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La parte de los críticos

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Por descontado, ni Pelletier ni Espinoza visitaron a Norton en su habitación ni una sola vez, al contrario, la habitación que Espinoza visitó, una vez, fue la de Pelletier, y la habitación que Pelletier visitó, dos veces, fue la de Espinoza, entusiasmados como niños ante la noticia que había corrido más que como reguero de pólvora, como una bomba atómica, por los pasillos y las reuniones en petit comité de las jornadas, a saber, que Archimboldi aquel año era candidato al Nobel, algo que para los archimboldistas de todas partes era no sólo un motivo de inmensa alegría sino también un triunfo y una revancha. A tal grado que fue en Salzburgo, precisamente, en la cervecería El Toro Rojo, durante una noche llena de brindis, donde se firmó la paz entre los dos grupos principales de estudiosos archimboldianos, es decir entre la facción de Pelletier y Espinoza y la facción de Borchmeyer, Pohl y Schwarz, que a partir de entonces decidieron, respetando sus diferencias y sus métodos de interpretación, aunar esfuerzos y no volver a ponerse zancadillas, lo que expresado en términos prácticos quería decir que Pelletier ya no vetaría los ensayos de Schwarz en las revistas donde él tenía cierto ascendiente, y Schwarz ya no vetaría los trabajos de Pelletier en las publicaciones donde él, Schwarz, era considerado un dios.

Morini, que no compartía el entusiasmo de Pelletier y Espinoza, fue el primero en hacer notar que hasta ese momento Archimboldi no había recibido nunca, al menos que él supiera, un premio importante en Alemania, ni el de los libreros, ni el de los críticos, ni el de los lectores, ni el de los editores, suponiendo que este último premio existiera, por lo que cabía esperar, dentro de lo razonable, que, sabedores de que Archimboldi optaba al mayor premio de la literatura mundial, sus compatriotas, aunque sólo fuera para curarse en salud, le ofrecieran un premio nacional o un premio testimonial o un premio honorífico o por lo menos un programa de una hora en la televisión, algo que no sucedió y que llenó de indignación a los archimboldianos (esta vez unidos), quienes en lugar de deprimirse por el ninguneo al que seguían sometiendo a Archimboldi, redoblaron sus esfuerzos, endurecidos por la frustración y acicateados por la injusticia con que un Estado civilizado trataba no sólo, en su opinión, al mejor escritor alemán vivo sino también al mejor escritor europeo vivo, lo que produjo un alud de trabajos sobre la obra de Archimboldi e incluso sobre la persona de Archimboldi (de quien tan poco se sabía, por no decir que no se sabía nada), que a su vez produjo un número mayor de lectores, la mayoría hechizados no por la obra del alemán sino por la vida o la no-vida de tan singular escritor, lo que a su vez se tradujo en un movimiento boca a boca que hizo crecer considerablemente las ventas en Alemania (fenómeno al que no fue extraña la presencia de Dieter Hellfeld, la última adquisición del grupo de Schwarz, Borchmeyer y Pohl), lo que a su vez dio un nuevo empujón a las traducciones y a la reedición de las antiguas traducciones, lo que no hizo de Archimboldi un bestseller pero sí que lo aupó, durante dos semanas, al noveno lugar entre las diez obras de ficción más vendidas de Italia, y al duodécimo lugar, por igual espacio de dos semanas, entre las veinte obras de ficción más vendidas de Francia, y aunque en España no estuvo jamás en estas listas, hubo una editorial que compró los derechos de las pocas novelas que todavía tenían otras editoriales españolas y los derechos de todos sus libros no traducidos al español, y que inauguró de esta manera una especie de Biblioteca Archimboldi, que no fue un mal negocio.

En las islas Británicas, todo hay que decirlo, Archimboldi siguió siendo un autor de carácter marcadamente minoritario.

Por aquellos días de fervor, Pelletier encontró un texto escrito por el suavo al que tuvieron el placer de conocer en Amsterdam. En el texto el suavo reproducía básicamente lo que ya les había contado de la visita de Archimboldi al pueblo frisón y de la posterior cena con la señora viajera en Buenos Aires. El texto había sido publicado en el Diario de la Mañana de Reutlingen y contenía una variante: en éste el suavo reproducía un diálogo en clave de humor sardónico entre la señora y Archimboldi. Comenzaba ella preguntándole de dónde era. Archimboldi respondía que era prusiano. La señora le preguntaba si su nombre era de la nobleza rural prusiana. Archimboldi le respondía que era muy probable. La señora murmuraba entonces el nombre de Benno von Archimboldi, como si mordiera una moneda de oro para saber si era de oro. Acto seguido decía que no le sonaba y mencionaba de pasada otros nombres, por si Archimboldi los conocía. Éste decía que no, que de Prusia sólo había conocido los bosques.

—Sin embargo su nombre es de origen italiano —decía la señora.

—Francés —respondía Archimboldi—, de hugonotes.

La señora, ante esta respuesta, se reía. Antaño había sido muy hermosa, decía el suavo. Incluso entonces, en la penumbra de la taberna, parecía hermosa, aunque cuando se reía se le movía la dentadura postiza que tenía que volver a ajustar con una mano. Esta operación, no obstante, ejecutada por ella no carecía de elegancia. La señora se comportaba con los pescadores y con los campesinos con una naturalidad que sólo provocaba respeto y cariño. Hacía mucho tiempo que había enviudado. A veces salía a pasear a caballo por las dunas. Otras veces se perdía por los caminos vecinales azotados por el viento del Mar del Norte.

Cuando Pelletier comentó el artículo del suavo con sus tres amigos, una mañana mientras desayunaban en el hotel antes de salir a las calles de Salzburgo, la diferencia de opiniones e interpretaciones fue notable.

Según Espinoza y el mismo Pelletier el suavo probablemente había sido amante de la señora en la época en que Archimboldi fue a dar su lectura. Según Norton el suavo tenía una versión diferente del suceso dependiendo de su estado de ánimo y del tipo de auditorio y cabía en lo posible que ya ni siquiera él mismo recordara lo que verdaderamente se dijo y ocurrió en aquella memorable ocasión. Según Morini, el suavo era, de forma espantosa, el doble de Archimboldi, su hermano gemelo, la imagen que el tiempo y el azar va transformando en el negativo de una foto revelada, de una foto que paulatinamente se va haciendo más grande, más potente, de un peso asfixiante, sin por ello perder las ataduras con su negativo (que sufre un proceso a la inversa), pero que esencialmente es igual a la foto revelada: ambos jóvenes en los años del terror y la barbarie hitlerianos, ambos veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos escritores, ambos ciudadanos de un país en bancarrota, ambos dos pobres diablos a la deriva en el momento en que se encuentran y (a su manera espantosa) se reconocen, Archimboldi como escritor muerto de hambre, el suavo como «promotor cultural» de un pueblo en donde lo menos importante, sin duda, era la cultura.

¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suavo fuera en realidad Archimboldi? No fue Morini quien formuló esta pregunta sino Norton. Y la respuesta fue negativa, puesto que el suavo, de entrada, era de baja estatura y complexión delicada, algo que no se correspondía en lo más mínimo con las características físicas de Archimboldi. Mucho más verosímil resultaba la explicación de Pelletier y Espinoza. El suavo como amante de la señora feudal, pese a que ésta hubiera podido ser su abuela. El suavo yendo cada tarde a la casa de la señora que había viajado a Buenos Aires a llenarse la panza con embutidos fríos y galletitas y tazas de té. El suavo masajeando la espalda de la viuda del excapitán de caballería, mientras detrás de los vidrios de las ventanas se arremolinaba la lluvia, una lluvia frisona y triste que provocaba deseos de llorar y que aunque no hacía llorar al suavo sí lo empalidecía, lo empalidecía y lo arrastraba hasta la ventana más próxima en donde se quedaba mirando aquello que estaba más allá de las cortinas de lluvia enloquecida, hasta que la señora lo llamaba, perentoria, y el suavo daba la espalda a la ventana, sin saber por qué se había acercado a ella, sin saber qué era lo que esperaba encontrar, y que justo en ese momento, cuando ya no había nadie en la ventana y sólo parpadeaba una lamparilla de cristales coloreados en el fondo de la habitación, aparecía.

Así que en general los días en Salzburgo fueron agradables y aunque aquel año Archimboldi no obtuvo el Premio Nobel, la vida de nuestros cuatro amigos siguió deslizándose o fluyendo por el plácido río de los departamentos de alemán de las universidades europeas, no sin contabilizar algún que otro sobresalto que a la postre contribuía a añadirle una pizca de pimienta, una pizca de mostaza, un chorrito de vinagre a sus vidas aparentemente ordenadas, o que vistas desde el exterior así lo parecían, aunque cada uno, como todo hijo de vecino, arrastraba su cruz, una cruz curiosa, fantasmal y fosforescente en el caso de Norton, quien en más de una ocasión, y a veces bordeando el mal gusto, se refería a su exmarido como una amenaza latente dotándolo de vicios y defectos que parecían los propios de un monstruo, un monstruo violentísimo pero que nunca hacía acto de presencia, pura verbalización y nada de acción, aunque con su discurso Norton contribuía a corporeizar a ese ser que ni Espinoza ni Pelletier habían visto jamás, como si el ex de Norton sólo existiera en sus sueños, hasta que el francés, más agudo que el español, comprendió que esa perorata inconsciente, ese pliego de agravios interminable obedecía más que nada al deseo de castigo que se infligía Norton, avergonzada tal vez de haberse enamorado y casado con semejante imbécil. Por supuesto, Pelletier se equivocaba.

Por aquellos días Pelletier y Espinoza, preocupados por el estado actual de su común amante, mantuvieron dos largas conversaciones telefónicas.

La primera la hizo el francés y duró una hora y quince minutos. La segunda la realizó Espinoza, tres días después, y duró dos horas y quince minutos. Cuando ya llevaban hablando una hora y media Pelletier le dijo que colgara, que la llamada le iba a salir muy cara, y que él lo llamaría de inmediato, a lo que el español se opuso rotundamente.

La primera conversación telefónica, la que hizo Pelletier, empezó de manera difícil, aunque Espinoza esperaba esa llamada, como si a ambos les costara decirse lo que tarde o temprano iban a tener que decirse. Los veinte minutos iniciales tuvieron un tono trágico en donde la palabra destino se empleó diez veces y la palabra amistad veinticuatro. El nombre de Liz Norton se pronunció cincuenta veces, nueve de ellas en vano. La palabra París se dijo en siete ocasiones. Madrid, en ocho. La palabra amor se pronunció dos veces, una cada uno. La palabra horror se pronunció en seis ocasiones y la palabra felicidad en una (la empleó Espinoza). La palabra resolución se dijo en doce ocasiones. La palabra solipsismo en siete. La palabra eufemismo en diez. La palabra categoría, en singular y en plural, en nueve. La palabra estructuralismo en una (Pelletier). El término literatura norteamericana en tres. Las palabras cena y cenamos y desayuno y sándwich en diecinueve. La palabra ojos y manos y cabellera en catorce. Después la conversación se hizo más fluida. Pelletier le contó un chiste en alemán a Espinoza y éste se rió. Espinoza le contó un chiste en alemán a Pelletier y éste también se rió. De hecho, ambos se reían envueltos en las ondas o lo que fuera que unía sus voces y sus oídos a través de los campos oscuros y del viento y de las nieves pirenaicas y ríos y carreteras solitarias y los respectivos e interminables suburbios que rodeaban París y Madrid.

La segunda conversación, radicalmente más distendida que la primera, fue una conversación de amigos que intentan aclarar cualquier punto oscuro que se les hubiera pasado por alto, sin que por ello se convirtiera en una conversación de carácter técnico o logístico, al contrario, en aquella conversación salieron a relucir temas que sólo tocaban de forma tangencial a Norton, temas que nada tenían que ver con los vaivenes de la sentimentalidad, temas en los que era fácil entrar y de los que se salía sin la menor dificultad para retomar el tema principal, Liz Norton, a quien ambos reconocieron, ya casi al final de la segunda llamada, no como la erinia que había puesto fin a su amistad, mujer enlutada con las alas manchadas de sangre, ni como Hécate, que empezó cuidando a los niños como una au pair y terminó aprendiendo hechicería y transformándose en animal, sino como el ángel que había fortalecido esa amistad, haciéndolos descubrir algo que sospechaban, que daban por sentado, pero de lo que no estaban del todo seguros, es decir, que eran seres civilizados, que eran seres capaces de experimentar sentimientos nobles, que no eran dos brutos sumidos por la rutina y el trabajo regular y sedentario en la abyección, todo lo contrario, Pelletier y Espinoza se descubrieron generosos aquella noche, y tan generosos se descubrieron que si llegan a estar juntos hubieran salido a celebrarlo, deslumbrados por el resplandor de su propia virtud, un resplandor que ciertamente no dura mucho (pues toda virtud, salvo en la brevedad del reconocimiento, carece de resplandor y vive en una caverna oscura rodeada de otros habitantes, algunos muy peligrosos), y que a falta de celebración y jolgorio remataron con una promesa tácita de amistad eterna y, tras colgar sus respectivos teléfonos, sellaron, cada cual en su piso atestado de libros, bebiendo con suprema lentitud un whisky y mirando la noche detrás de sus ventanas, tal vez a la búsqueda, aunque sin saberlo, de aquello que el suavo había buscado al otro lado de la ventana de la viuda y no había encontrado.

Morini fue el último en enterarse, como no podía ser de otra manera, aunque en el caso de Morini las matemáticas sentimentales no siempre funcionaban.

Antes de que Norton se acostara por primera vez con Pelletier Morini ya había entrevisto esa posibilidad. No por la forma en que Pelletier se comportaba delante de Norton sino por el desasimiento de ésta, un desasimiento impreciso, que Baudelaire habría llamado spleen y que Nerval habría llamado melancolía, y que colocaba a la inglesa en una disposición excelente para comenzar una relación íntima con quien fuera.

Lo de Espinoza, por supuesto, no lo previó. Cuando Norton lo llamó por teléfono y le contó que estaba liada con ellos Morini se sorprendió (aunque no le hubiera sorprendido que Norton dijera que estaba liada con Pelletier y con un colega de la Universidad de Londres e incluso con un alumno), pero lo disimuló hábilmente. Después trató de pensar en otras cosas, pero no pudo.

Le preguntó a Norton si era feliz. Norton dijo que sí. Le contó que había recibido un e-mail de Borchmeyer con noticias frescas. Norton no pareció demasiado interesada. Le preguntó si sabía algo de su marido.

—Exmarido —dijo Norton.

No, no sabía nada, aunque la había llamado una antigua amiga para contarle que su ex estaba viviendo con otra antigua amiga. Le preguntó si había sido muy amiga. Norton no entendió la pregunta.

—¿Quién fue muy amiga?

—La que actualmente está viviendo con tu ex —dijo Morini.

—No vive con él, lo mantiene, que es diferente.

—Ah —dijo Morini, e intentó cambiar de tema pero no se le ocurrió nada.

Tal vez si le hablara de mi enfermedad, pensó con malevolencia. Pero eso nunca lo haría.

De los cuatro Morini fue el primero en leer, por aquellas mismas fechas, una noticia sobre los asesinatos de Sonora, aparecida en Il Manifesto y firmada por una periodista italiana que había ido a México a escribir artículos sobre la guerrilla zapatista. La noticia le pareció horrible. En Italia también había asesinos en serie, pero rara vez superaban la cifra de diez víctimas, mientras que en Sonora las cifras sobrepasaban con largueza las cien.

Después pensó en la periodista de Il Manifesto y le pareció curioso que hubiera ido a Chiapas, que queda en el extremo sur del país, y que hubiera terminado escribiendo sobre los sucesos de Sonora, que, si sus conocimientos geográficos no lo engañaban, quedaba en el norte, en el noroeste, en la frontera con los Estados Unidos. Se la imaginó viajando en autobús, una larga tirada desde México DF hasta la tierra desértica del norte. Se la imaginó cansada después de pasar una semana en los bosques de Chiapas. Se la imaginó hablando con el subcomandante Marcos. Se la imaginó en la capital de México. Allí alguien le contaría lo que estaba sucediendo en Sonora. Y ella, en vez de tomar el próximo avión a Italia, decidió coger un billete de autobús y embarcarse en un largo viaje hacia Sonora. Durante un instante Morini sintió el deseo irrefrenable de compartir el viaje con la periodista.

Me enamoraría de ella hasta la muerte, pensó. Una hora después ya había olvidado por completo el asunto.

Poco después le llegó un e-mail de Norton. Le pareció extraño que Norton le escribiera y no lo llamara por teléfono. A poco de leer la carta, sin embargo, comprendió que Norton necesitaba expresar de la manera más ajustada posible sus pensamientos y que por esa razón había preferido escribirle. En la carta le pedía perdón por lo que llamaba su egoísmo, un egoísmo que se materializaba en la autocontemplación de sus propias desgracias, reales o imaginarias. Después le decía que había resuelto, ¡por fin!, el contencioso que aún mantenía con su exmarido. Las nubes oscuras habían desaparecido de su vida. Ahora tenía deseos de ser feliz y de cantar (sic). También decía que probablemente hasta la semana anterior aún lo amaba y que ahora podía afirmar que esa parte de su historia quedaba definitivamente atrás. Con renovado entusiasmo vuelvo a centrarme en el trabajo y en aquellas cosas pequeñas, cotidianas, que hacen felices a los seres humanos, afirmaba Norton. Y también decía: quiero que seas tú, mi paciente Piero, el primero en saberlo.

Morini releyó la carta tres veces. Con desaliento pensó que Norton se equivocaba cuando afirmaba que su amor y su exmarido y todo lo que había vivido con él quedaba atrás. Nada queda atrás.

Pelletier y Espinoza, por el contrario, no recibieron ninguna confidencia en este sentido. Algo notó Pelletier que no notó Espinoza. Los desplazamientos Londres-París se hicieron más frecuentes que los desplazamientos París-Londres. Y una de cada dos veces Norton aparecía con un regalo, un libro de ensayos, un libro de arte, catálogos de exposiciones que él nunca vería, incluso una camisa o un pañuelo, eventos inéditos hasta entonces.

Por lo demás, todo siguió igual. Follaban, salían a cenar juntos, comentaban las últimas novedades en torno a Archimboldi, nunca hablaban de su futuro como pareja, cada vez que aparecía Espinoza en la conversación (y no era infrecuente el que no apareciera) el tono de ambos era estrictamente imparcial, de discreción y, sobre todo, de amistad. Algunas noches, incluso, se quedaban dormidos el uno en brazos del otro sin hacer el amor, algo que Pelletier estaba seguro de que no hacía con Espinoza. Y se equivocaba, pues la relación entre Norton y el español a menudo era una copia fiel de la que mantenía con el francés.

Diferían las comidas, mejores en París, difería el escenario y la escenografía, más modernos en París, y difería el idioma, pues con Espinoza hablaba mayormente en alemán y con Pelletier mayormente en inglés, pero en líneas generales eran más las semejanzas que las diferencias. Naturalmente, también con Espinoza había habido noches sin sexo.

Si su amiga más íntima (que no la tenía) le hubiera preguntado a Norton con cuál de sus dos amigos lo pasaba mejor en la cama, ésta no hubiera sabido qué responder.

A veces pensaba que Pelletier era un amante más cualificado. Otras veces pensaba que era Espinoza. Observado el asunto desde fuera, digamos desde un ámbito rigurosamente académico, se podría decir que Pelletier tenía más bibliografía que Espinoza, el cual solía confiar en estas lides más en el instinto que en el intelecto, y que tenía la desventaja de ser español, es decir de pertenecer a una cultura que muchas veces confundía el erotismo con la escatología y la pornografía con la coprofagia, equívoco que se hacía notar (por su ausencia) en la biblioteca mental de Espinoza, quien había leído por primera vez al marqués de Sade sólo para contrastar (y rebatir) un artículo de Pohl en donde éste veía conexiones entre Justine y La filosofía en el boudoir y una novela de la década del cincuenta de Archimboldi.

Pelletier, en cambio, había leído al divino marqués a los dieciséis años y a los dieciocho había hecho un ménage à trois con dos compañeras de universidad y su afición adolescente por los cómics eróticos se había transformado en un adulto y razonable y mesurado coleccionismo de obras literarias licenciosas de los siglos XVII y XVIII. Hablando en términos figurados: Mnemósine, la diosa-montaña y la madre de las nueve musas, estaba más cerca del francés que del español. Hablando en plata: Pelletier podía aguantar seis horas follando (y sin correrse) gracias a su bibliografía mientras que Espinoza podía hacerlo (corriéndose dos veces, y a veces tres, y quedando medio muerto) gracias a su ánimo, gracias a su fuerza.

Y ya que hemos mencionado a los griegos no estaría de más decir que Espinoza y Pelletier se creían (y a su manera perversa eran) copias de Ulises, y que ambos consideraban a Morini como si el italiano fuera Euríloco, el fiel amigo del cual se cuentan en la Odisea dos hazañas de diversa índole. La primera alude a su prudencia para no convertirse en cerdo, es decir alude a su consciencia solitaria e individualista, a su duda metódica, a su retranca de marinero viejo. La segunda, en cambio, narra una aventura profana y sacrílega, la de las vacas de Zeus u otro dios poderoso, que pacían tranquilamente en la isla del Sol, cosa que despertó el tremendo apetito de Euríloco, quien, con palabras inteligentes, tentó a sus compañeros para que las mataran y se diesen entre todos un festín, algo que enojó sobremanera a Zeus o al dios que fuera, quien maldijo a Euríloco por darse aires de ilustrado o de ateo o de prometeico, pues el dios en cuestión se sintió más molesto por la actitud, por la dialéctica del hambre de Euríloco que por el hecho en sí de comerse sus vacas, y por este acto, es decir, por este festín, el barco en el que iba Euríloco naufragó y murieron todos los marineros, que era lo que Pelletier y Espinoza creían que le pasaría a Morini, no de forma consciente, claro, sino en forma de certeza inconexa o intuición, en forma de pensamiento negro microscópico, o símbolo microscópico, que latía en una zona negra y microscópica del alma de los dos amigos.

Casi a finales de 1996 Morini tuvo una pesadilla. Soñó que Norton se zambullía en una piscina mientras Pelletier, Espinoza y él jugaban una partida de cartas alrededor de una mesa de piedra. Espinoza y Pelletier estaban de espaldas a la piscina, que al principio parecía ser una piscina de hotel, común y corriente. Mientras jugaban, Morini observaba las otras mesas, los parasoles, las tumbonas que se alineaban a cada lado. Más allá había un parque con setos de color verde oscuro, brillantes, como si acabara de llover. Poco a poco la gente se fue retirando del lugar, perdiéndose por las diferentes puertas que comunicaban el espacio abierto con el bar y con las habitaciones o pequeños departamentos del edificio, departamentos que Morini imaginó se componían de una habitación doble con cocina americana y baño. Al cabo de un rato ya no quedaba nadie afuera y ni siquiera pululaban los aburridos camareros que había visto antes. Pelletier y Espinoza seguían ensimismados en la partida. Junto a Pelletier vio un montón de fichas de casino, además de monedas de diversos países, por lo que supuso que él iba ganando. Espinoza, no obstante, no tenía cara de darse por vencido. En ese momento Morini miró sus cartas y se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Se descartó y pidió cuatro cartas, que dejó boca abajo sobre la mesa de piedra, sin mirarlas, y puso, no sin dificultad, su silla de ruedas en movimiento. Pelletier y Espinoza ni siquiera le preguntaron adónde iba. Impulsó la silla de ruedas hasta el borde de la piscina. Sólo entonces se dio cuenta de lo enorme que era. De ancho debía de medir por lo menos trescientos metros y de largo superaba, calculó Morini, los tres kilómetros. Sus aguas eran oscuras y en algunas zonas pudo observar manchas oleaginosas, como las que se ven en los puertos. De Norton, ni rastro. Morini lanzó un grito.

—Liz.

Creyó ver, en el otro extremo de la piscina, una sombra, y movió su silla de ruedas en esa dirección. El trayecto era largo. En una ocasión miró hacia atrás y ya no vio ni a Pelletier ni a Espinoza. Esa zona de la terraza había quedado cubierta por la niebla. Siguió avanzando. El agua de la piscina parecía que trepaba por los bordes, como si en alguna parte se estuviera gestando una borrasca o algo peor, aunque por donde avanzaba Morini todo estaba en calma y silencioso, y nada hacía presagiar un conato de tormenta. Poco después la niebla cubrió a Morini. Al principio intentó seguir avanzando, pero luego se dio cuenta de que corría el riesgo de caer con la silla de ruedas dentro de la piscina y prefirió no arriesgarse. Cuando sus ojos se acostumbraron vio una roca, como un arrecife oscuro e irisado que emergía de la piscina. No le pareció raro. Se acercó al borde y gritó otra vez el nombre de Liz, esta vez con miedo a no volver a verla nunca más. Le hubiera bastado un leve respingo en las ruedas para caer en el interior. Entonces se dio cuenta de que la piscina se había vaciado y de que su profundidad era enorme, como si a sus pies se abriera un precipicio de baldosas negras enmohecidas por el agua. En el fondo distinguió una figura de mujer (aunque resultaba imposible asegurarlo) que se dirigía hacia las faldas de la roca. Ya se disponía Morini a gritar otra vez y a hacerle señas cuando presintió que había alguien a sus espaldas. En un instante tuvo dos certidumbres: se trataba de un ser maligno, el ser maligno deseaba que Morini se volviera y viera su rostro. Con cuidado, retrocedió y siguió bordeando la piscina, procurando no mirar a quien lo seguía y buscando la escalera que acaso podría llevarlo hasta el fondo. Pero por supuesto la escalera, que la lógica le decía que debía estar en un ángulo, no aparecía nunca y tras deslizarse unos metros Morini se detenía y se daba la vuelta y enfrentaba el rostro del desconocido, aguantándose el miedo, un miedo que alimentaba la progresiva certeza de saber quién era la persona que lo seguía y que desprendía ese tufo de malignidad que Morini apenas podía soportar. En medio de la niebla aparecía entonces el rostro de Liz Norton. Una Norton más joven, probablemente de veinte años o menos, que lo miraba con una fijeza y seriedad que obligaban a Morini a desviar la mirada. ¿Quién era la persona que vagaba por el fondo de la piscina? Morini todavía podía verla, una mancha diminuta que se aprestaba a escalar la roca convertida ahora en una montaña, y su visión, tan lejana, le anegaba los ojos en lágrimas y le producía una tristeza profunda e insalvable, como si estuviera viendo a su primer amor debatiéndose en un laberinto. O como si se viera a sí mismo, con unas piernas aún útiles, pero perdido en una escalada irremediablemente inútil. También, y no podía evitarlo, y era bueno que no lo evitara, pensaba que aquello se parecía a un cuadro de Gustave Moreau o a uno de Odilon Redon. Entonces volvía a mirar a Norton y ésta le decía:

—No hay vuelta atrás.

La frase no la oía con los oídos sino directamente en el interior de su cerebro. Norton ha adquirido poderes telepáticos, pensaba Morini. No es mala, es buena. No es malignidad lo que percibí, sino telepatía, se decía para torcer el rumbo de un sueño que en su fuero interno sabía inamovible y fatal. Entonces la inglesa repetía, en alemán, no hay vuelta atrás. Y, paradójicamente, le daba la espalda y se alejaba en dirección contraria a la de la piscina, y se perdía en un bosque apenas silueteado entre la niebla, un bosque del que se desprendía un resplandor rojo, y en ese resplandor rojo Norton se perdía.

Una semana después, tras haber interpretado el sueño al menos de cuatro maneras diferentes, Morini viajó a Londres. La decisión de emprender este viaje escapaba por completo a su rutina habitual, que era la de viajar únicamente a congresos y encuentros, en donde el billete de avión y el hotel estaban cubiertos por la organización. Ahora, por el contrario, no había ningún motivo profesional y tanto el hotel como el transporte salieron de su bolsillo. Tampoco se puede decir que acudiera a una llamada de auxilio de Liz Norton. Simplemente cuatro días antes habló con ella y le dijo que pretendía viajar a Londres, una ciudad que hacía mucho tiempo no visitaba.

Norton se mostró encantada con la idea y le ofreció su casa, pero Morini mintió diciéndole que ya había hecho la reserva en un hotel. Cuando llegó al aeropuerto de Gatwick Norton lo estaba esperando. Ese día desayunaron juntos, en un restaurante cercano al hotel de Morini, y por la noche cenaron en casa de Norton. Durante la cena, desabrida pero educadamente ponderada por Morini, hablaron de Archimboldi, de su prestigio creciente y de las innumerables lagunas que quedaban por aclarar, pero luego, a los postres, la conversación tomó un derrotero más personal, más propenso a las reminiscencias, y hasta las tres de la mañana, hora en que llamaron un taxi y en que Norton ayudó a bajar a Morini por el viejo ascensor de su piso y luego por un tramo de escalera de seis peldaños, todo fue, según recapituló el italiano, mucho más agradable de lo previsto.

Entre el desayuno y la cena Morini estuvo solo, al principio sin atreverse a salir de su habitación, aunque luego, impulsado por el aburrimiento, se decidió a dar una vuelta que se prolongó hasta Hyde Park, en donde vagó sin rumbo, sumido en sus pensamientos, sin fijarse ni ver a nadie. Algunas personas lo miraban con curiosidad porque nunca habían visto a un paralítico con tanta determinación y con un ritmo tan sostenido. Cuando por fin se detuvo se encontró delante de un, así llamado, Jardín Italiano, que no le pareció en modo alguno italiano, aunque vaya uno a saber, se dijo, a veces uno ignora olímpicamente lo que tiene delante de las narices.

De uno de los bolsillos de su americana sacó un libro y se puso a leer mientras recuperaba las fuerzas. Al poco rato oyó que alguien lo saludaba y luego el ruido que hace un cuerpo voluminoso al dejarse caer en un banco de madera. Devolvió el saludo. El desconocido tenía el pelo de un color rubio pajizo, encanecido y mal lavado, y debía de pesar por lo menos ciento diez kilos. Se quedaron mirándose un momento y el desconocido le preguntó si era extranjero. Morini dijo que italiano. El desconocido quiso saber si vivía en Londres y luego el título del libro que leía. Morini le contestó que no vivía en Londres y que el libro que leía se llamaba Il libro di cucina di Juana Inés de la Cruz, de Angelo Morino, y que estaba escrito, por supuesto, en italiano, aunque trataba sobre una monja mexicana. Sobre la vida y algunas recetas de cocina de la monja.

—¿Y a esa monja mexicana le gustaba cocinar? —preguntó el desconocido.

—En cierto modo sí, aunque también escribía poemas —dijo Morini.

—Desconfío de las monjas —dijo el desconocido.

—Pues esta monja era una gran poeta —dijo Morini.

—Desconfío de la gente que come siguiendo un libro de recetas —dijo el desconocido como si no lo hubiera oído.

—¿Y en quién confía usted? —le preguntó Morini.

—En la gente que come cuando tiene hambre, supongo —dijo el desconocido.

Luego pasó a explicarle que él, hacía tiempo, tuvo un trabajo en una empresa que se dedicaba a fabricar tazas, sólo tazas, de las normales y de esas que llevan escrito un eslogan o un lema o un chiste, como por ejemplo: Ja ja ja, es la hora de mi coffee-break o Papi quiere a mami o La última del día o de la vida, unas tazas con leyendas insulsas, y que un día, seguramente debido a la demanda, cambió radicalmente los lemas de las tazas y además empezó a incluir dibujos junto a los lemas, dibujos sin colorear al principio, pero luego, gracias al éxito de esta iniciativa, dibujos coloreados, de índole chistosa pero también de índole erótica.

—Incluso me aumentaron el sueldo —dijo el desconocido—. ¿Existen en Italia esas tazas? —dijo después.

—Sí —dijo Morini—, algunas con leyendas en inglés y otras con leyendas en italiano.

—Bueno, todo iba a pedir de boca —dijo el desconocido—. Los trabajadores trabajábamos más a gusto. Los encargados también trabajaban más a gusto y el jefe se veía feliz. Pero al cabo de un par de meses de estar produciendo esas tazas yo me di cuenta de que mi felicidad era artificial. Me sentía feliz porque veía a los otros felices y porque sabía que tenía que sentirme feliz, pero en realidad no estaba feliz. Todo lo contrario: me sentía más desdichado que antes de que me subieran el sueldo. Pensé que estaba pasando una mala época y traté de no pensar en ello, pero a los tres meses ya no pude seguir fingiendo que no pasaba nada. Se me agrió el humor, me había vuelto más violento que antes, cualquier tontería me enojaba, empecé a beber. Así que enfrenté el problema cara a cara y finalmente llegué a la conclusión de que no me gustaba fabricar ese determinado tipo de tazas. Le aseguro que por las noches sufría como un negro. Pensaba que me estaba volviendo loco y que no sabía lo que hacía ni lo que pensaba. Aún me dan miedo algunos pensamientos que tenía entonces. Un día me enfrenté con uno de los encargados. Le dije que estaba harto de fabricar esas tazas idiotas. El tipo era una buena persona, se llamaba Andy, y siempre intentaba dialogar con los trabajadores. Me preguntó si prefería hacer las tazas que hacíamos antes. Eso es, le dije. ¿Hablas en serio, Dick?, me dijo él. Muy en serio, le respondí. ¿Te dan más trabajo las tazas nuevas? En modo alguno, le dije, el trabajo es el mismo, pero antes las jodidas tazas no me herían como ahora me hieren. ¿Qué quieres decir?, dijo Andy. Pues que antes las tazas hijas de puta no me herían y ahora me están destrozando por dentro. ¿Y qué demonios las hace tan distintas, aparte de que ahora son más modernas?, dijo Andy. Justamente eso, le respondí, antes las tazas no eran tan modernas y aunque su intención fuera herirme no conseguían hacerlo, sus alfileretazos no los sentía, en cambio ahora las putas tazas parecen samuráis armados con esas jodidas espadas de samurái y me están volviendo loco. En fin, fue una conversación larga —dijo el desconocido—. El encargado me escuchó, pero no me entendió ni una sola palabra. Al día siguiente pedí mi liquidación y me marché de la empresa. Nunca más he vuelto a trabajar. ¿Qué le parece?

Morini dudó antes de contestarle.

Finalmente dijo:

—No sé.

—Es lo que opina casi todo el mundo: no saben —dijo el desconocido.

—¿Qué hace usted ahora? —preguntó Morini.

—Nada, ya no trabajo, soy un mendigo londinense —dijo el desconocido.

Parece como si me estuviera enseñando una atracción turística, pensó Morini pero se cuidó de expresarlo en voz alta.

—¿Y usted qué opina de ese libro? —dijo el desconocido.

—¿De qué libro? —dijo Morini.

El desconocido indicó con uno de sus gruesos dedos el ejemplar de la editorial Sellerio, de Palermo, que Morini sostenía delicadamente en una mano.

—Ah, me parece muy bueno —dijo.

—Léame algunas recetas —dijo el desconocido con un tono de voz que a Morini le pareció amenazante.

—No sé si tengo tiempo —dijo—, debo acudir a una cita con una amiga.

—¿Cómo se llama su amiga? —dijo el desconocido con el mismo tono de voz.

—Liz Norton —dijo Morini.

—Liz, bonito nombre —dijo el desconocido—. ¿Y cuál es el suyo, si no es una impertinencia preguntárselo?

—Piero Morini —dijo Morini.

—Qué curioso —dijo el desconocido—, su nombre es casi el mismo que el del autor del libro.

—No —dijo Morini—, yo me llamo Piero Morini y él se llama Angelo Morino.

—Si no le importa —dijo el desconocido—, léame al menos los nombres de algunas recetas. Yo cerraré los ojos y las imaginaré.

—De acuerdo —dijo Morini.

El desconocido cerró los ojos y Morini empezó a recitar lentamente y con entonación de actor algunos títulos de las recetas atribuidas a Sor Juana Inés de la Cruz:

Sgonfiotti al formaggio

Sgonfiotti alla ricotta

Sgonfiotti di vento

Crespelle

Dolce di tuorli di uovo

Uova regali

Dolce alla panna

Dolce alle noci

Dolce di testoline di moro

Dolce alle barbabietole

Dolce di burro e zucchero

Dolce alla crema

Dolce di mamey

Al llegar al dolce di mamey creyó que el desconocido se había dormido y empezó a alejarse del Jardín Italiano.

El día siguiente fue parecido al primero. Esta vez Norton lo fue a buscar al hotel y mientras Morini pagaba la cuenta ella guardó la única maleta del italiano en el portaequipajes de su coche.

Cuando salieron a la calle siguieron la misma ruta que lo había llevado el día anterior a Hyde Park.

Morini se dio cuenta y observó en silencio las calles y luego la aparición del parque, que le pareció como una película de la selva, mal coloreada, tristísima, exaltante, hasta que el coche giró y se perdió por otras calles.

Comieron juntos en un barrio que Norton había descubierto, un barrio cercano al río, en donde antes hubo un par de fábricas y talleres de reparación de barcos y en donde ahora se levantaban, en las reformadas viviendas, tiendas de ropa y de alimentación y restaurantes de moda. Una boutique pequeña equivalía en metros cuadrados, calculó Morini, a cuatro casas de obreros. El restaurante, a doce o dieciséis. La voz de Liz Norton ponderaba el barrio y el esfuerzo de la gente que lo estaba reflotando.

Morini pensó que la palabra reflotar no era la indicada, pese a su aire marinero. Al contrario, mientras comían los postres tuvo deseos, otra vez, de llorar o, aún mejor, de desmayarse, de dejarse desvanecer, caer de su silla suavemente, con los ojos fijos en el rostro de Norton, y no volver nunca más en sí. Pero ahora Norton contaba una historia sobre un pintor, el primero que había venido a vivir al barrio.

Era un tipo joven, de unos treintaitrés años, conocido en el ambiente pero no lo que se suele llamar famoso. En realidad se vino a vivir aquí porque el alquiler del estudio le salía más barato que en otras partes. En aquella época el barrio no era tan alegre como ahora. Aún vivían viejos obreros que cobraban de la Seguridad Social, pero ya no había gente joven ni niños. Las mujeres brillaban por su ausencia: o bien se habían muerto o bien se la pasaban dentro de sus casas sin salir nunca a la calle. Sólo había un pub, tan en ruinas como el resto del barrio. En suma, se trataba de un lugar solitario y decadente. Pero esto parece ser que aguijoneó la imaginación y las ganas de trabajar del pintor. Éste también era un tipo más o menos solitario. O que se sentía bien en la soledad.

Así que el barrio no lo asustó, al contrario, se enamoró de él. Le gustaba volver por la noche y caminar calles y calles sin encontrar a nadie. Le gustaba el color de las farolas y la luz que se desparramaba por las fachadas de las casas. Las sombras que se desplazaban a medida que él se desplazaba. Las madrugadas de color ceniza y hollín. La gente de pocas palabras que se reunía en el pub, del que se hizo parroquiano. El dolor, o el recuerdo del dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era posible: dolor que finalmente deviene vacío. La conciencia de que esta ecuación era aplicable a todo o casi todo.

El caso es que se puso a trabajar con más ganas que nunca. Un año después realizó una exposición en la galería Emma Waterson, una galería alternativa de Wapping, y su éxito fue tremendo. Inauguró algo que luego se conocería como nuevo decadentismo o animalismo inglés. Los cuadros de la exposición inaugural de esta escuela eran grandes, de tres metros por dos, y mostraban, entre una amalgama de grises, los restos del naufragio de su barrio. Como si entre el pintor y el barrio se hubiera producido una simbiosis total. Es decir que a veces parecía que el pintor pintaba el barrio y otras que el barrio pintaba al pintor con sus lúgubres trazos salvajes. Los cuadros no eran malos. Pese a todo, la exposición no hubiera tenido ni el éxito ni la repercusión que tuvo de no ser por el cuadro estrella, mucho más pequeño que los otros, la obra maestra que empujó a tantos artistas británicos, años después, por la senda del nuevo decadentismo. Éste, de dos metros por uno, era, bien mirado (aunque nadie podía estar seguro de mirarlo bien), una elipsis de autorretratos, en ocasiones una espiral de autorretratos (depende del lugar desde donde fuera contemplado), en cuyo centro, momificada, pendía la mano derecha del pintor.

Los hechos habían sucedido así. Una mañana, después de dos días de dedicación febril a los autorretratos, el pintor se había cortado la mano con la que pintaba. Acto seguido se había hecho un torniquete en el brazo y le había llevado la mano a un taxidermista a quien conocía y quien ya estaba al tanto de la naturaleza del nuevo trabajo que le esperaba. Luego se había dirigido al hospital, en donde cortaron la hemorragia y procedieron a suturar el brazo. En algún momento alguien le preguntó cómo sucedió el accidente. Él contestó que sin querer, mientras trabajaba, se había cortado la mano de un machetazo. Los médicos le preguntaron dónde estaba la mano cortada, pues siempre cabía la posibilidad de reimplantársela. Él dijo que de pura rabia y dolor, mientras se dirigía al hospital, la había arrojado al río.

Aunque los precios eran desorbitadamente altos, vendió toda la exposición. La obra maestra, se decía, se la quedó un árabe que trabajaba en la Bolsa, así como también cuatro de los cuadros grandes. Poco después el pintor enloqueció y su mujer, pues entonces ya se había casado, no tuvo más remedio que internarlo en una casa de reposo en los alrededores de Lausana o Montreaux.

Todavía está allí.

Los pintores, en cambio, comenzaron a instalarse en el barrio. Sobre todo porque era barato, pero también atraídos por la leyenda de aquel que había pintado el autorretrato más radical de los últimos años. Después llegaron los arquitectos y después algunas familias que compraron casas remodeladas y reconvertidas. Después aparecieron las tiendas de ropa, los talleres teatrales, los restaurantes alternativos, hasta convertirse en uno de los barrios más engañosamente baratos y a la moda de Londres.

—¿Qué te parece la historia?

—No sé qué pensar —dijo Morini.

El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó.

El té lo tomaron en casa de Norton. Sólo en ese momento ésta se puso a hablar de Espinoza y Pelletier, pero de una manera casual, como si la historia con el francés y el español, de tan sabida, no fuera interesante ni conveniente para Morini (cuyo estado nervioso no le pasó inadvertido, aunque se cuidó de preguntarle nada, sabedora de que con preguntas rara vez se alivia la angustia), e incluso ni siquiera para ella.

La tarde fue muy agradable. Morini, sentado en un sillón desde donde se podía apreciar la sala de Norton con sus libros y sus reproducciones enmarcadas que colgaban de paredes blancas, con sus fotos y souvenirs misteriosos, con su voluntad expresada en cosas tan sencillas como escoger los muebles, de buen gusto, acogedores y nada ostentosos, e incluso con la visión de un trozo de la calle arbolada que la inglesa seguramente veía cada mañana antes de salir de casa, empezó a sentirse bien, como si una presencia múltiple de su amiga lo arropara, como si esa presencia fuera también una afirmación cuyas palabras, como un bebé, no entendía pero lo reconfortaban.

Poco antes de irse le preguntó por el nombre del pintor cuya historia acababa de oír y si tenía el catálogo de aquella dichosa y espantosa exposición. Se llama Edwin Johns, dijo Norton. Luego se levantó y buscó en una de las estanterías llenas de libros. Encontró un voluminoso catálogo y se lo tendió al italiano. Antes de abrirlo éste se preguntó si hacía bien al insistir con esa historia, precisamente ahora que se encontraba tan bien. Pero si no lo hago me moriré, se dijo, y abrió el catálogo que más que un catálogo era un libro de arte que cubría o intentaba cubrir toda la trayectoria profesional de Johns, cuya foto estaba en la primera página, una foto anterior a su automutilación, que mostraba a un joven de unos veinticinco años que miraba directamente a la cámara y sonreía con una media sonrisa que podía ser de timidez o burla. Tenía el pelo oscuro y lacio.

—Te lo regalo —oyó que decía Norton.

—Muchas gracias —se oyó contestar.

Una hora después marcharon juntos al aeropuerto y una hora después Morini volaba rumbo a Italia.

Por aquella época un crítico serbio hasta entonces insignificante, profesor de alemán en la Universidad de Belgrado, publicó en la revista que animaba Pelletier un curioso artículo que recordaba en cierta manera los hallazgos minúsculos que, muchos años atrás, había dado a la imprenta un crítico francés sobre el marqués de Sade y que consistían en un muestrario facsimilar de papeles sueltos que vagamente atestiguaban el paso del divino marqués por una lavandería, los aide-mémoire de su relación con cierto hombre de teatro, las minutas de un médico con los nombres de los medicamentos recetados, la compra de un jubón, en donde se especificaba la abotonadura y el color, etc., todo ello provisto de un gran aparato de notas de las cuales sólo podía extraerse una conclusión: Sade había existido, Sade había lavado sus ropas y había comprado ropas nuevas y había sostenido correspondencia con seres ya definitivamente borrados por el tiempo.

El texto del serbio se le parecía mucho. El personaje rastreado, en este caso, no era Sade sino Archimboldi, y su artículo consistía en una minuciosa y a menudo frustrante indagación que partía de Alemania, seguía por Francia, Suiza, Italia, Grecia, otra vez Italia, y terminaba en una agencia de viajes en Palermo, en donde Archimboldi al parecer había comprado un billete de avión con destino a Marruecos. Un anciano alemán, decía el serbio. Las palabras anciano y alemán utilizadas indistintamente como varitas mágicas para develar un secreto y al mismo tiempo como ejemplo de literatura crítica ultraconcreta, una literatura no especulativa, sin ideas, sin afirmaciones ni negaciones, sin dudas, sin pretensiones de guía, ni a favor ni en contra, sólo un ojo que busca los elementos tangibles y no los juzga sino que los expone fríamente, arqueología del facsímil y por lo mismo arqueología de la fotocopiadora.

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