negrete y luego miró el suelo, como si pensara en lo que iba a contestarle, pero de pronto cambió de idea, no dijo nada y se marchó. Cuando Negrete salió del bar encontró al muchacho y a Epifanio platicando apoyados en los guardabarros del coche.

El muchacho se sentó a su lado, en la parte de atrás. Epifanio se sentó al volante. Cuando dejaron las calles de tierra de Villaviciosa y el coche rodaba por el desierto el jefe de la policía le preguntó cómo se llamaba. Olegario Cura Expósito, dijo el muchacho. Olegario Cura Expósito, dijo Negrete mirando las estrellas, curioso nombre. Durante un rato estuvieron en silencio. Epifanio intentó sintonizar una emisora de Santa Teresa pero no lo consiguió y apagó la radio. Desde su ventanilla el jefe de policía divisó, a muchos kilómetros de distancia, el resplandor de un rayo. En ese momento el coche dio un retumbo y Epifanio frenó y se bajó a ver qué había arrollado. El jefe de policía lo vio perderse en la carretera y luego vio la luz de la linterna de Epifanio. Bajó la ventanilla y le preguntó qué pasaba. Oyeron un balazo. El jefe abrió la puerta y se bajó. Dio unos cuantos pasos para desentumecer las piernas, hasta que la figura de Epifanio apareció sin prisas. Me cargué un lobo, dijo. Vamos a verlo, dijo el jefe de policía y los dos volvieron a internarse en la oscuridad. Por la carretera no se veían los faros de ningún coche. El aire era seco aunque a veces llegaban rachas de viento salado, como si antes de extenderse por el desierto ese aire hubiera limpiado la superficie de una salina. El muchacho miró el tablero encendido del coche y luego se llevó las manos a la cara. A unos metros de allí el jefe de policía le ordenó a Epifanio que le pasara la linterna y enfocó el cuerpo del animal tendido en la carretera. No es un lobo, buey, dijo el jefe de policía. ¿Ah, no? Mírale el pelo, el del lobo es más lustroso, más brillante, aparte de que no son tan pendejos como para dejarse atropellar por un carro en medio de una carretera desierta. A ver, vamos a medirlo, sostén tú la linterna. Epifanio enfocó al animal mientras el jefe de la policía lo estiraba y procedía a una medición a ojo. El coyote, dijo, mide de setenta a noventa centímetros, contando la cabeza, ¿cuántos dirías tú que mide éste? ¿Unos ochenta?, dijo Epifanio. Correcto, dijo el jefe de policía. Y añadió: el coyote pesa entre diez y dieciséis kilos. Pásame la linterna y levántalo, no te va a morder. Epifanio cogió entre sus brazos al animal muerto. ¿Cuánto dirías tú que pesa? Pues entre doce y quince kilos, dijo Epifanio, como un coyote. Es que es un coyote, pendejo, dijo el jefe de policía. Le enfocaron los ojos con la luz. Tal vez estaba ciego y por eso no me vio, dijo Epifanio. No, no estaba ciego, dijo el jefe de policía mientras observaba los grandes ojos muertos del coyote. Después dejaron al animal junto a la carretera y volvieron al coche. Epifanio intentó sintonizar otra vez una emisora de Santa Teresa. Sólo escuchó ruido de fondo y la apagó. Pensó que el coyote al que había atropellado era un coyote hembra y que estaba buscando un sitio seguro para parir. Por eso no me vio, pensó, pero la explicación no le pareció satisfactoria. Cuando aparecieron desde El Altillo las primeras luces de Santa Teresa, el jefe de policía rompió el silencio en que se habían sumido los tres. Olegario Cura Expósito, dijo. Sí, señor, dijo el muchacho. ¿Y tus amigos cómo te llaman? Lalo, dijo el muchacho. ¿Lalo? Sí, señor. ¿Lo has oído, Epifanio? Lo he oído, dijo Epifanio, que no podía dejar de pensar en el coyote. ¿Lalo Cura?, dijo el jefe de policía. Sí, señor, dijo el muchacho. Es una vacilada, ¿verdad? No, señor, así me dicen mis amigos, dijo el muchacho. ¿Lo has oído, Epifanio?, dijo el jefe de policía. Pues sí, lo he oído, dijo Epifanio. Se llama Lalo Cura, dijo el jefe de policía, y se echó a reír. Lalo Cura, Lalo Cura, ¿lo captas? Pues sí, está claro, dijo Epifanio, y también se rió. Al poco rato los tres se pusieron a reír. Esa noche el jefe de la policía de Santa Teresa durmió bien. Soñó con su hermano gemelo. Tenían quince años y eran pobres y salían a pasear por unas lomas llenas de matojos donde muchos años después se levantaría la colonia Lindavista. Atravesaron un barranco en donde a veces los niños iban a cazar, en la época de lluvias, sapos bufos, que eran venenosos y a los que había que matar con piedras, aunque ni a él ni a su hermano les interesaban los sapos bufos sino los lagartos. Al atardecer volvían a Santa Teresa y los niños se desperdigaban por el campo, como soldados derrotados. En las afueras siempre había tráfico de camiones, camiones que iban a Hermosillo o hacia el norte o que hacían la ruta a Nogales. Algunos tenían inscripciones curiosas. Uno decía: ¿Tienes prisa? Pasa por abajo. Otro decía: Pásame por la izquierda. No más tócame el pito. Y otro: ¿Qué te pareció el sentón? En el sueño ni su hermano ni él hablaban, pero todos sus gestos eran iguales, la misma forma de caminar, el mismo ritmo, idéntico braceo. Su hermano ya era bastante más alto que él, pero aún se parecían. Después ambos entraban en las calles de Santa Teresa y deambulaban por las aceras y el sueño poco a poco se iba desvaneciendo en una confortable bruma amarilla.

Esa noche Epifanio soñó con el coyote hembra que había quedado tirado en el borde de la carretera. En el sueño él estaba sentado a pocos metros, sobre una piedra de basalto, contemplando la oscuridad, muy atento, y escuchaba los gemidos del coyote que tenía el interior destrozado. Probablemente ya sabe que ha perdido a su cachorro, pensaba Epifanio, pero en lugar de levantarse y descerrajarle un certero tiro en la cabeza se quedaba sentado sin hacer nada. Luego se vio conduciendo el coche de Pedro Negrete por una larga pista que iba a morir en los faldeos erizados de rocas puntiagudas de las montañas. No llevaba ningún pasajero. No sabía si había robado el coche o si el jefe de policía se lo había prestado. La pista era recta y podía alcanzar sin mayor problema los doscientos kilómetros por hora, aunque cada vez que aceleraba oía un ruido irregular, debajo de la carrocería, como si algo saltara. Detrás se levantaba una enorme cola de polvo, como la cola de un coyote alucinógeno. Las montañas, sin embargo, parecían igual de lejos, por lo que Epifanio frenó y se bajó a examinar el coche. A primera vista todo estaba bien. La suspensión, el motor, la batería, los ejes. De pronto, con el coche detenido, escuchó otra vez los golpes y se dio la vuelta. Abrió el maletero. Allí había un cuerpo. Estaba atado de pies y de manos. Un trapo negro le cubría toda la cabeza. Qué chingados es esto, gritaba Epifanio en el sueño. Tras comprobar que aún seguía con vida (su pecho subía y bajaba, tal vez con demasiada violencia, pero subía y bajaba) cerró la puerta del maletero sin atreverse a quitarle el trapo negro de la cara y ver quién era. Volvió a subirse al coche, que dio un brinco con el primer acelerón. En el horizonte las montañas parecían estar quemándose o deshaciéndose, pero él siguió avanzando hacia ellas.

Esa noche Lalo Cura durmió bien. La litera era demasiado blanda, pero cerró los ojos y empezó a pensar en su nuevo trabajo y poco después se durmió. Sólo en una ocasión había estado antes en Santa Teresa, acompañando a unas viejas yerbateras que iban al mercado municipal. Ya casi no se acordaba de aquel viaje pues entonces era muy pequeño. Tampoco ahora había visto mucho. Las luces de las carreteras de acceso y después un barrio de calles oscuras y después un barrio de grandes casas protegidas por altas bardas envidriadas. Y más tarde otra carretera, en dirección este, y los ruidos del campo. Durmió en un bungalow junto a la casa del jardinero, en una litera que había en una esquina y que no ocupaba nadie. La manta con la que se tapó olía a sudor rancio. No había almohada. Sobre la litera había un montón de revistas de mujeres desnudas y periódicos viejos que depositó debajo de la cama. A la una de la mañana entraron los dos que ocupaban las literas de al lado. Ambos vestían trajes y llevaban corbatas anchas y botas rancheras de fantasía. Encendieron la luz y lo miraron. Uno de ellos dijo: es un escuincle. Sin abrir los ojos Lalo los olió. Olían a tequila y a chilaquiles y a arroz con leche y a miedo. Después se quedó dormido y no soñó con nada. A la mañana siguiente encontró a los dos tipos sentados a la mesa, en la cocina de la casa del jardinero. Comían huevos y fumaban. Se sentó junto a ellos y se tomó un jugo de naranja y un café solo y no quiso comer nada. El encargado de la seguridad de Pedro Rengifo era un irlandés al que llamaban Pat y fue él quien hizo las presentaciones formales. Los tipos no eran de Santa Teresa ni de los alrededores. El más corpulento de ellos era del estado de Jalisco. El otro era de Ciudad Juárez, en Chihuahua. Lalo los miró a los ojos y no tuvo la impresión de que fueran pistoleros sino dos cobardes. Cuando terminó de desayunar el encargado de la seguridad lo llevó hasta la parte más retirada del jardín y le entregó una pistola Desert Eagle calibre 50 Magnum. Le preguntó si sabía usarla. Dijo que no. El encargado le puso un cargador de siete tiros a la pistola y luego buscó entre la maleza unas latas que puso sobre el techo de un coche sin ruedas. Durante un rato ambos estuvieron disparando. Después el encargado le explicó cómo se cargaba una pistola, cómo se le ponía el seguro, en dónde uno tenía que llevarla. Le dijo que su trabajo consistía en velar por la seguridad de la señora Rengifo, la mujer del patrón, y que tendría que trabajar con los dos que ya había conocido. Le preguntó si sabía cuánto iba a cobrar. Le informó de que pagaban cada quince días, que él en persona se encargaba de eso y que por ese lado no iba a tener quejas. Le preguntó su nombre. Lalo Cura, dijo Lalo. El irlandés ni se rió ni lo miró raro ni creyó que se estaba burlando de él, sino que anotó el nombre en una libretita negra que llevaba en el bolsillo trasero de sus bluejeans y dio por terminado el encuentro. Antes de despedirse le dijo que él se llamaba Pat O’Bannion.

En septiembre se encontró a otra muerta. Estaba en el interior de un coche en el fraccionamiento Buenavista, a espaldas de la colonia Lindavista. El lugar era solitario. Sólo había una casa prefabricada que servía de oficina para los vendedores de terrenos. El resto del fraccionamiento estaba a mitad de camino entre el baldío y unos cuantos árboles enfermos, con los troncos pintados de blanco, únicos supervivientes de un antiguo prado y bosque alimentado por las aguas freáticas que allí se acumulaban. Los domingos era el día en que más gente pululaba por el fraccionamiento. Familias enteras u hombres de negocio que iban a ver los terrenos, sin manifestar demasiado entusiasmo, pues los lotes más interesantes ya estaban vendidos aunque aún nadie había empezado a edificar. El resto de la semana las visitas eran concertadas y a las ocho de la noche ya no quedaba nadie en el fraccionamiento, salvo alguna bandada de niños o de perros que bajaban de la colonia Maytorena y que ya no sabían cómo volver a subir. El hallazgo lo realizó uno de los vendedores. Llegó a las nueve de la mañana al fraccionamiento y aparcó en el lugar de costumbre, junto a la casa prefabricada. Cuando ya estaba a punto de entrar distinguió el otro coche estacionado en un lote que aún no estaba vendido, justo debajo de un promontorio, lo que hasta ese momento lo había mantenido oculto. Creyó que se trataba del coche del otro vendedor, pero desechó la idea por absurda, ¿pues quién, pudiendo estacionar al lado de la oficina, iba a dejar su vehículo tan lejos? Por lo que, en lugar de entrar, empezó a caminar en dirección al coche desconocido. Pensó que tal vez se tratara de un borracho que había decidido quedarse a dormir allí o de un viajero perdido, pues el desvío de la carretera del sur no quedaba lejos. Incluso pensó en un comprador impaciente. El coche, cuando hubo salvado el promontorio (un lote excelente, con buenas vistas y terreno suficiente para construir posteriormente una piscina), le pareció demasiado viejo para ser el de un comprador. En ese momento se inclinó por la idea del borracho y tentado estuvo de dar vuelta atrás, pero entonces vio la cabellera de la mujer reclinada sobre una de las ventanillas traseras y decidió seguir adelante. La mujer llevaba un vestido blanco y no tenía zapatos. Medía cerca de un metro setenta. En la mano izquierda tenía tres anillos de bisutería, en el dedo índice, medio y anular. En la derecha llevaba un par de pulseras de fantasía y dos grandes anillos con piedras falsas. Según el informe forense había sido violada de forma vaginal y anal y luego muerta por estrangulamiento. No portaba consigo ningún documento que acreditara su identidad. El caso se le encargó al policía judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, quien investigó primero entre las putas caras de Santa Teresa a ver si alguien conocía a la muerta, y luego, ante el escaso éxito de sus pesquisas, entre las putas baratas, pero tanto unas como otras dijeron no haberla visto jamás. Ortiz Rebolledo visitó hoteles y pensiones, algunos moteles de las afueras, puso en movimiento a sus soplones sin ningún éxito, y al poco tiempo el caso se cerró.

En el mismo mes de septiembre, dos semanas después del descubrimiento de la muerta del fraccionamiento Buenavista, apareció otro cadáver. Éste era el de Gabriela Morón, de dieciocho años, muerta a balazos por su novio, Feliciano José Sandoval, de veintisiete años, ambos trabajadores en la maquiladora Nip-Mex. Los hechos, según la investigación policial, se circunscribían a una pelea mantenida por la pareja ante la negativa de Gabriela Morón a emigrar a los Estados Unidos. El sospechoso Feliciano José Sandoval ya lo había intentado en dos ocasiones, siendo en ambas devuelto por la policía de fronteras norteamericana, lo que no había menguado su deseo de probar suerte por tercera vez. Según algunos amigos, Sandoval tenía parientes en Chicago. Gabriela Morón, por el contrario, jamás había cruzado la frontera y tras encontrar trabajo en la Nip-Mex, en donde era bien considerada por sus jefes, por lo que no descartaba un pronto ascenso y una mejora salarial, su interés en probar fortuna en el país vecino era prácticamente nulo. Durante algunos días la policía buscó a Feliciano José Sandoval, tanto en Santa Teresa como en Lomas de Poniente, el pueblo tamaulipeco del que era originario, y también se cursó una orden de busca y captura a las autoridades correspondientes norteamericanas, para el caso de que el sospechoso, conseguido su sueño, se encontrara allí, aunque, paradójicamente, no se interrogó a ningún coyote o pollero que hubiera podido franquearle dicho acceso. A todos los efectos, el caso estaba cerrado.

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