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La parte de Archimboldi

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Al día siguiente Ingeborg estaba malhumorada y todo lo que hacían o decían sus hermanas y su madre le parecía hecho o dicho contra ella. La situación, a partir de entonces, se volvió tan tensa que ni ella podía leer ni él podía escribir. A veces Reiter tenía la impresión de que Ingeborg estaba celosa de Hilde, cuando en buena lid de quien debía estar celosa era de Grete. A veces, antes de marcharse a trabajar, Reiter veía desde la ventana de la buhardilla a los dos oficiales con los que salía Hilde, que se ponían a gritar su nombre y a silbar desde la acera de enfrente. En más de una ocasión bajó con ella las escaleras y le aconsejó que tuviera cuidado. Despreocupada, Hilde le contestaba:

—¿Qué me pueden hacer?, ¿bombardearme?

Y luego se reía y Reiter también se reía con sus respuestas.

—A lo sumo me harán lo que tú le haces a Ingeborg —le dijo una vez, y Reiter estuvo durante mucho rato repitiéndose esa contestación.

Lo que yo le hago a Ingeborg. ¿Pero qué le hacía él a Ingeborg sino amarla?

Por fin, un día la madre y las hermanas decidieron volver al pueblo del Westerwald, en donde se había establecido la familia, y Reiter e Ingeborg volvieron a quedarse solos. Ahora podemos amarnos con tranquilidad, le dijo Ingeborg. Reiter la miró: Ingeborg se había levantado y estaba poniendo un poco de orden en la casa. El camisón era de color marfil y los pies de ella eran huesudos y alargados y casi del mismo color. A partir de ese día la salud de ella mejoró notablemente y cuando llegó la fecha fatídica anunciada por el médico inglés se encontraba mejor que nunca.

Poco después se puso a trabajar en un taller de costura que transformaba los vestidos antiguos en vestidos nuevos, los vestidos pasados de moda en vestidos a la moda. En el taller tenían tres máquinas de coser, pero gracias a la iniciativa de la dueña, una mujer emprendedora y pesimista que no tenía la menor duda de que la Tercera Guerra Mundial empezaría a más tardar en 1950, el negocio prosperó. Al principio el trabajo de Ingeborg estribaba en coser trozos de tela conforme a los patrones que preparaba la señora Raab, pero al poco tiempo y debido al trabajo ingente del pequeño negocio, su labor consistió en visitar tiendas de moda femenina y tomar pedidos que luego ella misma se encargaba de entregar.

Por aquellas fechas Reiter terminó de escribir su primera novela. La tituló Lüdicke y tuvo que recorrer callejones perdidos de Colonia en busca de alguien que alquilara una máquina de escribir, pues decidió que no se la iba a pedir prestada ni a alquilar a ningún conocido, es decir a nadie que supiera que él se llamaba Hans Reiter. Finalmente encontró a un viejo que poseía una vieja máquina francesa y que, aunque no se dedicaba a alquilarla, hacía una excepción con los escritores.

La cifra que le pidió el viejo era alta y al principio Reiter pensó que lo mejor era seguir buscando, pero cuando vio la máquina, perfectamente conservada, sin una mota de polvo, con todas las letras dispuestas a dejar su impronta en el papel, decidió que bien podía darse el lujo de pagarle. El viejo pedía el dinero por adelantado y aquella misma noche, en el bar, Reiter pidió y obtuvo varios préstamos de las chicas. Al día siguiente volvió y le mostró el dinero, pero entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. Reiter dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—Me llamo Benno von Archimboldi.

El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.

—Mi nombre es Benno von Archimboldi, señor —dijo Reiter—, y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio. Los ojos del viejo eran de color marrón oscuro, aunque bajo la débil luz de su estudio semejaban ser de color negro. Los ojos de Archimboldi eran azules y al viejo le parecieron los ojos de un joven poeta, unos ojos cansados, maltratados, enrojecidos, pero jóvenes y en cierto sentido puros, aunque el viejo hacía mucho que había dejado de creer en la pureza.

—Este país —le dijo a Reiter, que aquella tarde se convirtió, tal vez, en Archimboldi— ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo. Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo. Ahora lloramos y nos afligimos y decimos ¡no lo sabíamos!, ¡lo ignorábamos!, ¡fueron los nazis!, ¡nosotros hubiéramos actuado de otra manera! Sabemos gemir. Sabemos provocar lástima y pena. No nos importa que se burlen de nosotros, mientras nos compadezcan y nos perdonen. Ya habrá tiempo para que inauguremos un largo puente de amnesia. ¿Comprende usted lo que quiero decir?

—Lo comprendo —dijo Archimboldi.

—Yo fui escritor —dijo el viejo.

—Pero lo dejé. Esta máquina de escribir me la regaló mi padre. Un padre cariñoso y culto que llegó a vivir hasta los noventaitrés años de edad. Un hombre básicamente bueno. Un hombre que creía, de más está decirlo, en el progreso. Pobre mi padre. Creía en el progreso y por supuesto creía en la bondad intrínseca del ser humano. Yo también creo en la bondad intrínseca del ser humano, pero eso no significa nada. Un asesino, en el fondo, es bueno. Los alemanes eso lo sabemos bien. ¿Y qué? Puedo pasar una noche bebiendo con un asesino y tal vez, al contemplar ambos la aurora, nos pongamos a cantar o a tararear una pieza de Beethoven. ¿Y qué? Puede el asesino llorar en mi hombro. Normal. Ser asesino no es fácil. Eso lo sabemos bien usted y yo. No es nada fácil. Exige pureza y voluntad, voluntad y pureza. La pureza del cristal y una voluntad de hierro. E incluso puedo yo ponerme a llorar en el hombro del asesino y susurrarle palabras dulces como «hermano», «camarada», «compañero de infortunios». En ese momento el asesino es bueno, puesto que es intrínsecamente bueno, y yo soy un idiota, puesto que soy intrínsecamente un idiota, y ambos somos sentimentales, puesto que nuestra cultura tiende irrefrenablemente a la sentimentalidad. Pero cuando la obra se acaba y yo estoy solo, el asesino abrirá la ventana de mi cuarto y entrará con sus pasitos de enfermero y me degollará hasta que no quede una gota de mi sangre.

Pobre mi padre mío. Fui escritor, fui escritor, pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por ellos.

Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿Quién ha escrito tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia —le dijo el viejo exescritor a Archimboldi y Archimboldi recordó a Ansky—. Quien en verdad está escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra.

Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa, lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario, decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra desgracia, la flor mágica del invierno!

Disculpe las metáforas. A veces me excito y me pongo romántico. Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?

Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir: somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.

Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando. El detective está jugando y equivocándose.

El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece. Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.

En una palabra: lo mejor es la experiencia. No le diré que la experiencia no se obtenga en el trato constante con una biblioteca, pero por encima de la biblioteca prevalece la experiencia. La experiencia es la madre de la ciencia, se suele decir. Cuando yo era joven y aún pensaba que haría carrera en el mundo de las letras, conocí a un gran escritor. Un gran escritor que probablemente había escrito una obra maestra, si bien a juicio mío toda su producción era una obra maestra.

No le voy a decir su nombre. Ni a usted le conviene que yo se lo diga ni a efectos de la historia es indispensable saberlo. Confórmese con saber que era alemán y que un día vino a Colonia a dar unas conferencias. Por supuesto, yo no me perdí ni una sola de las tres charlas que dio en la universidad de nuestra ciudad. En la última conseguí un asiento en primera fila y me dediqué, más que a escucharlo (en realidad repetía cosas que ya había dicho en la primera y la segunda conferencia), a observarlo en detalle, sus manos, por ejemplo, unas manos enérgicas y huesudas, su cuello de hombre viejo similar al cuello de un pavo o de un gallo sin plumas, sus pómulos ligeramente eslavos, sus labios exangües, unos labios que uno podía tajear con una navaja y de los cuales podía tener la seguridad de que no saldría ni una gota de sangre, sus sienes grises como un mar revuelto, y sobre todo sus ojos, unos ojos profundos y que, dependiendo de ligeros movimientos de su cabeza, en ocasiones semejaban dos túneles sin fondo, dos túneles abandonados y a punto de derrumbarse.

Por supuesto, terminada la conferencia su persona fue acaparada por los notables de la ciudad y yo no pude ni siquiera estrechar su mano y decirle cuánto lo admiraba. Pasó el tiempo. Este escritor murió y yo seguí, como es lógico, leyéndolo y releyéndolo. Llegó el día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio, dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!

Pero ése es otro tema. Ya hablaremos de eso cuando me devuelva mi máquina. El recuerdo de la visita de este gran escritor a mi ciudad, sin embargo, no me abandonaba. Entretanto comencé a trabajar en una fábrica de instrumental óptico. Me ganaba bien la vida. Era soltero, tenía dinero, acudía semanalmente al cine, al teatro, a exposiciones, y además estudiaba inglés y francés, y visitaba librerías donde compraba los libros que se me antojaban.

Una vida muelle. Pero el recuerdo de la visita del gran escritor no me abandonaba y, lo que es peor, de repente caí en la cuenta de que sólo recordaba la tercera conferencia, y que mis recuerdos se circunscribían a su rostro, como si ese rostro hubiera pretendido decirme algo que finalmente no me dijo. ¿Pero qué? Un día, por motivos que no vienen al caso, acompañé a un amigo médico al depósito de cadáveres de la universidad. No creo que usted haya estado allí. El depósito está en los sótanos y es una larga galería con paredes de baldosas blancas y techo de madera. En medio hay un anfiteatro en donde se realizan autopsias, disecciones y demás monstruosidades científicas. Después hay dos pequeñas oficinas, la del decano de los estudios forenses y la de otro profesor. En los extremos se encuentran las salas refrigeradas en donde se hallan los cadáveres, cuerpos de indigentes o de personas sin papeles a quienes la muerte visitó en hoteles de paso.

En aquella época demostré un interés sin duda morboso por estas instalaciones y mi amigo médico se encargó amablemente de enseñármelas con todo lujo de explicaciones e incluso asistimos a la última autopsia del día. Luego mi amigo se encerró con el decano en su despacho y yo me quedé solo en el pasillo, aguardándolo, mientras los estudiantes se marchaban y una especie de letargo crepuscular se filtraba por debajo de las puertas como gas venenoso. A los diez minutos de estar esperando oí un ruido que me sobresaltó proveniente de uno de los depósitos. Le aseguro que en aquella época eso bastaba para asustar a cualquiera, pero yo nunca he sido excesivamente cobarde y me dirigí hacia allí.

Al abrir la puerta un soplo de aire frío me dio de lleno en el rostro. En el fondo del depósito, junto a una camilla, un hombre intentaba abrir uno de los nichos para depositar en él un cadáver, pero por más que forcejeaba el nicho o la celdilla en cuestión no cedía. Sin moverme de al lado de la puerta le pregunté si necesitaba ayuda. El hombre se irguió, era muy alto, y me miró de una forma que a mí, entonces, me pareció desconsolada. Tal vez esa impresión de desconsuelo en su mirada me animó a acercarme a él. Mientras lo hacía, franqueado por cadáveres, encendí un cigarrillo para templar mis nervios y, al llegar junto a él, lo primero que hice fue ofrecerle otro cigarrillo, tal vez forzando una camaradería que no existía.

El empleado de la morgue sólo entonces me miró y a mí me pareció haber retrocedido en el tiempo. Sus ojos eran exactamente iguales que los ojos del gran escritor a cuyas conferencias en Colonia yo había asistido como un peregrino. Le confieso que incluso por unos segundos pensé que me estaba, en ese preciso momento, volviendo loco. Me sacó del apuro la voz del empleado de la morgue, en nada parecida a la voz entrañable del gran escritor. Dijo: aquí no se permite fumar.

No supe qué contestarle. Añadió: el humo perjudica a los muertos. Me reí. Dio una nota explicativa: el humo perjudica su conservación. Hice un gesto que en nada me comprometía. Él lo intentó por última vez: habló de unos filtros, habló de la humedad, pronunció la palabra pureza. Volví a ofrecerle un cigarrillo y resignadamente anunció que no fumaba. Le pregunté si llevaba mucho tiempo trabajando allí. Con un tono impersonal y una voz levemente chillona, dijo que trabajaba en la universidad desde mucho antes de la guerra del catorce.

—¿Siempre en la morgue? —le pregunté.

—No he conocido otro lugar —me contestó.

—Es curioso —le dije—, pero su rostro, sobre todo sus ojos, me recuerdan los ojos de un gran escritor alemán. —Aquí dije el nombre del escritor.

—No he oído hablar de él —fue su respuesta.

En otra época esta respuesta me habría soliviantado, pero a Dios gracias yo vivía una nueva vida. Le comenté que trabajar en la morgue sin duda lo llevaría a reflexiones atinadas o por lo menos originales acerca del destino humano. Me miró como si me estuviera burlando de él o hablando en francés. Insistí. Aquel marco, dije extendiendo los brazos y abarcando todo el depósito, era en cierta manera el lugar ideal para pensar en la brevedad de la vida, en lo insondable que resulta el destino de los hombres, en la futilidad de los empeños mundanos.

Con un sobrecogimiento de horror, de golpe me di cuenta de que estaba hablándole como si él fuera el gran escritor alemán y aquélla nuestra charla que jamás se produjo. No tengo mucho tiempo, me dijo. Volví a mirar sus ojos. No me cupo la menor duda: eran los ojos de mi ídolo. Y su respuesta: no tengo mucho tiempo. ¡Cuántas puertas abría esa respuesta! ¡Cuántos caminos quedaban de pronto despejados, visibles, tras esa respuesta!

No tengo mucho tiempo, he de acarrear cadáveres de arriba abajo. No tengo mucho tiempo, he de respirar, comer, beber, dormir. No tengo mucho tiempo, he de moverme al compás del engranaje. No tengo mucho tiempo, estoy viviendo. No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo. Como usted comprenderá, ya no hubo más preguntas. Lo ayudé a abrir el nicho. Quise ayudarlo a meter el cadáver pero mi torpeza en tales lides hizo que la sábana que lo cubría se corriera y entonces vi el rostro del cadáver y cerré los ojos y agaché la cabeza y lo dejé trabajar en paz.

Cuando salí mi amigo me observaba en silencio desde la puerta del depósito. ¿Todo bien?, me preguntó. No pude o no supe responderle. Tal vez dije: todo mal. Pero no era eso lo que quería decir.

Antes de que Archimboldi se despidiera de él, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo:

—Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla.

En una de las tantas travesías que Archimboldi hizo por la ciudad en busca de alguien que le alquilara una máquina de escribir volvió a encontrar a los dos vagabundos con los que había compartido sótano antes de trasladarse a la buhardilla.

Aparentemente pocas cosas habían cambiado en sus antiguos compañeros de infortunio. El viejo periodista había intentado conseguir trabajo en el nuevo periódico de Colonia, en donde no lo aceptaron por su pasado nazi. Su carácter jovial y bonachón fue desapareciendo conforme se prolongaba el período de adversidades y comenzaban a manifestarse los achaques propios de la edad. El veterano tanquista, por el contrario, trabajaba ahora en un taller de reparación de motores y había ingresado en el Partido Comunista.

Cuando ambos estaban juntos en el sótano, no paraban de pelearse. El tanquista le reprochaba al viejo periodista su militancia nazi y su cobardía. El viejo periodista se ponía de rodillas y juraba a voz en cuello que sí, que era un cobarde, pero que nazi, lo que se dice nazi, no lo había sido nunca. Escribíamos al dictado. Si no queríamos ser despedidos, teníamos que escribir al dictado, gemía ante la indiferencia del tanquista, que añadía a sus reproches el hecho irrefutable de que mientras él y otros como él combatían dentro de tanques que se averiaban y se quemaban, el periodista y otros como él se resignaban a escribir mentiras propagandísticas, pasando por encima de los sentimientos de los tanquistas y de las madres de los tanquistas e incluso de las novias de los tanquistas.

—Esto —le decía— no te lo perdonaré nunca, Otto.

—Pero si no es mi culpa —gemía el periodista.

—Llora, llora —le decía el tanquista.

—Intentábamos hacer poesía —decía el periodista—, intentábamos dejar que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.

—Pues ya has visto, cerdo asqueroso, lo que vino después —replicaba el tanquista.

A veces, el periodista hablaba del suicidio.

—No veo otra solución —le dijo a Archimboldi cuando los fue a visitar—. Como periodista estoy liquidado. Como obrero no tengo ni la más mínima posibilidad. Como empleado de alguna administración local, siempre estaré marcado por mi pasado. Como trabajador independiente, no sé hacer nada a derechas. ¿Para qué prolongar, entonces, mi sufrimiento?

—Para pagar tu deuda con la sociedad, para expiar tus mentiras —le gritó el tanquista, que permanecía sentado a la mesa, fingiendo estar enfrascado en la lectura de un periódico, pero en realidad escuchándolo.

—No sabes lo que dices, Gustav —le respondió el periodista—. Mi único pecado, te lo he dicho cien mil veces, ha sido el de la cobardía, y lo estoy pagando caro.

—Aún más caro lo tienes que pagar, Otto, aún más caro.

Durante esa visita Archimboldi le sugirió al periodista que tal vez su suerte cambiara si se iba a otra ciudad, una ciudad menos castigada que Colonia, una ciudad más pequeña en donde no lo conociera nadie, una posibilidad que al periodista no se le había pasado por la cabeza y que a partir de ese momento comenzó a sopesar seriamente.

Veinte días tardó Archimboldi en pasar a máquina su novela. Hizo una copia con papel carbón y luego buscó, en la biblioteca pública que acababa de reabrir sus puertas, los nombres de dos editoriales a las que enviar el manuscrito. Al cabo de un largo escrutinio se dio cuenta de que las editoriales de muchos de sus libros favoritos hacía tiempo que habían dejado de existir, algunas por problemas económicos o por desidia o desinterés de sus propietarios, otras porque los nazis las habían cerrado o habían encarcelado a sus editores y algunas porque habían sido borradas por los bombardeos aliados.

Una de las bibliotecarias, que lo conocía y sabía que escribía, le preguntó si tenía un problema y Archimboldi le contó que buscaba editoriales literarias que aún permanecieran en activo. La bibliotecaria le dijo que ella lo podía ayudar. Durante un rato estuvo mirando unos papeles y luego hizo una llamada telefónica. Cuando volvió le entregó a Archimboldi una lista de veinte editoriales, el mismo número de días que había invertido en mecanografiar su novela, lo que sin duda constituía un buen presagio. Pero el problema era que sólo tenía el original y una copia y que por lo tanto debía escoger únicamente dos. Esa noche, de pie en la puerta del bar, de tanto en tanto sacaba el papel y lo estudiaba. Nunca como entonces los nombres de las editoriales le parecieron tan hermosos, tan distinguidos, tan llenos de promesas y de sueños. Decidió, empero, ser prudente y no dejarse llevar por el entusiasmo. El original lo fue a dejar personalmente a una editorial de Colonia. Ésta tenía la ventaja de que si se lo rechazaban el mismo Archimboldi podía ir a recuperar el manuscrito para enviarlo, acto seguido, a otra editorial. La copia en papel carbón la envió a una casa de Hamburgo que había publicado libros de la izquierda alemana hasta 1933, cuando el gobierno nazi no sólo cerró la empresa sino que también pretendió enviar a un campo de prisioneros a su editor, el señor Jacob Bubis, cosa que hubiera hecho si el señor Bubis no se les hubiera adelantado tomando el camino del exilio.

Al cabo de un mes de hacer ambos envíos la editorial de Colonia le respondió que su novela Lüdicke, pese a los innegables méritos que poseía, no entraba, lamentablemente, en sus planes de edición, pero que no dejara de enviarle su próxima novela. No quiso decirle a Ingeborg lo que había pasado y ese mismo día Archimboldi fue a recuperar su manuscrito, lo que le llevó algunas horas, pues en la editorial nadie parecía saber dónde se hallaba y Archimboldi no se mostró en modo alguno dispuesto a marcharse sin él. Al día siguiente lo llevó personalmente a otra editorial de Colonia, quienes lo rechazaron al cabo de un mes y medio más o menos con las mismas palabras que la primera editorial, tal vez añadiendo más adjetivos, tal vez deseándole una mejor fortuna en su próximo intento.

Ya sólo quedaba una editorial en Colonia, una editorial que de vez en cuando publicaba alguna novela o algún libro de poesía o algún libro de historia, pero el grueso de cuyo catálogo estaba compuesto por manuales prácticos de uso cotidiano que lo mismo instruían a mantener adecuadamente un jardín como a la correcta administración de los primeros auxilios o a la reutilización de los cascotes de las casas destruidas. La editorial se llamaba El Consejero y, al contrario que en las dos tentativas anteriores, esta vez salió a recibir el manuscrito el editor en persona. Y no fue por falta de empleados, como le hizo notar a Archimboldi, pues en la editorial trabajaban por lo menos cinco personas, sino porque al editor le gustaba ver la cara que tenían los escritores que pretendían publicar en su casa. La conversación que tuvieron fue, tal como la recordaba Archimboldi, extraña. El editor tenía cara de gángster. Era un tipo joven, sólo un poco mayor que él, vestido con un traje de excelente corte que le quedaba, sin embargo, un poco estrecho, como si subrepticiamente, de la noche a la mañana, hubiera engordado diez kilos.

Durante la guerra había servido en una unidad de paracaidistas, aunque nunca, se apresuró a aclarar, saltó en paracaídas, pese a que ganas no le faltaron. En su historial militar se contaba la participación en varias batallas, en diferentes teatros de operaciones, sobre todo en Italia y en Normandía. Aseguraba haber experimentado un bombardeo en alfombra de la aviación norteamericana. Y decía conocer la fórmula para soportarlo. Como Archimboldi había hecho toda la guerra en el este no tenía idea de qué significaba un bombardeo en alfombra y así lo expresó. El editor, que se llamaba Michael Bittner pero al que le gustaba o le complacía que sus amigos lo llamaran Mickey, como el ratoncito, le explicó que un bombardeo en alfombra era cuando un montón de aviones enemigos, pero un montón grande, enorme, superlativo, dejaba caer sus bombas sobre un terreno limitado del frente, un trozo de campo previamente acotado, hasta que de él no quedaba ni una brizna de hierba.

—No sé si me he explicado con claridad, Benno —dijo mirando a Archimboldi fijamente a los ojos.

—Se ha explicado usted con claridad meridiana, Mickey —dijo Archimboldi al tiempo que pensaba que el tipo en cuestión no sólo era pesado sino también ridículo, con esa ridiculez que sólo tienen los histriones y los pobres diablos convencidos de haber participado en un momento determinante de la historia, cuando es bien sabido, pensó Archimboldi, que la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.

Pero Mickey Bittner lo que quería, el pobre infeliz embutido en su estrecho traje de tan buen corte, era explicarle el efecto que causaba en los soldados el bombardeo en alfombra y el sistema que él ideó para combatirlo. El ruido. Lo primero es el ruido. El soldado está en su trinchera o en su posición mal fortificada y de pronto oye el ruido. Ruido de aviones. Pero no ruido de cazas o de cazabombarderos, que es un ruido rápido, si se me permite hablar así, un ruido de vuelo bajo, sino un ruido que llega de lo más alto del cielo, un ruido ronco y bronco que no presagia nada bueno, como si se acercara una tormenta y las nubes chocaran entre sí, pero el problema es que no hay nubes ni tormenta. Por supuesto, el soldado alza la vista. Al principio no ve nada. El artillero alza la vista. No ve nada. El ametralladorista, el servidor de una pieza de mortero, el explorador de avanzada alzan la vista y no ven nada. El conductor de un vehículo blindado o de un cañón de asalto alza la vista. Tampoco ve nada. Por precaución, sin embargo, el conductor saca su vehículo de la carretera. Lo estaciona debajo de un árbol o lo cubre con una malla de camuflaje. Justo después aparecen los primeros aviones.

Los soldados los miran. Son muchos, pero los soldados creen que se dirigen a bombardear alguna ciudad en la retaguardia. Ciudad o puentes o líneas férreas. Son muchos, tantos que ennegrecen el cielo, pero sus objetivos seguramente están en alguna zona industrial de Alemania. Para sorpresa general los aviones sueltan sus bombas y las bombas caen en un área limitada. Y después de la primera oleada llega una segunda oleada. El ruido entonces se hace ensordecedor. Las bombas caen y abren cráteres en la tierra. Los bosquecillos se incendian. El boscaje, la principal trinchera de Normandía, empieza a desaparecer. Todos los setos saltan. Las terrazas se desmoronan. Muchos soldados se quedan sordos momentáneamente. Unos pocos no pueden soportarlo y echan a correr. En ese momento ya está sobre el campo acotado la tercera oleada de aviones descargando sus bombas. El ruido, algo que parecía imposible, se hace mayor. Más vale decirle ruido. Se le podría llamar estruendo, rugido, fragor, martilleo, suma estridencia, mugido de los dioses, pero ruido es una palabra sencilla que designa igual de mal aquello que no tiene nombre. El ametralladorista muere. Sobre su cuerpo muerto cae de lleno otra bomba. Sus huesos y los jirones de carne se esparcen por lugares que treinta segundos después serán batidos por otras bombas. El servidor de la pieza de morteros es volatilizado. El conductor del vehículo blindado pone en marcha su vehículo e intenta buscar un refugio mejor pero en el camino recibe el impacto de una bomba y luego otras dos bombas convierten el vehículo y al conductor en una sola cosa informe a mitad de camino entre la chatarra y la lava. Después viene la cuarta y la quinta oleada. Todo arde. Eso no parece Normandía sino la luna. Cuando los bombarderos han terminado de descargar sobre el terreno previamente acotado no se oye ni un solo pájaro. De hecho, en las áreas vecinas, tanto a la izquierda como a la derecha de las divisiones que han sido castigadas, donde no ha caído ni una sola bomba, tampoco se oye ni un solo pájaro.

Entonces aparecen las tropas enemigas. Para ellos, adentrarse en ese territorio gris acero, humeante, lleno de cráteres, es una experiencia que no carece de cierto horror. De entre la tierra ferozmente removida se alza de tanto en tanto un soldado alemán con ojos de loco. Algunos se rinden llorando. Otros, los paracaidistas, los veteranos de la Wehrmacht, algunos batallones de infantería SS, abren fuego, intentan restablecer la línea de mando, retrasar el avance enemigo. Unos pocos de esos soldados, los más indómitos, muestran claros signos de haber bebido. Entre éstos sin duda está el paracaidista Mickey Bittner, pues su receta para aguantar cualquier tipo de bombardeo es precisamente ésta: beber schnaps, beber coñac, beber aguardiente, beber grappa, beber whisky, beber cualquier bebida fuerte, incluso vino si no hay más remedio, para de esta manera evadirse de los ruidos, o para confundir los ruidos con las pulsaciones y circunvoluciones del cerebro.

Después Mickey Bittner quiso saber de qué iba la novela de Archimboldi y si se trataba de su primera novela o ya tenía una obra literaria a sus espaldas. Archimboldi le dijo que era su primera novela y le contó a grandes trazos su argumento. Le veo posibilidades, dijo Bittner. Acto seguido añadió: pero este año no se la podremos publicar. Y luego dijo: por supuesto, ni hablar de anticipo. Y más tarde aclaró: le daremos el cinco por ciento del precio de venta, un trato más que justo. Y luego confesó: en Alemania ya no se lee como antes, ahora hay cosas más prácticas en las que pensar. Y entonces Archimboldi tuvo la certeza de que ese tipo hablaba por hablar y que probablemente todos los mierdas de paracaidistas, los perros de Student, hablaban por hablar, sólo para escuchar su voz y comprobar que nadie, todavía, los había colgado.

Durante unos días Archimboldi estuvo pensando que lo que Alemania realmente necesitaba era una guerra civil.

No tenía ninguna fe en que Bittner, que seguramente no sabía nada de literatura, le fuera a publicar la novela. Se sentía nervioso y se le fueron las ganas de comer. Casi no leía y lo poco que leía lo turbaba tanto que nada más empezar un libro tenía que cerrar las páginas, pues se ponía a temblar y experimentaba unos deseos irrefrenables de salir a la calle y caminar. Hacer el amor sí que lo hacía, aunque en ocasiones, en mitad del acto, se iba a otro planeta, un planeta nevado en donde él memorizaba el cuaderno de Ansky.

—¿Dónde estás? —le decía Ingeborg cuando esto sucedía.

Hasta la voz de la mujer que amaba le llegaba como desde muy lejos. Al cabo de dos meses de no recibir respuesta, ni negativa ni afirmativa, Archimboldi se presentó en la editorial y pidió hablar con Mickey Bittner. La secretaria le dijo que el señor Bittner ahora se dedicaba al negocio de importación-exportación de bienes de primera necesidad y que muy raramente se le podía hallar en la editorial, que seguía siendo suya, naturalmente, aunque él casi no apareciera por allí. Tras insistir, Archimboldi obtuvo la dirección de la nueva oficina de Bittner, instalada en el extrarradio de Colonia. En un barrio de viejas fábricas del siglo XIX, encima de un almacén en donde se acumulaban grandes embalajes, estaba la oficina del nuevo negocio de Bittner, aunque a éste tampoco lo encontró allí.

En su lugar había tres veteranos paracaidistas y una secretaria con el pelo teñido de color plateado. Los paracaidistas le informaron de que Mickey Bittner se hallaba en aquel momento en Amberes cerrando un trato de una partida de plátanos. Luego todos se pusieron a reír y Archimboldi tardó en darse cuenta de que se reían de los plátanos y no de él. Después los paracaidistas se pusieron a hablar de cine, al que eran muy aficionados, al igual que la secretaria, y le preguntaron a Archimboldi en qué frente había estado y en qué arma servido, a lo que Archimboldi contestó que en el este, siempre en el este, y en la infantería hipomóvil, aunque en los últimos años no había visto un mulo o un caballo ni por casualidad. Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera, vaya, el sobreviviente olía bien, un olor fuerte, si acaso, pero bueno, como a perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un ligero aroma a yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal vez, pero lo que predominaba no era, ciertamente, el olor a yogur o a raíces sino otra cosa, una cosa que sorprendió a todos los que estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para enviarlos tras las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que apartaba las aguas, como hizo Moisés en el Mar Rojo, para que el soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie, pudiera pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a un manicomio en la patria, seguramente.

Los paracaidistas, que no eran malas personas, invitaron a Archimboldi a tomar parte en un negocio que tenían que solventar aquella misma noche. Archimboldi les preguntó a qué hora acabaría el negocio, pues no deseaba perder su trabajo en el bar, y los paracaidistas le aseguraron que a las once de la noche todo habría concluido. Quedaron en reunirse a las ocho en un bar cercano a la estación y antes de despedirse la secretaria le guiñó un ojo.

El bar se llamaba El Ruiseñor Amarillo y lo primero que le llamó la atención a Archimboldi cuando aparecieron los paracaidistas fue que todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro, muy parecidas a la de él. El trabajo consistía en vaciar parte de un vagón de tren de una carga de cocinillas portátiles del ejército norteamericano. Junto al vagón, en una vía apartada, encontraron a un norteamericano que primero les exigió una cantidad de dinero, que contó hasta el último billete, y luego les advirtió, como quien repite una prohibición ya sabida a unos niños cortos de entendederas, que sólo podían vaciar aquel vagón y no otro, y que de aquel vagón sólo podían vaciar las cajas que llevaban la marca PK.

Hablaba en inglés y uno de los paracaidistas le contestó en inglés diciéndole que no se preocupara. Después el norteamericano desapareció en la oscuridad y otro de los paracaidistas apareció con un camioncito de carga, con las luces apagadas, y tras descerrajar el candado del vagón empezaron a trabajar. Al cabo de una hora ya habían concluido y dos paracaidistas se metieron en la cabina y Archimboldi y el otro paracaidista se acomodaron detrás, en el reducido espacio que dejaban las cajas. Condujeron por calles apartadas, algunas carentes de alumbrado público, hasta la oficina que Mickey Bittner tenía en el extrarradio. Allí los esperaba la secretaria, con un termo de café caliente y una botella de whisky. Cuando hubieron descargado todo subieron a la oficina y se pusieron a hablar del general Udet. Los paracaidistas, mientras mezclaban whisky con el café, dieron cabida a los recuerdos históricos, que en este caso también eran recuerdos varoniles pespunteados por risas de desencanto, como si dijeran yo ya estoy de vuelta de todo, a mí no me la dan con queso, yo conozco la naturaleza humana, el choque incesante de las voluntades, mis recuerdos históricos están escritos con letras de fuego y son mi único capital, y así se pusieron a evocar la figura de Udet, el general Udet, el as de la aviación que se había suicidado por las calumnias vertidas por Goering.

Archimboldi no sabía muy bien quién era Udet y tampoco lo preguntó. Su nombre le sonaba, como le sonaban otros nombres, pero nada más. Dos de los paracaidistas habían visto a Udet en cierta ocasión y hablaban de él en los mejores términos.

—Uno de los mejores hombres de la Luftwaffe.

El tercer paracaidista los escuchaba y movía la cabeza, no muy seguro de lo que afirmaban sus compañeros, pero en modo alguno dispuesto a llevarles la contraria, y Archimboldi escuchaba espantado, pues si de algo estaba seguro era de que durante la Segunda Guerra Mundial había motivos más que sobrados para suicidarse, pero evidentemente no por los dimes y diretes de un tipejo como Goering.

—¿Así que ese Udet se suicidó por las intrigas de salón de Goering? —dijo—. ¿Así que ese Udet no se suicidó por los campos de exterminio ni por las carnicerías en el frente ni por las ciudades en llamas, sino porque Goering afirmó que era un inepto?

Los tres paracaidistas lo miraron como si lo vieran por primera vez, aunque no demostraron demasiada sorpresa.

—Tal vez Goering tenía razón —dijo Archimboldi sirviéndose un poco más de whisky y tapando la taza con el dorso de la mano cuando la secretaria pretendió llenársela de café—. Tal vez ese Udet en el fondo era inepto —dijo—. Tal vez ese Udet, realmente, era un manojo de nervios torpes y deshilachados —dijo—. Tal vez ese Udet era un maricón, como casi todos los alemanes que se dejaron sodomizar por Hitler —dijo.

—¿Es que tú eres austriaco? —preguntó uno de los paracaidistas.

—No, soy alemán, yo también —dijo Archimboldi.

Durante un rato los tres paracaidistas se quedaron en silencio, como preguntándose a sí mismos si lo mataban o si se contentaban con molerlo a palos. La seguridad de Archimboldi, que de tanto en tanto les lanzaba miradas de rabia en las que se podían leer muchas cosas menos miedo, los disuadió de una respuesta agresiva.

—Págale —dijo uno de ellos a la secretaria.

Ésta se levantó y abrió un armario metálico en cuya parte baja había una pequeña caja fuerte. El dinero que puso en las manos de Archimboldi equivalía a la mitad de su sueldo mensual en el bar de la Spenglerstrasse. Archimboldi se guardó el dinero en un bolsillo interior de la chaqueta ante la mirada nerviosa de los paracaidistas (que estaban seguros de que guardaba allí una pistola o por lo menos una navaja) y luego buscó la botella de whisky y no la halló. Preguntó por ella. La he guardado, dijo la secretaria, ya has bebido bastante, pequeñín. La palabra pequeñín le gustó a Archimboldi, pero aun así pidió más.

—Tómate un último trago y luego lárgate que tenemos cosas que hacer —dijo uno de los paracaidistas.

Archimboldi asintió con la cabeza. La secretaria le sirvió dos dedos de whisky. Archimboldi bebió con lentitud, saboreando la bebida, que supuso también era de contrabando. Luego se levantó y dos de los paracaidistas lo acompañaron hasta la puerta de calle. Afuera estaba a oscuras y aunque él sabía perfectamente hacia dónde tenía que ir, no pudo evitar meter los pies en los agujeros y baches que jalonaban aquel barrio.

Dos días después Archimboldi volvió a presentarse en la editorial de Mickey Bittner y la misma secretaria de la vez anterior, que lo reconoció, le dijo que habían encontrado su manuscrito. El señor Bittner estaba en su oficina. La secretaria le preguntó si deseaba verlo.

—¿Él desea verme a mí? —preguntó Archimboldi.

—Creo que sí —dijo la secretaria.

Durante unos segundos se le pasó por la cabeza que tal vez Bittner ahora deseara publicarle su novela. También podía querer verlo para ofrecerle otro trabajo en su negocio de importación-exportación. Pensó, sin embargo, que si lo veía probablemente le rompería la nariz y dijo que no.

—Buena suerte, entonces —dijo la secretaria.

—Gracias —dijo Archimboldi.

El manuscrito recuperado lo envió a una editorial de Munich. Después de ponerlo en el correo, al volver a casa, de golpe se dio cuenta de que durante todo ese tiempo apenas había escrito nada. Lo comentó con Ingeborg tras hacer el amor.

—Qué pérdida de tiempo —dijo ella.

—No sé cómo me ha podido pasar —dijo él.

Esa noche, mientras trabajaba en la puerta del bar, se entretuvo en pensar en un tiempo de dos velocidades, uno era muy lento y las personas y los objetos se movían en este tiempo de forma casi imperceptible, el otro era muy rápido y todo, hasta las cosas inertes, centellaban de velocidad. El primero se llamaba Paraíso, el segundo Infierno, y lo único que deseaba Archimboldi era no vivir jamás en ninguno de los dos.

Una mañana recibió una carta de Hamburgo. La carta estaba firmada por el señor Bubis, el gran editor, y en ella decía palabras halagadoras, aunque sin exagerar, digamos cosas halagadoras entre líneas, sobre Lüdicke, una obra que estaría interesado en editar, si es que el señor Benno von Archimboldi, por supuesto, no tenía ya editor, en cuyo caso lo sentiría mucho, pues su novela no carecía de méritos y era, en cierta manera, novedosa, en fin, un libro que él, el señor Bubis, había leído con sumo interés y por cuya impresión, sin duda, apostaría, aunque tal como estaba el negocio de la edición en Alemania lo más que podía ofrecer de anticipo era tanto y tanto, una cifra ridícula, bien lo sabía él, una cifra que hace quince años no la habría mencionado jamás, pero que en cambio le garantizaba una edición cuidadosa y la distribución del libro en todas las buenas librerías, no sólo de Alemania sino también de Austria y Suiza en donde el sello Bubis era recordado y respetado por los libreros democráticos, un símbolo de la edición independiente y rigurosa.

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