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La parte de Fate

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—¿Cuántas muertas hay?

—No lo sé —dijo Chucho Flores—, muchas, más de doscientas.

Fate observó cómo el mexicano empezaba a esbozar su noveno retrato.

—Son muchas para una sola persona —dijo.

—Así es, amigo, demasiadas, incluso para un asesino mexicano.

—¿Y cómo las matan? —preguntó Fate.

—Eso no está nada claro. Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto. Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto.

Mientras conducía rumbo al Sonora Resort, desde donde pensaba revisar su correo electrónico, a Fate se le ocurrió que mucho más interesante que la pelea Pickett-Fernández era escribir un reportaje sobre las mujeres asesinadas. Así se lo escribió al jefe de su sección. Le pidió quedarse una semana más en la ciudad y que le enviaran un fotógrafo. Después salió a tomar una copa al bar en donde se juntó con algunos periodistas norteamericanos. Hablaban del combate y todos coincidían en que Fernández no iba a durar más de cuatro rounds. Uno de ellos contó la historia del boxeador mexicano Hércules Carreño. Era un tipo que medía casi dos metros. Algo nada usual en México, donde la gente más bien es bajita. Este Hércules Carreño, además, era fuerte, trabajaba descargando sacos en un mercado o en una carnicería, y alguien lo convenció para que se dedicara al boxeo. Empezó tarde. Digamos a los veinticinco años. Pero en México no abundan los pesos pesados y ganaba todos los combates. Éste es un país que da buenos gallos, buenos moscas, buenos plumas, a veces, en contadas ocasiones, algún welter, pero no pesados ni semipesados. Es una cuestión de tradición y de alimentación. Una cuestión de morfología. Ahora tienen un presidente de la república que es más alto que el presidente de los Estados Unidos. Es la primera vez que ocurre. Poco a poco los presidentes de México serán cada vez más altos. Antes era impensable. Un presidente de México solía llegarle, en el mejor de los casos, al hombro a un presidente de América. A veces la cabeza de un presidente de México apenas estaba unos centímetros por encima del ombligo de un presidente de los nuestros. Ésa era la tradición. Ahora, sin embargo, la clase alta mexicana está cambiando. Son cada vez más ricos y suelen buscar esposas al norte de la frontera. A eso le llaman mejorar la raza. Un enano mexicano manda a su hijo enano a estudiar a una universidad de California. El niño tiene dinero y hace lo que quiere y eso impresiona a algunas estudiantes. No hay ningún lugar en la tierra donde haya más tontas por metro cuadrado que en una universidad de California. Resultado: el niño obtiene un título y consigue una esposa que se va a vivir a México con él. De esta forma los nietos del enano mexicano dejan de ser enanos, adquieren una estatura media y de paso se blanquean. Estos nietos, llegado el momento, realizan el mismo periplo iniciático que su padre. Universidad norteamericana, esposa norteamericana, hijos cada vez de mayor estatura. La clase alta mexicana, de hecho, está haciendo, por su cuenta y riesgo, lo que hicieron los españoles, pero al revés. Los españoles, lascivos y poco previsores, se mezclaron con las indias, las violaron, les metieron a la fuerza su religión, y creyeron que de esta manera el país se volvería blanco. Los españoles creían en el blanco bastardo. Sobrestimaban su semen. Pero se equivocaron. Nunca puedes violar a tantas personas. Es matemáticamente imposible. El cuerpo no lo aguanta. Te agotas. Además, ellos violaban de abajo hacia arriba, cuando lo más práctico, está demostrado, es violar de arriba hacia abajo. El sistema de los españoles hubiera dado algún resultado si hubieran sido capaces de violar a sus propios hijos bastardos y luego a sus nietos bastardos e incluso a sus bisnietos bastardos.

¿Pero quién tiene ganas de violar a nadie cuando has cumplido setenta años y apenas te puedes mantener de pie? El resultado está a la vista. El semen de los españoles, que se creían titanes, se perdió en la masa amorfa de los miles de indios. Los primeros bastardos, los que tenían un cincuenta por ciento de sangre de cada raza, se hicieron cargo del país, fueron los secretarios, los soldados, los comerciantes minoristas, los fundadores de nuevas ciudades. Y siguieron violando, pero el fruto, ya desde entonces, comenzó a decaer, pues las indias que ellos violaron dieron a luz mestizos con un porcentaje aún menor de sangre blanca. Y así sucesivamente. Hasta llegar a este boxeador, Hércules Carreño, que al principio ganaba peleas, o bien porque sus rivales eran más flojos que él o bien porque alguien amañaba los combates, lo que envaneció a algunos mexicanos, que empezaron a presumir de tener un campeón auténtico en las categorías pesadas y que un buen día se lo llevaron a los Estados Unidos y lo hicieron pelear contra un irlandés borracho y luego contra un negro drogado y luego contra un ruso gordinflón, a quienes ganó, lo que llenó a los mexicanos de felicidad y de soberbia: ya tenían, pues, a su campeón paseándose por los grandes circuitos. Y entonces pactaron una pelea contra Arthur Ashley, en Los Ángeles, no sé si alguno vio esa pelea, yo sí, a Arthur Ashley lo llamaban Art el Sádico. El mote se lo ganó en esa pelea. Del pobre Hércules Carreño no quedó nada. Ya desde el primer round se vio que aquello iba a ser una carnicería. Art el Sádico boxeaba tomándose todo el tiempo del mundo, sin ninguna prisa, buscando el sitio exacto donde colocar sus ganchos, haciendo rounds monográficos, el tercero dedicado únicamente al rostro, el cuarto dedicado únicamente al hígado. En fin, bastante hizo Hércules Carreño aguantando hasta el octavo round. Después de aquella pelea aún combatió en plazas de tercera categoría. Se caía al segundo round casi siempre. Después buscó trabajo como vigilante de discoteca, pero estaba tan sonado que en ningún trabajo duraba más de una semana. Nunca más volvió a México. Tal vez hasta había olvidado que era mexicano. Los mexicanos, por supuesto, lo olvidaron a él. Dicen que se dedicó a la mendicidad y que un día murió bajo un puente. El orgullo de las categorías pesadas mexicanas, dijo el periodista.

Los demás se rieron y luego todos pusieron cara de circunstancias. Veinte segundos de silencio para recordar al infortunado Carreño. Los rostros, repentinamente serios, provocaron en Fate la sensación de un baile de máscaras. Por un brevísimo instante le faltó el aire, vio el piso vacío de su madre, tuvo la premonición de dos personas haciendo el amor en una habitación que daba pena, todo al mismo tiempo, un tiempo definido por la palabra climatérico. ¿Tú qué eres, un publicista del Ku Klux Klan?, le preguntó Fate. Bueno, bueno, bueno, otro negrata susceptible, dijo el periodista. Fate trató de acercarse a él y darle, al menos, un puñetazo (ni soñar con una bofetada), pero los periodistas que rodeaban al que había contado la historia se lo impidieron. Es sólo una broma, oyó que decía alguien. Todos somos americanos. Aquí no hay nadie del Klan. O eso creo. Luego oyó más risas. Cuando se calmó y se fue a sentar solo en un rincón del bar uno de los periodistas que había estado escuchando la historia de Hércules Carreño se acercó a él y le tendió la mano.

—Chuck Campbell, del Sport Magazine de Chicago.

Fate estrechó su mano y le dijo su nombre y el nombre de su revista.

—Oí que habían matado a vuestro corresponsal —dijo Campbell.

—Así es —dijo Fate.

—Un asunto de faldas, supongo —dijo Campbell.

—No lo sé —dijo Fate.

—Conocí a Jimmy Lowell —dijo Campbell—, por lo menos nos encontramos unas cuarenta veces, que es más de lo que puedo decir de algunas amantes e incluso de alguna esposa. Era una buena persona. Le gustaba la cerveza y le gustaba comer bien. Un hombre con mucho trabajo, decía, tiene que comer mucho y la comida tiene que ser de buena calidad. Alguna vez viajamos juntos en avión. Yo no puedo dormir en los aviones. Jimmy Lowell dormía todo el viaje y sólo se despertaba para comer y contar alguna anécdota. En realidad no le gustaba excesivamente el boxeo, su deporte era el béisbol, pero en vuestra revista cubría todos los deportes, hasta el tenis. Nunca tuvo una mala palabra para nadie. Respetaba y se hacía respetar. ¿No piensas lo mismo?

—Nunca en mi vida vi a Lowell —dijo Fate.

—No te tomes a mal lo que acabas de escuchar, muchacho —dijo Campbell—. Ser corresponsal de deportes es aburrido y uno suelta disparates sin pensarlo dos veces, o cambia las historias para no repetirse. En ocasiones, sin querer, decimos barbaridades. El tipo que contó la historia del boxeador mexicano no es una mala persona. Es un tipo civilizado y bastante abierto en comparación con otros. Lo único que sucede es que en ocasiones, para matar el tiempo, jugamos a ser canallas. Pero no lo hacemos en serio —dijo Campbell.

—Por mi parte no hay problema —dijo Fate.

—¿En qué round crees que va a ganar Count Pickett?

—No lo sé —dijo Fate—, ayer vi a Merolino Fernández entrenando en su cuartel y no me pareció un perdedor.

—Caerá antes del tercero —dijo Campbell.

Otro periodista le preguntó dónde estaba el cuartel de Fernández.

—No muy lejos de la ciudad —dijo Fate—, aunque la verdad es que no lo sé, no fui solo, me llevaron unos mexicanos.

Cuando Fate volvió a encender el ordenador encontró la respuesta de su jefe de sección. No había ni interés ni dinero para llevar adelante un reportaje como el que proponía. Le sugería que se limitase a cumplir con el encargo del jefe de la sección de deportes y que luego saliera de allí de inmediato. Fate habló con un recepcionista del Sonora Resort y pidió una conferencia telefónica con Nueva York.

Mientras esperaba la llamada recordó los reportajes que le habían rechazado. El más reciente había sido uno con un grupo político de Harlem llamado La Hermandad de Mahoma. Los conoció durante una manifestación en apoyo de Palestina. La manifestación era variopinta y uno podía ver a grupos de árabes, a viejos militantes de la izquierda neoyorquina, a nuevos militantes antiglobalización. La Hermandad de Mahoma, sin embargo, atrajo su atención de inmediato porque marchaban bajo un gran retrato de Osama bin Laden. Todos eran negros, todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro y boinas negras y gafas negras, algo que recordaba vagamente a los Panteras, sólo que los Panteras eran adolescentes y los que no eran adolescentes tenían una pinta juvenil, un aura de juventud y de tragedia, mientras que los de la Hermandad de Mahoma eran hombres hechos y derechos, de anchas espaldas y bíceps enormes, gente que había pasado horas y horas en el gimnasio, levantando pesas, tipos con vocación de guardaespaldas, ¿pero guardaespaldas de quién?, verdaderos armarios humanos cuya presencia resultaba intimidante, aunque en la manifestación no eran más de veinte, puede que menos, pero el retrato de Bin Laden ejercía, quién sabe cómo, un efecto multiplicador, en primer lugar porque hacía menos de seis meses que se había cometido el atentado contra el World Trade Center y pasearse con Bin Laden, aunque sólo fuera de forma iconográfica, resultaba una provocación extrema. Por supuesto, no fue sólo Fate el que se dio cuenta de la presencia exigua y retadora de la Hermandad: las cámaras de televisión los siguieron, entrevistaron a su portavoz, los fotógrafos de varios periódicos dejaron constancia de la presencia de aquel grupo que parecía pedir a gritos ser reprimido.

Fate los observó desde lejos. Los vio hablar con las televisiones y con algunas radios locales, los vio gritar, los vio marchar entre el gentío y los siguió. Antes de que la manifestación empezara a disgregarse los miembros de la Hermandad de Mahoma la abandonaron mediante un movimiento planeado con anterioridad. Un par de furgonetas los aguardaban en una esquina. Sólo entonces Fate se dio cuenta de que no eran más de quince. Ellos corrieron. Él corrió hacia ellos. Dijo que quería entrevistarlos para su revista. Hablaron junto a las furgonetas, en un callejón. El que parecía el jefe, un tipo alto y gordo y con el cráneo rapado, le preguntó para qué revista trabajaba. Fate se lo dijo y el tipo lo miró con una sonrisa burlona.

—Esa jodida revista ya no la lee nadie —dijo.

—Es una revista de hermanos —dijo Fate.

—Esa jodida revista de hermanos sólo emputece a los hermanos —dijo el tipo sin dejar de sonreír—. Se ha vuelto anticuada.

—No lo creo —dijo Fate.

Un ayudante de cocina chino salió a tirar varias bolsas de basura. Un árabe los observó desde la esquina. Rostros desconocidos y lejanos, pensó Fate mientras el tipo que parecía el jefe le decía una hora, una fecha, un lugar del Bronx donde se verían al cabo de unos días.

Fate no faltó a la cita. Lo aguardaban tres miembros de la Hermandad y una furgoneta negra. Se trasladaron a un sótano cerca de Baychester. Allí los esperaba el tipo gordo de la cabeza rapada. Dijo que lo llamara Khalil. Los otros no dijeron sus nombres. Khalil habló de la Guerra Santa. Explícame qué demonios quiere decir Guerra Santa, dijo Fate. La Guerra Santa habla de nosotros cuando nuestras bocas se han secado, dijo Khalil. La Guerra Santa es la palabra de los mudos, de los que perdieron la lengua, de los que nunca supieron hablar. ¿Por qué os manifestáis en contra de Israel?, dijo Fate. Los judíos nos oprimen, dijo Khalil. Nunca, jamás, un judío ha pertenecido al Ku Klux Klan, dijo Fate. Eso era lo que los judíos pretendían hacernos creer. En realidad el Klan está en todas partes. En Tel Aviv, en Londres, en Washington. Muchos jefes del Klan son judíos, dijo Khalil. Siempre ha sido así. Hollywood está lleno de jefes del Klan. ¿Quiénes?, dijo Fate. Khalil le advirtió que lo que diría a partir de ese momento era off the record.

—Los magnates judíos tienen buenos abogados judíos —dijo.

¿Quiénes?, dijo Fate. Nombró a tres directores de cine y a dos actores. Luego tuvo una inspiración. Preguntó: ¿es Woody Allen del Klan? Lo es, dijo Khalil, fíjate en sus películas, ¿has visto allí a algún hermano? No, no he visto a muchos, dijo Fate. A ninguno, dijo Khalil. ¿Por qué llevabais un cartel de Bin Laden?, dijo Fate. Porque Osama bin Laden ha sido el primero en darse cuenta de la naturaleza de la lucha actual. Después hablaron de la inocencia de Bin Laden y de Pearl Harbor y de lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres Gemelas para cierta gente. Gente que trabaja en la bolsa, dijo Khalil, gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así. Según vosotros, dijo Fate, Mohamed Atta era un infiltrado de la CIA o del FBI. ¿Dónde están los restos de Mohamed Atta?, le preguntó Khalil. ¿Quién puede asegurar que Mohamed Atta iba en uno de esos aviones? Te diré lo que yo creo. Creo que Atta está muerto. Se les murió mientras lo torturaban o le pegaron un tiro en la nuca. Creo que luego trocearon su cuerpo en pedacitos pequeños y molieron sus huesos hasta dejarlos como los restos de un pollo. Creo que luego metieron los huesecillos y los bistecs en una caja, la llenaron de cemento y la dejaron en algún pantano de Florida. Y lo mismo hicieron con los compañeros de Mohamed Atta.

¿Quién pilotaba los aviones, entonces?, dijo Fate. Locos del Klan, pacientes sin nombre de frenopáticos del Medio Oeste, voluntarios hipnotizados para afrontar el suicidio. En este país desaparecen miles de personas cada año y nadie intenta encontrarlos. Después hablaron de los romanos y del circo y de los primeros cristianos a quienes se comían los leones. Pero los leones se atragantarán con nuestra carne negra, dijo.

Al día siguiente Fate los visitó en un local de Harlem y allí conoció a un tal Ibrahim, un tipo de mediana estatura y con la cara llena de cicatrices que se dedicó a relatarle pormenorizadamente las obras de caridad que la Hermandad realizaba en el barrio. Comieron juntos en una cafetería que había a un lado del local. La cafetería la atendía una mujer ayudada por un chico y en la cocina había un viejo que no paraba de cantar. Por la tarde se les unió Khalil y Fate les preguntó dónde se habían conocido. En la cárcel, le dijeron. En la cárcel se conocen los hermanos negros. Hablaron sobre los otros grupos musulmanes de Harlem. Ibrahim y Khalil no tenían muy buena opinión de ellos, pero intentaron ser mesurados y dialogantes. Los buenos musulmanes tarde o temprano terminarían acudiendo a la Hermandad de Mahoma.

Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.

—Probablemente nunca lo olvidarán —dijo Ibrahim.

—Ahora ya saben con quien tratan —dijo Khalil.

El jefe de su sección le dijo que se olvidara de escribir un reportaje sobre la Hermandad.

—Esos negros, ¿cuántos son? —dijo.

—Veinte, aproximadamente —dijo Fate.

—Veinte negratas —dijo el jefe de sección—. Por lo menos cinco deben de ser agentes del FBI infiltrados.

—Puede que más —dijo Fate.

—¿Qué es lo que nos puede interesar de ellos? —dijo el jefe de sección.

—La estupidez —dijo Fate—. La variedad interminable de formas con que nos destrozamos a nosotros mismos.

—¿Te has vuelto masoquista, Oscar? —dijo el jefe de sección.

—Puede —admitió Fate.

—Deberías follar más —dijo el jefe de sección—. Salir más, escuchar más música, tener amigos y conversar con ellos.

—Lo he pensado —dijo Fate.

—¿Qué has pensado?

—En follar más —dijo Fate.

—Esas cosas no se piensan, se hacen —dijo el jefe de sección.

—Primero hay que pensarlas —dijo Fate. Luego añadió—. ¿Tengo luz verde para mi reportaje?

El jefe de sección movió la cabeza negativamente.

—Ni hablar —dijo—. Eso véndelo a una revista de filosofía, a una revista de antropología urbana, escribe, si quieres, un jodido guión para el cine y que lo filme el jodido Spike Lee, pero yo no lo pienso publicar.

—De acuerdo —dijo Fate.

—Joder, si se pasearon con un cartel de Bin Laden, los muy bastardos —dijo el jefe de sección.

—Hay que tener cojones —dijo Fate.

—Hay que tener cojones de cemento armado y además hay que ser muy imbécil.

—Seguramente se le ocurrió a algún infiltrado de la policía —dijo Fate.

—Da igual —dijo el jefe de sección—, se le ocurriera a quien se le ocurriera es una señal.

—¿Una señal de qué? —dijo Fate.

—De que vivimos en un planeta de locos —dijo el jefe de sección.

Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. Le habló de los asesinatos de mujeres, de la posibilidad de que todos los crímenes hubieran sido cometidos por una o dos personas, lo que los convertía en los mayores asesinos en serie de la historia, le habló del narcotráfico y de la frontera, de la corrupción policial y del crecimiento desmesurado de la ciudad, le aseguró que sólo necesitaba una semana más para averiguar todo lo necesario y que después se marcharía a Nueva York y en cinco días tendría armado el reportaje.

—Oscar —le dijo el jefe de sección—, estás allí para cubrir un jodido combate de box.

—Esto es superior —dijo Fate—, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.

—¿Qué me estás proponiendo?

—Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo —dijo Fate—, un aide-mémoire de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud, joder.

—¿Un aide-mémoire? —dijo el jefe de sección—. ¿Eso es francés, negro? ¿Desde cuándo sabes tú francés?

—No sé francés —dijo Fate—, pero sé lo que es un jodido aide-mémoire.

—Yo también sé lo que es un puto aide-mémoire —dijo el jefe de sección—, y también sé lo que significa merci y au-revoir y faire l’amour. Lo mismo que coucher avec moi, ¿recuerdas esa canción?, voulez-vous coucher avec moi, ce soir? Y creo que tú, negro, quieres coucher avec moi, pero sin decir antes voulez-vous, que en este caso es primordial. ¿Lo has entendido? Tienes que decir voulez-vous y si no lo dices te jodes.

—Aquí hay materia para un gran reportaje —dijo Fate.

—¿Cuántos putos hermanos están metidos en el asunto? —dijo el jefe de sección.

—¿De qué mierdas me hablas? —dijo Fate.

—¿Cuántos jodidos negros están con la soga al cuello? —dijo el jefe de sección.

—Y yo qué sé, te estoy hablando de un gran reportaje —dijo Fate—, no de una revuelta en el gueto.

—O sea: no hay ningún puto hermano en esa historia —dijo el jefe de sección.

—No hay ningún hermano, pero hay más de doscientas mexicanas asesinadas, hijo de puta —dijo Fate.

—¿Qué posibilidades tiene Count Pickett? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido culo negro —dijo Fate.

—¿Has visto ya a su rival? —dijo el jefe de sección.

—Métete a Count Pickett en tu jodido ojete de maricón —dijo Fate—, y pídele que te lo vigile porque cuando vuelva a Nueva York te voy a reventar el culo a patadas.

—Tú cumple con tu deber y no hagas trampas con las dietas, negro —dijo el jefe de sección.

Fate colgó.

Junto a él, sonriéndole, había una mujer vestida con bluejeans y chaqueta de cuero crudo. Llevaba gafas negras y sobre el hombro le colgaba un bolso de buena calidad y una cámara de fotos. Parecía una turista.

—¿Le interesan los asesinatos de Santa Teresa? —dijo.

Fate la miró y tardó en comprender que ella había escuchado su conversación telefónica.

—Me llamo Guadalupe Roncal —dijo la mujer tendiéndole la mano.

Se la estrechó. Era una mano delicada.

—Soy periodista —dijo Guadalupe Roncal cuando Fate le soltó la mano—. Pero no estoy aquí para cubrir la pelea. Ese tipo de peleas no me interesan, aunque sé que hay mujeres que encuentran muy sexy el boxeo. La verdad es que a mí me parece más bien algo vulgar y sin sentido. ¿No lo cree usted así? ¿O a usted sí le gusta ver cómo dos hombres se pegan?

Fate se encogió de hombros.

—¿No me responde? Bien, no soy quién para juzgar sus aficiones deportivas. En realidad, a mí no me agrada ningún deporte. Ni el boxeo, por las razones que le he dado, ni el fútbol, ni el básketbol, ni siquiera el atletismo. ¿Se preguntará usted qué hago entonces en un hotel lleno de periodistas deportivos y no en otro lugar más tranquilo, en donde no estaría escuchando cada vez que bajo al bar o al comedor estas tristes y patéticas historias de grandes peleas del pretérito pluscuamperfecto? Se lo diré si me acompaña a mi mesa y se toma una copa conmigo.

Mientras la seguía se le pasó por la cabeza que estaba en compañía de una loca o tal vez de una buscona, pero Guadalupe Roncal no tenía pinta ni de loca ni de puta, aunque en realidad Fate ignoraba cómo eran las locas o las putas mexicanas. Tampoco tenía pinta de periodista. Se sentaron en la terraza del hotel, desde donde se veía un edificio en construcción de más de diez pisos. Otro hotel, le informó la mujer con indiferencia. Algunos obreros, apoyados en las vigas o sentados sobre apilamientos de ladrillos, también los miraban a ellos, o eso fue lo que pensó Fate aunque no había manera de comprobarlo, pues las figuras que se movían en el edificio a medio construir eran demasiado pequeñas.

—Soy, como ya le he dicho, periodista —dijo Guadalupe Roncal—. Trabajo en uno de los grandes periódicos del DF. Y me he alojado en este hotel por miedo.

—Miedo a qué —dijo Fate.

—Miedo a todo. Cuando se trabaja en algo relativo a los asesinatos de mujeres de Santa Teresa, una termina teniendo miedo a todo. Miedo a que te peguen. Miedo a un levantón. Miedo a la tortura. Por supuesto, con la experiencia el miedo se atenúa. Pero yo no tengo experiencia. Carezco de experiencia. Adolezco de falta de experiencia. Incluso, si existiera el término, se podría decir que estoy aquí como periodista secreta. Conozco todo lo relativo a los asesinatos. Pero en el fondo soy inexperta en el tema. Quiero decir que hasta hace una semana éste no era mi tema. No estaba al corriente, no había escrito nada al respecto y de repente, sin yo esperarlo ni pedirlo, pusieron sobre mi mesa el dossier de las muertas y me dieron el caso. ¿Quiere saber por qué?

Fate asintió con la cabeza.

—Porque soy mujer y las mujeres no podemos rechazar un encargo. Por supuesto, yo ya sabía cuál había sido el destino o el final de mi antecesor. Todos en el periódico lo sabíamos. El caso había sido muy sonado y tal vez usted lo conozca. —Fate negó con la cabeza—. Lo mataron, claro. Se metió demasiado en el asunto y lo mataron. No aquí, en Santa Teresa, sino en el DF. La policía dijo que se trataba de otro robo con desenlace fatal. ¿Quiere saber cómo fue? Se subió a un taxi. El taxi se puso en marcha. Al llegar a una esquina se detuvo y se subieron dos desconocidos. Durante un rato estuvieron dando vueltas por diferentes cajeros automáticos, vaciando la tarjeta de crédito de mi antecesor, luego se dirigieron a una zona del extrarradio y lo cosieron a cuchilladas. No es el primer periodista muerto por lo que escribe. Entre sus papeles encontré información sobre dos más. Una mujer, locutora de radio, que secuestraron en el DF y un chicano que trabajaba para un periódico de Arizona llamado La Raza, que desapareció. Los dos llevaban a cabo investigaciones sobre los asesinatos de mujeres de Santa Teresa. A la locutora de radio la conocí en la facultad de periodismo. Nunca fuimos amigas. Puede que sólo cruzáramos dos palabras en toda la vida. Pero creo que la conocí. Antes de matarla la violaron y la torturaron.

—¿Aquí, en Santa Teresa? —dijo Fate.

—No, hombre, en el DF. El brazo de los asesinos es largo, muy largo —dijo Guadalupe Roncal con voz soñadora—. Antes yo trabajaba en la sección de noticias locales. Casi nunca firmaba mis notas. Era una desconocida absoluta. Cuando murió mi antecesor vinieron a verme dos jefazos del periódico. Me invitaron a comer. Por supuesto, yo pensé que algo había hecho mal. O bien que uno de los dos tenía intenciones de acostarse conmigo. A ninguno lo conocía. Sabía quiénes eran, pero nunca antes había hablado con ellos. La comida fue muy agradable. Muy correctos y educados ellos, muy inteligente y observadora yo. Más me hubiera valido causar una peor impresión. Después volvimos al periódico y me dijeron que los siguiera, que tenían que hablar de algo importante conmigo. Nos encerramos en la oficina de uno de ellos. Lo primero que hicieron fue preguntarme si me gustaría que me aumentaran el sueldo. Allí ya cavilé algo raro y estuve tentada de decir que no, pero dije sí, y entonces ellos sacaron un papel y dijeron una cifra, que se correspondía exactamente a mi sueldo como periodista local, y luego me miraron a los ojos y dijeron otra cifra, que era como si me ofrecieran un aumento del cuarenta por ciento. Casi pegué un salto de alegría. Luego me pasaron el dossier reunido por mi antecesor y me dijeron que a partir de ese momento trabajaría única y exclusivamente en el caso de las muertas de Santa Teresa. Me di cuenta de que si me echaba atrás lo iba a perder todo. Con un hilo de voz les pregunté por qué yo. Porque eres muy inteligente, Lupita, dijo uno de ellos. Porque nadie te conoce, dijo el otro.

La mujer suspiró largamente. Fate le sonrió comprensivo. Pidieron otro whisky y otra cerveza. Los obreros del edificio en construcción habían desaparecido. Estoy bebiendo demasiado, dijo la mujer.

—Desde que leí el dossier de mi antecesor abuso del whisky, mucho más que antes, y también abuso del vodka y del tequila y ahora he descubierto esta bebida de Sonora, el bacanora, y también abuso de ella —dijo Guadalupe Roncal—. Y cada día tengo más miedo y a veces no controlo mis nervios. Usted, por supuesto, habrá oído decir que los mexicanos nunca tenemos miedo. —Se rió—. Es mentira. Tenemos mucho miedo, pero lo disimulamos bastante bien. Cuando yo llegué a Santa Teresa, por ejemplo, estaba muerta de miedo. Mientras volaba de Hermosillo para acá no me hubiera importado que el avión se estrellara. Total, dicen que es una muerte rápida. Menos mal que un compañero del DF me dio la dirección de este hotel. Me dijo que él iba a estar en el Sonora Resort para cubrir la pelea y que, confundida entre tantos periodistas deportivos, nadie se atrevería a hacerme daño. Dicho y hecho. El problema es que cuando la pelea se acabe yo no podré marcharme junto con los periodistas y tendré que permanecer un par de días más en Santa Teresa.

—¿Por qué? —dijo Fate.

—Tengo que hacerle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos. Es un compatriota suyo.

—No tenía idea —dijo Fate.

—¿Cómo quería escribir sobre los crímenes si no sabía eso? —dijo Guadalupe Roncal.

—Pensaba informarme. En la conversación telefónica que usted oyó lo que hacía era pedir más tiempo.

—Mi antecesor era la persona que más sabía de esto. Necesitó siete años para hacerse una idea general de lo que está pasando aquí. La vida es de una tristeza insoportable, ¿no le parece?

Guadalupe Roncal se acarició con los dedos índice ambas sienes, como si de pronto padeciera un ataque de migraña. Murmuró algo que Fate no oyó y luego intentó llamar al camarero, pero sólo estaban ellos dos en la terraza. Cuando se dio cuenta tuvo un escalofrío.

—Tengo que ir a visitarlo a la cárcel —dijo—. El principal sospechoso, su compatriota, está desde hace años en la cárcel.

—¿Y cómo puede ser entonces el principal sospechoso? —dijo Fate—. Tengo entendido que los crímenes se siguen cometiendo.

—Misterios de México —dijo Guadalupe Roncal—. ¿Le gustaría acompañarme? ¿Le gustaría venir conmigo y hacerle una entrevista? La verdad es que yo me sentiría más tranquila si un hombre me acompañara, lo que es contradictorio con mis ideas, pues yo soy feminista. ¿Tiene usted algo en contra de las feministas? Es difícil ser feminista en México. Si una tiene dinero, no es tan difícil, pero si es de la clase media, es difícil. Al principio, no, por supuesto, al principio es fácil, en la universidad, por ejemplo, es muy fácil, pero cuando van pasando los años cada vez es más difícil. Para los mexicanos, sépalo usted, el único encanto del feminismo radica en la juventud. Pero aquí envejecemos aprisa. Nos envejecen aprisa. Menos mal que yo todavía soy joven.

—Es usted bastante joven —dijo Fate.

—Aun así tengo miedo. Y necesito compañía. Esta mañana pasé con mi carro por los alrededores de la cárcel de Santa Teresa y por poco no me da un ataque de histeria.

—¿Tan horrible es?

—Es como un sueño —dijo Guadalupe Roncal—. Parece una cárcel viva.

—¿Viva?

—No sé cómo explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda usted de lo que le voy a decir, una mujer destazada. Una mujer destazada, pero todavía viva. Y dentro de esa mujer viven los presos.

—Entiendo —dijo Fate.

—No, no creo que entienda nada, pero es igual. A usted le interesa el tema, yo le ofrezco la posibilidad de conocer al principal sospechoso de los asesinatos a cambio de que usted me acompañe y me proteja. Me parece un trato justo y equitativo. ¿Estamos de acuerdo?

—Es justo —dijo Fate—. Y muy amable por su parte. Lo que no acabo de comprender es a qué le tiene usted miedo. En la cárcel nadie puede hacerle daño. En teoría, al menos, la gente que está presa ya no le hace daño a nadie. Sólo se dañan entre ellos.

—Usted no ha visto nunca una foto del sospechoso principal.

—No —dijo Fate.

Guadalupe Roncal miró el cielo y sonrió.

—Debo parecerle una loca —dijo—. O una buscona. Pero no soy ni lo uno ni lo otro. Sólo estoy nerviosa y últimamente he bebido demasiado. ¿Usted cree que quiero llevarlo a la cama?

—No. Creo en lo que me ha dicho.

—Entre los papeles de mi pobre predecesor había varias fotos. Algunas del sospechoso. Concretamente, tres. Las tres hechas en la cárcel. En dos de ellas el gringo, perdón, lo digo sin ánimo de ofender, está sentado, probablemente en una sala de visitas, y mira a la cámara. Tiene el pelo muy rubio y los ojos muy azules. Tan azules que parece ciego. En la tercera foto mira hacia otra parte y está de pie. Es enorme y delgado, muy delgado, aunque no parece débil ni mucho menos. Su rostro es el rostro de un soñador. No sé si me explico. No parece incómodo, está en la cárcel, pero no da la impresión de estar incómodo. Tampoco parece sereno o reposado. Tampoco parece enfadado. Es el rostro de un soñador, pero de un soñador que sueña a gran velocidad. Un soñador cuyos sueños van muy por delante de nuestros sueños. Y eso me da miedo. ¿Lo entiende?

—La verdad es que no —dijo Fate—. Pero cuente conmigo para ir a entrevistarlo.

—De acuerdo, pues —dijo Guadalupe Roncal—. Lo espero pasado mañana, en la entrada del hotel, a las diez. ¿Le parece bien?

—A las diez de la mañana. Aquí estaré —dijo Fate.

—A las diez ante meridiano. Okey —dijo Guadalupe Roncal. Luego le dio un apretón de manos y se marchó de la terraza. Su caminar, observó Fate, era vacilante.

El resto del día se lo pasó bebiendo con Campbell en el bar del Sonora Resort. Se lamentaron de la profesión de periodista deportivo, un agujero del que nunca salía un Pulitzer y a quien pocas personas concedían un valor más allá del mero testimonio accidental. Luego se pusieron a recordar sus años de universidad, los de Fate en la Universidad de Nueva York, los de Campbell en la Universidad de Sioux City, en Iowa.

—En aquellos años lo más importante para mí era el béisbol y la ética —dijo Campbell.

Durante un segundo Fate imaginó a Campbell de rodillas en el rincón de una habitación en penumbra, abrazado a una Biblia y llorando. Pero luego Campbell se puso a hablar de mujeres, de un bar que había en Smithland, una especie de parador campestre cerca del río Little Sioux, primero había que llegar hasta Smithland y luego seguir unos pocos kilómetros en dirección este y allí, bajo unos árboles, estaba el bar y las chicas del bar que solían atender a campesinos y a algunos estudiantes que venían en coche desde Sioux City.

—Hacíamos siempre lo mismo —le dijo Campbell—, primero follábamos con las chicas, luego salíamos al patio y jugábamos al béisbol hasta el agotamiento y después, cuando empezaba a anochecer, nos emborrachábamos y cantábamos canciones de vaqueros en el porche del bar.

Por el contrario, cuando Fate estudiaba en la Universidad de Nueva York no solía emborracharse ni ir con putas (de hecho, nunca en su vida había estado con una mujer a la que tuviera que pagarle), sino que dedicaba los días libres a trabajar y a leer. Una vez a la semana, los sábados, iba a un taller de escritura creativa y durante un tiempo, poco, no más de unos meses, imaginó que tal vez podía dedicarse a escribir ficción, hasta que el escritor que dirigía el taller le dijo que mejor concentrara sus esfuerzos en el periodismo.

Pero eso no se lo dijo a Campbell.

Cuando empezaba a anochecer llegó Chucho Flores y se lo llevó. Fate se dio cuenta de que Chucho Flores no invitó a Campbell a ir con ellos. Sin saber por qué, eso le gustó y al mismo tiempo le disgustó. Durante un rato circularon por las calles de Santa Teresa sin rumbo fijo, o eso le pareció a Fate, como si Chucho Flores tuviera algo que decirle y no hallara la ocasión. Las luces del alumbrado nocturno transformaron el rostro del mexicano. Los músculos de la cara se le tensaron. Un perfil más bien feo, pensó Fate. Sólo en ese instante se dio cuenta de que en algún momento iba a tener que volver al Sonora Resort pues allí había quedado estacionado su coche.

—No vayamos muy lejos —dijo.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el mexicano. Fate dijo que sí. El mexicano se rió y puso música. Escuchó un acordeón y unos gritos lejanos, no de dolor ni de felicidad, sino energía que se bastaba a sí misma y que se consumía a sí misma. Chucho Flores sonrió y la sonrisa se le quedó incrustada en la cara, sin dejar de conducir y sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente, como si le hubieran instalado en el cuello un collarín ortopédico de acero, mientras los aullidos se iban acercando a los micrófonos y las voces de unos tipos a los que Fate conjeturó caras patibularias echaban a cantar o seguían gritando, menos que al principio del disco, y dando vivas no se sabía bien a qué.

—¿Qué es esto? —dijo Fate.

—Jazz de Sonora —dijo Chucho Flores.

Cuando volvió al motel eran las cuatro de la mañana. Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que bebían los mexicanos no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración. Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de Harlem sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, negros y blancos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Fate, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad. Pero entonces, pensó Fate, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.

Al día siguiente se levantó a las dos de la tarde. Lo primero que recordó fue que antes de acostarse se había sentido mal y había vomitado. Miró a los lados de la cama y luego fue al baño pero no encontró ni un solo rastro de vómito. Sin embargo, mientras dormía, se había despertado dos veces, y en ambas ocasiones olió el vómito: un olor a podrido que emanaba de todos los rincones de la habitación. Estaba demasiado cansado para levantarse y abrir las ventanas y había seguido durmiendo.

Ahora el olor había desaparecido y no encontró ni un solo rastro de que hubiera vomitado la noche anterior. Se duchó y luego se vistió pensando que aquella noche, después del combate, se subiría a su coche y volvería a Tucson, donde intentaría tomar un vuelo nocturno a Nueva York. No iba a acudir a la cita con Guadalupe Roncal. ¿Para qué entrevistar al sospechoso de una serie de asesinatos si luego no le iban a publicar la historia? Pensó en llamar y reservar billete desde el motel, pero a última hora decidió hacerlo más tarde, desde uno de los teléfonos del Pabellón Arena o desde el Sonora Resort. Después guardó sus cosas en la maleta y se acercó a la recepción a cancelar su cuenta. No es necesario que se vaya ahora, le dijo el recepcionista, le cobro lo mismo que si se marcha a las doce de la noche. Fate le dio las gracias y se guardó la llave en un bolsillo, pero no sacó la maleta del coche.

—¿Quién cree que va a ganar? —le preguntó el recepcionista.

—No lo sé, en esta clase de peleas puede pasar cualquier cosa —dijo Fate como si toda su vida hubiera sido corresponsal deportivo.

El cielo era de un azul intenso apenas rayado por unas nubes con forma de cilindros que flotaban por el este y que avanzaban hacia la ciudad.

—Parecen tubos —dijo Fate desde la puerta abierta de la recepción.

—Son cirros —dijo el recepcionista—, cuando lleguen a la vertical de Santa Teresa habrán desaparecido.

—Es curioso —dijo Fate sin moverse del quicio de la puerta—, cirro significa duro, viene del griego skirrhós, que significa duro, y se aplica a los tumores, a los tumores duros, pero esas nubes no tienen ninguna pinta de dureza.

—No —dijo el recepcionista—, son nubes de las capas altas de la atmósfera, si bajan o suben un poquito, sólo un poquito, desaparecen.

En el Pabellón Arena del Norte no encontró a nadie. La puerta principal estaba cerrada. En las paredes, unos carteles prematuramente envejecidos anunciaban la pelea Fernández-Pickett. Algunos habían sido arrancados y sobre otros unas manos desconocidas habían pegado carteles nuevos que anunciaban conciertos de música, bailes populares, incluso el cartel de un circo que se hacía llamar Circo Internacional.

Fate dio la vuelta al edificio. Se topó con una mujer que arrastraba un carrito de jugos frescos. La mujer tenía el pelo largo y negro y llevaba unas faldas que le caían hasta los tobillos. Entre los bidones de agua y los baldes con hielo asomaban la cabeza dos niños. Al llegar a la esquina la mujer se detuvo y empezó a montar una especie de parasol con tubos metálicos. Los niños bajaron del carrito y se sentaron en la acera, con las espaldas apoyadas en la pared. Durante un rato Fate se quedó inmóvil contemplándolos y contemplando la calle rigurosamente deshabitada. Cuando reemprendió la marcha apareció por la esquina contraria otro carrito y Fate se detuvo nuevamente. El tipo que arrastraba el nuevo carrito saludó con la mano a la mujer. Ésta apenas movió la cabeza en señal de reconocimiento y empezó a sacar de uno de los laterales de su vehículo unos enormes jarros de vidrio que fue depositando en un aparador portátil. El tipo recién llegado vendía maíz y su carrito humeaba. Fate descubrió una puerta trasera y buscó un timbre pero no había ninguna clase de timbre así que tuvo que golpear con los nudillos. Los niños se habían acercado al carrito de maíz y el hombre sacó dos mazorcas, las untó con crema, les espolvoreó queso y luego algo de chile y se las dio. Mientras esperaba Fate pensó que el hombre del maíz tal vez era el padre de los niños y que su relación con la madre, la mujer de los jugos, no era buena, de hecho era posible que estuvieran divorciados y que sólo se vieran cuando coincidían sus ocupaciones laborales. Pero evidentemente eso no podía ser real, pensó. Luego volvió a golpear y nadie le abrió.

En el bar del Sonora Resort encontró a casi todos los periodistas que iban a cubrir el combate. Vio a Campbell conversando con un tipo con pinta de mexicano y se acercó a él, pero antes de llegar se dio cuenta de que Campbell estaba trabajando y no quiso interrumpirlo. Cerca de la barra vio a Chucho Flores y lo saludó desde lejos. Chucho Flores estaba acompañado por tres tipos que parecían exboxeadores y su saludo no fue muy efusivo. Buscó una mesa vacía en la terraza y se sentó. Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.

Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros. Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.

Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.

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