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La parte de los crímenes

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Güero y muy alto. Dueño o tal vez empleado de confianza de un negocio de computadoras. En el centro. Epifanio no tardó mucho en encontrar la tienda. El tipo se llamaba Klaus Haas. Medía un metro noventa y tenía el pelo muy rubio, de un amarillo canario, como si se lo tiñera cada semana. La primera vez que fue a la tienda, Klaus Haas estaba sentado en su escritorio hablando con un cliente. Un adolescente bajito y muy moreno se le acercó y le preguntó en qué podía serle útil. Epifanio señaló a Haas y le preguntó quién era. El jefe, dijo el adolescente. Quiero hablar con él, dijo. Ahora está ocupado, dijo el adolescente, si me dice qué anda buscando yo tal vez se lo pueda encontrar. No, dijo Epifanio. Se sentó, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Entraron otros dos clientes. Luego entró un tipo con un guardapolvo azul y dejó unas cajas de cartón en un rincón. Haas lo saludó desde su escritorio levantando una mano. Tenía los brazos largos y fuertes, pensó Epifanio. El adolescente se acercó y le dejó un cenicero. Al fondo de la tienda había una muchacha escribiendo a máquina. Cuando los clientes se marcharon apareció una mujer con pinta de secretaria y empezó a mirar los computadores portátiles. Mientras los miraba iba apuntando precios y prestaciones. Iba vestida con falda y zapatos de tacón alto y Epifanio pensó que seguramente cogía con su jefe. Luego llegaron otros dos clientes y el adolescente dejó a la mujer y acudió a atenderlos. Haas, ajeno a todo, seguía hablando con el hombre al que Epifanio sólo podía verle la espalda. Las cejas de Haas eran casi blancas y de vez en cuando se reía o se sonreía por algo que decía el otro y su dentadura resplandecía como la de un actor de cine. Epifanio apagó el cigarrillo y encendió otro. La mujer se dio la vuelta y miró hacia la calle, como si alguien la esperara afuera. Su cara le pareció conocida, como si hacía tiempo la hubiera arrestado. ¿Cuánto tiempo?, pensó. Un titipuchal de años. Pero la mujer no aparentaba más de veinticinco, así que si él la había arrestado eso debió de suceder cuando ella no pasaba de los diecisiete. Puede ser, pensó Epifanio. Y después pensó que el negocio del güero no iba mal. Tenía clientes fijos y se daba el lujo de permanecer sentado en su escritorio, platicando sin prisas. Epifanio pensó entonces en Rosa María Medina y en su credibilidad. Me vale madres su credibilidad, se dijo. Media hora después no había nadie en la tienda. Al marcharse la mujer lo miró como si ella también lo reconociera. Las risas de Haas y su amigo se habían apagado. Detrás del mostrador, que tenía forma de herradura, el güero lo estaba esperando con una sonrisa. Se sacó del bolsillo del saco la foto de Estrella Ruiz Sandoval y se la mostró. El güero la miró, sin tocarla, y luego hizo un gesto extraño con los labios, arrugando el inferior y montándolo sobre el labio superior y lo miró como preguntándole de qué iba el asunto. ¿La conoce? Creo que no, dijo Haas, aunque por la tienda pasa mucha gente. Después se presentó: Epifanio Galindo, de la policía de Santa Teresa. Haas le extendió la mano y al estrechársela tuvo la sensación de que los huesos del güero eran de hierro. Le hubiera gustado decirle que no le mintiera, que tenía testigos, pero en lugar de eso prefirió sonreír. A espaldas de Haas, sentado en otro escritorio, el adolescente hacía como que revisaba unos papeles, pero en realidad no se perdía una palabra.

Después de cerrar la tienda el adolescente se montó en una moto japonesa y se dio una vuelta por las calles del centro, despacio, como si esperara ver a alguien, hasta que al llegar a la calle Universidad aceleró y empezó a alejarse en dirección a la colonia Veracruz. Detuvo la moto junto a una casa de dos pisos y volvió a ponerle la cadena de seguridad. Su madre lo esperaba desde hacía diez minutos con la comida hecha. El adolescente le dio un beso y encendió el televisor. La madre entró en la cocina. Se quitó el delantal y cogió un bolso de imitación de cuero. Le dio un beso al adolescente y se marchó. Ahorita vuelvo, dijo. El adolescente pensó en preguntarle adónde iba pero al final no dijo nada. Desde una de las habitaciones salió el llanto de un niño. El adolescente al principio no le hizo caso y siguió viendo la tele, pero cuando el llanto arreció se levantó, entró en la habitación y volvió a salir con un bebé de pocos meses en los brazos. El bebé era blanco y corpulento, todo lo contrario que su hermano. El adolescente lo sentó sobre sus rodillas y siguió comiendo. En la tele daban un programa de noticias. Vio un grupo de negros que corrían por unas calles de una ciudad norteamericana, un hombre que hablaba de Marte, un grupo de mujeres que salían del mar y se echaban a reír frente a las cámaras. Cambió de canal con el mando a distancia. Un par de jóvenes boxeaban. Volvió a cambiar de canal, pues no le gustaba el boxeo. La madre parecía haberse esfumado, pero el bebé ya no lloraba y al adolescente no le molestaba tener que cargarlo. Sonó el timbre de la puerta. El adolescente aún tuvo tiempo de cambiar de canal —una telenovela— y luego se levantó con el niño en brazos y abrió la puerta. Así que vives aquí, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Detrás de Epifanio entró un policía de corta estatura, pero más alto que el adolescente, que se sentó en el sillón sin pedir permiso. ¿Estabas cenando?, dijo Epifanio. Sí, dijo el adolescente. Sigue, sigue, dijo Epifanio mientras entraba en los otros cuartos y volvía a salir rápidamente, como si sólo una mirada le bastara para registrar todos los rincones de la casa. ¿Cómo te llamas?, dijo Epifanio. Juan Pablo Castañón, dijo el adolescente. Bueno, Juan Pablo, primero siéntate y sigue comiendo, dijo Epifanio. Sí, señor, dijo el adolescente. Y no te pongas nervioso porque se te puede caer la criaturita, dijo Epifanio. El otro policía se sonrió.

Una hora después se fueron y Epifanio tenía las cosas bastante más claras que antes. Klaus Haas era alemán pero se había nacionalizado norteamericano. Era el dueño de dos tiendas en Santa Teresa en donde vendía desde walkman hasta computadoras y también tenía otra tienda similar en Tijuana, que lo obligaba a ausentarse una vez al mes, para revisar los libros, pagar a los empleados y reponer existencias. También viajaba a los Estados Unidos cada dos meses, aunque en esto no había regularidad ni fecha fija salvo en la duración de los desplazamientos que no excedían nunca los tres días. Había vivido unos años en Denver, de donde se había marchado por un lío de faldas. Le gustaban las mujeres, pero que se supiera no estaba casado y no se le conocía novia. Solía frecuentar discotecas y burdeles del centro, y era amigo de algunos de los propietarios de estos locales, a quienes les había instalado en alguna ocasión cámaras de vigilancia o programas informáticos de contabilidad. Al menos en un caso el adolescente estaba seguro de lo que decía, pues había sido él el programador. Como jefe era justo y razonable y no pagaba mal, aunque a veces montaba en cólera por causas injustificadas y podía abofetear sin problemas a cualquiera, sin importarle de quién se tratara. A él nunca le había pegado, pero sí reñido por llegar alguna vez tarde al trabajo. ¿A quién había abofeteado entonces? El adolescente dijo que a una secretaria. Preguntado sobre si la secretaria que había abofeteado era la actual secretaria, el adolescente dijo que no, que era la anterior, a la que él no había conocido. ¿Cómo sabía entonces que la había abofeteado? Porque eso decían los empleados más antiguos, los del almacén, en donde el güero guardaba parte de su mercancía. Los nombres de los empleados estaban todos perfectamente anotados. Al final Epifanio le mostró la foto de Estrella Ruiz Sandoval. ¿La has visto por la tienda? El adolescente miró la foto y dijo que sí, que su cara le sonaba de algo.

La siguiente visita que le hizo Epifanio a Klaus Haas fue cerca de la medianoche. Tocó el timbre y tuvo que esperar mucho rato a que le abrieran, aunque en la casa aún había luces. La casa estaba en la colonia El Cerezal, una colonia de clase media con casas de uno o dos pisos, no todas de construcción reciente, en donde uno podía ir caminando a comprar el pan o la leche, por aceras arboladas y tranquilas, lejos del ruido de la colonia Madero, que estaba un poco más allá, y lejos del estruendo del centro. Fue el propio Haas quien abrió la puerta. Llevaba una camisa blanca, por fuera de los pantalones, y al principio no lo reconoció o hizo como que no lo reconocía. Epifanio le mostró su placa, como si estuvieran jugando, y le preguntó si se acordaba de él. Haas le preguntó qué quería. ¿Puedo pasar?, dijo Epifanio. La sala estaba bien amueblada, con sillones y un gran sofá blanco. De un mueble bar Haas sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Le preguntó si quería uno. Epifanio movió la cabeza negativamente. Estoy de servicio, dijo. Haas se sacudió una risa extraña. Fue como si dijera haaa, o jaaa, o como si estornudara, pero sólo una vez. Epifanio se sentó en uno de los sillones y le preguntó si tenía una buena coartada para el día en que mataron a Estrella Ruiz Sandoval. Haas lo miró de arriba abajo y tras unos segundos le dijo que a veces ni siquiera se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. La cara se le puso colorada y las cejas parecieron más blancas de lo que en realidad eran, como si estuviera haciendo un esfuerzo de contención. Tengo dos testigos que afirman haberlo visto a usted con la víctima, dijo Epifanio. ¿Quiénes?, dijo Haas. Epifanio no contestó. Miró la sala e hizo un gesto de asentimiento. Esto debió de costarle una fortuna, dijo. Trabajo mucho y algo de dinero gano, dijo Haas. ¿Me la muestra?, dijo Epifanio. ¿Qué?, dijo Haas. La casa, dijo Epifanio. No andemos con chingaderas, hombre, dijo Haas, si quiere registrar mi casa venga con una orden del juez. Antes de marcharse Epifanio dijo: yo creo que usted mató a esa niña. A ésa y quién sabe a cuántas más. Déjese de chingaderas, dijo Haas. Hasta pronto, dijo Epifanio, y le tendió la mano. Déjese de chingaderas, dijo Haas. Es usted un tipo con un par de huevos, dijo Epifanio ya en la puerta. Por Dios, hombre, por Dios, déjese de chingaderas y déjeme en paz, dijo Haas. Por intermedio de un amigo de la policía de El Adobe consiguió una ficha policial de Klaus Haas. Supo así que éste no había vivido jamás en Denver sino en Tampa, Florida, en donde había sido acusado de intento de violación de una mujer llamada Laurie Enciso. Estuvo detenido un mes y luego Laurie Enciso retiró la denuncia y lo soltaron. Había otras denuncias contra él por exhibicionismo y comportamiento impropio. Cuando quiso averiguar qué demonios querían decir los gringos con comportamiento impropio le dijeron que básicamente se referían a manoseos, insinuaciones verbales subidas de tono y a una tercera falta compuesta por las dos primeras. En Tampa, asimismo, Haas había sido multado en varias ocasiones por comercio con prostitutas, nada del otro mundo. Había nacido en Bielefeld, en la entonces República Federal de Alemania, en 1955, y había emigrado en 1980 a los Estados Unidos. En 1990 se decidió a cambiar de país, aunque ya con la nacionalidad norteamericana. Vivir en México, en el norte del estado de Sonora, fue, sin duda, una decisión feliz, pues al poco tiempo abrió una segunda tienda en Santa Teresa, en donde su cartera de clientes no cesaba de crecer, y otra en Tijuana que no parecía ir mal. Una noche, acompañado por dos policías de Santa Teresa y un judicial, entró en la tienda que Haas tenía en el centro (la otra estaba en la colonia Centeno). La tienda era mucho más grande de lo que pensaba. Varias habitaciones de la parte trasera estaban llenas de cajas con componentes de computadora que el propio Haas luego montaba. En una de ellas, sin embargo, había una cama, una palmatoria con una vela y un gran espejo junto a la cama. La luz no funcionaba, pero el judicial que iba con Epifanio se dio cuenta de inmediato de que no funcionaba simplemente porque alguien había quitado la bombilla. Había dos baños. Uno muy aseado, con jabón, papel higiénico y el suelo limpio. Junto a la taza del wáter había un escobillón que Haas obligaba a usar a sus empleados, acostumbrados tan sólo a tirar de la cadena. El otro baño estaba tan sucio que más que abandonado, aunque tenía agua y la cadena del wáter estaba intacta, parecía puesto allí a propósito para ilustrar un fenómeno asimétrico e incomprensible. Después venía un largo pasillo que desembocaba en una puerta que salía a un callejón. El callejón exhibía una amplia variedad de basura y cajas de cartón, pero desde ahí se podía ver una de las esquinas más bulliciosas de la ciudad, en una de las calles más concurridas de la noche de Santa Teresa. Después bajaron al sótano.

Dos días más tarde Epifanio, dos judiciales y tres policías de Santa Teresa acudieron a la tienda portando las órdenes judiciales que los capacitaban para detener a Klaus Haas, ciudadano norteamericano de cuarenta años, como sospechoso de la violación, tortura y asesinato de Estrella Ruiz Sandoval, ciudadana mexicana de diecisiete años, pero al llegar a la tienda, según les dijeron los empleados, el jefe no había aparecido por allí ese día, por lo que la partida se dividió, y mientras un judicial y dos policías de Santa Teresa se iban en un coche a la otra tienda, sita en la colonia Centeno, Epifanio, un judicial y el policía restante de Santa Teresa partían hacia la casa del germano-norteamericano en la colonia El Cerezal, en donde se distribuyeron estratégicamente, guardando el policía de Santa Teresa la parte trasera de la casa mientras Epifanio y el judicial llamaban a la puerta, que, para su sorpresa, les franqueó el propio Haas, con cara de estar en la punta álgida de un resfriado o gripe, en cualquier caso con síntomas notorios de haber pasado una mala noche. Haas fue informado de inmediato, sin que los policías aceptaran su invitación a pasar al interior de la casa, de que se hallaba bajo arresto desde ese preciso momento, dicho lo cual le mostraron la orden de detención y someramente lo dejaron leer las órdenes de registro que pesaban sobre su casa y sus dos tiendas, y acto seguido lo esposaron, pues el detenido era alto y corpulento y nadie sabía qué actitud podía adoptar tras asimilar el hecho consumado. Después lo metieron en la parte trasera del coche patrulla, en el cual se dirigieron de inmediato a la comisaría n.º 1, dejando al agente de la policía de Santa Teresa de vigilancia en el domicilio del detenido.

El interrogatorio de Klaus Haas duró cuatro días y lo realizaron los policías Epifanio Galindo y Tony Pintado y los judiciales Ernesto Ortiz Rebolledo, Ángel Fernández y Carlos Marín. Presenció el interrogatorio el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, quien llevó, como invitados especiales, a dos jueces de la ciudad y a César Huerta Cerna, el jefe de la Subprocuraduría General de Justicia de la Zona Norte de Sonora. El detenido sufrió dos accesos de violencia incontrolada, por lo que tuvo que ser reducido por los agentes que lo interrogaban. Después de esto Haas reconoció haber tenido tratos con Estrella Ruiz Sandoval, la que fue a visitarlo a su tienda de computadoras en tres ocasiones. Cinco policías de Hermosillo, del Grupo Especial Anti-Secuestros de la Policía Judicial del Estado de Sonora, buscaron pruebas incriminatorias tanto en la casa de Haas como en sus dos tiendas de Santa Teresa, con especial atención en el sótano de la tienda situada en el centro de la ciudad, y hallaron restos de sangre en una de las mantas de la habitación del sótano y también en el suelo. Los familiares de Estrella Ruiz Sandoval se prestaron a la prueba del ADN, pero las muestras de sangre se perdieron antes de llegar a Hermosillo, desde donde tenían que salir a un laboratorio de San Diego. Preguntado al respecto, el detenido Haas dijo que la sangre probablemente era de alguna de las mujeres con las que había mantenido relaciones durante el período menstrual. Cuando Haas dio esta información el judicial Ortiz Rebolledo le preguntó si se creía muy hombre. Lo normal, dijo Haas. Un hombre normal no coge con una mujer que sangra, dijo Ortiz Rebolledo. Yo sí, fue la respuesta de Haas. Sólo los puercos lo hacen, dijo el judicial. En Europa todos somos puercos, contestó Haas. Entonces el judicial Ortiz Rebolledo se puso excesivamente nervioso y fue reemplazado en el interrogatorio por Ángel Fernández y por el policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Los agentes científicos del Grupo Anti-Secuestros no encontraron huellas dactilares en la habitación del sótano, pero en el garaje de la vivienda de Haas hallaron varios objetos punzocortantes, entre ellos un machete cuya hoja medía setentaicinco centímetros, antiguo pero en perfecto estado de conservación, y dos grandes navajas de cazador. Estas armas estaban limpias y no se pudo detectar en ellas ni un solo rastro de sangre o tejidos. Durante su interrogatorio Klaus Haas tuvo que ser llevado al Hospital General Sepúlveda en un par de ocasiones, la primera para que fuera atendido de su gripe, que se complicó con fiebre muy alta, y la segunda para que le proporcionaran una cura a una herida que se hizo en el ojo y en la ceja derecha mientras se dirigía de la sala de interrogatorios a su calabozo. Al tercer día de estancia, por sugerencia de la propia policía de Santa Teresa, Haas se avino a llamar por teléfono a su cónsul en la ciudad, Abraham Mitchell, el cual se encontraba en paradero desconocido. Un funcionario, de nombre Kurt A. Banks, atendió la llamada y al día siguiente acudió a la comisaría, en donde sostuvo una plática de diez minutos con su compatriota, pasados los cuales se marchó sin elevar ni una protesta. Poco después el detenido Klaus Haas fue trasladado a un furgón y se le condujo hasta el presidio de la ciudad.

Mientras estuvo en la comisaría algunos policías fueron a ver a Haas. La mayoría fue a verlo a los calabozos, pero allí Haas sólo se dedicaba a dormir o a fingir que dormía, la cara tapada con una manta, y únicamente pudieron admirar sus enormes pies huesudos. A veces se dignaba hablar con el policía que le bajaba el rancho. Hablaban de comida. El policía le preguntaba si le gustaba la comida mexicana y Haas decía que no estaba mal y luego se quedaba en silencio. Epifanio Galindo llevó a Lalo Cura a ver a Haas durante uno de los interrogatorios. A Lalo le pareció un tipo astuto. No parecía astuto, pero supuso que lo era por la forma que tenía de responder a las preguntas que le hacían los judiciales. Y también le pareció un tipo incansable que hacía sudar y perder la paciencia a los tipos que estaban encerrados con él en la sala insonorizada, los tipos que le juraban amistad o simpatía y le decían habla, aliviánate, en México no hay pena de muerte, sácate de dentro eso que te está matando, y que luego le pegaban y lo insultaban. Pero Haas era incansable y parecía salirse de la realidad (o intentaba sacar de la realidad a los judiciales) con frases inesperadas y preguntas incoherentes. Durante media hora Lalo Cura estuvo contemplando el interrogatorio, y se hubiera quedado dos o tres horas más, pero Epifanio le dijo que se marchara porque iban a llegar de un momento a otro el jefe y otra gente importante y no querían que aquello se convirtiera en una atracción de feria.

En la cárcel de Santa Teresa a Haas lo pusieron en una celda individual hasta que se le bajara la fiebre. Sólo había cuatro celdas individuales. Una de ellas la ocupaba un narcotraficante acusado de matar a dos policías norteamericanos, la otra la ocupaba un abogado mercantilista acusado de fraude, la tercera estaba ocupada por los dos guardaespaldas del narco y la cuarta estaba ocupada por un ranchero de El Alamillo que había estrangulado a su mujer y matado a balazos a sus dos hijos. Para poner a Haas llevaron a los guardaespaldas del narcotraficante a la crujía número tres, a una celda ocupada por cinco reclusos. Las celdas individuales sólo tenían una cama, atornillada al suelo, y cuando dejaron a Haas en su nuevo hogar éste descubrió, por el olor, que allí estuvieron dos personas, una que dormía en la cama y la otra que dormía sobre un petate en el suelo. La primera noche que pasó en la cárcel le costó quedarse dormido. Caminaba por la celda y de vez en cuando se daba palmadas en los brazos. El ranchero, que tenía el sueño ligero, le dijo que dejara de hacer ruido y que se pusiera a dormir. Haas preguntó, en la oscuridad, quién le había hablado. El ranchero no le contestó y durante un minuto Haas permaneció inmóvil, silencioso, esperando que alguien le dijera algo. Cuando se dio cuenta de que nadie le iba a responder siguió dando vueltas por la celda y dándose palmadas en los brazos, como si matara mosquitos, aunque allí no había mosquitos, hasta que el ranchero volvió a decirle que dejara de hacer ruido. Esta vez Haas no se detuvo ni preguntó quién le hablaba. La noche se hizo para dormir, pinche gringo, oyó que le decía el ranchero. Luego lo oyó darse vueltas en su cama y se imaginó que el tipo se tapaba la cabeza con la almohada, lo que le provocó un ataque de hilaridad. No te tapes la cabeza, le dijo en voz alta y bien timbrada, igual vas a morir. ¿Y quién me va a matar, pinche gringo, tú? Yo no, hijo de la chingada, dijo Haas, va a venir un gigante y el gigante te va a matar. ¿Un gigante?, dijo el ranchero. Tal como lo oyes, hijo de la chingada, dijo Haas. Un gigante. Un hombre muy grande, muy grande, y te va a matar a ti y a todos. Estás loco, pinche gringo, dijo el ranchero. Durante un instante nadie dijo nada y el ranchero pareció dormirse otra vez. Al poco rato, sin embargo, Haas dijo que escuchaba sus pasos. El gigante ya estaba en camino. Era un gigante ensangrentado de la cabeza a los pies y ya se había puesto en camino. El abogado mercantilista se despertó y preguntó de qué hablaban. Su voz era suave, astuta y asustada. Aquí el compadre se ha vuelto loco, dijo la voz del ranchero.

Cuando Epifanio fue a visitar a Haas uno de los carceleros le comentó que el gringo no dejaba dormir a los otros presos. Hablaba de un monstruo y se pasaba las noches en vela. Epifanio quiso saber a qué clase de monstruo se refería el gringo y el carcelero le dijo que hablaba de un gigante, un amigo suyo, probablemente, que iba a ir a rescatarlo y a matar a todos los que lo habían jodido. Como él no puede dormir no respeta el sueño de nadie, le dijo el carcelero, y tampoco respetaba a los mexicanos, a quienes llamaba indios o grasientos. Epifanio quiso saber por qué grasientos y el carcelero, muy serio, le contestó que, según Haas, los mexicanos no se lavaban, no se bañaban. Añadió que, según Haas, los mexicanos tenían una glándula que los hacía segregar una especie de sudor aceitoso, más o menos como los negros, que, según Haas, tenían una glándula que los hacía segregar un olor particular e inconfundible. Aunque la verdad era que el único que no se bañaba era Haas, a quien los funcionarios de la prisión preferían no obligar a ir a las duchas hasta no recibir órdenes del juez o del alcaide en persona, el cual, por lo visto, estaba llevando el asunto con guantes de seda. Cuando Epifanio se enfrentó con Haas éste no lo reconoció. Tenía grandes ojeras y parecía mucho más delgado que cuando lo vio por primera vez, pero no se le apreciaba ninguna de las heridas producidas durante el interrogatorio. Epifanio le ofreció cigarrillos, pero Haas dijo que no fumaba. Después Epifanio le habló de la cárcel de Hermosillo, que era un edificio de construcción reciente, con crujías amplias y patios enormes dotados de instalaciones deportivas. Si se declaraba culpable, le dijo, él se encargaría de que lo trasladaran allá, en donde iba a tener una celda para él solo, pero mucho mejor que ésta. Sólo entonces Haas lo miró a los ojos por primera vez y dijo déjese de chingaderas. Epifanio se dio cuenta de que Haas lo había reconocido y le sonrió. Haas no le devolvió la sonrisa. Tenía una cara, pensó Epifanio, rara, no sé, como escandalizado. Moralmente escandalizado. Le preguntó por el monstruo, por el gigante, le preguntó si el gigante era él mismo y entonces Haas sí que se rió.

¿Yo mismo? No tiene idea de nada, escupió. Sáquese a chingar a su puta madre.

Los presos de las celdas individuales podían salir al patio de la crujía o podían quedarse encerrados y sólo salir muy temprano, de seis y media a siete y media de la mañana, cuando el patio estaba vedado al resto de presos, o a partir de las nueve de la noche, cuando en teoría se había realizado el recuento nocturno y los internos habían vuelto a sus celdas. El ranchero parricida y el abogado mercantilista salían sólo por la noche, después de cenar. Daban un paseo por el patio, hablaban de negocios y de política y luego retornaban a sus celdas. El narcotraficante compartía los horarios de patio con los demás presos y se podía estar horas apoyado en una pared, fumando y contemplando el cielo, mientras sus guardaespaldas, nunca demasiado lejos, marcaban con su presencia un perímetro invisible alrededor de su jefe. Klaus Haas, cuando la fiebre remitió, decidió salir «en horario normal», según le explicó al carcelero. Cuando éste le preguntó si no tenía miedo de que lo mataran en el patio, Haas hizo un gesto de desprecio y mencionó la palidez cadavérica de los rostros del ranchero y del abogado, a quienes nunca tocaba la luz del sol. La primera vez que salió al patio el narcotraficante, que hasta entonces no se había interesado por él, le preguntó quién era. Haas dijo su nombre y se presentó como experto en computación. El narcotraficante lo miró de arriba abajo y siguió caminando como si su curiosidad se hubiera agotado de forma instantánea. Algunos presos, pocos, llevaban los restos remendados de lo que había sido el uniforme de la prisión, aunque la mayoría iba vestido como le daba la gana. Había quienes vendían refrescos que llevaban en cajas que conservaban el frío, cajas de plástico que cargaban con un solo brazo y que luego ponían en el suelo cerca de donde se jugaban partidos de fútbol de cuatro jugadores por bando o de básket. Otros vendían cigarrillos y fotos pornográficas. Los más discretos repartían droga. El patio tenía la forma de una V. La mitad del suelo era de cemento y la otra de tierra y estaba flanqueado por dos muros con torres de vigilancia de donde asomaban guardianes aburridos que fumaban marihuana. En la parte estrecha de la V se apreciaban las ventanas de algunas celdas, con ropa tendida colgando de los barrotes. En la parte abierta, había una reja metálica de unos diez metros de altura, detrás de la cual se deslizaba un camino pavimentado que conducía a otras dependencias de la cárcel, y más allá había otra reja, menos alta, pero adornada con una crin de alambre de púas, que parecía surgida directamente del desierto. La primera vez que salió al patio, durante unos minutos, a Haas le pareció que estaba caminando por un parque de una ciudad extranjera donde nadie sabía quién era. Por un instante se sintió libre. Pero allí todos sabían todo, se dijo, y esperó pacientemente a que se le acercara el primer preso. Al cabo de una hora le ofrecieron drogas y cigarrillos, pero él sólo compró un refresco. Mientras se lo tomaba, mirando el partido de básket, se le acercaron unos cuantos presos y le preguntaron si era cierto que él había matado a todas esas mujeres. Haas dijo que no. Entonces los presos le preguntaron por su trabajo y si daba lana vender computadoras. Haas dijo que eso iba por rachas. Y que un empresario, a ciencia cierta, nunca lo sabía. O sea que tú eres un empresario, dijeron los presos. No, dijo Haas, soy un experto en informática que ha levantado su propio negocio. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que algunos de los presos asintieron. Después Haas quiso saber qué hacían ellos afuera y la mayoría se puso a reír. Ahí no más, fue la única frase que entendió. Él también se puso a reír e invitó a los cinco o seis que lo rodeaban a tomar unos refrescos.

La primera vez que fue a las duchas un tipo al que llamaban el Anillo lo quiso forzar. El tipo era grande pero comparado con Haas resultaba pequeño y por la cara que puso se veía que hacía aquello como si las circunstancias lo obligaran a interpretar aquel rol. Si de él hubiera dependido, decía su cara, se habría hecho una paja tranquilamente en su celda. Haas lo miró a la cara y le preguntó cómo era posible que un adulto se comportara así. El Anillo no entendió nada y se rió. Tenía la cara ancha y el rostro lampiño y su risa no era desagradable. Los presos que estaban a su lado también se rieron. El amigo del Anillo, un preso más joven llamado el Guajolote, sacó un punzón de debajo de una toalla y le dijo que se callara el hocico y fuera con ellos a una esquina. ¿En una esquina?, dijo Haas. ¿En una chingada esquina? Dos de los amigos que había hecho Haas en el patio se pusieron detrás del Guajolote y le sujetaron los brazos. El rostro de Haas estaba escandalizado. El Anillo volvió a reírse y dijo que no era para tanto. ¿En una esquina no es para tanto?, gritó Haas. ¿En una esquina como los perros no es para tanto? Otro de los amigos de Haas se puso junto a la puerta y nadie pudo entrar ni salir de las duchas. Que te haga una mamada, gringo, gritó uno de los presos. Que el pinche buey te haga un guagüis, gringo. Ahorita. Plánchalo. Las voces de los presos subieron de volumen. Haas le arrebató el punzón al Guajolote y le dijo al Anillo que se pusiera a cuatro patas. Si no tiemblas, pendejo, nada te pasará. Si tiemblas o tienes miedo, vas a tener dos agujeros para cagar. El Anillo se quitó la toalla y se puso en el suelo a cuatro patas. No, ahí no, dijo Haas, bajo la ducha. El Anillo se levantó con un gesto de indiferencia y se puso debajo del agua. El pelo, ondulado y peinado hacia atrás, le cayó sobre los ojos. Disciplina, chingados, sólo pido un poco de disciplina y respeto, dijo Haas cuando a su vez entró en el pasillo de las duchas. Luego se arrodilló detrás del Anillo, le susurró a éste que se abriera bien de piernas, y le introdujo lentamente el punzón hasta el mango. Algunos pudieron ver que cada cierto tiempo el Anillo sofocaba un gritito. Otros pudieron ver que del culo del Anillo caían gotas de sangre muy oscura que el agua deshacía en segundos.

Los amigos de Haas se llamaban el Tormenta, el Tequila y el Tutanramón. El Tormenta tenía veintidós años y estaba cumpliendo condena por haber matado a un guarura de un narco que se quería beneficiar a su hermana. En la cárcel lo habían intentado matar dos veces. El Tequila tenía treinta años y tenía los anticuerpos del sida, aunque muy pocos lo sabían puesto que aún no había desarrollado la enfermedad. El Tutanramón tenía dieciocho años y su mote venía de una película. Su nombre auténtico era Ramón, pero había ido a ver más de tres veces La venganza de la momia, que era su película favorita, y sus amigos, o tal vez él mismo, como creía Haas, lo bautizaron con el nombre de Tutanramón. Haas los contentaba comprándoles latas de conserva y drogas. Ellos le hacían recados o le servían de guardaespaldas. A veces Haas los escuchaba hablar de sus cosas, de sus negocios, de su vida familiar, de lo que más deseaban y de lo que más temían, y no entendía nada. Parecían extraterrestres. Otras veces era Haas el que hablaba y sus tres amigos escuchaban sumidos en un silencio conmovedor. Haas hablaba de contención, de autoesfuerzo, de autoayuda, el destino de los individuos está en manos de cada individuo, un hombre podía llegar a ser Lee Giacoca si se lo proponía. Ellos no tenían idea de quién era Lee Giacoca. Suponían que se trataba de un jefe de la mafia. Pero no preguntaban nada por temor a que Haas perdiera el hilo.

Cuando Haas fue trasladado a la crujía con los demás presos, el narcotraficante se le acercó para despedirse, un detalle que Haas agradeció emocionado. Si tienes algún problema, avísame, le dijo, pero sólo si tienes un problema gordo, no me molestes por chingaderas. Procuro no molestar, dijo Haas. Ya me he dado cuenta, dijo el narcotraficante. En la visita del día siguiente, su abogada le preguntó si quería que iniciara las diligencias para que lo volvieran a poner en la celda individual. Haas le dijo que ya estaba bien así, que tarde o temprano iba a tener que dejar aquella celda y que más valía aceptar lo antes posible la realidad. ¿Qué puedo hacer por ti?, le dijo su abogada. Tráeme un teléfono celular, le dijo Haas. No es fácil que te dejen tener un teléfono en la cárcel, le dijo su abogada. Es fácil, es fácil, dijo Haas. Tráemelo.

Una semana más tarde le pidió a su abogada otro celular, y poco después otro. El primero se lo vendió a un tipo que cumplía condena por la muerte de tres personas. Era un tipo común y corriente, más bien chaparro, al que regularmente le mandaban dinero de afuera, probablemente para que mantuviera la boca cerrada. Haas le dijo que la mejor manera de controlar los negocios era mediante un celular y el tipo pagó tres veces lo que le había costado el teléfono. El otro se lo vendió a un carnicero que había matado a uno de sus empleados, un adolescente de quince años, con un cuchillo de destazar bestias. Cuando al carnicero le preguntaban, medio en broma, por qué había matado al muchacho, contestaba que por ladrón y por abusar de su confianza. Los reclusos entonces se reían y le preguntaban si no había sido, más bien, por no dejarse encular. El carnicero entonces agachaba la cabeza y negaba varias veces, con obstinación, pero de sus labios no salía ni una sola palabra en contra de aquel infundio. Desde la cárcel quería seguir manejando sus dos carnicerías pues pensaba que su hermana, que ahora estaba al frente de los negocios, le robaba. Haas le vendió el teléfono y le enseñó a utilizar la agenda y a mandar mensajes. Le cobró cinco veces el valor original del aparato.

Haas compartía la celda con otros cinco reclusos. El que mandaba era un tipo llamado Farfán. Tenía cerca de cuarenta años y Haas nunca había visto un hombre más feo. El pelo le crecía desde la mitad de la frente, tenía ojos de ave rapaz puestos como al azar en medio de una cara de filiación porcina. Era panzudo y olía mal. Tenía un bigote ralo, que crecía de forma despareja y al que se le solían adherir restos minúsculos de comida. Las raras ocasiones en que se reía lo hacía como un burro y sólo en aquellos momentos su rostro parecía soportable. Cuando Haas llegó a la celda pensó que no tardaría en meterse con él, pero lo cierto es que Farfán no sólo no se metió con él sino que parecía perdido en una especie de laberinto, en donde todos los presos eran figuras inmateriales. Tenía amigos en la crujía, otros tipos duros que lo utilizaban como valedor, pero sólo buscaba la compañía de un preso igual de feo que él, un tal Gómez, un tipo delgado y con cara de lombriz, que tenía un lunar del tamaño de un puño en la mejilla izquierda y ojos vidriosos de drogado perenne. Se solían ver en el patio y en el comedor. En el patio se saludaban con un movimiento de cabeza y si bien participaban en corros mayores, al final siempre se despegaban y terminaban tomando el sol apoyados en la pared o caminando ensimismados de la cancha de básket hasta la reja. Entre ellos no hablaban mucho, tal vez porque no tenían demasiadas cosas que decirse. Farfán, cuando entró en la cárcel, era tan pobre que ni el abogado de oficio lo iba a visitar. Gómez, que estaba allí por robar camiones, sí que tenía abogado, y después de conocerse consiguió que su abogado tramitara los papeles de Farfán. La primera vez que se encularon fue en una de las dependencias de la cocina. De hecho, Farfán violó a Gómez. Lo golpeó, lo arrojó contra unos sacos y lo violó dos veces. La rabia de Gómez fue tan grande que intentó matar a Farfán. Una tarde lo esperó en la cocina, donde Farfán trabajaba lavando platos y acarreando sacos de frijoles, y trató de apuñalarlo con un punzón, pero a Farfán no le costó mucho reducirlo. Volvió a violarlo y después, mientras aún mantenía a Gómez debajo de su cuerpo, le dijo que una situación como ésa tenía que acabar de una forma o de otra. Como compensación se prestó a que Gómez lo enculara. Es más, le devolvió el punzón en prenda de confianza y luego se bajó los pantalones y se dejó caer en el jergón. Allí tirado, con el culo al aire, Farfán parecía una cerda, sin embargo Gómez lo enculó y retomaron su amistad.

Como Farfán era el más fuerte, en ocasiones obligaba a los otros a abandonar la celda. Al poco rato aparecía Gómez y se ponían a coger y luego, cuando ambos habían acabado, se ponían a fumar y a hablar o permanecían en silencio, Farfán acostado en su camastro y Gómez acostado en el de otro recluso, mirando el techo o las volutas de humo que salían por la ventana abierta. A Farfán, en ocasiones, el humo le parecía que adquiría formas extrañas: culebras, brazos, piernas que se doblaban, cinturones que restallaban el aire, submarinos de otra dimensión. Entrecerraba los ojos y decía: qué suave, qué jalada más suave. Gómez, que era más práctico, le preguntaba qué era lo suave, de qué hablaba, y Farfán no sabía explicarse. Entonces Gómez se incorporaba y empezaba a mirar a todos lados, como si buscara los fantasmas de su amigo, y terminaba diciendo: te rugen las patrullas.

Haas no entendía cómo una verga se podía poner erecta delante de un agujero del culo como el de Farfán o el de Gómez. Podía entender que un hombre se calentara con un adolescente, un efebo, pensaba, pero no que un hombre o el cerebro de ese hombre pudiera enviar señales para que la sangre llenara las esponjas del pene, una por una, con lo difícil que eso era, con el solo reclamo de un ojete como el de Farfán o el de Gómez. Animales, pensaba. Bestias inmundas atraídas por la inmundicia. En sus sueños se veía a sí mismo recorriendo los pasillos de la cárcel, las diferentes crujías, y podía ver sus ojos semejantes a los de un halcón mientras caminaba con paso firme por aquel laberinto de ronquidos y de pesadillas, atento a lo que pasaba en cada celda, hasta que de pronto ya no podía seguir avanzando y se detenía al borde de un abismo (pues la cárcel de sus sueños era como un castillo levantado a orillas de un abismo insondable). Allí, incapaz de retroceder, levantaba los brazos, como si clamara al cielo (tan ensombrecido como el abismo), y luego intentaba decir algo, hablar, advertir, aconsejar a una legión de Klaus Haas en miniatura, pero se daba cuenta, o por un instante tenía la impresión, de que alguien le había cosido los labios. En el interior de la boca, sin embargo, notaba algo. No era su lengua, no eran sus dientes. Un trozo de carne que procuraba no tragar mientras con una mano se arrancaba los hilos. La sangre le corría por la barbilla. Sentía las encías como anestesiadas. Cuando por fin podía abrir la boca escupía el trozo de carne y luego se ponía de rodillas en la oscuridad y lo buscaba. Al encontrarlo, y tras palparlo con detenimiento, se daba cuenta de que era un pene. Alarmado, se llevaba una mano a la bragueta, con miedo de no encontrar su propio pene, pero éste estaba allí, de modo que el pene que tenía en las manos era el pene de otra persona. ¿De quién?, pensaba mientras de sus labios seguía manando sangre. Luego sentía mucho sueño y se ovillaba al borde del abismo y se quedaba dormido. Entonces lo que solía pasar era que tenía otros sueños.

Violar mujeres y luego matarlas le parecía más atractivo, más sexy, que enterrar la verga en el agujero purulento de Farfán o en el agujero lleno de mierda de Gómez. Si siguen enculándose los voy a matar, pensaba a veces. Primero mataré a Farfán, luego mataré a Gómez, los tres T me ayudarán, me proporcionarán el arma y la coartada, la logística, luego tiraré los cuerpos al abismo y nadie volverá a acordarse de ellos.

Al cabo de quince días de haber ingresado en el presidio de Santa Teresa, Haas dio lo que se podría llamar su primera rueda de prensa, a la que asistieron cuatro periodistas del DF y casi la totalidad de los medios escritos del estado de Sonora. Durante la entrevista Haas se ratificó en su inocencia, dijo que durante el interrogatorio le fueron administradas «sustancias extrañas» para conseguir doblegar su voluntad. No recordaba haber firmado nada, ninguna declaración autoinculpatoria, pero señaló que si la había ésta fue conseguida tras cuatro días de tortura física, psicológica «y médica». Advirtió a los periodistas que ocurrirían «cosas» en Santa Teresa que demostrarían que él no era el asesino de mujeres. En la cárcel, insinuó, uno se enteraba de muchas noticias. Entre los periodistas llegados del DF estaba Sergio González. Su presencia allí no obedecía, como en la primera ocasión, a que necesitara dinero y estuviera haciendo un trabajo extra. Cuando se enteró de que Haas había sido detenido, habló con el jefe de la sección de policiales y le pidió, como un favor especial, que lo dejara seguir el caso. El jefe no puso ningún reparo y cuando se supo que Haas pensaba hablar con la prensa, telefoneó a Sergio a la sección de cultura y le dijo que si quería ir, que fuera. El asunto está cerrado, le dijo, no termino de entender muy bien el interés que tienes por él. Tampoco Sergio González lo entendía muy bien. ¿Puro morbo o tal vez la certeza de que en México nunca nada se cerraba del todo? Cuando la improvisada rueda de prensa terminó la abogada de Haas se despidió de todos los periodistas con un apretón de mano. Cuando le tocó el turno a Sergio éste notó que le había deslizado, sin que nadie se diera cuenta, un papel. Se metió la mano en el bolsillo y dejó el papel allí. Al salir de la cárcel, y mientras esperaba un taxi, lo examinó. En el papel sólo había un número de teléfono.

La rueda de prensa de Haas fue un pequeño escándalo. En algunos medios se preguntaron desde cuándo un recluso podía citar a la prensa y hablar con ella, en la cárcel, como si ésta fuera su casa y no el lugar al que lo destinaba el Estado y la justicia para pagar un delito o, como bien recordaban las fojas propias del caso, para cumplir una pena. Se dijo que el alcaide había recibido un dinero de Haas. Se dijo que Haas era el heredero, el único heredero, de una riquísima familia europea. Según esta noticia, Haas nadaba en lana y tenía a su servicio a toda la cárcel de Santa Teresa.

Aquella noche, después de la rueda de prensa, Sergio González llamó al número que le había dado la abogada. Le contestó Haas. No supo qué decir. ¿Bueno?, dijo Haas. Tiene usted un teléfono, dijo Sergio González. ¿Con quién hablo?, dijo Haas. Soy uno de los periodistas que hoy estuvieron con usted. El del DF, dijo Haas. Sí, dijo Sergio González. ¿Con quién esperaba hablar usted?, dijo Haas. Con su abogada, reconoció Sergio. Vaya, vaya, vaya, dijo Haas. Durante un instante ambos se quedaron en silencio. ¿Quiere que le cuente algo?, dijo Haas. Aquí en la cárcel, los primeros días, yo tenía miedo. Pensaba que los otros presos, al verme, se abalanzarían sobre mí para vengar la muerte de todas esas niñas. Para mí, estar en la cárcel era exactamente igual que ser abandonado un sábado al mediodía en uno de esos barrios, la colonia Kino, la San Damián, la colonia Las Flores. Un linchamiento. Morir despellejado. ¿Me entiende? La turba escupiéndome y luego pateándome y luego despellejándome. Sin posibilidad de decir nada. Pero pronto me di cuenta de que en la cárcel nadie me iba a despellejar. Al menos no por lo que me acusaban. ¿Qué quiere decir eso?, me pregunté a mí mismo. ¿Que estos bueyes eran insensibles a los asesinatos? No. Aquí, quien más y quien menos, todos son sensibles a lo que ocurre fuera, como si dijéramos, a los latidos de la ciudad. ¿Qué pasaba, entonces? Se lo pregunté a un preso. Le pregunté qué pensaba de las mujeres muertas, de las muchachitas muertas. Me miró y me dijo que eran unas putas. ¿O sea, se merecían la muerte?, dije. No, dijo el preso. Se merecían ser cogidas cuantas veces tuviera uno ganas de cogerlas, pero no la muerte. Entonces le pregunté si creía que yo las había matado y el cabrón me dijo no, no, tú seguro que no, gringo, como si yo fuera un jodido gringo, que puede que lo sea en el fondo, aunque cada vez lo soy menos. ¿Qué pretende decirme?, dijo Sergio González. Que en la cárcel saben que yo soy inocente, dijo Haas. ¿Y cómo lo saben?, se preguntó Haas. Eso me costó un poco más averiguarlo. Es como un ruido que alguien oye en un sueño. El sueño, como todos los sueños que se sueñan en espacios cerrados, es contagioso. De pronto lo sueña uno y al cabo de un rato lo sueña la mitad de los reclusos. Pero el ruido que alguien ha oído no es parte del sueño sino de la realidad. El ruido pertenece a otro orden de cosas. ¿Me entiende? Alguien y luego todos han oído un ruido en un sueño, pero el ruido no se produjo en el sueño sino en la realidad, el ruido es real. ¿Me entiende? ¿Está claro para usted, señor periodista? Creo que sí, dijo Sergio González. Creo que lo estoy entendiendo. ¿Sí, sí, seguro que sí?, dijo Haas. Quiere usted decir que hay alguien en la cárcel que sabe fehacientemente que usted no pudo cometer los asesinatos, dijo Sergio. Exactamente, dijo Haas. ¿Y sabe usted quién es esa persona? Tengo algunas ideas, dijo Haas, pero necesito tiempo, lo que en mi caso resulta paradójico, ¿no le parece? ¿Por qué?, dijo Sergio. Pues porque aquí lo único que tengo en abundancia es tiempo. Pero yo necesito más tiempo aún, mucho más, dijo Haas. Después Sergio quiso preguntarle a Haas por su confesión, por la fecha del juicio, por el trato recibido por la policía, pero Haas le dijo que de eso hablarían en otro momento.

Esa misma noche el judicial José Márquez le confidenció al judicial Juan de Dios Martínez una conversación que había escuchado sin querer en una de las dependencias de la policía de Santa Teresa. Los que hablaban eran Pedro Negrete, el judicial Ortiz Rebolledo, el judicial Ángel Fernández y el guarura de Negrete, Epifanio Galindo, aunque a decir verdad Epifanio Galindo fue el único que no abrió la boca. El tema de conversación era la rueda de prensa que había dado el sospechoso Klaus Haas. Para Ortiz Rebolledo la culpa era del alcaide. Seguramente Haas le había dado dinero. Ángel Fernández estaba de acuerdo. Pedro Negrete dijo que probablemente allí había algo más. Un peso extra para inclinar la voluntad del alcaide en una u otra dirección. Entonces salió el nombre de Enrique Hernández. Yo creo que Enriquito Hernández convenció al alcaide, dijo Negrete. Puede ser, dijo Ortiz Rebolledo. Hijo de la gran chingada, dijo Ángel Fernández. Y eso fue todo. Después José Márquez entró en la oficina donde estaban los otros, saludó, hizo ademán de quedarse pero Ortiz Rebolledo, con un gesto, le indicó que era mejor que se largara, y cuando salió el mismo Ortiz Rebolledo cerró la puerta con pestillo para no volver a ser molestados.

Enrique Hernández tenía treintaiséis años. Durante un tiempo trabajó para Pedro Rengifo y luego para Estanislao Campuzano. Había nacido en Cananea y cuando tuvo suficiente dinero se compró un rancho en las afueras, en donde criaba ganado vacuno, y una casa, la mejor que pudo hallar, en el centro de la ciudad, a pocos pasos de la plaza del mercado. Todos sus hombres de confianza, además, eran naturales de Cananea. Se suponía que era el encargado de transportar la droga que llegaba por mar a Sonora, en algún punto entre Guaymas y Cabo Tepoca, con una flota de cinco camiones y tres Suburban. Su misión consistía en dejar los alijos a salvo en Santa Teresa, después otra persona se encargaba de transportarla a los Estados Unidos. Pero un día Enriquito Hernández entró en contacto con un salvadoreño que estaba metido en el negocio y que, como él, quería independizarse, y el salvadoreño lo puso en contacto con un colombiano, y de golpe Estanislao Campuzano se encontró sin encargado de transporte en México y con Enriquito convertido en competidor. El volumen de los negocios, de todas maneras, no era comparable. Por cada kilo que movía Enriquito, Campuzano movía veinte, pero el rencor no conoce diferencias de lonja, así que Campuzano, con paciencia y sin precipitarse, esperó su hora. Por supuesto, no le convenía entregar a Enriquito por motivos relacionados con el tráfico de drogas, sino sacarlo de circulación, de forma legal, y luego encargarse él, bajo cuerda, de recuperar la ruta. Cuando llegó el momento (un asunto de faldas en el que a Enriquito se le fue la mano y terminó matando a cuatro personas de una misma familia), Campuzano puso sobre aviso a la Procuraduría de Sonora, repartió dinero y pistas, y Enriquito acabó con sus huesos en la cárcel. Durante las dos primeras semanas no pasó nada, pero a la tercera semana cuatro pistoleros se presentaron en un almacén en las afueras de San Blas, en el norte del estado de Sinaloa, y tras matar a los dos vigilantes se llevaron un cargamento de cien kilos de coca. El almacén pertenecía a un campesino de Guaymas, en el sur del estado de Sonora, que llevaba muerto más de cinco años. Campuzano envió a investigar el asunto a uno de sus hombres de confianza, un tal Sergio Cansino (alias Sergio Carlos, alias Sergio Camargo, alias Sergio Carrizo), quien, tras preguntar en la gasolinera y en los alrededores del almacén, sólo sacó en claro que durante el robo más de una persona vio por allí una Suburban negra como las que usaban los hombres de Enriquito Hernández.

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