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La parte de los crímenes

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La siguiente muerta fue Lucy Anne Sander. Vivía en Huntville, a unos cincuenta kilómetros de Santa Teresa, en Arizona, y había estado primero en El Adobe, con una amiga, y luego cruzaron la frontera en coche, dispuestas a vivir, aunque sólo fuera parcialmente, la noche inacabable de Santa Teresa. Su amiga se llamaba Erica Delmore y era la propietaria del coche y quien conducía. Ambas trabajaban en un taller artesanal de Huntville en donde se hacían abalorios indios que luego compraban al por mayor las tiendas dedicadas al turismo de Tombstone, Tucson, Phoenix y Apache Junction. En el taller eran las dos únicas blancas, pues las demás trabajadoras eran de origen mexicano o indio. Lucy Anne había nacido en un pueblito de Mississippi. Tenía veintiséis años y su sueño era vivir cerca del mar. A veces hablaba de volver, pero lo hacía generalmente cuando estaba cansada o disgustada, lo que no sucedía muy a menudo. Erica Delmore tenía cuarenta años y había estado casada dos veces. Era de California, pero se sentía feliz en Arizona, en donde había poca gente y la vida era mucho más apacible. Cuando llegaron a Santa Teresa se dirigieron directamente a la zona de las discotecas, en el centro, y primero estuvieron en El Pelícano y luego en Domino’s. En el trayecto se les unió un mexicano de unos veintidós años que dijo llamarse Manuel o Miguel. Era un tipo simpático, según declaró Erica, que intentó ligar con Lucy Anne y luego, ante la negativa de ésta, con ella, y que en modo alguno podía ser tachado de acosador o de machista. En algún momento, mientras estaban en Domino’s, Manuel o Miguel (Erica es incapaz de recordar su nombre con precisión) se marchó y ellas se quedaron solas en la barra. Después, de forma incoherente, se dedicaron a recorrer en coche algunas calles del centro, visitando los monumentos históricos de la ciudad: la catedral, la alcaldía, algunas viejas casas coloniales, la plaza de armas rodeada de edificios porticados. Según Erica, en ningún momento nadie las molestó ni fueron seguidas por persona alguna. Mientras rodeaban la plaza un turista norteamericano les dijo: chicas, tienen que ver la pérgola, es grandiosa. Después el turista se perdió en la espesura y ellas decidieron que no era una mala idea caminar un rato. La noche era radiante, fresca, llena de estrellas. Mientras Erica buscaba un sitio para estacionar, Lucy Anne se bajó, se quitó los zapatos que llevaba y se puso a correr por el césped acabado de regar. Después de estacionar Erica fue a buscar a Lucy Anne pero ya no la encontró. Decidió adentrarse en la plaza, rumbo a la famosa pérgola. Algunas sendas eran de tierra, pero las principales conservaban el antiguo empedrado. En los bancos vio parejas que hablaban o se besaban. La pérgola era de metal y en el interior, pese a la hora, jugaban unos niños insomnes. El alumbrado, comprobó Erica, era débil, sólo el suficiente para no andar a ciegas, pero la presencia de tantas personas desposeía al lugar de cualquier hálito siniestro. No encontró a Lucy Anne, pero sí creyó reconocer al turista norteamericano que les había ponderado a gritos la plaza. Se hallaba junto a otros tres y bebían tequila pasándose la botella de uno a otro. Se acercó y les preguntó por su amiga. El turista norteamericano la miró como si se hubiera escapado de un manicomio. Todos estaban borrachos, pero Erica sabía cómo tratar a los borrachos y les explicó la situación. Eran muy jóvenes y no tenían nada mejor que hacer, así que decidieron ayudarla. Al cabo de un rato por la plaza resonaron varios gritos llamando a Lucy Anne. Erica volvió a donde había aparcado el coche. No había nadie. Entró, cerró las puertas por dentro y tocó el claxon varias veces. Luego se puso a fumar hasta que el aire en el interior se hizo irrespirable y tuvo que bajar una ventanilla. Cuando amaneció se dirigió a una comisaría de policía y preguntó si había consulado norteamericano en aquella ciudad. El policía que la atendió no lo sabía y tuvo que preguntárselo a un par de compañeros. Uno de ellos dijo que sí había. Erica levantó una denuncia por desaparición y luego se dirigió al consulado con una fotocopia. El consulado estaba en la calle Verdejo, en la colonia Centro-Norte, no lejos de las calles que ella había recorrido la noche anterior, y permanecía cerrado. A pocos pasos Erica vio una cafetería y entró a desayunar. Pidió un sándwich vegetal y un zumo de piña y luego llamó por teléfono desde la misma cafetería a Huntville, a casa de Lucy Anne, pero nadie contestó. Desde su mesa podía ver el movimiento de la calle que iba despertando paulatinamente. Cuando se acabó el zumo volvió a telefonear a Huntville, pero esta vez marcó el número del sheriff. La atendió un muchacho que se llamaba Rory Campuzano, al que ella conocía bien. Éste le dijo que el sheriff aún no había llegado. Erica le dijo que Lucy Anne Sander había desaparecido en Santa Teresa y que ella, tal como veía las cosas, se iba a pasar toda la mañana en el consulado o bien recorriendo los hospitales. Dile que me llame al consulado, dijo. Eso haré, Erica, mantén la calma, dijo Rory, y luego colgó. Durante una hora, picoteando su sándwich vegetal, permaneció sentada, hasta que vio movimiento en la puerta del consulado. La atendió un tipo que decía llamarse Kurt A. Banks, que le hizo toda clase de preguntas acerca de su amiga y de ella misma, como si no creyera para nada la versión que Erica le había dado. Sólo al salir de allí Erica comprendió que el tipo sospechaba que tanto Lucy Anne como ella eran putas. Después volvió a la comisaría de policía, en donde tuvo que explicar la misma historia otras dos veces, ante policías que nada sabían de su denuncia, y que finalmente le comunicaron que no había novedad con respecto a la desaparición de su amiga, la cual muy bien podría haber cruzado otra vez la frontera. Uno de los policías le recomendó que hiciera lo mismo, que lo mejor era dejar el asunto en manos del consulado y volver a casa. Erica lo miró a los ojos. Tenía cara de buena persona y el consejo parecía bien intencionado. El resto de la mañana y buena parte de la tarde la ocupó recorriendo hospitales. Hasta ese momento no se había detenido a pensar de qué forma Lucy Anne podía haber llegado a parar a un hospital. Descartó el accidente, pues Lucy Anne había desaparecido en la plaza o en los alrededores de ésta y ella no había oído el más mínimo ruido, ningún grito, ningún frenazo, ninguna derrapada. Tras buscar otras posibilidades que dieran verosimilitud a la presencia de Lucy Anne en un hospital, sólo se le ocurrió el ataque de amnesia. La probabilidad era tan remota que se le llenaron los ojos de lágrimas. Ninguno de los hospitales que visitó, por otra parte, tenía registrada a una norteamericana. En el último una enfermera le sugirió que fuera a la clínica América, una institución médica privada, pero ella contestó con una exclamación sardónica. Somos trabajadoras, cariño, dijo en inglés. Igual que yo, dijo la enfermera en el mismo idioma. Durante un rato ambas estuvieron hablando y luego la enfermera la invitó a tomar un café en el restaurante del hospital, en donde le informó de que en Santa Teresa desaparecían muchas mujeres. Lo mismo ocurre en mi país, dijo Erica. La enfermera la miró a los ojos y movió la cabeza. Aquí es peor, dijo. Al despedirse se dieron sus números de teléfono y Erica prometió que la tendría al corriente de las novedades que se produjeran. Comió en la terraza de un restaurante del centro y en dos ocasiones creyó ver que Lucy Anne caminaba por la acera, en una acercándose hacia ella y en la otra alejándose de ella, pero en ninguna de las dos se trataba de la Lucy Anne real. Casi no se fijó en lo que pedía y señaló un par de platos no demasiado caros al azar. Ambos estaban condimentados con mucho picante y al cabo de un rato se puso a lagrimear, pero no por ello dejó de comer. Luego condujo su coche hasta la plaza en donde había desaparecido Lucy Anne, aparcó a la sombra de un gran roble y se puso a dormir con ambas manos cogidas al volante. Cuando despertó se dirigió al consulado y el tipo llamado Kurt A. Banks le presentó a otro tipo que dijo llamarse Henderson, el cual le informó de que aún era demasiado pronto para que hubiera progresos en lo relativo a la desaparición de su amiga. Ella preguntó cuándo no sería demasiado pronto. Henderson la miró impávido y dijo: tres días más. Y agregó: por lo menos. Cuando ya se iba Kurt A. Banks le dijo que había llamado el sheriff de Huntville preguntando por ella e interesándose por la desaparición de Lucy Anne Sander. Le dio las gracias y se marchó. Ya en la calle buscó un teléfono público y llamó a Huntville. Le contestó Rory Campuzano, quien le dijo que el sheriff había intentado ponerse en contacto con ella en tres ocasiones. Ahora ha salido, dijo Rory, pero cuando vuelva le diré que te llame. No, dijo Erica, aún no tengo un sitio fijo, llamaré yo dentro de un rato. Antes de que cayera la noche visitó varios hoteles. Los que parecían buenos eran demasiado caros y al final se alojó en una pensión de la colonia Rubén Darío, en una habitación sin baño ni televisor. La ducha estaba en el pasillo y tenía un pequeño pestillo para cerrar la puerta por dentro. Se desnudó, pero sin quitarse los zapatos por miedo a contraer hongos, y permaneció largo rato bajo el agua. Al cabo de media hora, sin quitarse la toalla con la que se había secado, se dejó caer en la cama y se olvidó de llamar al sheriff de Huntville y al consulado y se quedó profundamente dormida hasta el día siguiente.

Ese día encontraron a Lucy Anne Sander no muy lejos de la reja fronteriza, a pocos metros de unos depósitos de petróleo que se extienden un trecho paralelos a la carretera a Nogales. El cadáver presentaba heridas de cuchillo, la mayoría muy profundas, en la región del cuello, tórax y abdomen. Fue encontrada por unos trabajadores que dieron parte de inmediato a la policía. En el examen forense se estableció que había sido violada repetidas veces, encontrándose abundantes pruebas de semen en su vagina. La muerte se la produjo una de las heridas de cuchillo, aunque por lo menos cinco eran de carácter mortal. La noticia le fue comunicada a Erica Delmore cuando ésta telefoneó al consulado norteamericano. Kurt A. Banks le dijo que se presentara de inmediato, que tenía algo triste que comunicarle, pero ante la insistencia de Erica y sus gritos que subían de volumen no le quedó más remedio que decirle sin más preámbulos la pura y triste verdad. Antes de dirigirse al consulado Erica llamó al sheriff de Huntville y esta vez sí que pudo hablar con él. Le dijo que Lucy Anne había sido asesinada en Santa Teresa. ¿Quieres que te vaya a buscar?, dijo el sheriff. Me gustaría, pero si no puedes no lo hagas, tengo mi coche, dijo Erica. Iré a buscarte, dijo el sheriff. Después llamó a la enfermera de la que se había hecho amiga y le contó la última y al parecer definitiva novedad. Seguramente querrán que identifiques el cadáver, dijo la enfermera. La morgue estaba en uno de los hospitales que había visitado el día anterior. Iba con Henderson, que era más amable que Kurt A. Banks, pero en realidad hubiera preferido ir sola. Mientras esperaban en un pasillo del sótano vio aparecer a la enfermera. Se abrazaron y se besaron en las mejillas. Luego le presentó la enfermera a Henderson, que la saludó distraídamente, pero que quiso saber desde cuándo se conocían. La enfermera le dijo que desde hacía veinticuatro horas. O menos de veinticuatro horas. Es verdad, pensó Erica, sólo un día pero ya la siento como si la conociera desde hace mucho tiempo. Cuando apareció el forense se negó a que Henderson la acompañara. No es por gusto, dijo éste con media sonrisa, es mi deber. La enfermera la abrazó y entraron las dos juntas, seguidas por el funcionario norteamericano. En la sala encontraron a dos policías mexicanos que miraban a la muerta. Erica se acercó y dijo que era su amiga. Los policías le pidieron que firmara unos papeles. Erica trató de leerlos, pero estaban escritos en español. No es nada, dijo Henderson, firme. La enfermera leyó los papeles y le dijo que firmara. ¿Es todo?, preguntó Henderson. Es todo, dijo uno de los policías mexicanos. ¿Quién le hizo esto a Lucy Anne?, preguntó ella. Los policías la miraron sin entender. La enfermera tradujo sus palabras y los policías dijeron que aún no lo sabían. Después del mediodía apareció por el consulado norteamericano el sheriff de Huntville. Erica estaba fumando encerrada en su coche cuando lo vio llegar. El sheriff de Huntville la reconoció de lejos y hablaron, ella sin salir del coche y él inclinado, con una mano apoyada en la puerta abierta y la otra en el cinturón. Después se fue a pedir más información al consulado y Erica permaneció en el coche, con la puerta de nuevo cerrada por dentro y fumando un cigarrillo tras otro. Cuando el sheriff salió le dijo que volvieran a casa. Erica esperó a que el sheriff pusiera su coche en marcha y luego, como en un sueño, lo siguió a través de las calles mexicanas y a través del paso fronterizo y por el desierto, ya en Arizona, hasta que el sheriff tocó el claxon y luego le hizo una señal con la mano y ambos coches se detuvieron en una vieja gasolinera en donde también se podía comer. Pero Erica no tenía hambre y se limitó a escuchar lo que el sheriff tenía que decirle: que el cuerpo de Lucy Anne sería expedido a Huntville al cabo de tres días, que la policía mexicana se había comprometido a capturar al asesino, que todo aquello olía a mierda. Después el sheriff pidió huevos revueltos con frijoles y una cerveza y ella se levantó de la mesa y fue a comprar más cigarrillos. Cuando volvió el sheriff rebañaba el plato con un pedazo de pan de molde. Su pelo era abundante y negro y lo hacía parecer más joven de lo que era. ¿Tú crees que te han contado la verdad, Harry?, dijo. En absoluto, dijo el sheriff, pero yo me ocuparé personalmente de averiguarla. Sé que lo harás, Harry, dijo, y se echó a llorar.

La siguiente muerta fue encontrada cerca de la carretera a Hermosillo, a diez kilómetros de Santa Teresa, dos días después de haberse localizado el cadáver de Lucy Anne Sander. El hallazgo correspondió a cuatro peones y al sobrino del dueño del rancho. Buscaban, desde hacía más de veinte horas, reses huidas. Los cinco huelleros iban a caballo y, tras comprobar que se trataba de una muerta, el sobrino envió a uno de los peones de vuelta al rancho, con órdenes de avisar al patrón, mientras ellos permanecían allí, perplejos ante la postura del todo anormal del cadáver. Éste tenía la cabeza enterrada en un agujero. Como si el asesino, un loco, sin duda, hubiera pensado que con enterrarle la cabeza bastaba. O como si creyera que al cubrir de tierra la cabeza el resto del cuerpo se haría invisible a cualquier mirada. El cadáver estaba boca abajo, con las manos pegadas al cuerpo. Le faltaban los dedos índice y meñique de ambas manos. En la parte del pecho se adivinaban manchas de sangre coagulada. Llevaba un vestido de tela ligera, de color morado, de los que se abrochan por delante. No llevaba medias ni zapatos. En el posterior examen forense se dictaminó que, pese a las abundantes cuchilladas recibidas en el pecho y en los brazos, la causa de la muerte fue estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. No se apreciaron señales de violación. El caso lo llevó el policía de la judicial José Márquez, quien no tardó mucho en identificar a la muerta como América García Cifuentes, de veintitrés años, que trabajaba como mesera en el bar Serafino’s, propiedad de Luis Chantre, quien tenía un largo prontuario como proxeneta y de quien se decía que era soplón de la policía. América García Cifuentes compartía casa con dos compañeras, ambas meseras, quienes no aportaron datos sustanciales a la investigación. Lo único que quedó establecido sin lugar a dudas fue que América García Cifuentes había salido de casa a las cinco de la tarde rumbo al bar Serafino’s en donde trabajó hasta las cuatro de la mañana, hora en la que el bar había cerrado. Jamás volvió a casa, declararon sus compañeras. El judicial José Márquez detuvo durante un par de días a Luis Chantre, pero la coartada de éste era impecable. América García Cifuentes era natural del estado de Guerrero y llevaba cinco años avecindada en Santa Teresa, adonde había llegado con un hermano, quien vivía ahora en los Estados Unidos, según atestiguaron sus compañeras, y con el cual no se escribía. Durante unos días el judicial José Márquez investigó a algunos clientes del Serafino’s, sin resultado alguno.

Dos semanas después, en mayo de 1994, fue secuestrada Mónica Durán Reyes a la salida de la escuela Diego Rivera, en la colonia Lomas del Toro. Tenía doce años y era un poco atolondrada pero muy buena alumna. Aquél era su primer curso en la secundaria. Tanto la madre como el padre trabajaban en la maquiladora Maderas de México, dedicada a la construcción de muebles de tipo colonial y rústico que se exportaban a los Estados Unidos y Canadá. Tenía una hermana más pequeña, que estudiaba, y dos hermanos mayores, una muchacha de dieciséis, que trabajaba en una maquiladora dedicada al cableado, y un muchacho de quince que trabajaba junto a sus padres en Maderas de México. Su cuerpo apareció dos días después del secuestro, a un lado de la carretera Santa Teresa-Pueblo Azul. Estaba vestida y a un lado tenía la cartera con los libros y cuadernos. Según el examen patológico había sido violada y estrangulada. En la investigación posterior algunas amigas dijeron haber visto subir a Mónica a un coche negro, con las ventanas ahumadas, tal vez un Peregrino o un MasterRoad o un Silencioso. No daba la impresión de estar siendo forzada. Tuvo tiempo para gritar, pero no gritó. Incluso, al divisar a una de sus amigas, se despidió de ella haciéndole una señal con la mano. No parecía asustada.

En la misma colonia Lomas del Toro, un mes más tarde, encontraron el cadáver de Rebeca Fernández de Hoyos, de treintaitrés años, morena, de pelo largo hasta la cintura, que trabajaba de mesera en el bar El Catrín, sito en la calle Xalapa, en la vecina colonia Rubén Darío, y que antes había sido obrera de las maquiladoras Holmes&West y Aiwo, de donde había sido despedida por querer organizar un sindicato. Rebeca Fernández de Hoyos era natural de Oaxaca, aunque ya llevaba más de diez años viviendo en el norte de Sonora. Antes, a los dieciocho, había estado en Tijuana, donde figura en un registro de prostitutas, y también intentó sin éxito la vida en los Estados Unidos, de donde la migra la devolvió a México en cuatro ocasiones. Su cadáver lo descubrió una amiga que tenía llave de la casa y a quien le extrañó que Rebeca no hubiera ido a trabajar a El Catrín, pues, tal como declaró posteriormente, la occisa era una mujer responsable y sólo faltaba al trabajo si estaba muy enferma. La casa, según su amiga, permanecía igual que siempre, es decir no descubrió al principio ninguna señal que le indicara lo que posteriormente encontraría. Era una casa pequeña, compuesta por una sala, una habitación, una cocina y un baño. Cuando entró en este último descubrió el cadáver de su amiga, que yacía en el suelo, como si se hubiera caído y dado un fuerte golpe en la cabeza, aunque sin que ésta llegara a sangrar. Sólo al intentar reanimarla, pasándole agua por la cara, se dio cuenta de que Rebeca estaba muerta. Telefoneó a la policía y a la Cruz Roja desde un teléfono público y luego volvió a la casa, trasladó el cadáver de su amiga hasta la cama, se sentó en uno de los dos sillones de la sala y se puso a ver un programa de televisión mientras esperaba. Mucho antes que la policía llegó la Cruz Roja. Eran dos hombres, uno muy joven, de menos de veinte, y el otro de unos cuarentaicinco, que parecía el padre del primero y que fue quien le dijo que no había nada que hacer. Rebeca estaba muerta. Después le preguntó dónde había encontrado el cadáver y ella le dijo que en el baño. Pues lo volveremos a poner en el baño, no vaya a meterse usted en un lío con la tirana, dijo el hombre, mientras con un gesto le indicaba al muchacho que cogiera a la muerta por los pies mientras él la sujetaba por los hombros y de esta manera la devolvían al escenario natural de su muerte. Después el camillero le preguntó en qué posición la había encontrado, si sentada en la taza del wáter, si apoyada en ésta, si en el suelo, si acurrucada en un rincón. Ella apagó entonces la tele y se acercó a la puerta del baño y dio instrucciones hasta que los dos hombres dejaron a Rebeca tal cual ella la había hallado. Los tres la miraron desde la puerta. Rebeca parecía estar hundiéndose en un mar de baldosas blancas. Cuando se cansaron o se marearon de esta visión los tres tomaron asiento, ella en el sillón y los camilleros junto a la mesa, y se pusieron a fumar unos cigarrillos rijosos que el camillero sacó de un bolsillo trasero de su pantalón. Usted debe de estar acostumbrado, dijo ella de forma más o menos incoherente. Depende, dijo el camillero, que no sabía si ella se refería al tabaco o a levantar muertos y heridos cada día. A la mañana siguiente el forense escribió en su informe que la causa de la muerte había sido estrangulamiento. La fallecida había tenido relaciones sexuales en las horas previas a su asesinato, aunque el forense no se atrevió a certificar si había sido violada o no. Más bien no, dijo al serle exigida una opinión concluyente. La policía intentó detener a su amante, un sujeto llamado Pedro Pérez Ochoa, pero cuando por fin dieron con su casa, una semana después, el sujeto en cuestión ya hacía días que se había marchado. La casa de Pedro Pérez Ochoa estaba al final de la calle Sayuca, en la colonia Las Flores, y consistía en una casucha hecha, no sin cierta maña, de adobes y elementos de desechos, con sitio para un colchón y una mesa, a pocos metros de donde pasaba el desagüe de la maquiladora EastWest, en la que había trabajado. Los vecinos lo describieron como un hombre formal y en general bien aseado, de lo que se deduce que se duchaba en casa de Rebeca al menos en los últimos meses. Nadie supo decir de dónde era, por lo que no se envió orden de detención preventiva a ningún lugar. En la EastWest su ficha de trabajador se había perdido, lo que no era algo inusual en las maquiladoras, en donde el trasiego de trabajadores era incesante.

En el interior de la casucha encontraron varias revistas deportivas, una biografía de Flores Magón, algunas sudaderas, un par de sandalias, dos pares de pantalones cortos y tres fotografías de boxeadores mexicanos, recortadas de una revista y pegadas a la pared donde se arrimaba el colchón, como si Pérez Ochoa, antes de quedarse dormido, hubiera querido grabarse en la retina los rostros y las poses combativas de aquellos campeones.

En julio de 1994 no murió ninguna mujer pero apareció un hombre haciendo preguntas. Llegaba los sábados a mediodía y se marchaba los domingos por la noche o durante la madrugada del lunes. El tipo era de mediana estatura y tenía el pelo negro y los ojos marrones y vestía como vaquero. Empezó dando vueltas, como si tomara medidas, por la plaza principal, pero luego se hizo asiduo de algunas discotecas, en especial de El Pelícano y también del Domino’s. Nunca preguntaba nada directamente. Parecía mexicano, pero hablaba un español con acento gringo, sin demasiado vocabulario, y no entendía los albures aunque al verle los ojos la gente se cuidaba mucho de alburearle. Decía llamarse Harry Magaña, al menos así escribía su nombre, pero él lo pronunciaba Magana, de tal forma que al oírlo uno entendía Macgana, como si el pinche culero mamón de su propia verga fuera hijo de escoceses. La segunda vez que apareció por el Domino’s preguntó por un tal Miguel o Manuel, un tipo joven, de unos veintipocos años, de una estatura como ésta, de una complexión física como aquélla, un tipo simpático y con cara de buena persona ese tal Miguel o Manuel, pero nadie le supo o le quiso dar una información. Una noche se hizo amigo de uno de los barman de la discoteca y cuando éste salió de trabajar Harry Magaña lo estaba esperando afuera, sentado en su coche. Al día siguiente el barman no pudo ir a trabajar, dizque porque había tenido un accidente. Cuando al cabo de cuatro días volvió al Domino’s con la cara llena de morados y cicatrices fue el asombro de todos, le faltaban tres dientes, y si se levantaba la camisa para que lo vieran uno podía apreciar un sinfín de cardenales de los colores más vivos tanto en la espalda como en el pecho. Los testículos no los enseñó, pero en el izquierdo aún le quedaba la marca de un cigarrillo. Por supuesto, le preguntaron qué clase de accidente había tenido y su respuesta fue que la noche de autos había bebido hasta tarde, en compañía de Harry Magaña, precisamente, y que al separarse del gringo y dirigirse rumbo a su domicilio en la calle Tres Vírgenes un grupo de unos cinco gandallas lo había asaltado y propinado tan descomunal madriza. El fin de semana siguiente a Harry Magaña no se le vio por el Domino’s ni por El Pelícano, sino que visitó un local de putas llamado Asuntos Internos, en la avenida Madero Norte, en donde se estuvo un rato bebiendo jaiboles y luego se aposentó en una mesa de billar en donde estuvo jugando con un tipo llamado Demetrio Águila, un grandote de un metro noventa y más de ciento diez kilos de peso, del que se hizo amigo, pues el grandote había vivido en Arizona y en Nuevo México, dedicado siempre a labores de campo, es decir a cuidar ganado, y luego había vuelto a México porque no quería morir lejos de su familia, dijo, aunque después admitió que familia, lo que se dice familia, la mera verdad es que no tenía o tenía muy poca, una hermana que ya debía de andar por los sesenta años y una sobrina que no se había casado nunca y que vivían en Cananea, de donde él también era, pero Cananea se le hacía pequeña, asfixiante, retechica, y a veces necesitaba venir a la gran ciudad que no dormía nunca, y cuando eso pasaba se montaba en su camioneta, sin decirle nada a nadie, o diciéndole a su hermana ahí nos vemos, y se internaba, a la hora que fuera, por la carretera Cananea-Santa Teresa, que era una de las carreteras más bonitas que él había visto en su vida, sobre todo de noche, y conducía sin parar hasta Santa Teresa, en donde tenía una casita de lo más cómoda en la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, que pongo a su disposición, amigo Harry, una de las pocas casas viejas que quedaban después de tanto cambio y de tantos programas de reurbanización como se habían llevado a cabo, la mayor parte de las veces mal. Demetrio Águila debía de tener unos sesentaicinco años y a Harry Magaña le pareció una buena persona. A veces se iba a un cuarto con una puta, pero la mayor parte del tiempo prefería beber y mirar. Le preguntó si conocía a una muchacha llamada Elsa Fuentes. Demetrio Águila quiso saber cómo era. Alta como así, dijo Harry Magaña poniendo la mano vertical a un metro sesenta. Pelo rubio teñido. Bonita. Buenas tetas. La conozco, dijo Demetrio Águila, Elsita, sí, una muchachita muy simpática. ¿Está aquí?, quiso saber Harry Magaña. Demetrio Águila contestó que hacía un rato la había visto en el bailadero. Quiero que me la señale, señor Demetrio, dijo Harry, ¿lo podrá hacer? Faltaría más, amigo. Mientras subían las escaleras hacia la discoteca, Demetrio Águila quiso saber si tenía alguna cuenta pendiente con ella. Harry Magaña negó con la cabeza. Sentada a una mesa, junto a otras dos putas y tres clientes, Elsa Fuentes se reía de algo que una de sus compañeras le había dicho al oído. Harry Magaña apoyó una de sus manos en la mesa y la otra en el cinturón, por la espalda. Le dijo que se levantara. La puta dejó de reír y levantó la cara para mirarlo bien. Los clientes iban a decir algo pero cuando vieron que detrás de Harry estaba Demetrio Águila optaron por encogerse de hombros. ¿Dónde podemos hablar? Vamos a una habitación, le dijo Elsa en el oído. Cuando subían las escaleras Harry Magaña se detuvo y le dijo a Demetrio Águila que no era necesario que lo acompañara. Pues ni modo, dijo éste y volvió a bajar. En la habitación de Elsa Fuentes todo era rojo, las paredes, el cobertor, las sábanas, la almohada, la lámpara, las bombillas, incluso la mitad de las baldosas. Por la ventana se observaba el bullicio de la Madero-Norte a aquellas horas, llena de coches que circulaban a vuelta de rueda y de gente que desbordaba las aceras, entre los puestos ambulantes de comida y de zumos y los restaurantes baratos que rivalizaban en los precios de los menús exhibidos en grandes pizarras negras que constantemente eran reactualizadas. Cuando Harry Magaña volvió a mirar a Elsa ésta se había quitado la blusa y el sostén. Pensó que, en efecto, tenía las tetas grandes, pero que aquella noche no le haría el amor. No te desnudes, dijo. La muchacha se sentó en la cama y cruzó las piernas. ¿Tienes cigarrillos?, dijo. Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno. Fuego, dijo la muchacha en inglés. Encendió una cerilla y se la acercó. Los ojos de Elsa Fuentes eran de un marrón tan clarito que parecían amarillos como el desierto. Escuincla estúpida, pensó. Luego le preguntó por Miguel Montes, dónde estaba, qué hacía, la última vez que lo había visto. ¿Así que buscas a Miguel?, dijo la puta. ¿Se puede saber por qué? Harry Magaña no contestó: se desabrochó el cinturón y luego se lo arrolló en la mano derecha, dejando la hebilla como cascabel. No tengo tiempo, dijo. La última vez que lo vi fue como hace un mes o tal vez dos meses, dijo. ¿En donde trabajaba? En ninguna parte y en todas. Quería estudiar, me parece que iba a una escuela nocturna. ¿De dónde sacaba el dinero? Pues de chambitas esporádicas, dijo la muchacha. A mí no me mientas, dijo Harry Magaña. La muchacha negó con la cabeza y lanzó una voluta de humo al techo. ¿En dónde vivía? No lo sé, siempre se estaba cambiando de casa. El cinturón silbó en el aire y dejó una marca roja en el brazo de la puta. Antes de que ésta pudiera gritar Harry Magaña le tapó la boca con una mano y la tumbó en la cama. Si gritas te mato, dijo. Cuando la puta volvió a incorporarse la marca en el brazo le sangraba. La próxima va a la cara, dijo Harry Magaña. ¿En dónde vivía?

La siguiente muerta apareció en agosto de 1994, en el callejón de Las Ánimas, casi al final, en donde hay cuatro casas abandonadas, cinco si contamos la casa de la víctima. Ésta no era una desconocida, pero, cosa curiosa, nadie supo decir cómo se llamaba. En su casa, donde vivía sola desde hacía tres años, no se encontraron papeles personales ni nada que pudiera llevar a un rápido esclarecimiento de su identidad. Algunas personas, no muchas, sabían que se llamaba Isabel, pero casi todo el mundo la conocía como la Vaca. Era una mujer de complexión fuerte, de un metro sesentaicinco de altura, morena y con el pelo corto y rizado. Su edad debía de rondar los treinta años. Según algunos de sus vecinos ejercía como puta en un local del centro o de la Madero-Norte. Según otros, la Vaca jamás había trabajado. Sin embargo no se podía decir que careciera de dinero. En el registro efectuado en su domicilio se encontró la alacena repleta de latas de comida. Tenía, además, un refrigerador (la electricidad, como casi todos los vecinos del callejón, la robaba del tendido eléctrico del municipio) bien surtido de carne, leche, huevos y verduras. En el vestir era descuidada, pero nadie podía afirmar que se pusiera gallitos. Poseía una tele moderna y un aparato de vídeo y se contaron más de sesenta cintas, la mayoría de películas sentimentales o melodramáticas, que había ido comprando en los últimos años de su vida. En la parte de atrás de la casa tenía un pequeño patio lleno de plantas y en un rincón un gallinero de rejilla en donde, aparte del gallo, había diez gallinas. El caso fue llevado a medias por Epifanio Galindo y por el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, a quienes se añadió como refuerzo Juan de Dios Martínez, sin demasiado entusiasmo por ninguna de las dos partes. La vida de la Vaca, a poco que uno intentara asomar la cabeza en ella, resultaba contradictoria e imprevisible. Según una vieja que vivía al principio del callejón Isabel fue una mujer como ya no quedan muchas. Una mujer de los pies a la cabeza. En cierta ocasión un vecino borracho le estaba pegando a su mujer. Todos los que vivían en el callejón de Las Ánimas oían los gritos, que conforme pasaba el tiempo subían o bajaban de intensidad, como si la mujer apaleada estuviera pariendo, un parto difícil, de esos que suelen acabar con la vida de la madre y la del angelito. Pero la mujer no estaba pariendo, sólo la estaban golpeando. Entonces la vieja sintió unos pasos y se asomó a la ventana. En la oscuridad del callejón vio la silueta inconfundible de Isabelita. Cualquier otro hubiera seguido caminando hasta su casa, pero ella vio cómo la Vaca se detuvo y se quedaba quieta. Escuchaba. En ese momento los gritos no eran muy fuertes, pero al cabo de unos minutos el diapasón de éstos volvió a subir, y durante todo ese tiempo, le sonrió la vieja arrugada al policía, la Vaca había permanecido inmóvil, a la espera, como quien va caminando por una calle cualquiera y de pronto oye su canción favorita, la canción más triste del mundo que sale de una ventana. Y la ventana ya está identificada. Lo que sucedió entonces es difícil de creer. La Vaca entró en la casa y cuando volvió a salir traía al hombre cogido de los pelos. Lo vi yo, dijo la vieja, pero posiblemente lo vieron todos, sólo que nadie dijo nada, por vergüenza, supongo. Pegaba como un hombre y si la mujer del borracho no sale de la casa y le pide por el amor de Dios que no lo siguiera golpeando, la Vaca sin duda lo habría matado. Otra vecina atestiguó que era una mujer violenta, que volvía tarde a casa, la mayor parte de las veces bebida, y que luego no se le veía la nariz hasta pasadas las cinco de la tarde. Epifanio no tardó en establecer una conexión entre la Vaca y dos tipos que últimamente la visitaban, uno de ellos apodado el Mariachi y el otro apodado el Cuervo, quienes muchas veces se quedaban a dormir o iban a buscarla cada día, y otras veces desaparecían como si nunca hubieran existido. Los amigos de la Vaca probablemente eran músicos, no sólo por el alias del primero, sino porque en alguna ocasión los vieron pasar por el callejón con sendas guitarras. Mientras Epifanio empezó a moverse por el centro de Santa Teresa y por la Madero-Norte, en los locales donde se ofrecía música en directo, el judicial Juan de Dios Martínez siguió investigando en el callejón de Las Ánimas. Las conclusiones que sacó fueron éstas. 1: la Vaca era una buena persona, según la opinión mayoritaria de las mujeres. 2: la Vaca no trabajaba, pero nunca le faltó el dinero. 3: la Vaca podía ser extremadamente violenta y tenía una idea formada, rudimentaria pero idea al fin y al cabo, de lo que estaba bien hecho y de lo que no. 4: alguien le pasaba dinero a la Vaca a cambio de algo. Cuatro días después detuvieron al Mariachi y al Cuervo, que resultaron ser los músicos Gustavo Domínguez y Renato Hernández Saldaña, respectivamente, y tras ser interrogados en la comisaría n.º 3 los dos se declararon autores del asesinato del callejón de Las Ánimas. El detonante del crimen fue, de hecho, una película que la Vaca quería ver y que sus amigos, con sus risotadas, pues ya los tres estaban bastante borrachos, no le dejaban. La Vaca había empezado todo, golpeando con la mano cerrada al Mariachi. El Cuervo, al principio, no quiso inmiscuirse en la pelea, pero cuando vio que la Vaca la emprendía contra él se tuvo que defender. La pelea fue larga y limpia, dijo el Mariachi. La Vaca les había pedido que salieran a la calle para no perjudicar los muebles de la casa y ellos la obedecieron. Ya en la calle la Vaca les advirtió que la pelea iba a ser limpia, sólo con los puños, y ellos accedieron a que así fuera, aunque sabían de la fuerza de su amiga, que no por nada pesaba casi ochenta kilos. Pero no de gordura sino de músculos, dijo el Cuervo. En la calle, en la oscuridad, empezaron a darse en la madre. Estuvieron así cerca de media hora, dando y recibiendo, sin descansar ni un minuto. Cuando la pelea terminó el Mariachi tenía la nariz rota y sangraba de las dos cejas y el Cuervo se dolía de una costilla dizque rota. La Vaca estaba tirada en el suelo. Sólo al intentar jalarla se dieron cuenta de que estaba muerta. El caso se cerró.

Poco después, sin embargo, el judicial Juan de Dios Martínez fue a visitar a los músicos a la penitenciaría de Santa Teresa. Les llevó cigarrillos y un par de revistas y les preguntó cómo les iba. No nos podemos quejar, jefe, dijo el Mariachi. El judicial les dijo que él tenía algunas amistades en el tambo y que si ellos querían él podía ayudarlos. ¿Y nosotros qué le tenemos que dar a cambio?, dijo el Mariachi. Sólo una información, dijo el judicial. ¿Y qué información es ésa? Muy sencilla. Ustedes eran amigos de la Vaca, amigos íntimos. Yo les hago unas preguntas, ustedes me contestan y eso es todo. Empiece con las preguntitas, dijo el Mariachi. ¿Se acostaban con la Vaca? No, dijo el Mariachi. ¿Y tú? Yo menos, dijo el Cuervo. Ah, caray, dijo el judicial. ¿Y cómo es eso? A la Vaca no le gustaban los machos, ya bastante macha era ella, dijo el Mariachi. ¿Saben su nombre completo?, dijo el judicial. Ni idea, dijo el Mariachi, nosotros le decíamos Vaca y ya está. Ah, caray, qué amigos más íntimos, dijo el judicial. Ésa es la mera verdad, jefe, dijo el Mariachi. ¿Y saben de dónde sacaba el dinero?, dijo el judicial. Eso mero le preguntamos nosotros, jefe, dijo el Cuervo, a ver si por ahí nos sacábamos unos pesos extra, pero la Vaca de eso no habló nunca. ¿Y no tenía ninguna amistad, quiero decir aparte de ustedes y de las rucas del callejón?, dijo el judicial. Pues sí, una vez que íbamos en mi carro me señaló a una amiga, dijo el Mariachi, una chamaquita que trabajaba en una cafetería del centro, nada del otro mundo, más bien flaquita, pero la Vaca me la mostró y me preguntó si había visto alguna vez una mujer tan bonita. Yo le dije que no, para que no le entraran las cóleras, pero en realidad no era nada del otro mundo. ¿Cómo se llama?, dijo el judicial. No me dijo su nombre, dijo el Mariachi, tampoco me la presentó.

Durante los días en que la policía trabajaba en esclarecer el asesinato de la Vaca Harry Magaña encontró la casa donde vivía Miguel Montes. Un sábado por la tarde se puso a vigilar la casa y al cabo de dos horas, cansado de esperar, forzó la cerradura y entró. La casa sólo tenía una habitación y una cocina y un baño. En las paredes vio fotos de actores y actrices de Hollywood. En un estante, enmarcadas, había dos fotos del propio Miguel, sin duda un muchacho con cara de buena persona, agraciado, de esos que gustan a las mujeres. Revisó todos los cajones. En uno encontró un talonario de cheques y una navaja. Al levantar el colchón de la cama encontró unas revistas y unas cartas. Hojeó todas las revistas. En la cocina, debajo de una alacena, halló un sobre con cuatro fotos tomadas con una cámara Polaroid. En una se veía una casa en medio del desierto, una casa de adobes de apariencia humilde, con un pequeño porche y dos ventanas diminutas. Junto a la casa estaba estacionada una furgoneta con tracción en las cuatro ruedas. En la otra se veía a dos chicas abrazadas por los hombros, con las cabezas ladeadas a la izquierda, que miraban a la cámara con un gesto similar de pasmosa seguridad, como si acabaran de llegar a este planeta o como si ya tuvieran las maletas hechas para irse. Esta foto estaba tomada en una calle con mucha gente, que bien podía ser una de las del centro de Santa Teresa. En la tercera foto se veía una avioneta a un lado de una pista de aterrizaje de tierra, en el desierto. Detrás de la avioneta aparecía un cerro. El resto era plano, sólo arena y matojos. En la última se veía a dos tipos que no miraban a la cámara y que probablemente estaban borrachos o drogados, vestidos con camisas blancas, uno de ellos con un sombrero, que se daban la mano como si fueran grandes amigos. Buscó la cámara Polaroid por todas partes, pero no la halló. Se guardó las fotos, las cartas y la navaja en un bolsillo y tras registrar una vez más la casa se sentó en una silla y se dispuso a esperar. Miguel Montes no volvió esa noche ni la noche siguiente. Pensó que tal vez había tenido que largarse apresuradamente o que tal vez ya estuviera muerto. Se sintió abatido. Por suerte para él, desde que conociera a Demetrio Águila no se alojaba en una pensión ni en un hotel ni se pasaba las noches insomne recorriendo garitos y bebiendo, sino que se retiraba a dormir a la casa de la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, propiedad de su amigo, quien le había dado una llave. La casita, contra lo que uno podía esperarse, siempre estaba limpia, pero su limpieza, su decoro, carecía de cualquier marca femenina: era una limpieza estoica, carente de gracia, como la limpieza que exhiben las celdas de una cárcel o las de un monasterio, una limpieza que caminaba hacia la carencia, no hacia la abundancia. A veces, al volver, encontraba a Demetrio Águila preparándose un café de olla en la cocina y ambos se sentaban en la sala y se ponían a hablar. Conversar con el mexicano lo calmaba. El mexicano hablaba de la época en que había sido vaquero en el rancho Triple T y de las diez maneras que existían de embridar un potro salvaje. En ocasiones Harry le preguntaba por qué no se iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nuevo México, Chihuahua, todo es lo mismo, y Harry se quedaba pensando y al final no podía aceptar que fuera igual, pero le daba tristeza contradecir a Demetrio Águila, y no lo hacía. Otras veces salían juntos y el mexicano podía ver de cerca los métodos que empleaba el gringo, cuya dureza en principio no le gustaba, pero que encontraba justificada. Aquella noche, al volver a la casa de la calle Luciérnaga, Harry lo encontró levantado y mientras preparaba café le dijo que creía que su última pista se había esfumado. Demetrio Águila no le contestó nada. Sirvió el café e hizo huevos revueltos con tocino. Los dos se pusieron a comer en silencio. Yo creo que nada se esfuma, dijo el mexicano. Hay gente y también hay animales e incluso cosas que, por una u otra causa, a veces dan la impresión de querer esfumarse, de querer desaparecer. Aunque tú no lo creas, Harry, a veces una piedra quiere desaparecer, yo lo he visto. Pero Dios no lo permite. No lo permite porque no puede permitirlo. ¿Tú crees en Dios, Harry? Sí, señor Demetrio, dijo Harry Magaña. Pues entonces confía en Dios, él no permite que nada se esfume.

Por aquellos días Juan de Dios Martínez aún seguía acostándose cada quince días con la doctora Elvira Campos. A veces al judicial le parecía un milagro que la relación todavía se mantuviera. Con dificultades, con malentendidos, pero seguían juntos. En la cama, eso creía, la atracción era mutua. Nunca había deseado tanto a una mujer como la deseaba a ella. Si de él hubiera dependido se habría casado con la directora sin pensarlo dos veces. En ocasiones, cuando llevaba muchos días sin verla, se ponía a darle vueltas a la diferencia cultural que los separaba y que él veía como el principal obstáculo entre ambos. A la directora le gustaba el arte y era capaz de ver una pintura y saber cuál era el pintor, por ejemplo. Los libros que leía a él ni le sonaban. La música que escuchaba a él sólo le provocaba un sopor agradable y al poco rato sólo tenía ganas de dormir y descansar, algo que, por otra parte, se cuidaba de hacer en casa de ella. Incluso la comida que le gustaba a la directora era diferente de la comida que le gustaba a él. Trató de adaptarse a la nueva situación y a veces iba a una tienda de discos y compraba música de Beethoven y Mozart, que luego escuchaba a solas en su casa. Generalmente se dormía. Sus sueños, sin embargo, eran plácidos y felices. Soñaba que Elvira Campos y él vivían juntos en una cabaña de la sierra. En la cabaña no había electricidad ni agua corriente ni nada que recordara a la civilización. Dormían sobre la piel de un oso y cubiertos por la piel de un lobo. Y Elvira Campos a veces se reía, muy fuerte, cuando salía a correr por el bosque y él no la podía ver.

Vamos a leer las cartas, Harry, dijo Demetrio Águila. Yo te las leo todas las veces que haga falta. La primera carta era de un antiguo amigo de Miguel que vivía en Tijuana, aunque el sobre carecía de remitente, y era un compendio de recuerdos acerca de los días felices que ambos habían vivido juntos. Hablaba de béisbol, de fulanas, de coches robados, de peleas, de alcohol, y se mencionaban de pasada por lo menos cinco delitos por los que Miguel Montes y su amigo se hubieran hecho acreedores a penas de cárcel. La segunda carta era de una mujer. El matasellos era de la propia Santa Teresa. La mujer le reclamaba dinero y le urgía a un rápido pago. De lo contrario atente a las consecuencias, decía. La tercera carta, a juzgar por la letra, ya que tampoco estaba firmada, era de la misma mujer, a quien Miguel aún no había satisfecho su deuda, que le decía que ya sólo tenía tres días para aparecer, por donde tú sabes, con el dinero en la mano, o de lo contrario, y aquí según Demetrio Águila y también según Harry Magaña se advertía un punto de simpatía, el punto de simpatía femenina de la que Miguel siempre anduvo, incluso en los peores momentos, sobrado, la mujer le recomendaba que se largara de la ciudad lo antes posible y sin decirle nada a nadie. La cuarta carta era de otro amigo y posiblemente, pues el matasellos era ilegible, venía de Ciudad de México. El amigo, un norteño recién llegado a la capital, le comentaba sus impresiones de la gran ciudad: hablaba del metro, que comparaba a la fosa común, de la frialdad de los chilangos, que vivían de espaldas a todo, de la dificultad de movimientos, pues en el DF de nada valía tener un carro chido puesto que los embotellamientos eran permanentes, de la contaminación y de lo feas que eran las mujeres. Sobre esto hacía algunas bromas de mal gusto. La última carta era de una muchacha de Chucarit, cerca de Navojoa, en el sur de Sonora, y se trataba, como era predecible, de una carta de amor. Decía que por supuesto lo esperaría, que tenía paciencia, que aunque se moría de ganas de verlo el primer paso tenía que darlo él y que ella no tenía ninguna prisa. Parece la carta de una novia de pueblo, dijo Demetrio Águila. Chucarit, dijo Harry Magaña. Tengo la corazonada de que nuestro hombre nació allí, señor Demetrio. Pues mire usted por dónde, yo diría lo mismo, dijo Demetrio Águila.

A veces Juan de Dios Martínez se ponía a pensar en lo mucho que le gustaría saber más cosas de la vida de la directora. Por ejemplo, sus amistades. ¿Quiénes eran sus amigos? Él no conocía a ninguno, sólo a algunos empleados del centro psiquiátrico, a quienes la directora trataba con amabilidad pero también guardando las distancias. ¿Tenía amigos? Él suponía que sí, aunque ella nunca hablaba de eso. Una noche, después de hacer el amor, le dijo que quería saber más cosas de su vida. La directora le dijo que ya sabía más que suficiente. Juan de Dios Martínez no insistió.

La Vaca murió en agosto de 1994. En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de más de cien camiones a dejar su carga. Pese a su tamaño, el basurero se estaba haciendo pequeño y ya se hablaba, ante la proliferación de basureros clandestinos, de hacer otro nuevo en los alrededores de Casas Negras o al oeste de aquella población. La muerta tenía entre quince y diecisiete años, según el forense, aunque el juicio final prefirieron dejárselo al patólogo, que la examinó tres días después, y que coincidió con su colega. Había sido violada por vía anal y vaginal y posteriormente estrangulada. Medía un metro y cuarentaidós centímetros. Los rebuscadores que la encontraron dijeron que iba vestida con un sostén, una falda de mezclilla azul y zapatillas de deporte marca Reebok. Al llegar la policía el sostén y la falda de mezclilla azul ya no estaban por ninguna parte. En el dedo anular de su mano derecha llevaba un anillo dorado con una piedra negra y con el nombre de una academia de inglés del centro de la ciudad. Se la fotografió y luego la policía visitó la academia de lenguas, pero nadie reconoció a la muerta. La foto apareció publicada en El Heraldo del Norte y en La Voz de Sonora, con el mismo resultado. Los judiciales José Márquez y Juan de Dios Martínez interrogaron durante tres horas al director de la escuela y al parecer se les fue la mano en el interrogatorio, por lo que el abogado del director interpuso una demanda por malos tratos. La demanda no prosperó pero ambos se hicieron merecedores de una amonestación del delegado y del jefe de policía. Se cursó también un informe sobre su conducta al jefe de la policía judicial en Hermosillo. Dos semanas después el cuerpo de la desconocida pasó a engrosar la reserva de cadáveres de los estudiantes de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.

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