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La parte de Amalfitano

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Los primeros días de Amalfitano en Santa Teresa y en la Universidad de Santa Teresa fueron espantosos, aunque Amalfitano sólo en parte se dio cuenta. Se sentía mal, lo achacaba al jet-lag, no le prestaba atención. Un colega de facultad, un muchacho de Hermosillo que no hacía mucho que había terminado la carrera, le preguntó qué motivos lo habían hecho preferir la Universidad de Santa Teresa a la Universidad de Barcelona. Espero que no haya sido el clima, dijo el joven profesor. El clima de aquí me parece estupendo, contestó Amalfitano. No, si yo también pienso lo mismo, maestro, dijo el joven, lo decía porque los que vienen aquí por el clima es que están enfermos y yo espero sinceramente que usted no lo esté. No, dijo Amalfitano, no fue el clima, en Barcelona se me había terminado el contrato y la profesora Pérez me convenció para venir a trabajar aquí. A la profesora Silvia Pérez la había conocido en Buenos Aires y luego se habían visto en Barcelona en dos ocasiones. Fue ella quien se encargó de alquilar la casa y comprar algunos muebles que luego Amalfitano le abonó antes incluso de cobrar su primera mensualidad, para no suscitar ningún equívoco. La casa estaba en la colonia Lindavista, un barrio de clase media alta, con edificaciones de uno o dos pisos rodeadas de jardines. La acera, quebrada por las raíces de dos árboles enormes, era sombreada y agradable, aunque tras algunas verjas era posible ver casas en proceso de degradación, como si los vecinos hubieran huido apresuradamente, sin tiempo ni para vender sus propiedades, de lo que se deducía que no era difícil, contra lo que afirmaba la profesora Pérez, alquilar una casa en el barrio. El decano de la facultad de Filosofía y Letras, a quien la profesora Pérez le presentó al segundo día de su estancia en Santa Teresa, no le cayó bien. Se llamaba Augusto Guerra y tenía la piel blancuzca y brillante de un gordo, pero en realidad era flaco y nervudo. No parecía muy seguro de sí mismo, aunque lo intentaba disimular con una mezcla de campechanía ilustrada y aire marcial. Tampoco creía demasiado en la filosofía y por ende en la enseñanza de la filosofía, una disciplina en franco retroceso ante las maravillas actuales y futuras que la ciencia nos depara, le dijo, a lo que Amalfitano le respondió educadamente si pensaba lo mismo de la literatura. No, mire por dónde, la literatura sí que tiene futuro, la literatura y la historia, había dicho Augusto Guerra, fíjese si no en las biografías, antes casi no había ni oferta ni demanda de biografías y hoy todo el mundo no hace más que leer biografías. Ojo: he dicho biografías, no autobiografías. La gente tiene sed de conocer otras vidas, las vidas de sus contemporáneos famosos, los que han alcanzado el éxito y la fama o los que han estado a punto de alcanzarla, y también tiene sed por saber qué hicieron los antiguos chincuales, a ver si aprenden algo, aunque no estén dispuestos a sufrir la misma gimnasia. Amalfitano preguntó educadamente qué quería decir la palabra chincuales, que jamás hasta entonces había oído. ¿De verdad?, dijo Augusto Guerra. Se lo juro, dijo Amalfitano. Entonces el decano llamó a la profesora Pérez y le dijo: Silvita, ¿usted sabe el significado de la palabra chincuales? La profesora Pérez se cogió del brazo de Amalfitano, como si fueran novios, y honestamente confesó que no tenía ni la más remota idea, aunque la palabra, en sí, no le fuera del todo desconocida. Vaya pandilla de brutos, pensó Amalfitano. La palabra chincuales, dijo Augusto Guerra, tiene, como todas las palabras de nuestra lengua, muchas acepciones. En principio designa los puntitos rojos, ¿sabe?, que dejan en nuestra piel las picadas de las pulgas o de las chinches. Esas picadas causan escozor y la pobre gente que las padece no para de rascarse, como es lógico. De ahí viene una segunda acepción, la que designa a las personas inquietas, que se contorsionan y se rascan, que no dejan de moverse y ponen nerviosos a los involuntarios espectadores que los contemplan. Digamos, como la sarna europea, como los sarnosos que tanto abundan en Europa y que contraen esta enfermedad en los aseos públicos o en esas horrendas letrinas francesas, italianas y españolas. Y de esta acepción viene la última acepción, la acepción guerrista, como si dijéramos, que designa a los viajeros, a los aventureros del intelecto, a los que no se pueden estar quietos mentalmente. Ah, dijo Amalfitano. Magnífico, dijo la profesora Pérez. En aquella reunión improvisada en la oficina del decano, que Amalfitano consideró como de bienvenida, también estaban presentes tres profesores de la facultad y la secretaria de Guerra, quien descorchó una botella de champán californiano y distribuyó a cada uno vasos de cartón y galletitas saladas. Después apareció el hijo de Guerra, un tipo de unos veinticinco años, con gafas negras y vestido con traje deportivo, la piel muy bronceada, que se pasó todo el tiempo en una esquina hablando con la secretaria de su padre y mirando de vez en cuando a Amalfitano con expresión divertida.

La noche anterior a la excursión Amalfitano oyó por primera vez la voz. Tal vez antes la había escuchado, en la calle o dormido, y creyó que era parte de una conversación ajena o que tenía una pesadilla. Pero esa noche la oyó y no le cupo ninguna duda de que se dirigía a él. Al principio creyó que se había vuelto loco. La voz dijo: hola, Óscar Amalfitano, por favor no te asustes, no pasa nada malo. Amalfitano se asustó, se levantó, se dirigió a la carrera a la habitación de su hija. Rosa dormía plácidamente. Amalfitano encendió la luz y revisó la cerradura de la ventana. Rosa se despertó, le preguntó qué le pasaba. No qué pasaba sino qué le pasaba. Debo de tener una cara horrible, pensó Amalfitano. Se sentó en una silla y le dijo que estaba demasiado nervioso, que había creído oír ruidos, que estaba arrepentido de haberla traído a esta ciudad infecta. No te preocupes, no pasa nada, dijo Rosa. Amalfitano le dio un beso en la mejilla, le acarició el pelo y salió cerrando la puerta pero sin apagar la luz. Al cabo de un rato, mientras miraba por la ventana de la sala el jardín y la calle y las ramas quietas de los árboles, oyó que Rosa apagaba la luz. Salió, sin hacer ruido, por la parte trasera. Hubiera deseado tener una linterna, pero igual salió. No había nadie. En el tendedero estaba el Testamento geométrico y unos calcetines suyos y unos pantalones de su hija. Dio la vuelta por el jardín, en el porche no había nadie, se acercó a la verja y examinó la calle, sin salir, y sólo vio un perro que se dirigía tranquilamente rumbo a la avenida Madero, a la parada de autobuses. Un perro se dirige a la parada de autobuses, se dijo Amalfitano. Desde donde estaba creyó notar que no era un perro de raza sino un perro cualquiera. Un quiltro, pensó Amalfitano. Por dentro, se rió. Esas palabras chilenas. Esas trizaduras en la psique. Esa pista de hockey sobre hielo del tamaño de la provincia de Atacama en donde los jugadores nunca veían a un jugador contrario y muy de vez en cuando a un jugador de su mismo equipo. Volvió a entrar en la casa. Cerró con llave, aseguró las ventanas, sacó de un cajón de la cocina un cuchillo de hoja corta y firme, que dejó junto a una historia de la filosofía alemana y francesa desde 1900 hasta 1930, y volvió a sentarse delante de la mesa. La voz dijo: no te creas que para mí es fácil. Si crees que para mí es fácil te equivocas al ciento por ciento. Más bien es difícil. Al noventa por ciento. Amalfitano cerró los ojos y pensó que se estaba volviendo loco. No tenía tranquilizantes en la casa. Se levantó. Fue a la cocina y se echó agua en la cara con las dos manos. Se secó con el trapo de cocina y con las mangas. Trató de recordar el nombre que tenía en psiquiatría el fenómeno auditivo que estaba experimentando. Volvió a su estudio y tras cerrar la puerta se sentó una vez más, con la cabeza gacha y las manos sobre la mesa. La voz dijo: te ruego que me disculpes. Te ruego que te tranquilices. Te ruego que no te tomes esto como una intromisión en tu libertad. ¿En mi libertad?, pensó Amalfitano sorprendido mientras de un salto llegaba hasta la ventana y la abría y contemplaba un lado de su jardín y el muro o la barda erizada de vidrios de la casa vecina, y los reflejos que la luz de las farolas extraían de los fragmentos de botellas rotas, reflejos muy tenues de colores verdes y marrones y anaranjados, como si la barda en aquellas horas de la noche dejara de ser una barda defensiva y se convirtiera o jugara a convertirse en una barda decorativa, elemento minúsculo de una coreografía que ni el aparente coreógrafo, el señor feudal de la casa vecina, era capaz de discernir ni siquiera en sus partes más elementales, aquellas que afectaban a la estabilidad, al color, a la disposición ofensiva o defensiva de su artefacto. O como si sobre la barda estuviera creciendo una enredadera, pensó Amalfitano antes de cerrar la ventana.

Aquella noche la voz no volvió a manifestarse y Amalfitano durmió muy mal, un sueño turbado por saltos y respingones, como si alguien le arañara los brazos y las piernas, con el cuerpo empapado en transpiración, aunque a las cinco de la mañana la angustia cesó y en el sueño apareció Lola que lo saludaba desde un parque de grandes rejas (él estaba al otro lado), y dos rostros de amigos a los que hacía años que no veía (y a quienes probablemente no volvería a ver jamás) y una habitación llena de libros de filosofía cubiertos de polvo, mas no por ello menos magníficos. A esa misma hora la policía de Santa Teresa encontró el cadáver de otra adolescente, semienterrada en un lote baldío de un arrabal de la ciudad, y un viento fuerte, que venía del oeste, se fue a estrellar contra la falda de las montañas del este, levantando polvo y hojas de periódico y cartones tirados en la calle a su paso por Santa Teresa y moviendo la ropa que Rosa había colgado en el jardín trasero, como si el viento, ese viento joven y enérgico y de tan corta vida, se probara las camisas y pantalones de Amalfitano y se metiera dentro de las bragas de su hija y leyera algunas páginas del Testamento geométrico a ver si por allí había algo que le fuera a ser de utilidad, algo que le explicara el paisaje tan curioso de calles y casas a través de las cuales estaba galopando o que lo explicara a él mismo como viento.

A las ocho de la mañana Amalfitano se arrastró a la cocina. Su hija le preguntó si había tenido una buena noche. Pregunta retórica a la que Amalfitano respondió encogiéndose de hombros. Cuando Rosa se marchó a comprar viandas para el día que pensaban pasar en el campo, se preparó una taza de té con leche y se fue a tomárselo a la sala. Después abrió las cortinas y se preguntó si estaba en condiciones de ir a la excursión propuesta por la profesora Pérez. Decidió que sí, que lo que le había pasado la noche anterior era tal vez la respuesta de su cuerpo al ataque de un virus autóctono o el inicio de una gripe. Antes de meterse en la ducha se tomó la temperatura. No tenía fiebre. Durante diez minutos se mantuvo debajo del chorro de agua, pensando en su actuación de la noche anterior, que le producía vergüenza e incluso conseguía ruborizarlo. De tanto en tanto levantaba la cabeza para que la ducha le diera directamente en la cara. El sabor del agua era diferente del sabor que tenía en Barcelona. Le parecía, en Santa Teresa, mucho más densa, como si no pasara por depuradora alguna, un agua cargada de minerales, con gusto a tierra. En los primeros días adquirió el hábito, que compartió con Rosa, de lavarse los dientes el doble de veces que lo hacía en Barcelona, pues tenía la impresión de que los dientes se ennegrecían como si una delgada película de materia surgida de los ríos subterráneos de Sonora le estuviera cubriendo los dientes. Con el paso del tiempo, sin embargo, había vuelto a cepillárselos tres o cuatro veces al día. Rosa, mucho más preocupada por su aspecto, siguió cepillándose seis o siete veces. En su clase vio algunos estudiantes con los dientes de color ocre. La profesora Pérez tenía los dientes blancos. Una vez se lo preguntó: si era cierto que el agua de esa parte de Sonora ennegrecía la dentadura. La profesora Pérez no lo sabía. Es la primera noticia que tengo al respecto, le dijo, y prometió averiguarlo. No tiene importancia, dijo Amalfitano alarmado, no tiene importancia, haz de cuenta que no te he preguntado nada. En la expresión del rostro de la profesora Pérez había detectado un asomo de inquietud, como si la pregunta escondiera otra pregunta, ésta altamente ofensiva o hiriente. Hay que cuidar las palabras, cantó Amalfitano bajo la ducha, sintiéndose totalmente repuesto, lo que sin duda era una prueba de su carácter a menudo irresponsable.

Rosa volvió con dos periódicos que dejó en la mesa y después se puso a hacer bocadillos de jamón o atún, con lechuga y tomates cortados en rodaja y mayonesa o salsa rosa. Los envolvió en papel de cocina y en papel de aluminio, y los metió todos en una bolsa de plástico que introdujo en el interior de una pequeña mochila de color marrón en donde se leía, en semicírculo, Universidad de Phoenix, y también puso dos botellas de agua y una docena de vasos de papel. A las nueve y media de la mañana oyeron el claxon de la profesora Pérez. El hijo de la profesora Pérez tenía dieciséis años y era bajo de estatura, con la cara cuadrada y los hombros anchos, como si practicara algún deporte. Tenía la cara y parte del cuello llenos de granos. La profesora Pérez iba vestida con bluejeans y camisa y pañuelo blancos. Unas gafas negras quizá demasiado grandes cubrían sus ojos. Desde lejos, pensó Amalfitano, parecía una actriz del cine mexicano de los años setenta. Cuando entró en el coche el espejismo se evaporó. La profesora Pérez conducía y él se sentó a su lado. Se dirigieron hacia el este. Los primeros kilómetros la carretera discurría por un pequeño valle pespunteado de rocas que parecían desprendidas del cielo. Trozos de granito sin origen ni continuidad. Había algunas plantaciones, parcelas en donde campesinos invisibles cultivaban frutos que ni la profesora Pérez ni Amalfitano supieron discernir. Después salieron al desierto y a las montañas. Allí estaban los padres de las rocas huérfanas que acababan de dejar atrás. Formaciones graníticas, volcánicas, cuyos picos se silueteaban en el cielo con forma y maneras de pájaros, pero pájaros de dolor, pensó Amalfitano, mientras la profesora Pérez hablaba a los muchachos del lugar hacia donde se dirigían pintándolo con colores que fluctuaban desde la diversión (una piscina excavada en la roca viva) hasta el misterio, que ella cifraba en las voces que se escuchaban desde el mirador y que, evidentemente, era el viento quien las producía.

Cuando Amalfitano giró la cabeza para observar la expresión de su hija y del hijo de la profesora Pérez vio cuatro coches que se mantenían a la zaga esperando la oportunidad de adelantarlos. En el interior de esos coches imaginó a familias felices, una madre, una maleta de picnic llena de viandas, dos hijos y un padre que manejaba con la ventanilla del coche bajada. Sonrió a su hija y volvió a mirar hacia la carretera. Media hora después subieron una cuesta desde donde pudo contemplar una amplia extensión de desierto a sus espaldas. Vio más coches. Imaginó que el parador o merendero o restaurante u hotel de citas hacia donde se dirigían era un sitio de moda para los habitantes de Santa Teresa. Se arrepintió de haber aceptado la invitación. En algún momento se quedó dormido. Despertó cuando ya habían llegado. La mano de la profesora Pérez en su cara, un gesto que podía ser una caricia u otra cosa. Parecía la mano de una ciega. Rosa y Rafael ya no estaban en el interior del coche. Vio un párking casi lleno, el sol reverberando sobre las superficies cromadas, un patio descubierto situado en un plano ligeramente superior, una pareja abrazada de los hombros contemplando algo que él no podía ver, el cielo cegador lleno de pequeñas nubes bajas, una música lejana y una voz que cantaba o susurraba a gran velocidad, haciendo ininteligible la letra de la canción. A pocos centímetros de él vio el rostro de la profesora Pérez. Cogió su mano y se la besó. Tenía la camisa mojada en transpiración, pero lo que más le sorprendió fue que la profesora también transpiraba.

El día, pese a todo, fue agradable. Rosa y Rafael se bañaron en la piscina y luego se unieron a la mesa desde donde ellos los contemplaban. Después compraron refrescos y salieron a pasear por los alrededores del local. En algunos sitios la montaña caía a pico, en el fondo o en las paredes del risco se veían grandes heridas por las que asomaban piedras de otros colores o que el sol, al huir por el oeste, hacía parecer de otros colores, lutitas y andesitas enmanilladas por formaciones de piedra arenisca, farellones verticales de tobas y grandes bandejas de piedra basáltica. De tanto en tanto, colgando de la montaña aparecía algún cacto de Sonora. Y más allá había más montañas y luego valles diminutos y más montañas, hasta arribar a una zona que quedaba velada por el vaho, por la bruma, como un cementerio de nubes, detrás de las cuales estaban Chihuahua y Nuevo México y Texas. Contemplando ese panorama, sentados sobre unas piedras, comieron en silencio. Rosa y Rafael sólo se hablaron para intercambiar sus respectivos sándwiches. La profesora Pérez parecía sumida en sus propios pensamientos. Y Amalfitano se sentía cansado y abrumado por el paisaje, un paisaje que le parecía apto sólo para jóvenes o para viejos imbéciles o viejos insensibles o viejos malvados dispuestos a infligir e infligirse una tarea imposible hasta el último aliento.

Aquella noche Amalfitano se quedó despierto hasta muy tarde. Lo primero que hizo al llegar a casa fue ir al jardín trasero a comprobar si seguía allí el libro de Dieste. Durante el viaje de regreso la profesora Pérez había tratado de ser simpática y de iniciar un diálogo que los involucrara a los cuatro, pero su hijo se durmió nada más iniciar el descenso y poco después Rosa, con la cara apoyada en la ventana, hizo lo mismo. Amalfitano no tardó en seguir el ejemplo de su hija. Soñó con la voz de una mujer que no era la voz de la profesora Pérez sino la de una francesa, que le hablaba de signos y de números y de algo que Amalfitano no entendía y que la voz de su sueño llamaba «historia descompuesta» o «historia desarmada y vuelta a armar», aunque evidentemente la historia vuelta a armar se convertía en otra cosa, en un comentario al margen, en una nota sesuda, en una carcajada que tardaba en apagarse y saltaba de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue, el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles, el espejo que navega y cuyas velas son el dolor. Y luego Amalfitano cambió de sueño y ya no oyó ninguna voz, lo que probablemente indicaba que dormía profundamente, y soñó que se acercaba a una mujer, a una mujer constituida sólo por un par de piernas al final de un pasillo oscuro, y luego oyó que alguien se reía de sus ronquidos, el hijo de la profesora Pérez, y pensó: mejor. Cuando entraban a Santa Teresa por la carretera del este, un camino a esa hora repleto de camiones destartalados y camionetas de bajo cilindraje que volvían del mercado de la ciudad o de algunas ciudades de Arizona, se despertó. No sólo había dormido con la boca abierta sino que tenía el cuello de la camisa lleno de babas. Mejor, pensó, mucho mejor. Al mirar, con expresión satisfecha, a la profesora Pérez, notó en ésta un leve dejo de tristeza. Fuera del alcance de la vista de sus respectivos hijos, la profesora acarició levemente la pierna de Amalfitano mientras éste giraba la cabeza y contemplaba un puesto de tacos callejeros en donde una pareja de policías bebía cervezas y hablaban y contemplaban, con sus pistolas colgando de sus caderas, el crepúsculo rojo y negro, como una marmita de chile espeso cuyos últimos hervores se apagaban por el oeste. Cuando llegaron a casa ya no había luz pero la sombra del libro de Dieste que colgaba del tendedero era más clara, más fija, más razonable, pensó Amalfitano, que todo lo que había visto en el extrarradio de Santa Teresa y en la misma ciudad, imágenes sin asidero, imágenes que contenían en sí toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos.

Esa noche esperó con miedo a la voz. Trató de preparar una clase pero pronto se dio cuenta de que era tarea inútil preparar algo que sabía hasta la saciedad. Pensó que si dibujaba sobre la hoja de papel en blanco que tenía ante sí otra vez aparecerían aquellas figuras geométricas primarias. Así que dibujó un rostro que luego borró y luego se ensimismó en el recuerdo de aquel rostro despedazado. Recordó (pero como de pasada, como se recuerda un rayo) a Raimundo Lulio y su máquina prodigiosa. Prodigiosa por inútil. Cuando volvió a mirar el papel en blanco había escrito, en tres hileras verticales, los siguientes nombres:

Pico della Mirandola

Hobbes

Boecio

Husserl

Locke

Alejandro de Hales

Eugen Fink

Erich Becher

Marx

Merleau-Ponty

Wittgenstein

Lichtenberg

Beda el Venerable

Lulio

Sade

San Buenaventura

Hegel

Condorcet

Juan Filópono

Pascal

Fourier

San Agustín

Canetti

Lacan

Schopenhauer

Freud

Lessing

Durante un rato, Amalfitano leyó y releyó los nombres, en horizontal y vertical, desde el centro hacia los lados, desde abajo hacia arriba, saltados y al azar, y luego se rió y pensó que todo aquello era un truismo, es decir una proposición demasiado evidente y por lo tanto inútil de ser formulada. Luego se tomó un vaso de agua de la llave, agua de las montañas de Sonora, y mientras esperaba que el agua bajara por su garganta dejó de temblar, un temblor imperceptible que sólo él era capaz de sentir, y se puso a pensar en los acuíferos de la Sierra Madre que corrían en medio de una noche interminable hacia la ciudad, y también pensó en los acuíferos que subían desde sus escondites más cercanos a Santa Teresa, y en el agua que teñía los dientes con una suave película ocre. Y cuando se hubo tomado el vaso de agua miró por la ventana y vio la sombra alargada, sombra de ataúd, que el libro colgante de Dieste proyectaba sobre el patio.

Pero la voz volvió y esta vez le dijo, le suplicó, que se comportara como un hombre y no como un maricón. ¿Maricón?, dijo Amalfitano. Sí, maricón, marica, puto, dijo la voz. Ho-mo-se-xual, dijo la voz. Acto seguido le preguntó si por casualidad él era uno de ésos. ¿De cuáles?, dijo Amalfitano, aterrado. Un ho-mo-se-xual, dijo la voz. Y antes de que Amalfitano respondiera se apresuró a aclarar que hablaba en sentido figurado, que nada tenía contra los maricones o putos, más bien al contrario, por algunos poetas que habían profesado esa inclinación erótica sentía una admiración sin límites, para no hablar de algunos pintores o de algunos funcionarios. ¿De algunos funcionarios?, dijo Amalfitano. Sí, sí, sí, dijo la voz, funcionarios muy jóvenes y que vivieron poco tiempo. Gente que maculó papeles oficiales con lágrimas inconscientes. Muertos por su propia mano. Luego la voz se quedó en silencio y Amalfitano se quedó sentado en su estudio. Mucho más tarde, un cuarto de hora tal vez o tal vez a la noche siguiente, la voz dijo: supongamos que soy tu abuelo, el padre de tu padre, y supongamos que como tal puedo hacerte una pregunta de carácter personal. Tú puedes responderme, si quieres, o no hacerlo, pero yo puedo hacerte la pregunta. ¿Mi abuelo?, dijo Amalfitano. Sí, tu abuelito, el nono, dijo la voz. Y la pregunta es: ¿eres un puto, vas a salir huyendo de esta habitación, eres un ho-mo-se-xual, vas a ir a despertar a tu hija? No, dijo Amalfitano. Escucho. Di lo que tengas que decirme.

Y la voz dijo: ¿lo eres?, ¿lo eres?, y Amalfitano dijo no y además negó con la cabeza. No voy a salir corriendo. No será mi espalda ni la suela de mis zapatos lo último que de mí veas, si es que ves. Y la voz dijo: ver, ver, lo que se dice ver, pues francamente no. O no mucho. Ya bastante chamba tengo con mantenerme aquí. ¿Dónde?, dijo Amalfitano. En tu casa, supongo, dijo la voz. Ésta es mi casa, dijo Amalfitano. Sí, lo comprendo, dijo la voz, pero procuremos relajarnos. Estoy relajado, dijo Amalfitano, estoy en mi casa. Y pensó: ¿por qué me recomienda relajarme? Y la voz dijo: yo creo que hoy empieza una larga y espero que satisfactoria relación. Pero para eso es menester mantenerse en calma, sólo la calma es incapaz de traicionarnos. Y Amalfitano dijo: ¿todo lo demás nos traiciona? Y la voz: sí, en efecto, sí, es duro admitirlo, quiero decir es duro tener que admitirlo ante ti, pero ésa es la puritita verdad. ¿La ética nos traiciona? ¿El sentido del deber nos traiciona? ¿La honestidad nos traiciona? ¿La curiosidad nos traiciona? ¿El amor nos traiciona? ¿El valor nos traiciona? ¿El arte nos traiciona? Pues sí, dijo la voz, todo, todo nos traiciona, o te traiciona a ti, que es otra cosa pero que para el caso es lo mismo, menos la calma, sólo la calma no nos traiciona, lo que tampoco, permíteme que te lo reconozca, es ninguna garantía. No, dijo Amalfitano, el valor no nos traiciona jamás. Y el amor a los hijos tampoco. ¿Ah, no?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano, sintiéndose de pronto en calma.

Y luego, en susurros, como todo lo que hasta entonces había dicho, preguntó si calma era, en este caso, antónimo de locura. Y la voz le dijo: no, de ninguna manera, si lo que tienes es miedo a volverte loco, despreocúpate, no te estás volviendo loco, sólo estás manteniendo una plática informal. Así que no me estoy volviendo loco, dijo Amalfitano. No, en absoluto, dijo la voz. Así que tú eres mi abuelo, dijo Amalfitano. El tata, dijo la voz. Así que todo nos traiciona, incluida la curiosidad y la honestidad y lo que bien amamos. Sí, dijo la voz, pero consuélate, en el fondo es divertido.

No hay amistad, dijo la voz, no hay amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones. ¿Pero tú qué tienes, susurró Amalfitano, contra los homosexuales? Nada, dijo la voz. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. ¿Estamos en Santa Teresa?, dijo la voz. ¿Es esta ciudad parte, y no poco destacable, del estado de Sonora? Sí, dijo Amalfitano. Pues ahí tienes, dijo la voz. Una cosa es ser arribista, digo, por poner un ejemplo, dijo Amalfitano mesándose los cabellos como en cámara lenta, y otra muy distinta ser maricón. Hablo en sentido figurado, dijo la voz. Hablo para que tú me entiendas. Hablo como si yo estuviera, y tú estuvieras detrás de mí, en el taller de un pintor ho-mo-se-xual. Hablo desde un taller en donde el caos es sólo una máscara o una leve fetidez de anestesia. Hablo desde un taller con las luces apagadas en donde el nervio de la voluntad se desprende del resto del cuerpo como la lengua serpiente se desprende del cuerpo y repta, automutilada, por entre la basura. Hablo desde las cosas sencillas de la vida. ¿Tú enseñas filosofía?, dijo la voz. ¿Tú enseñas a Wittgenstein?, dijo la voz. ¿Y te has preguntado si tu mano es una mano?, dijo la voz. Me lo he preguntado, dijo Amalfitano. Pero ahora tienes cosas más importantes que preguntarte, ¿me equivoco?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano. Por ejemplo, ¿por qué no acercarte a un vivero y comprar semillas y plantas y puede que hasta un pequeño arbolito para plantar en medio de tu jardín trasero?, dijo la voz. Sí, dijo Amalfitano. He pensado en mi posible y factible jardín y en las plantas que necesito comprar y en las herramientas para llevarlo a cabo. Y también has pensado en tu hija, dijo la voz, y en los asesinatos que se cometen a diario en esta ciudad, y en las mariconas nubes de Baudelaire (perdón), pero no has pensado seriamente si tu mano realmente es una mano. No es cierto, dijo Amalfitano, lo he pensado, lo he pensado. Si lo hubieras pensado, dijo la voz, otro pájaro te cantaría. Y Amalfitano se quedó en silencio y sintió que el silencio era una suerte de eugenesia. Miró la hora en su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Oyó que alguien ponía en marcha el motor de un coche. El coche tardaba en arrancar. Se levantó y se asomó a la ventana. Los coches estacionados enfrente de su casa estaban vacíos. Miró hacia atrás y luego puso la mano en el pomo de la cerradura. La voz dijo: cuidado, pero lo dijo como si se encontrara muy lejos, en el fondo de un barranco en donde asomaban trozos de piedras volcánicas, riolitas, andesitas, vetas de plata y vetas de oro, charcos petrificados cubiertos de minúsculos huevecillos, mientras en el cielo morado como la piel de una india muerta a palos sobrevolaban ratoneros de cola roja. Amalfitano salió al porche. A la izquierda, a unos diez metros de su casa, un coche negro encendió los faros y se puso en marcha. Al pasar delante del jardín el chofer se inclinó y contempló a Amalfitano sin detenerse. Era un tipo gordo y de pelo muy negro, vestido con un traje barato y sin corbata. Cuando desapareció, Amalfitano volvió a la casa. Mala pinta, dijo la voz, no bien franqueó la puerta de entrada. Y después: tienes que tener cuidado, camarada, me parece que aquí las cosas están al rojo vivo.

¿Y tú quién eres y cómo has llegado aquí?, dijo Amalfitano. No tiene sentido explicarte eso, dijo la voz. ¿No tiene sentido?, dijo Amalfitano riéndose en susurros, como una mosca. No tiene sentido, dijo la voz. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo Amalfitano. Hazla, dijo la voz. ¿De verdad eres el fantasma de mi abuelo? Mira con lo que me sales, dijo la voz. Por supuesto que no, soy el espíritu de tu padre. El de tu abuelo te ha olvidado. Pero yo soy tu padre y no te olvidaré jamás. ¿Lo entiendes? Sí, dijo Amalfitano. ¿Entiendes que de mí no tienes nada que temer? Sí, dijo Amalfitano. Ponte a hacer algo útil y luego revisa que todas las puertas y ventanas estén perfectamente cerradas y vete a dormir. ¿Algo útil como qué?, dijo Amalfitano. Por ejemplo, lava los platos, dijo la voz. Y Amalfitano encendió un cigarrillo y se puso a hacer lo que la voz le había sugerido. Tú lavas y yo hablo, dijo la voz. Todo está en calma, dijo la voz. No hay beligerancia entre tú y yo, el dolor de cabeza, si lo tienes, el zumbido de los oídos, el pulso acelerado, la taquicardia, pronto se irán, dijo la voz. Te calmarás, pensarás y te calmarás, dijo la voz, mientras haces algo de utilidad para tu hija y para ti. Comprendido, susurró Amalfitano. Bien, dijo la voz, esto es como una endoscopia, pero indolora. Entendido, susurró Amalfitano. Y lavó los platos y la olla con restos de pasta y salsa de tomate y los tenedores y los vasos y la cocina y la mesa donde habían comido, fumando un cigarrillo tras otro y también bebiendo de vez en cuando sorbitos de agua directamente de la llave. Y a las cinco de la mañana sacó la ropa sucia del cesto de ropa sucia del baño y luego salió al jardín trasero y metió la ropa en la lavadora y marcó el programa de lavado normal y miró el libro de Dieste que colgaba inmóvil y luego volvió a la sala y sus ojos buscaron como los ojos de un adicto algo más que limpiar u ordenar o lavar, pero no encontró nada y se quedó sentado, susurrando sí o no o no me acuerdo o puede ser. Todo está muy bien, decía la voz. Todo es cuestión de que te vayas acostumbrando. Sin gritar. Sin ponerte a sudar y a dar saltos.

Pasadas las seis de la mañana Amalfitano se tiró en la cama sin desvestirse y se quedó dormido como un niño. A las nueve Rosa lo despertó. Hacía tiempo que Amalfitano no se sentía tan bien, aunque las clases que dio resultaron del todo ininteligibles para sus alumnos. A la una comió en el restaurante de la facultad y ocupó una de las mesas más apartadas y difíciles de localizar. No quería ver a la profesora Pérez, y tampoco quería encontrarse con los otros colegas y menos aún con el decano, que, según su costumbre, solía comer allí todos los días rodeado por profesores y unos pocos alumnos que lo adulaban sin parar. Pidió en la barra, casi subrepticiamente, pollo hervido y ensalada y se dirigió a toda velocidad a su mesa esquivando a los jóvenes que a esa hora llenaban el restaurante. Después se dedicó a comer y a seguir pensando en lo que había sucedido la noche anterior. Notó, con pasmo, que se sentía entusiasmado con los eventos que acababa de vivir. Me siento como un ruiseñor, pensó con alegría. Era una frase simple y gastada y ridícula, pero era la única frase que podía resumir su actual estado de ánimo. Procuró calmarse. Las risas de los jóvenes, sus gritos llamándose, el ruido de platos, no contribuían a hacer de aquél el lugar más idóneo para reflexionar. Sin embargo, al cabo de pocos segundos, se dio cuenta de que no existía un lugar mejor. Igual sí, pero mejor no. Así que bebió un largo trago de agua embotellada (que no sabía igual que el agua de la llave, aunque tampoco sabía muy diferente) y se puso a pensar. Primero pensó en la locura. En la posibilidad, alta, de que se estuviera volviendo loco. Se sorprendió al darse cuenta de que tal pensamiento (y tal posibilidad) no menguaba en nada su entusiasmo. Ni su alegría. Mi entusiasmo y mi alegría han crecido bajo las alas de una tormenta, se dijo. Puede que me esté volviendo loco, pero me siento bien, se dijo. Contempló la posibilidad, alta, de que la locura, en caso de padecerla, empeorara, y entonces su entusiasmo se convirtiera en dolor e impotencia y, sobre todo, en causa de dolor e impotencia para su hija. Como si tuviera rayos X en los ojos revisó sus ahorros y calculó que con lo que tenía guardado Rosa podía volver a Barcelona y aún le quedaría dinero para empezar. ¿Para empezar qué?, eso prefirió no responderlo. Se imaginó a sí mismo encerrado en un manicomio en Santa Teresa o en Hermosillo, con la profesora Pérez como única visita ocasional, y recibiendo de vez en cuando cartas de Rosa desde Barcelona, en donde trabajaría y terminaría sus estudios, en donde conocería a un chico catalán, responsable y cariñoso, que se enamoraría de ella y la respetaría y cuidaría y sería amable con ella y con el que Rosa terminaría viviendo y yendo al cine por las noches y viajando a Italia o a Grecia en julio o agosto, y la situación no le pareció tan mala. Después examinó otras posibilidades. Por supuesto, se dijo, él no creía en fantasmas ni en espíritus, aunque durante su infancia en el sur de Chile la gente hablaba de la mechona que esperaba a los jinetes subida a la rama de un árbol, desde donde se dejaba caer al anca de los caballos, abrazando por la espalda al huaso o al vaquero o al contrabandista, sin soltarse, como una amante cuyo abrazo enloquecía tanto al jinete como al caballo, los cuales se morían del susto o terminaban en el fondo de un barranco, o el colocolo, o los chonchones, o las candelillas, o tantos otros duendecillos, almas en pena, íncubos y súcubos, demonios menores que moraban entre la cordillera de la Costa y la cordillera de Los Andes, pero en los que él no creía, no precisamente por su formación filosófica (Schopenhauer, sin ir más lejos, creía en fantasmas, y a Nietzsche seguramente se le apareció uno que lo enloqueció) sino por su formación materialista. Así que descartó, al menos hasta agotar otras líneas, la posibilidad de los fantasmas. La voz podía ser un fantasma, sobre eso él no ponía las manos en el fuego, pero intentó buscar otra explicación. Tras mucho reflexionar, sin embargo, lo único que se sostenía era la eventualidad del alma en pena. Pensó en la vidente de Hermosillo, madame Cristina, la Santa. Pensó en su padre. Decidió que su padre jamás, por más espíritu errante en que se hubiera convertido, utilizaría las palabras mexicanas que había utilizado la voz, si bien, por otra parte, el leve dejo de homofobia podía perfectamente aplicársele. Con felicidad difícil de disimular, se preguntó en qué embrollo se había metido. Por la tarde dio otro par de clases y luego volvió caminando a casa. Al pasar por la plaza principal de Santa Teresa vio a un grupo de mujeres manifestándose delante de la municipalidad. En una de las pancartas leyó: No a la impunidad. En otra: Basta de corrupción. Desde los arcos de adobe del edificio colonial un grupo de policías vigilaba a las mujeres. No eran fuerzas antidisturbios sino simples policías uniformados de Santa Teresa. Cuando se alejaba oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Al volverse vio en la acera de enfrente a la profesora Pérez y a su hija. Las invitó a tomar un refresco. En la cafetería le explicaron que la manifestación era para pedir transparencia en las investigaciones sobre las desapariciones y asesinatos de mujeres. La profesora Pérez le dijo que en su casa tenía alojadas a tres feministas del DF y que esa noche pensaba dar una cena. Me gustaría que asistieran, dijo. Rosa dijo que ella iría. Amalfitano expresó que por su parte no había inconveniente. Después su hija y la profesora Pérez volvieron a la manifestación y Amalfitano reemprendió el camino.

Pero antes de llegar a su casa alguien volvió a llamarlo por su nombre. Maestro Amalfitano, oyó que decían. Se dio la vuelta y no vio a nadie. Ya no estaba en el centro, caminaba por la avenida Madero y las casas de cuatro pisos habían dejado lugar a chalets que imitaban un tipo de vivienda familiar californiana de los años cincuenta, casas que el tiempo había empezado a destrozar hacía mucho, cuando sus ocupantes se mudaron a la colonia en la que ahora vivía Amalfitano. Algunas casas se habían convertido en garajes donde también se vendían helados y otras ahora se dedicaban, sin haber introducido ninguna reforma arquitectónica, al rubro del pan o a la venta de ropa. Muchas de ellas exhibían carteles donde se anunciaban médicos, abogados especializados en divorcios o criminalistas. Otras ofertaban habitaciones por día. Algunas habían sido divididas sin mucha maña en dos o tres casas independientes, que se dedicaban a la venta de periódicos y revistas, frutas y verduras, o prometían al transeúnte dentaduras postizas a buen precio. Cuando Amalfitano iba a seguir su camino volvieron a llamarlo. Entonces lo vio. La voz salía del interior de un coche estacionado junto a la acera. Al principio no reconoció al joven que lo llamaba. Pensó que era un alumno suyo. Llevaba gafas negras y camisa negra con los botones desabrochados hasta el pecho. Tenía la piel muy bronceada, como si fuera un cantante melódico o un playboy puertorriqueño. Súbase, maestro, le doy un aventón hasta su casa. Amalfitano estaba a punto de decirle que prefería caminar cuando el muchacho se identificó. Soy el hijo del maestro Guerra, dijo mientras se bajaba del coche por la parte por donde pasaba el tránsito que a esa hora atronaba la avenida, sin mirar a ningún lado, con un desprecio por el peligro que a Amalfitano le pareció de una temeridad extrema. Después de dar la vuelta, el joven se le acercó y le tendió la mano. Soy Marco Antonio Guerra, dijo, y le recordó la ocasión en que habían brindado con champán en la oficina de su padre por su incorporación a la facultad. De mí no tiene nada que temer, maestro, dijo, y a Amalfitano no dejó de sorprenderle esta declaración. El joven Guerra se detuvo frente a él. Sonreía igual que entonces. Una sonrisa burlona y confiada, como la sonrisa de un francotirador acaso demasiado seguro de sí mismo. Vestía bluejeans y botas tejanas. En el interior del coche, en el asiento posterior, había una chaqueta de marca de color gris perla y una carpeta con documentos. Pasaba por aquí, dijo Marco Antonio Guerra. El coche enfiló hacia la colonia Lindavista pero antes de llegar el hijo del decano sugirió ir a beber algo. Amalfitano rechazó educadamente la invitación. Pues entonces invíteme a beber algo en su casa, dijo Marco Antonio Guerra.

No tengo nada que ofrecerle, se disculpó Amalfitano. No se hable más, dijo Marco Antonio Guerra, y cogió el primer desvío. Pronto el paisaje urbano experimentó un cambio. Hacia el oeste de la colonia Lindavista las casas eran nuevas, rodeadas en algunos sitios por grandes descampados, y algunas calles ni siquiera estaban asfaltadas. Dicen que estas colonias son el futuro de la ciudad, dijo Marco Antonio Guerra, pero yo creo más bien que esta pinche ciudad no tiene futuro. El coche entró directamente en un campo de fútbol, al otro lado del cual se veía un par de enormes galpones o almacenes rodeados por una alambrada. Detrás de estas instalaciones corría un canal o riachuelo que arrastraba la basura de las colonias que estaban al norte. Cerca de otro descampado vieron la vieja vía del ferrocarril que antiguamente conectaba Santa Teresa con Ures y Hermosillo. Unos cuantos perros se acercaron tímidamente. Marco Antonio bajó la ventanilla y dejó que le olfatearan y lamieran una mano. A la izquierda estaba la carretera a Ures. El coche empezó a salir de Santa Teresa. Amalfitano preguntó hacia dónde iban. El hijo de Guerra contestó que hacia uno de los pocos lugares de la zona en donde aún se podía beber auténtico mezcal mexicano.

El lugar se llamaba Los Zancudos y era un rectángulo de treinta metros de largo por unos diez de ancho, con una pequeña tarima en el fondo en donde los viernes y sábados actuaban grupos que tocaban corridos o canciones rancheras. La barra no medía menos de quince metros. Los lavabos estaban afuera, y uno podía entrar en ellos directamente por el patio o a través de un estrecho pasillo de láminas de zinc que los conectaba con el local. No había mucha gente. Los camareros, a quienes Marco Antonio Guerra conocía por su nombre, los saludaron pero ninguno se acercó a atenderlos. Sólo unas pocas luces estaban encendidas. Le recomiendo que pida mezcal Los Suicidas, dijo Marco Antonio. Amalfitano sonrió amablemente y dijo que sí, pero sólo una copita. Marco Antonio levantó una mano y chasqueó los dedos. Estos cabrones deben de estar sordos, dijo. Se levantó y se acercó a la barra. Al cabo de un rato regresó con dos vasos y una botella de mezcal llena hasta la mitad. Pruébelo, dijo. Amalfitano dio un sorbo y le pareció bueno. En el fondo de la botella tendría que haber un gusano, dijo, pero estos muertos de hambre seguro que se lo comieron. Parecía un chiste y Amalfitano se rió. Pero le certifico que es mezcal Los Suicidas auténtico, puede bebérselo con confianza, dijo Marco Antonio. Al segundo trago Amalfitano pensó que, en efecto, se trataba de una bebida extraordinaria. Ya no se fabrica, dijo Marco Antonio, como tantas cosas en este pinche país. Y al cabo de un rato, mirando fijamente a Amalfitano, dijo: nos vamos al carajo, supongo que usted se ha dado cuenta, ¿no, maestro? Amalfitano respondió que la situación no era como para echar las campanas al vuelo, sin especificar a qué se refería ni entrar en detalles. Esto se deshace entre las manos, dijo Marco Antonio Guerra. Los políticos no saben gobernar. La clase media sólo piensa en irse a los Estados Unidos. Y cada vez llega más gente a trabajar en las maquiladoras. ¿Sabe lo que yo haría? No, dijo Amalfitano. Pues quemar unas cuantas. ¿Unas cuantas qué?, dijo Amalfitano. Unas cuantas maquiladoras. Ah, vaya, dijo Amalfitano. También sacaría el ejército a la calle, bueno, a la calle no, a las carreteras, para impedir que siguieran llegando más muertos de hambre. ¿Controles en las carreteras?, dijo Amalfitano. Pues sí, es la única solución que veo. Probablemente hay otras, dijo Amalfitano. La gente ha perdido todo el respeto, dijo Marco Antonio Guerra. El respeto por los demás y el respeto por ellos mismos. Amalfitano miró hacia la barra. Tres camareros cuchicheaban mirando de reojo hacia su mesa. Creo que lo mejor es que nos marchemos, dijo Amalfitano. Marco Antonio Guerra se fijó en los camareros y les hizo un gesto obsceno con la mano y después se rió. Amalfitano lo cogió por un brazo y lo arrastró hasta el aparcamiento. Ya era de noche y un enorme letrero luminoso con un zancudo de patas largas brillaba sobre una armazón de hierro. Me parece que esta gente tiene algo contra usted, dijo Amalfitano. No se preocupe, maestro, dijo Marco Antonio Guerra, voy armado.

Cuando llegó a su casa Amalfitano olvidó de inmediato al joven Guerra y pensó que tal vez no estaba tan loco como creía ni tampoco la voz era un alma en pena. Pensó en la telepatía. Pensó en los mapuches o araucanos telépatas. Recordó un libro muy delgado, que no llegaba a las cien páginas, de un tal Lonko Kilapán, publicado en Santiago de Chile en el año de 1978, que un viejo amigo, humorista de ley, le había enviado cuando él vivía en Europa. El tal Kilapán se presentaba a sí mismo con las siguientes credenciales: Historiador de la Raza, Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana. El libro se llamaba O’Higgins es araucano, y se subtitulaba 17 pruebas, tomadas de la Historia Secreta de la Araucanía. Entre el título y el subtítulo estaba la siguiente frase: Texto aprobado por el Consejo Araucano de la Historia. Después venía el prólogo, que decía así: «Prólogo. Si quisiéramos encontrar en los héroes de la Independencia de Chile pruebas de parentesco con los araucanos, sería difícil encontrarlas y más difícil probarlas. Porque en los hermanos Carrera, Mackenna, Freire, Manuel Rodríguez y otros, sólo aflora la ascendencia ibérica. Mas donde el parentesco araucano surge espontáneo y brilla, con luz meridiana, es en Bernardo O’Higgins y para probarlo existen 17 pruebas. Bernardo no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia. Es el gallardo hijo legítimo del Gobernador de Chile y Virrey del Perú, Ambrosio O’Higgins, irlandés, y de una mujer araucana, perteneciente a una de las principales tribus de la Araucanía. El matrimonio fue consagrado por la ley del Admapu, con el tradicional Gapitun (ceremonia del rapto). La biografía del Libertador rasga el milenario secreto araucano, justo en el Bicentenario de su Natalicio; salta del Litrang* al papel, con la fidelidad con que sólo un epeutufe sabe hacerlo». Y ahí se acababa el prólogo, firmado por José R. Pichiñual, Cacique de Puerto Saavedra.

Curioso, pensó Amalfitano, con el libro entre las manos. Curioso, curiosísimo. Por ejemplo, el único asterisco. Litrang: pizarra de piedra laja en que los araucanos grababan su escritura. ¿Pero por qué poner un asterisco junto a la palabra litrang y no hacerlo junto a las palabras admapu o epeutufe? ¿El cacique de Puerto Saavedra daba por sentado que éstas eran de sobra conocidas? Y luego la frase sobre la bastardía o no de O’Higgins: no es el hijo ilegítimo que describen con lástima algunos historiadores, mientras otros no logran disimular su complacencia. Ahí está la historia cotidiana de Chile, la historia particular, la historia puertas adentro. Describir con lástima al padre de la patria por su bastardía. O escribir sobre este punto sin lograr disimular cierta complacencia. Qué frases más significativas, pensó Amalfitano, y recordó la primera vez que leyó el libro de Kilapán, muriéndose de la risa, y la manera en que lo leía ahora, con algo parecido a la risa pero también con algo parecido a la pena. Ambrosio O’Higgins como irlandés sin duda era un buen chiste. Ambrosio O’Higgins casándose con una araucana, pero bajo la legislación del admapu y encima rematándolo con el tradicional gapitun o ceremonia del rapto, le parecía una broma macabra que sólo remitía a un abuso, a una violación, a una burla extra usada por el gordezuelo Ambrosio para cogerse tranquilo a la india. No puedo pensar en nada sin que la palabra violación asome sus ojitos de mamífero indefenso, pensó Amalfitano. Después se quedó dormido en el sillón, con el libro entre las manos. Tal vez soñó algo. Algo breve. Tal vez soñó con su infancia. Tal vez no.

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