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La parte de Archimboldi

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Y estos asuntos fueron la lectura y la visita a museos, la lectura y los paseos por el parque, la lectura y la asistencia casi maniática a toda clase de conciertos, veladas teatrales, conferencias literarias y políticas, de las que extrajo muchas y muy buenas enseñanzas, y que supo aplicar al bagaje de cosas vividas que tenía acumuladas. Y también por aquel tiempo conoció a Efraim Ivánov, el escritor de ciencia ficción, lo conoció en un café de literatos, el mejor café de literatos de Moscú, en realidad en la terraza del café, en donde Ivánov bebía vodka en una mesa apartada, bajo las ramas de un roble enorme que llegaba hasta el tercer piso de la casa, y se hicieron amigos, en parte porque a Ivánov le interesaron las ideas peregrinas de Ansky y en parte porque éste demostraba, al menos en aquel tiempo, una admiración sin reservas ni resquicios por la obra del escritor científico, como gustaba llamarse Ivánov en lugar de escritor fantástico, que era la denominación oficial y popular para clasificar el tipo de obras que hacía. Por esos años Ansky pensaba que la revolución no tardaría en extenderse por todo el mundo, pues sólo un imbécil o un nihilista no podía ver en ella o intuir en ella el potencial de progreso y felicidad que traía. La revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte.

Cuando Ivánov le decía que eso era imposible, que la muerte estaba junto al hombre desde tiempos inmemoriales, contestaba que de eso precisamente se trataba, justo de eso, incluso exclusivamente de eso, abolir la muerte, abolirla para siempre, sumergirnos todos en lo desconocido hasta encontrar otra cosa. La abolición, la abolición, la abolición.

Ivánov era miembro del partido desde 1902. En aquella época había intentado escribir cuentos a la manera de Tolstói, Chéjov, Gorki, es decir había intentado plagiarlos sin demasiado éxito, por lo que, tras una larga reflexión (toda una noche de verano), decidió astutamente escribir a la manera de Odoevski y Lazhéchnikov. Cincuenta por ciento de Odoevski y cincuenta por ciento de Lazhéchnikov. No le fue mal, en parte porque los lectores habían olvidado, con esa falta de memoria característica de los lectores, al pobre Odoevski (nacido en 1803 y muerto en 1869) y al pobre Lazhéchnikov (nacido en 1792 y muerto, como Odoevski, en 1869), y en parte porque la crítica literaria, tan aguda como siempre, ni extrapoló ni ató cabos ni se dio cuenta de nada.

En 1910 Ivánov era lo que se suele llamar un escritor prometedor, del que se esperaban grandes cosas, pero Odoevski y Lazhéchnikov, como moldes a imitar, ya no daban para más y la producción artística de Ivánov sufrió un parón o, depende de la óptica, un hundimiento, del que no lo pudo sacar ni siquiera la nueva mezcla que intentó in extremis: mezclar al hoffmaniano Odoevski y al fan de Walter Scott Lazhéchnikov con la estrella ascendente de Gorki. Sus relatos, tuvo que aceptarlo, ya no interesaban, y su economía, pero más su orgullo, se resintió por ello. Hasta la revolución de octubre Ivánov trabajó esporádicamente en revistas científicas, en revistas agrícolas, como corrector de pruebas, como vendedor de bombillas eléctricas, como ayudante en un bufete de abogados, sin descuidar sus trabajos en el partido, en donde hacía prácticamente todo lo que hiciera falta, desde redactar e imprimir panfletos hasta conseguir papel y servir de enlace con los escritores afines y con algunos compañeros de viaje. Y todo lo hizo sin quejarse ni abandonar sus inveteradas costumbres: la visita diaria a los locales donde se reunía la bohemia moscovita y el vodka.

El triunfo de la revolución no mejoró sus expectativas literarias ni laborales, más bien al contrario, el trabajo se duplicó y en no pocas ocasiones se triplicó y a veces hasta se cuadruplicó, pero Ivánov cumplió con su deber sin quejarse. Un día le pidieron un relato cuyo tema debía versar sobre la vida en Rusia en el año 1940. En tres horas Ivánov escribió su primer cuento de ciencia ficción. Se titulaba El tren de los Urales y un niño, que viajaba en un tren cuya media de velocidad era de doscientos kilómetros, contaba con su propia voz aquello que pasaba ante sus ojos: fábricas relucientes, campos bien trabajados, aldeas nuevas y modélicas constituidas por dos o tres edificios de más de diez pisos, visitadas por alegres delegaciones extranjeras que tomaban buena nota de los progresos logrados para aplicarlos después en sus respectivos países. El niño que viajaba en El tren de los Urales iba a visitar a su abuelo, un excombatiente del ejército rojo que tras haber conseguido un título universitario a una edad impropia para el estudio dirigía un laboratorio dedicado a complicadas investigaciones envueltas en el mayor de los misterios. Mientras salían de la estación tomados de la mano, el abuelo, un tipo enérgico que no aparentaba más de cuarenta años aunque era obvio que tenía muchos más, le contaba al niño algunos de los avances logrados últimamente, pero el nieto, un niño al fin y al cabo, lo obligaba a contarle historias de la revolución y de la guerra contra los blancos y contra la intervención extranjera, algo a lo que el abuelo, un viejo al fin y al cabo, accedía con gusto. Y eso era todo. Su recepción por parte de los lectores fue un acontecimiento.

El primer sorprendido, hay que decirlo, fue el propio escritor. El segundo sorprendido fue el jefe de redacción, que había leído el cuento con un lápiz, para corregir las erratas, y al que no le pareció gran cosa. A la redacción de la revista llegaron cartas pidiendo más colaboraciones de ese «desconocido Ivánov», de ese «esperanzador Ivánov», «un escritor que cree en el mañana», «un autor que infunde fe en el futuro por el que estamos luchando», y las cartas venían de Moscú y de Petrogrado, pero también llegaron cartas de combatientes y activistas políticos de los rincones más lejanos que se habían sentido identificados con la figura del abuelo, lo que provocó el insomnio del jefe de redacción, un marxista dialéctico y metódico y materialista y nada dogmático, un marxista que como buen marxista no sólo había estudiado a Marx sino también a Hegel y a Feuerbach (e incluso a Kant) y que se reía de buena gana cuando releía a Lichtenberg y que había leído a Montaigne y a Pascal y que conocía bastante bien los escritos de Fourier, que no podía dar crédito a que entre tantas cosas buenas (o, sin exagerar, entre algunas cosas buenas) que había publicado la revista, fuera este cuento, sentimentaloide y sin agarradero científico, el que más hubiera emocionado a los ciudadanos de la tierra de los sóviets.

Algo va mal, pensó. Naturalmente, a la noche de insomnio del jefe de redacción se añadió la noche de gloria y vodka de Ivánov, que decidió celebrar su éxito primero en los peores tugurios de Moscú y luego en la Casa del Escritor, en donde cenó con cuatro amigos que parecían los cuatro jinetes del Apocalipsis. A partir de este momento a Ivánov sólo le pidieron cuentos de ciencia ficción y éste, fijándose muy bien en el primero, que había escrito como si dijéramos al descuido, repitió la fórmula con variantes que fue extrayendo del hondo caudal de la literatura rusa y de algunas publicaciones de química, biología, medicina, astronomía, que acumulaba en su cuarto como el usurero acumula los impagos, las letras de crédito, los cheques vencidos. De esta manera su nombre se hizo conocido en todos los rincones de la Unión Soviética y no tardó en establecerse como un escritor profesional, un hombre que vivía únicamente de lo que le proporcionaban sus libros y que acudía a congresos y conferencias en universidades y fábricas y cuyos trabajos se disputaban las revistas y periódicos literarios.

Pero todo envejece y la fórmula del futuro radiante más el héroe que en el pasado había contribuido a crear ese futuro radiante más el niño (o la niña) que en el futuro, que en sus relatos era presente, disfrutaba de toda esa cornucopia y de la inventiva comunista, también envejeció. Para cuando Ansky conoció a Ivánov éste ya no era un éxito de ventas y sus novelas y cuentos, que muchos consideraban cursis o insufribles, ya no despertaban el entusiasmo que despertaron en otra época. Pero Ivánov seguía escribiendo y lo seguían publicando y seguía cobrando cada mes un sueldo por sus visiones arcádicas. Era, todavía, miembro del partido. Pertenecía a la Asociación de Escritores Revolucionarios. Su nombre figuraba en las listas oficiales de creadores soviéticos. Exteriormente era un hombre feliz, soltero, que tenía una habitación grande y confortable en una casa de un buen barrio de Moscú, que se acostaba de vez en cuando con prostitutas ya no tan jóvenes con las que terminaba cantando y llorando, que comía al menos cuatro veces a la semana en el restaurante de los escritores y poetas.

En su fuero interno, sin embargo, Ivánov sentía que le faltaba algo. El paso decisivo, el golpe de audacia. El momento en que la larva, con una sonrisa de abandono, se convierte en mariposa. Entonces apareció el joven judío Ansky y sus ideas disparatadas, sus visiones siberianas, sus incursiones en tierras malditas, el caudal de experiencia salvaje que sólo puede tener un joven de dieciocho años. Pero Ivánov también había tenido dieciocho años y ni por asomo experimentó jamás algo parecido a lo que contaba Ansky. Tal vez, pensó, se deba a que él es judío y yo no. Pronto desechó esta idea. Tal vez se deba a su ignorancia, pensó. A su carácter impulsivo. A su desprecio por las normas que rigen una vida, incluso una vida burguesa, pensó. Y luego se puso a pensar en lo repulsivos que resultaban, vistos de cerca, los artistas o seudoartistas adolescentes. Pensó en Maiakovski, a quien conocía personalmente, con quien había hablado en una ocasión, tal vez en dos, y en su vanidad enorme, una vanidad que escondía, probablemente, su falta de amor por el prójimo, su desinterés por el prójimo, su ansia desmedida de fama. Y después pensó en Lérmontov y en Pushkin, inflados como estrellas de cine o cantantes de ópera. Nijinski. Gúrov. Nadson. Blok (a quien conoció personalmente y que era insoportable). Rémoras para el arte, pensó. Se creen soles y todo lo queman, pero no son soles, sólo son meteoritos errantes y nadie, en el fondo, les presta atención. Humillan, pero no queman. Y finalmente siempre son ellos los humillados, pero humillados de verdad, pateados y escupidos, execrados y mutilados, humillados de verdad, para que aprendan, bien humillados.

Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban en una iglesia y no se quitaban el sombrero ni aunque los molieran a palos, que era, lamentablemente, lo que al final pasaba. Y no sólo no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.

Lo que tenía que ofrecer Ansky, sin embargo, era demasiado tentador para que Ivánov, pese a sus reservas, no lo aceptara. El pacto, parece ser, se cerró en la habitación del escritor de ciencia ficción.

Un mes después, Ansky entró a militar en el partido. Su padrino fue Ivánov y una antigua amante de éste, Margarita Afanasievna, que trabajaba como bióloga en un instituto de Moscú. En los papeles de Ansky aquel día es comparado al de una boda. Lo celebraron en el restaurante de los escritores y luego anduvieron vagando por diversos tugurios de Moscú, llevando a rastras a Afanasievna, que bebía como una condenada y que aquella noche estuvo muy cerca del coma etílico. En uno de los tugurios, mientras Ivánov y dos escritores que se les habían unido cantaban canciones de amores perdidos, de miradas que uno ya no volvería a ver, de palabras de terciopelo que uno ya no volvería a escuchar, Afanasievna despertó y agarró con su mano pequeñísima, por encima del pantalón, el pene y los testículos de Ansky.

—Ahora que eres un comunista —le dijo sin mirarlo a los ojos, la vista clavada en un lugar indeterminado entre su ombligo y su cuello—, necesitarás tenerlos de acero.

—¿De verdad? —dijo Ansky.

—De mí no te burles —dijo la voz estropajosa de Afanasievna—. Te identifiqué. A primera vista me di cuenta de quién eres.

—¿Y quién soy? —dijo Ansky.

—Un mocoso judío que confunde la realidad con sus deseos.

—La realidad —murmuró Ansky— en ocasiones es el puro deseo.

Afanasievna se rió.

—¿Y eso cómo se cocina? —dijo.

—Sin quitar la vista del fuego, camarada —murmuró Ansky—. Fíjate, por ejemplo, en algunas personas.

—¿En quiénes? —dijo Afanasievna.

—En los enfermos —dijo Ansky—. En los tuberculosos, por ejemplo. Para sus médicos ellos se están muriendo y sobre esto no hay discusión posible. Pero para los tuberculosos, sobre todo algunas noches, algunos atardeceres particularmente largos, el deseo es la realidad y viceversa. O fíjate en los impotentes.

—¿En qué clase de impotentes? —dijo Afanasievna sin soltar los genitales de Ansky.

—En los impotentes sexuales, por supuesto —murmuró Ansky.

—Ah —exclamó Afanasievna, y soltó una risita sarcástica.

—Los impotentes sufren —murmuró Ansky— más o menos como los tuberculosos, y sienten deseo. Un deseo que con el tiempo no sólo suplanta la realidad sino que se impone sobre ésta.

—¿Tú crees —preguntó Afanasievna— que los muertos sienten deseo sexual?

—Los muertos no —dijo Ansky—, pero los muertos vivientes sí. Cuando fui soldado en Siberia conocí a un cazador al que le habían arrancado sus órganos sexuales.

—¡Órganos sexuales! —se burló Afanasievna.

—El pene y los testículos —dijo Ansky—. Meaba mediante una pajita, sentado o arrodillado, como a horcajadas.

—Ha quedado claro —dijo Afanasievna.

—Pues bien, este hombre, que además no era joven, una vez a la semana, hiciera el tiempo que hiciera, se iba al bosque a buscar su pene y sus testículos. Todos pensaban que algún día moriría, atrapado por la nieve, pero el tipo siempre regresaba a la aldea, a veces tras una ausencia de meses, y siempre con la misma noticia: no los había encontrado. Un día decidió no salir más. Pareció envejecer de golpe: debía andar por los cincuenta pero de la noche a la mañana aparentaba unos ochenta años. Mi destacamento se marchó de la aldea. Al cabo de cuatro meses volvimos a pasar por allí y preguntamos qué había sido del hombre sin atributos. Nos dijeron que se había casado y que llevaba una vida feliz. Uno de mis camaradas y yo quisimos verlo: lo encontramos mientras preparaba los avíos para otra larga estancia en el bosque. Ya no aparentaba ochenta años sino cincuenta. O tal vez ni siquiera aparentaba cincuenta sino, en ciertas partes de su rostro, en los ojos, en los labios, en las mandíbulas, cuarenta. Cuando nos marchamos, al cabo de dos días, pensé que el cazador había logrado imponer su deseo a la realidad, que, a su manera, había transformado su entorno, la aldea, a los aldeanos, el bosque, la nieve, el pene y los testículos perdidos. Lo imaginé orinando de rodillas, con las piernas bien abiertas en medio de la taiga helada, caminando hacia el norte, hacia los desiertos blancos y hacia las ventiscas blancas, con la mochila cargada de trampas y con una absoluta inconsciencia de aquello que nosotros llamamos destino.

—Es una bonita historia —dijo Afanasievna mientras retiraba su mano de los genitales de Ansky—. Lástima que yo sea una mujer demasiado vieja y que ha visto demasiadas cosas como para creerla.

—No se trata de creer —dijo Ansky—, se trata de comprender y después de cambiar.

A partir de ese momento, la vida de Ansky y de Ivánov siguió, al menos en apariencia, derroteros distintos.

La actividad del joven judío se volvió frenética. En 1929, por ejemplo, a la edad de veinte años, participó en la creación de revistas, en las que nunca apareció nada suyo, en Moscú, Leningrado, Smolensk, Kiev, Rostov. Fue miembro fundador del Teatro de las Voces Imaginarias. Intentó que alguna editorial publicara unos escritos póstumos de Khlebnikov. Entrevistó, como periodista de un periódico que jamás vio la luz, a los generales Tujachevski y Blucher. Tuvo una amante, la doctora en medicina María Zamiatina, diez años mayor que él y casada con un alto dirigente del partido. Hizo amistad con Grigori Yakovin, gran conocedor de historia contemporánea alemana, con quien mantuvo largas conversaciones callejeras sobre la lengua alemana y sobre yiddish. Conoció a Zinoviev. Escribió en alemán un curioso poema sobre la deportación de Trotski. También escribió en alemán una serie de aforismos titulados Consideraciones sobre la muerte de Evguenia Bosch, seudónimo de la dirigente bolchevique Evguenia Gotlibovna (1879-1924), de la que Pierre Broue dice: «Se afilia al partido en 1900, bolchevique en 1903. Detenida en 1913, deportada, evadida en 1915, refugiada en los Estados Unidos, milita con Piatakov y Bujarin y se opone a Lenin en lo referente a la cuestión nacional. A su vuelta, tras la revolución de febrero, desempeña un papel dirigente en el alzamiento de Kiev y en la guerra civil. Firmante de la declaración de los 46. Se suicida en 1924 en un gesto de protesta». Y escribió un poema en yiddish, celebratorio, barriobajero, lleno de barbarismos, sobre Ivan Rajia (1887-1920), uno de los fundadores del partido finlandés, asesinado probablemente por sus propios compañeros en un conflicto entre dirigentes. Leyó a los futuristas, a los del grupo Centrífuga, a los imaginistas. Leyó a Babel, los primeros relatos de Platonov, a Borís Pilniak (que no le gustó nada de nada), a Andréi Biely, cuya novela Petersburgo lo mantuvo insomne durante cuatro días. Escribió un ensayo sobre el futuro de la literatura, cuya primera palabra era «nada» y cuya última palabra era «nada». Al mismo tiempo sufre por su relación con María Zamiatina, que tiene, aparte de él, otro amante, un médico especialista en enfermedades pulmonares, un hombre que sana ¡a tuberculosos! y que vive la mayor parte del tiempo en Crimea y a quien María Zamiatina describe como si se tratara de un Jesucristo reencarnado, sin barba y con bata blanca, una bata blanca que reaparecerá en los sueños de Ansky de 1929. Y no dejó de trabajar duramente en la Biblioteca de Moscú. Y a veces, cuando se acordaba, les escribió cartas a sus padres, que éstos responden con cariño y nostalgia y valor, pues no le hablan del hambre ni de la escasez que campea por las otrora fértiles tierras del Dniéper. Y también tuvo tiempo para escribir una extraña pieza humorística titulada Landauer, basada en los últimos días del escritor alemán Gustav Landauer, que en 1918 escribió el Discurso para escritores y que en 1919 fue ejecutado por su participación en la república de los sóviets de Munich. Y también en 1929 leyó una novela recién publicada, Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, que le pareció notable y memorable y eminente y que lo impelió a buscar más libros de Döblin, encontrando en la Biblioteca de Moscú Los tres saltos de Wang-lun, de 1915, La guerra de Wadzek a la turbina de vapor, de 1918, Wallenstein, de 1920, y Montañas, mares y gigantes, de 1924.

Y mientras Ansky leía a Döblin o entrevistaba a Tujachevski o hacía el amor en su habitación de la calle Petrov de Moscú con María Zamiatina, Efraim Ivánov publicaba su primera gran novela, la que le abriría las puertas del cielo, recuperando, por una parte, la devoción de los lectores y por la otra granjeándose, por primera vez, el respeto de aquellos a los que consideraba sus iguales, los escritores, los escritores de talento, aquellos que guardaban el fuego de Tolstói y Chéjov, aquellos que guardaban el fuego de Pushkin, el fuego de Gógol, que de pronto se fijaron en él, que lo vieron, de hecho, por primera vez, y que lo aceptaron.

Gorki, que por entonces aún no había reestablecido su residencia definitiva en Moscú, le escribió una carta con matasellos italiano en donde se veía el dedo admonitor del padre fundador, pero en donde también se percibía un caudal de simpatía y de gratitud lectora.

Su novela, decía, me ha hecho pasar momentos… muy divertidos. En sus páginas es discernible… una fe, una esperanza. De su imaginación no se puede decir que esté… anquilosada. No, en modo alguno se puede decir… eso. Ya hay quienes hablan del… Julio Verne soviético. Tras reflexionar largamente, sin embargo, yo creo que es usted… mejor que Julio Verne. Una pluma más… madura. Una pluma guiada por intuiciones… revolucionarias. Una pluma… grande. Como no se podía esperar menos tratándose de un… comunista. Pero hablemos francamente… como soviéticos. La literatura proletaria habla al hombre… de hoy. Expone problemas que tal vez sólo se solucionarán… mañana. Pero se dirige… al obrero actual, no al obrero… futuro. En sus próximos libros tal vez usted debería tener esto… en cuenta.

Si Stendhal, como se dice, bailó al leer la crítica que Balzac hizo sobre La Cartuja de Parma, Ivánov derramó incontables lágrimas de felicidad al recibir la carta de Gorki.

La novela, tan unánimemente celebrada, se llamaba El ocaso y su argumento era muy simple: un joven de catorce años abandona a su familia para sumarse a las filas de la revolución. Pronto está luchando contra las tropas de Wrangel. En medio de un combate resulta herido y sus compañeros lo dan por muerto. Pero antes de que las aves carroñeras se ceben con los cadáveres una nave extraterrestre desciende sobre el campo de batalla y se lo lleva, junto a otros heridos de muerte. Luego la nave entra en la estratosfera y se pone a orbitar alrededor de la Tierra. Todos los heridos sanan rápidamente de sus heridas. Después un ser muy delgado y altísimo, más parecido a un alga que a un ser humano, les realiza una serie de preguntas del tipo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿dónde termina el universo?, ¿dónde empieza? Por supuesto, nadie sabe responderlas. Uno dice que Dios creó a las estrellas y que el universo empieza y termina allí donde Dios quiere. A ése lo echan al espacio. Al resto los duermen. Al despertar el adolescente de catorce se encuentra en una habitación pobre, con una cama pobre y un ropero pobre en donde cuelgan sus ropas de pobre. Al asomarse a la ventana contempla extasiado el paisaje urbano de Nueva York. Las aventuras del joven en la gran ciudad, no obstante, son desgraciadas. Conoce a un músico de jazz que le habla de pollos parlantes y probablemente pensantes.

—Lo peor de todo —le dice el músico— es que los gobiernos del planeta lo saben y por eso hay tantos criaderos de pollos.

El joven objeta que los pollos son criados para que ellos mismos se los coman. El músico contesta que eso es lo que quieren los pollos. Y termina diciendo:

—Putos pollos masoquistas, tienen a nuestros dirigentes cogidos por los huevos.

También conoce a una muchacha que trabaja como hipnotizadora en un burlesque y de la que se enamora. La muchacha tiene diez años más que el joven, es decir veinticuatro, y no quiere enamorarse de nadie, aunque tiene varios amantes, entre ellos el joven, pues cree que el amor consumirá sus poderes de hipnotizadora. Un día la muchacha desaparece y el joven, tras buscarla vanamente, decide contratar los servicios de un detective mexicano que ha sido soldado de Pancho Villa. El detective tiene una extraña teoría: cree en la existencia de numerosas Tierras en universos paralelos. Tierras a las que uno puede acceder mediante la hipnosis. El joven cree que el detective le está estafando su dinero y decide acompañarlo en sus pesquisas. Una noche encuentran a un mendigo ruso que está gritando en un callejón. El mendigo grita en ruso y sólo el joven entiende sus palabras. El mendigo dice: yo fui un soldado de Wrangel, un poco de respeto, por favor, yo combatí en Crimea y me evacuó un barco inglés en Sebastopol. Entonces el joven le pregunta si estuvo en la batalla en donde él cayó malherido. El mendigo lo mira y dice que sí. Yo también, dice el joven. No puede ser, responde el mendigo, eso fue hace veinte años y tú entonces no habías nacido.

Después el joven y el detective mexicano marchan hacia el oeste en busca de la hipnotizadora. La encuentran en Kansas City. El joven le pide que lo hipnotice y lo vuelva a enviar al campo de batalla en donde debía haber muerto o bien que acepte su amor y no huya más. La hipnotizadora le responde que no puede hacer ni una cosa ni otra. El detective mexicano se interesa por el arte de la hipnosis. Mientras el detective comienza a contarle una historia a la hipnotizadora, el joven abandona el bar de carretera y echa a andar bajo la noche. Al cabo de un rato deja de llorar.

Camina durante horas. Cuando ya está lejos de todo ve una silueta a un lado de la carretera. Es el extraterrestre con forma de alga. Se saludan. Conversan. La conversación es, a menudo, ininteligible. Los temas que tratan son diversos: lenguas extranjeras, monumentos nacionales, los últimos días de Karl Marx, la solidaridad obrera, el tiempo del cambio medido en años terrestres y en años estelares, el descubrimiento de América como una puesta en escena teatral, un hueco abisal —como pintado por Doré— de máscaras. Después el muchacho sigue al extraterrestre que abandona la carretera y ambos caminan por un trigal, cruzan un riachuelo, una colina, otro campo sembrado, hasta llegar a un potrero humeante.

El siguiente capítulo muestra al adolescente, que ya no es un adolescente sino un joven de veinticinco años, trabajando en un periódico de Moscú en donde se ha convertido en el reportero estrella. El joven recibe el encargo de entrevistar a un líder comunista en algún lugar de China. El viaje, le advierten, es extremadamente duro y las condiciones, una vez llegue a Pekín, pueden ser peligrosas, ya que hay mucha gente que no quiere que ninguna declaración del líder chino salga al exterior. El joven, pese a las advertencias, acepta el trabajo. Cuando, tras muchas penurias, por fin accede al sótano en donde se oculta el chino, el joven decide que no sólo lo entrevistará sino que también lo ayudará a escapar del país. El rostro del chino, iluminado por una vela, tiene un notable parecido con el detective mexicano exsoldado de Pancho Villa. El chino y el joven ruso, por otra parte, no tardan en contraer la misma enfermedad, producida por la pestilencia del sótano. Tienen fiebre, sudan, hablan, deliran, el chino dice ver dragones volando a baja altura por las calles de Pekín, el joven dice ver una batalla, tal vez sólo una escaramuza, y grita hurra y llama a sus compañeros para que no detengan la embestida. Después ambos se quedan largo rato inmóviles, como muertos, y aguantan hasta que llega el día de la fuga.

Con 39 grados de fiebre el chino y el ruso cruzan Pekín y escapan. En el campo les aguardan dos caballos y algunas provisiones. El chino nunca ha montado. El joven le enseña cómo hay que hacerlo. Durante el viaje atraviesan un bosque y luego unas montañas enormes. El fulgor de las estrellas en el cielo parece sobrenatural. El chino se pregunta a sí mismo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿en dónde termina el universo?, ¿en dónde empieza? El joven lo oye y vagamente recuerda una herida en el costado cuya cicatriz aún le duele, la oscuridad, un viaje. También recuerda los ojos de una hipnotizadora, aunque los rasgos de la mujer permanecen ocultos, cambiantes. Si cierro los ojos, piensa el joven, la volveré a encontrar. Pero no los cierra. Penetran en un vasto campo nevado. Los caballos hunden sus patas en la nieve. El chino canta. ¿Cómo se crearon las estrellas? ¿Qué somos en medio del insondable universo? ¿Qué memoria nuestra pervivirá?

De pronto el chino se cae del caballo. El joven ruso lo examina. El chino es como un muñeco de fuego. El joven ruso toca la frente del chino y luego su propia frente y comprueba que la fiebre los está devorando a ambos. No sin esfuerzo ata al chino a su cabalgadura y reemprende la marcha. El silencio en aquel campo nevado es absoluto. La noche y el paso de las estrellas por la bóveda del cielo no tiene trazas de acabar nunca. A lo lejos una enorme sombra negra parece superponerse a la oscuridad. Es una cadena montañosa. En la mente del ruso toma forma la posibilidad cierta de morir en las próximas horas en el campo nevado o durante el paso por las montañas. Una voz en su interior le suplica que cierre los ojos, que si los cierra verá los ojos y luego el rostro adorado de la hipnotizadora. Le dice que si los cierra volverá a las calles de Nueva York, volverá a caminar hacia la casa de la hipnotizadora, en donde ésta, sentada en un sillón, en penumbra, lo espera. Pero el ruso no cierra los ojos y sigue cabalgando.

No sólo Gorki leyó El ocaso. Otra gente famosa también lo hizo, y aunque éstos no enviaron cartas expresándole su admiración al autor, no olvidaron, sin embargo, su nombre, pues no sólo eran gente famosa sino también memoriosa.

Ansky cita a cuatro, en una especie de ascensión vertiginosa. El profesor Stanislaw Strumilin la leyó. Le pareció confusa. El escritor Alexéi Tolstói la leyó. Le pareció caótica. Andréi Zhdanov la leyó. La dejó a la mitad. Y Stalin la leyó. Le pareció sospechosa. Por supuesto, nada de esto llegó a oídos del buen Ivánov, que enmarcó la carta de Gorki y luego la colgó de la pared, bien a la vista de sus cada día más numerosos visitantes.

Su vida, por lo demás, experimentó cambios notables. Le fue concedida una dacha en las afueras de Moscú. Algunas veces le pedían autógrafos en el metro. Tenía una mesa reservada cada noche en el restaurante de los escritores. Pasaba sus vacaciones en Yalta, junto a otros colegas igualmente famosos. Ah, las veladas del Hotel Octubre Rojo de Yalta (antiguo hotel de Inglaterra y Francia), en la enorme terraza junto al Mar Negro, oyendo los acordes lejanos de la orquesta Volga Azul, en noches cálidas con miles de estrellas titilando allá a lo lejos, mientras el dramaturgo de moda lanzaba una frase ingeniosa y el novelista metalúrgico se la retrucaba con una sentencia inapelable, las noches de Yalta, con mujeres extraordinarias que sabían beber vodka sin desmayo hasta las seis de la mañana y con jóvenes sudorosos de la Asociación de Escritores Proletarios de Crimea que acudían a pedir consejos literarios a las cuatro de la tarde.

A veces, cuando estaba a solas, más a menudo cuando estaba solo y delante de un espejo, el pobre Ivánov se pellizcaba para convencerse de que no soñaba, de que todo era real. Y, en efecto, todo era real, al menos en apariencia. Negros nubarrones se cernían sobre él, pero él sólo percibía la brisa largamente anhelada, el vientecillo oloroso que limpiaba su cara de tantas miserias y miedos.

¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas. Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella. Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores. Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o la excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia. Una apariencia que variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia.

En cualquier caso los nubarrones se cernían sobre Ivánov, aunque éste no los viera ni en sueños, pues Ivánov, a estas alturas de su vida, sólo veía a Ivánov, llegando incluso al ridículo más espantoso durante una entrevista realizada por dos jóvenes del Periódico Literario de los Komsomoles de la Federación Rusa, quienes le hicieron, entre muchas otras, las siguientes preguntas:

Jóvenes komsomoles: ¿Por qué cree que su primera gran obra, la que logra el favor de las masas obreras y campesinas, la escribe usted ya cerca de los sesenta años? ¿Cuántos años tardó en meditar la trama de El ocaso? ¿Es la obra de su madurez?

Efraim Ivánov: Tengo sólo cincuentainueve años. Aún me queda tiempo antes de cumplir los sesenta. Y me gustaría recordar que El Quijote la escribió el español Cervantes más o menos a mi misma edad.

Jóvenes komsomoles: ¿Cree usted que su obra es como El Quijote de la novela científica soviética?

Efraim Ivánov: Algo de eso hay, sin duda, algo de eso hay.

Así que Ivánov se consideraba el Cervantes de la literatura fantástica. Veía nubes con forma de guillotina, veía nubes con forma de tiro en la nuca, pero en realidad sólo se veía a sí mismo cabalgando junto a un Sancho misterioso y útil por las estepas de la gloria literaria.

Peligro, peligro, decían los mujiks, peligro, peligro, decían los kulaks, peligro, peligro, decían los firmantes de la Declaración de los 46, peligro, peligro, decían los popes muertos, peligro, peligro, decía el fantasma de Inés Armand, pero Ivánov nunca se distinguió por su buen oído ni por discernir con antelación la proximidad de nubarrones ni la cercanía de las tormentas, y tras un periplo más bien mediocre como articulista y conferenciante, resuelto con brillantez pues no se le pedía más que ser mediocre, volvió a encerrarse en su habitación moscovita y acumuló resmas de papel y le cambió la cinta a su máquina de escribir, y luego empezó a buscar a Ansky, pues quería entregar a su editor, a más tardar en cuatro meses, una nueva novela.

Por esas fechas Ansky trabajaba en un proyecto radiofónico que debía cubrir toda Europa y llegar también hasta el último rincón de Siberia. En 1930, decían los cuadernos, Trotski fue expulsado de la Unión Soviética (aunque en realidad fue expulsado en 1929, error atribuible a la transparencia informativa rusa) y el ánimo de Ansky empezaba a flaquear. En 1930 se suicidó Maiakovski. En 1930, por más ingenuo o imbécil que uno fuera, ya se veía que la revolución de octubre había sido derrotada.

Pero Ivánov quería otra novela y buscó a Ansky.

En 1932 publicó su nueva novela, titulada El mediodía. En 1934 apareció otra, titulada El amanecer. En ambas abundaban los extraterrestres, los vuelos interplanetarios, el tiempo dislocado, la existencia de dos o más civilizaciones avanzadas que visitaban periódicamente la Tierra, las luchas, a menudo trapaceras y violentas, de estas civilizaciones, los personajes errabundos.

En 1935 retiraron las obras de Ivánov de las librerías. Pocos días después, mediante una circular oficial, le comunicaron su expulsión del partido. Según Ansky, Ivánov se pasó tres días sin poder levantarse de la cama. Sobre ésta tenía sus tres novelas y constantemente las releía buscando algo que justificara su expulsión. Gemía y lanzaba ayes lastimeros y procuraba sin éxito refugiarse en los recuerdos de su primera infancia. Acariciaba los lomos de sus libros con una melancolía que rompía el corazón. A veces se levantaba y se acercaba a la ventana y se pasaba horas mirando la calle.

En 1936, con el inicio de la primera gran purga, fue detenido. Pasó cuatro meses en un calabozo y firmó todos los papeles que le pusieron delante. Al salir, y ante el trato de apestado que recibió de sus antiguos amigos literatos, intentó escribirle a Gorki para que intercediera por él, pero Gorki, gravemente enfermo, no contestó su carta. Después Gorki murió e Ivánov acudió al entierro. Cuando lo vieron allí, un poeta y un novelista, ambos jóvenes y del círculo de Gorki, se dirigieron a él y le preguntaron si no tenía vergüenza, si se había vuelto loco, si no comprendía que su sola presencia era un insulto para la memoria del maestro.

—Gorki me escribió —contestó Ivánov—. A Gorki le gustó mi novela. Es lo menos que puedo hacer por él.

—Lo menos que puedes hacer por él, camarada —dijo el poeta—, es suicidarte.

—Sí, no es mala idea —dijo el novelista—, arrójate por una ventana de tu casa y asunto solucionado.

—¿Pero qué decís, camaradas? —sollozó Ivánov.

Una muchacha que vestía una chaqueta de cuero que le llegaba casi hasta las rodillas se acercó a ellos y preguntó qué pasaba.

—Es Efraim Ivánov —contestó el poeta.

—Ah, entonces ni hablar —dijo la muchacha—, haced que se marche.

—No puedo —dijo Ivánov, la cara mojada en llanto.

—¿Por qué no puedes, camarada? —dijo la muchacha.

—Porque las piernas ya no me responden, soy incapaz de dar un paso.

Durante unos segundos la muchacha lo miró a los ojos. Ivánov, sostenido de cada brazo por los dos jóvenes escritores, no podía dar una imagen de mayor desamparo, lo que decidió finalmente a la muchacha a acompañarlo fuera del cementerio. Pero una vez en la calle Ivánov seguía sin poder valerse por sí solo, así que la muchacha lo acompañó hasta la estación del tranvía y luego decidió (Ivánov no paraba de llorar y daba la impresión de que iba a sufrir una lipotimia en cualquier instante) subir al tranvía con él y de esta manera, posponiendo cada cierto trecho la despedida, lo ayudó a subir las escaleras de su casa y lo ayudó a abrir la puerta de su habitación y lo ayudó a tirarse en la cama y mientras Ivánov seguía deshaciéndose en lágrimas y palabras incoherentes la muchacha se puso a examinar su biblioteca, bastante pobre, por otra parte, hasta que la puerta se abrió y entró Ansky.

Se llamaba Nadja Yurenieva y tenía diecinueve años. Esa misma noche hizo el amor con Ansky, después de que Ivánov consiguiera dormirse tras varios vasos de vodka. Lo hicieron en la habitación de Ansky y cualquiera que los hubiera visto habría dicho que follaban como si al cabo de unas horas se fueran a morir. En realidad Nadja Yurenieva follaba como lo hacía una gran parte de las moscovitas durante aquel año de 1936 y Borís Ansky follaba como si de pronto, y perdida ya toda esperanza, hubiera encontrado a su único y verdadero amor. Ninguno de los dos pensaba (o quería pensar) en la muerte, pero ambos se movían, o se trenzaban, o dialogaban, como si estuvieran al borde del abismo.

Al amanecer se durmieron y cuando Ansky despertó, poco después del mediodía, Nadja Yurenieva ya no estaba. Al principio, lo que Ansky sintió fue desesperación y luego miedo, y tras vestirse salió corriendo hacia la casa de Ivánov para que éste le diera alguna pista que le permitiera encontrar a la muchacha. Encontró a Ivánov ocupado escribiendo cartas. Debo aclarar este asunto, decía, debo deshacer este embrollo y sólo así me salvaré. Ansky le preguntó a qué embrollo se refería. A las malditas novelas de ciencia ficción, gritó Ivánov con todas sus fuerzas. El grito fue desgarrador, como una zarpa, pero no una zarpa que hiriera a Ansky o a los adversarios reales de Ivánov, sino más bien fue similar a una zarpa que tras ser lanzada quedara colgando en medio de la habitación, como un globo de helio, una zarpa con conciencia de sí misma, un animal-zarpa que se preguntaba qué demonios hacía en esa habitación más bien desordenada, quién era ese viejo sentado a la mesa, quién el joven de pie y con el pelo alborotado, antes de caer al suelo, desinflada, devuelta una vez más a la nada.

—Dios mío, qué grito he pegado —dijo Ivánov.

Luego se pusieron a hablar de la joven Nadja, Nadesha, Nadiushka, Nadiushkina, e Ivánov, antes de soltar prenda, quiso saber si habían hecho el amor. Y luego quiso saber cuántas horas lo habían hecho. Y luego si Nadiushka era experimentada o no. Y luego las posturas. Y como Ansky satisfacía sin reparo todas sus preguntas Ivánov se fue yendo por el lado sentimental. Jodidos jóvenes, decía. Jodidísimos jóvenes. Ah, puerquita. Vaya con el par de marranos. Ay, el amor. Y el lado sentimental, ese lado que sólo podía ver pero no tocar, le hizo recordar que estaba desnudo, no allí, sentado a la mesa, al contrario, bien embutido en una bata roja estaba, una bata o batín, para ser más precisos, con las siglas del Partido Comunista de la Federación Rusa bordadas en la solapa, y un pañuelo de seda en el cuello, regalo de un escritor francés medio marica a quien conoció en un congreso y del que nunca leyó nada, sino desnudo en sentido figurado, desnudo en todos los otros frentes, el político, el literario, el económico, y esta certidumbre lo hizo recaer en la melancolía.

—Nadja Yurenieva es, creo, una estudiante o una aprendiz de poeta —dijo—, y me odia profundamente. La conocí en el entierro de Gorki. Ella y otros dos matones me echaron de allí. No es mala persona. Tampoco los otros. Seguramente son buenos comunistas, de buen corazón, unos soviéticos cabales. Entiéndeme: yo los comprendo.

Después Ivánov le hizo un gesto a Ansky para que se acercara.

—Si de ellos dependiese —le murmuró al oído—, me hubieran pegado un balazo allí mismo, los hijos de puta, y luego habrían arrastrado mi cuerpo hasta el agujero de la fosa común.

El aliento de Ivánov olía a vodka y a cloaca, era un aliento ácido y espeso, de cosa en descomposición, que recordaba casas vacías junto a pantanos, un anochecer a las cuatro de la tarde, el vaho que subía por la hierba enferma hasta cubrir las ventanas oscuras. Una película de terror, pensó Ansky. En donde todo está detenido, y está detenido porque se sabe perdido.

Pero Ivánov dijo ay, el amor, y Ansky, a su manera, también dijo ay, el amor. Así que durante los días que siguieron se puso a buscar, sin desmayo, a Nadja Yurenieva, y al final la encontró, vestida con su larga chaqueta de cuero, sentada en uno de los paraninfos de la Universidad de Moscú, con pinta de huérfana, de huérfana voluntariosa, escuchando las arengas o los poemas o las naderías rimadas de un cursi (¡o lo que fuera!) que recitaba mirando a su auditorio mientras en la mano izquierda sostenía su manuscrito bobo al que de vez en cuando le echaba una mirada con gesto teatral e innecesario, pues a la vista estaba que poseía una buena memoria.

Y Nadja Yurenieva vio a Ansky y se levantó discretamente y salió del paraninfo en donde el mal poeta soviético (tan inconsciente y necio y remilgado y timorato y melindroso como un poeta lírico mexicano, en realidad como un poeta lírico latinoamericano, esos pobres fenómenos raquíticos e hinchados) desgranaba sus rimas sobre la producción de acero (con la misma supina ignorancia arrogante con que los poetas latinoamericanos hablan de su yo, de su edad, de su otredad), y salió a las calles de Moscú, seguida por Ansky, que no se acercaba a ella sino que permanecía a la zaga, a unos cinco metros, una distancia que se fue acortando a medida que el tiempo pasaba y el paseo se prolongaba. Nunca como entonces Ansky entendió mejor —y con mayor alegría— el suprematismo, creado por Kasimir Malévich, ni el primer punto de aquella declaración de independencia firmada en Vitebsk el 15 de noviembre de 1920, y que dice así: «Queda establecida la quinta dimensión».

En 1937 detuvieron a Ivánov.

Lo volvieron a interrogar largamente y luego lo metieron en una celda sin luz y se olvidaron de él. Su interrogador no tenía ni la más mínima idea de literatura y su principal interés era saber si Ivánov había mantenido reuniones con miembros de la oposición trotskista.

Durante el tiempo en que permaneció en su celda Ivánov se hizo amigo de una rata a la que puso el nombre de Nikita. Por las noches, cuando la rata aparecía, Ivánov sostenía largas conversaciones con ella. No hablaban, como pudiera suponerse, de literatura ni mucho menos de política sino de sus respectivas infancias. Ivánov le contaba a la rata cosas de su madre, en la que solía pensar a menudo, y cosas de sus hermanos, pero evitaba hablar de su padre. La rata, en un ruso apenas susurrado, le hablaba a su vez de las alcantarillas de Moscú, del cielo de las alcantarillas en donde, debido al florecimiento de ciertos detritus o a un proceso de fosforescencia inexplicable, siempre hay estrellas. Le hablaba también de la tibieza de su madre, de las travesuras sin sentido de sus hermanas y de la enorme risa que estas travesuras solían provocarle y que aún hoy, en el recuerdo, le dibujaban una sonrisa en su escuálida cara de rata.

A veces Ivánov se dejaba llevar por el abatimiento, apoyaba una mejilla en la palma de la mano y le preguntaba a Nikita qué sería de ellos.

La rata entonces lo miraba con unos ojos tristes y perplejos a partes iguales y esa mirada hacía comprender a Ivánov que la pobre rata era aún más inocente que él. Una semana después de haberlo metido en la celda (aunque para Ivánov más que una semana había pasado un año) lo volvieron a interrogar y sin necesidad de golpearle lo hicieron firmar varios papeles y documentos. No volvió a su celda. Lo sacaron directamente a un patio, alguien le pegó un tiro en la nuca y luego metieron su cadáver en la parte de atrás de un camión.

A partir de la muerte de Ivánov el cuaderno de Ansky se vuelve caótico, aparentemente inconexo, aunque en medio del caos Reiter encontró una estructura y cierto orden. Habla de los escritores. Dice que los únicos escritores viables (aunque no explica a qué se refiere con la palabra viable) son los que provienen del lumpen y de la aristocracia. El escritor proletario y el escritor burgués, dice, son sólo figuras decorativas. Habla sobre el sexo. Recuerda a Sade y a una misteriosa figura rusa, el monje Lapishin, que vivió en el siglo XVII y que dejó varios escritos (acompañados de sus correspondientes dibujos) sobre prácticas sexuales grupales en la región comprendida entre el río Dvina y el Pechora.

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