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La parte de los crímenes

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En octubre apareció, en el basurero del parque industrial Arsenio Farrell, la siguiente muerta. Se llamaba Marta Navales Gómez, tenía veinte años, un metro setenta de estatura, el pelo castaño y largo. Desde hacía dos días faltaba de su casa. Vestía una bata y unos leotardos que sus padres no reconocieron como prendas suyas. Había sido violada anal y vaginalmente en numerosas ocasiones. La muerte se produjo por estrangulamiento. Lo curioso del caso es que Marta Navales Gómez trabajaba en la Aiwo, una maquiladora japonesa instalada en el parque industrial El Progreso, y sin embargo su cuerpo había aparecido en el parque industrial Arsenio Farrell, en el basurero, un sitio complicado para acceder en coche, a menos que el coche fuera un coche de basura. La encontraron unos niños, por la mañana, y pasado el mediodía, cuando fue retirado el cadáver, un numeroso grupo de trabajadoras se acercó a la ambulancia a ver si se trataba de alguna amiga, de alguna compañera o simple conocida.

En octubre, también, se encontró el cadáver de otra mujer, en el desierto, a pocos metros de la carretera que une Santa Teresa con Villaviciosa. El cuerpo, que se hallaba en avanzado estado de descomposición, yacía tumbado boca abajo, vestido con una sudadera y un pantalón de material sintético en uno de cuyos bolsillos se encontró una identificación según la cual la muerta se llamaba Elsa Luz Pintado y trabajaba en el hipermercado Del Norte. El asesino o los asesinos no se molestaron en cavar ninguna tumba. Tampoco se molestaron en adentrarse demasiado en el desierto. Simplemente arrastraron el cadáver unos cuantos metros y allí lo dejaron. Investigaciones posteriores en el hipermercado Del Norte dieron los siguientes resultados: no se había echado en falta a ninguna de las cajeras o vendedoras recientemente; Elsa Luz Pintado había estado en nómina, en efecto, pero desde hacía un año y medio ya no prestaba sus servicios en esa empresa ni en ninguna otra de la cadena de hipermercados que se extendía por el norte del estado de Sonora; quienes habían conocido a Elsa Luz Pintado la describieron como una mujer alta, de metro setentaidós, y el cadáver hallado en el desierto debía de medir un metro sesenta a lo sumo. Se intentó, sin éxito, dar con el paradero de Elsa Luz Pintado en Santa Teresa. El caso lo llevó el policía de la judicial Ángel Fernández. El informe forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte, aunque vagamente aludía a la posibilidad de un estrangulamiento, pero sí fue capaz de afirmar que el cadáver no llevaba menos de siete días en el desierto ni más de un mes. Poco después se añadió a la investigación el judicial Juan de Dios Martínez, quien redactó una nota oficial en la que pedía se buscara a la presumiblemente también desaparecida Elsa Luz Pintado, enviándose para ello sendos oficios a las dependencias policiales de todo el estado, pero su petitorio le fue devuelto con la recomendación de que no se apartara del caso concreto a investigar.

A mediados del mes de noviembre Andrea Pacheco Martínez, de trece años, fue raptada al salir de la escuela secundaria técnica 16. Pese a que la calle no estaba desierta en modo alguno, nadie presenció el hecho, a excepción de dos compañeras de Andrea que la vieron dirigirse hacia un coche negro, presumiblemente un Peregrino o un Spirit, en donde la aguardaba un tipo de gafas oscuras. Puede que en el coche hubiera más personas, pero las compañeras de Andrea no las vieron, entre otros motivos por los vidrios climatizados. Esa tarde Andrea no volvió a su casa y sus padres cursaron la denuncia ante la policía unas pocas horas después, tras haber llamado por teléfono a algunas de sus amigas. Del caso se encargó la policía judicial y la municipal. Cuando la encontraron, dos días después, su cuerpo mostraba señales inequívocas de muerte por estrangulamiento, con rotura el hueso hioides. Había sido violada anal y vaginalmente. Las muñecas presentaban tumefacciones típicas de ataduras. Ambos tobillos estaban lacerados, por lo que se dedujo que también había sido atada de pies. Un emigrante salvadoreño encontró el cuerpo detrás de la escuela Francisco I, en Madero, cerca de la colonia Álamos. Estaba completamente vestida y la ropa, salvo la blusa, a la que le faltaban varios botones, no presentaba desgarraduras. El salvadoreño fue acusado del homicidio y permaneció en los calabozos de la comisaría n.º 3 durante dos semanas, al cabo de las cuales lo soltaron. Salió con la salud quebrantada. Poco después un pollero lo hizo cruzar la frontera. En Arizona se perdió en el desierto y tras caminar tres días llegó, totalmente deshidratado, a Patagonia, en donde un ranchero le dio una paliza por vomitar en sus tierras. Pasó un día en los calabozos del sheriff y luego fue enviado a un hospital, en donde ya sólo podía morir en paz, que es lo que hizo.

El veinte de diciembre se registró el último caso de muerte violenta con víctima femenina de aquel año de 1993. La muerta tenía cincuenta años y como para contradecir a algunas voces que empezaban tímidamente a alzarse, murió en su casa y en su casa encontraron su cadáver, no en un baldío, ni en un basurero, ni entre los matojos amarillos del desierto. Se llamaba Felicidad Jiménez Jiménez y trabajaba en la maquiladora Multizone-West. Los vecinos la encontraron tirada en el suelo de su dormitorio, desnuda de cintura para abajo, con un trozo de madera incrustado en la vagina. La causa de la muerte fueron los múltiples cuchillazos, más de sesenta contó el forense, que le asestó su hijo, Ernesto Luis Castillo Jiménez, con el que vivía. El muchacho, según testimoniaron algunos vecinos, padecía ataques de locura, que a veces, según cómo estuviera la economía familiar, trataba con ansiolíticos y calmantes más fuertes. La policía encontró al parricida esa misma noche, horas después del macabro hallazgo, vagando por las calles en penumbra de la colonia Morelos. En su declaración admitió sin ninguna clase de coerción ser él el asesino de su madre. También admitió ser el Penitente, el profanador de iglesias. Al serle preguntado el motivo que lo llevó a incrustarle en la vagina el trozo de madera, respondió primero que no lo sabía, y después, tras pensárselo más detenidamente, que lo había hecho para que aprendiera. ¿Para que aprendiera qué?, preguntaron los policías, entre los que estaba Pedro Negrete, Epifanio Galindo, Ángel Fernández, Juan de Dios Martínez, José Márquez. Para que aprendiera a que con él no se podía jugar. Después sus palabras se hicieron incoherentes y fue trasladado al hospital de la ciudad. Felicidad Jiménez Jiménez tenía otro hijo, mayor, que había emigrado hacia los Estados Unidos. La policía intentó ponerse en contacto con él, pero nadie supo dar una dirección fiable adonde escribirle. En el registro posterior de la casa no se encontraron cartas de este hijo, ni objetos personales dejados atrás después de su partida, ni nada que diera fe de su existencia. Sólo dos fotos: en una aparece Felicidad con dos niños de entre diez y trece años, que miran muy serios hacia la cámara. En la otra, más antigua, aparece la misma Felicidad con dos niños, uno de unos pocos meses (que es quien años después la mataría y la mira a ella), y el otro de unos tres años, que es quien emigró a los Estados Unidos y que nunca más volvió a Santa Teresa. Tras volver del hospital psiquiátrico, Ernesto Luis Castillo Jiménez fue ingresado en la cárcel de Santa Teresa, en donde se mostró particularmente locuaz. No quería estar solo y solicitaba constantemente la presencia de policías o periodistas. Los policías intentaron imputarle otros asesinatos no resueltos. La buena disposición del detenido invitaba a ello. Juan de Dios Martínez aseguró que Castillo Jiménez no era el Penitente y que probablemente a la única persona que había matado era a su madre y que ni siquiera de esto era responsable pues presentaba síntomas claros de un trastorno nervioso. Y éste fue el último asesinato de una mujer en 1993, que fue el año en que comenzaron los asesinatos de mujeres en aquella región de la república mexicana, siendo gobernador del estado de Sonora el licenciado José Andrés Briceño, del Partido de Acción Nacional (PAN), y presidente municipal de Santa Teresa el licenciado José Refugio de las Heras, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hombres rectos y cabales que se echaban los tres de regla, sin miedo a las chicotizas, dispuestos a cualquier descontón.

Antes de que acabara el año 1993, sin embargo, ocurrió otro hecho luctuoso que nada tenía que ver con los asesinatos de mujeres, en el supuesto de que éstos tuvieran entre sí una relación, lo que aún estaba por probarse.

Lalo Cura, por ese entonces, y sus dos funestos colegas trabajaban protegiendo cada día a la mujer de Pedro Rengifo, a quien Lalo sólo había visto una vez y de lejos. Por el contrario, ya conocía a varios de los guardaespaldas que éste tenía en nómina. Había algunos que le parecían interesantes. Pat O’Bannion, por ejemplo. O un indio yaqui que casi nunca hablaba. Sus dos compañeros, en cambio, sólo le producían desconfianza. De ellos no se podía aprender nada. Al tipo alto de Tijuana le gustaba hablar de California y de las mujeres que había conocido allí. Mezclaba palabras en español con palabras inglesas. Decía mentiras, cuentos que sólo le celebraba su compañero, el juarense, que era más callado, pero que también era el que menos confianza le inspiraba. Una mañana, como tantas otras, la señora fue a dejar a los niños a la escuela. Salieron en dos coches, el de la señora, un Mercedes de color verde claro, y la furgoneta Grand Cherokee marrón, que permanecía estacionada en una esquina de la escuela durante toda la mañana con otros dos guardaespaldas en su interior. Esos dos eran llamados los guardaespaldas de los chamacos, de la misma manera que él y sus dos compañeros eran llamados los guardaespaldas de la señora, todos de categoría inferior a los tres que cuidaban a Pedro Rengifo, que eran llamados los guardaespaldas del jefe o los guaruras del jefe, denotando así una jerarquía no sólo de sueldo y funciones sino también de valor personal, de arrojo, de desprecio por la propia vida. Después de dejar a los niños en la escuela la mujer de Pedro Rengifo se había ido de compras. Primero estuvo en una tienda de ropa y luego visitó una perfumería y más tarde se le ocurrió visitar a una amiga que vivía en la calle Astrónomos, en la colonia Madero. Durante cerca de una hora Lalo Cura y los dos guardaespaldas estuvieron esperándola, el de Tijuana en el interior del coche y Lalo y el juarense apoyados en los guardabarros, sin hablarse. Cuando la señora salió (la amiga la acompañó hasta la puerta) el de Tijuana se bajó del coche y Lalo y el otro se pusieron derechos. En la calle había alguna gente, no mucha, pero alguna había. Gente que iba caminando hacia el centro, a hacer vaya uno a saber qué diligencias, gente que se preparaba para las fiestas de Navidad, gente que salía a comprar tortillas para la hora de la comida. La acera era gris, pero el sol que atravesaba las ramas de algunos árboles la hacía aparecer azulada, como si fuera un río. La mujer de Pedro Rengifo le dio un beso a su amiga y salió a la acera. El juarense se apresuró a abrirle la puerta de hierro. Por un extremo de la acera no se veía a nadie. Por el otro caminaban hacia ellos dos empleadas domésticas. Cuando la señora salió a la calle se volvió y le dijo algo a su amiga, que no se movía de la puerta. Entonces el de Tijuana vio que detrás de las dos empleadas caminaban dos hombres y se puso tenso. Lalo Cura vio la cara del de Tijuana y luego vio a los hombres y supo de inmediato que eran pistoleros y que estaban allí para matar a la mujer de Pedro Rengifo. El de Tijuana se acercó al juarense, que aún sostenía la puerta de hierro, y le dijo algo, aunque no se sabe si se lo dijo con palabras o con un gesto. La mujer de Pedro Rengifo sonrió. Su amiga lanzó una risotada que Lalo escuchó como si viniera desde muy lejos, desde lo alto de un cerro. Después vio cómo el de Juárez miraba al de Tijuana: de abajo arriba, como un puerco mirando el sol cara a cara. Con la mano izquierda le quitó el seguro a su pistola Desert Eagle y luego escuchó el taconeo de la mujer de Pedro Rengifo que se dirigía al coche y las voces de las dos empleadas llenas de interrogantes, como si en lugar de estar platicando no cesaran de interpelarse y de asombrarse, como si lo que ambas se contaban ni ellas mismas se lo pudieran creer. Ninguna tenía más de veinte años. Iban vestidas con faldas de color ocre y blusas amarillas. La amiga de la señora, que hacía desde la puerta de su casa un gesto de adiós con la mano, iba vestida con pantalones ajustados y un suéter verde. La mujer de Pedro Rengifo vestía un traje blanco y sus zapatos con tacones también eran blancos. Lalo pensó en el vestido de la mujer de su jefe justo en el momento en que los otros dos guardaespaldas echaban a correr calle abajo. Quiso gritar: no le saquen, pinches mamones, pero sólo pudo murmurar mamones. La señora de Pedro Rengifo no se dio cuenta de nada. Los pistoleros apartaron de un manotazo a las empleadas domésticas. Uno de ellos llevaba una metralleta Uzi. Era delgado y con la piel renegrida. El otro llevaba una pistola y vestía un traje oscuro y una camisa blanca, sin corbata, y parecía un profesional de verdad. En el momento en que las empleadas fueron apartadas para despejar el objetivo de tiro, la mujer de Pedro Rengifo sintió que la jalaban del traje y la tiraban al suelo. Mientras se derrumbaba vio caer, frente a ella, a las empleadas, y pensó que había un terremoto. También vio, con el rabillo del ojo, a Lalo, arrodillado y con la pistola en la mano, y luego oyó un ruido y vio cómo saltaba un casquillo de la pistola que Lalo empuñaba y luego ya no vio más porque su frente se estrelló contra el cemento de la acera. Su amiga, que seguía detenida en el umbral de la puerta de su casa y que, por lo tanto, gozaba de una perspectiva más general de la escena, se puso a gritar, incapaz de realizar ningún movimiento, aunque en el fondo de su cerebro una vocecita le decía que mejor que gritar era entrar en la casa y cerrar la puerta con llave, o, caso de no poder hacerlo, al menos echarse al suelo y ocultarse tras las matas de geranios. El de Tijuana y el de Juárez, para entonces, ya llevaban varios metros recorridos y aunque sudaban y acezaban, pues estaban desacostumbrados al ejercicio físico, no paraban de correr. Por lo que respecta a las empleadas domésticas, en el mismo momento de caer al suelo, ambas se ovillaron y se pusieron a rezar o a recordar de prisa los rostros de sus seres queridos y ambas cerraron los ojos, que no volvieron a abrir hasta que hubo pasado todo. Por el contrario, para Lalo Cura el problema residía en decidir ya mismo a cuál de los dos pistoleros le iba a disparar primero, si al de la Uzi o al que tenía más trazas de ser un profesional. Hubiera debido dispararle a este último, pero le disparó al primero. La bala se incrustó en el pecho del tipo flaco y renegrido y lo derribó en el acto. El otro se movió imperceptiblemente hacia su derecha y también tuvo una duda. ¿Cómo era posible que el muchacho aquel estuviera armado? ¿Cómo era posible que no hubiera salido corriendo junto con los otros dos guardaespaldas? La bala del profesional se alojó en el hombro izquierdo de Lalo Cura, afectando vasos sanguíneos y fracturándole el hueso. Éste sintió un estremecimiento y sin variar de postura volvió a disparar. El profesional cayó de boca al suelo y su segundo disparo se perdió en el aire. Aún estaba vivo. Miró el cemento de la acera, las briznas de hierba que crecían entre las fisuras, el vestido blanco de la mujer de Pedro Rengifo, las zapatillas deportivas del muchacho que se acercaba a él para rematarlo. Chamaco de mierda, susurró. Después Lalo Cura volvió sobre sus pasos y vio a lo lejos las figuras de sus dos excompañeros. Apuntó con cuidado y disparó. El juarense se dio cuenta de que les estaban disparando y aceleró la carrera. En la primera esquina desaparecieron.

Veinte minutos después apareció un coche patrulla. La mujer de Pedro Rengifo tenía la frente partida pero ya no sangraba y fue ella la que dirigió los primeros pasos de la policía. Primero se interesó por su amiga, que estaba con un shock nervioso. Después se dio cuenta de que Lalo Cura estaba herido y ordenó que pidieran otra ambulancia para él y que a ambos los llevaran a la clínica Pérez Guterson. Antes de que llegaran las ambulancias aparecieron más policías y más de uno reconoció al profesional, que yacía muerto sobre la acera, como un agente de la judicial del estado. Cuando estaban a punto de introducir a Lalo Cura en una ambulancia un par de policías lo cogieron por los brazos, lo metieron en su coche y se lo llevaron a la comisaría n.º 1. Cuando la mujer de Pedro Rengifo llegó a la clínica, después de dejar a su amiga instalada en una de las mejores habitaciones, fue a interesarse por el estado de su guardaespaldas y le dijeron que éste no había llegado. La señora exigió que le trajeran de inmediato a los enfermeros de la otra ambulancia, quienes confirmaron que Lalo Cura estaba detenido. La mujer de Pedro Rengifo cogió el teléfono y llamó otra vez a su marido. Una hora después apareció por la comisaría n.º 1 el jefe de la policía de Santa Teresa. A su lado iba Epifanio con cara de no haber dormido en tres días. Ninguno de los dos parecía contento. Encontraron a Lalo en uno de los calabozos subterráneos. El muchacho tenía la cara manchada de sangre. Los policías que lo interrogaban querían saber por qué había rematado a los dos pistoleros y cuando vieron aparecer a Pedro Negrete se pusieron de pie. El jefe de policía de Santa Teresa se sentó en una de las sillas desocupadas y le hizo un gesto a Epifanio. Éste agarró del cuello a uno de los policías, sacó una navaja de la americana y le rajó la cara desde los labios hasta la oreja. Lo hizo de tal forma que ni una sola gota de sangre le salpicó. ¿Fue éste el que te desgració la jeta?, dijo Epifanio. El muchacho se encogió de hombros. Quítale las esposas, dijo Pedro Negrete. El otro policía le quitó las esposas sin dejar de farfullar ay, ay, ay. ¿De qué te quejas, buey?, le preguntó Pedro Negrete. De la metida de pata, jefe, dijo el policía. Pónganle una silla a Pepe, que parece que se va a desmayar, dijo Pedro Negrete. Entre Epifanio y el otro policía sentaron al policía herido. ¿Cómo te encuentras? Bien, jefe, no es nada, un mareo, no más, dijo éste mientras buscaba en los bolsillos algo para taponarse la herida. Pedro Negrete le alcanzó un pañuelo de papel. ¿Por qué lo detuvieron?, dijo. Uno de los que se quebró era Patricio López, el judicial, dijo el otro policía. Ah, caray, con que Patricio López, ¿y por qué creen que fue él y no uno de sus compañeros?, dijo Pedro Negrete. Sus compañeros se las pelaron, dijo el otro policía. Ah, caray, vaya compañeros, dijo Pedro Negrete. ¿Y mi muchacho qué hizo? Los policías dijeron que, tal como ellos habían establecido los hechos, al parecer Lalo Cura había procedido a dispararles. ¿A sus propios compañeros? Pues sí, a sus propios compañeros, pero que antes, herido en el hombro y al parecer sin necesidad ninguna, había rematado a Patricio López y a un tarolas que iba con una Uzi. Lo haría de los puros nervios, dijo Pedro Negrete. Seguramente, dijo el policía de la cara cortada. Además, ¿qué otra cosa podía hacer?, dijo Pedro Negrete. Si llega a tumbarlo Patricio López, él también lo hubiera rematado. Pues la mera verdad es que sí, dijo el otro policía. Luego siguieron hablando y fumando un rato más, con alguna breve interrupción del policía de la cara cortada para cambiarse el pañuelo de papel, y después Epifanio sacó a Lalo Cura del calabozo y lo llevó hasta la puerta de la comisaría, en donde lo aguardaba el coche de Pedro Negrete, el mismo coche que lo había ido a buscar unos meses atrás a Villaviciosa.

Un mes después Pedro Negrete visitó el rancho de Pedro Rengifo, al sureste de Santa Teresa, y le reclamó la devolución de Lalo Cura. Yo te lo di, tocayo, y yo te lo quito, dijo. ¿Y eso por qué, tocayo?, le preguntó Pedro Rengifo. Por la manera en que me lo has tratado, tocayo, dijo Pedro Negrete. En lugar de ponérmelo con un hombre experimentado, como tu irlandés, para que mi muchacho fuera aprendiendo, me lo pusiste con un par de volteados. En eso tienes razón, tocayo, dijo Pedro Rengifo, pero me gustaría recordarte que uno de esos volteados me llegó con una recomendación tuya. Pues es verdad, lo reconozco, y apenas le ponga la mano encima subsanaré mi error, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero ahorita estamos aquí para subsanar el tuyo. Pues por mi parte no hay problema, tocayo, si tú quieres que te devuelva a tu muchacho yo te lo devuelvo, y Pedro Rengifo dio órdenes a uno de sus hombres para que fuera a buscar a Lalo Cura a la casa del jardinero. Mientras esperaban Pedro Negrete preguntó por la señora y los niños. Por el ganado. Por los negocios de alimentación que Pedro Rengifo tenía en Santa Teresa y otras ciudades del norte. La mujer se la pasa en Cuernavaca, dijo su tocayo, a los niños los habían cambiado de escuela, ahora estudiaban en los Estados Unidos (se cuidó de nombrar en dónde), el ganado era más una fuente de preocupaciones que un negocio y los hipermercados tenían sus subidas y sus bajadas. Después Pedro Negrete quiso saber qué tal había quedado el hombro de Lalo Cura. Está perfecto, tocayo, le dijo Pedro Rengifo. La chamba es poca. El chamaco se pasa el día durmiendo y leyendo revistas. Es feliz aquí. Ya lo sé, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero tal como están las cosas un día de éstos lo pueden matar. No la amueles, tocayo, dijo Pedro Rengifo con una risotada, aunque de inmediato palideció. Cuando volvían en coche a Santa Teresa Pedro Negrete le preguntó si le gustaría ser del cuerpo de policía. Lalo Cura movió la cabeza afirmativamente. Poco después de salir del rancho pasaron junto a una enorme piedra negra. Sobre la piedra Lalo creyó ver un lagarto gila, inmóvil, contemplando el oeste interminable. Dicen que esta piedra en realidad es un meteorito, dijo Pedro Negrete. Sobre una hondonada, más al norte, hacía una curva el río Paredes, y desde el camino se podía ver como una alfombra verdinegra, las copas de los árboles, y sobre ellos la nube de polvo de las reses de Pedro Rengifo que iban a abrevar allí cada tarde. Pero si fuera un meteorito, dijo Pedro Negrete, habría dejado un cráter, ¿y dónde está el cráter? Cuando volvió a mirar la piedra negra por el espejo retrovisor el lagarto gila ya no estaba.

La primera mujer muerta del año 1994 fue encontrada por unos camioneros en un desvío de la carretera a Nogales, en medio del desierto. Los camioneros, ambos mexicanos, trabajaban para la maquiladora Key Corp y esa tarde, pese a llevar los camiones cargados, decidieron ir a comer y beber a un local llamado El Ajo, en donde uno de los camioneros, Antonio Villas Martínez, era conocido. Mientras se dirigían al local en cuestión, el otro camionero, Rigoberto Reséndiz, notó un resplandor en el desierto que lo dejó cegado durante unos instantes. Pensando que se trataba de una broma se comunicó por radio con su compañero Villas Martínez y los camiones se detuvieron. La carretera estaba vacía. Villas Martínez intentó convencer a Reséndiz de que probablemente lo había cegado el reflejo del sol sobre una botella o unos trozos de cristales rotos, pero entonces el otro vio un bulto a unos trescientos metros de la carretera y se dirigió hacia él. Al cabo de un rato Villas Martínez vio que Reséndiz lo llamaba con un silbido y también abandonó la carretera, no sin asegurarse de que ambos camiones quedaban perfectamente cerrados. Cuando llegó a donde lo esperaba su compañero vio el cadáver, que pese a tener la cara completamente destrozada no dejaba lugar a dudas de que se trataba de una mujer. Curiosamente, en lo primero que se fijó fue en el calzado, llevaba unas sandalias de cuero labrado, de buena manufactura. Villas Martínez se persignó. ¿Qué hacemos, compadre?, oyó que le decía Reséndiz. Por el tono de voz de su amigo comprendió que la pregunta era solamente retórica. Avisar a la policía, dijo. Ésa es una buena idea, dijo Reséndiz. En la cintura de la muerta vio un cinturón con una gran hebilla de metal. Eso fue lo que lo deslumbró, compadre, dijo. Sí, ya me he dado cuenta, dijo Reséndiz. La muerta iba vestida con hot-pants y una blusa amarilla, de imitación de seda, con una gran flor negra estampada en el pecho y otra, de color rojo, en la espalda. Cuando llegó a las dependencias del forense éste se percató, asombrado, de que debajo de los hot-pants conservaba unas bragas blancas con lacitos en los costados. Por lo demás, había sido violada anal y vaginalmente, y la muerte había sido provocada por politraumatismo craneoencefálico, aunque también había recibido dos cuchilladas, una en el tórax y otra en la espalda, que la habían hecho perder sangre pero que no eran mortales de necesidad. El rostro, tal como habían comprobado los camioneros, era irreconocible. La fecha de la muerte se situó, a modo orientativo, entre el 1 de enero de 1994 y el 6 de enero, aunque sin descartar de modo alguno la posibilidad de que aquel cadáver hubiera sido abandonado en el desierto el 25 o el 26 de diciembre del año que ya había felizmente terminado.

La siguiente muerta fue Leticia Contreras Zamudio. La policía acudió al local nocturno La Riviera, sito entre las calles Lorenzo Sepúlveda y Álvaro Obregón, en el centro de Santa Teresa, tras recibir una llamada anónima. En uno de los reservados de La Riviera encontraron el cadáver, que presentaba múltiples heridas en abdomen y tórax, así como en los antebrazos, por lo que se supone que Leticia Contreras luchó por su vida hasta el último segundo. La muerta tenía veintitrés años y hacía más de cuatro que ejercía el oficio de prostituta, sin que jamás se la hubiera visto envuelta en ningún problema de orden público. Tras ser interrogadas, ninguna de sus compañeras supo decir con quién estaba Leticia Contreras en el reservado. En el momento del crimen algunas la hacían en el lavabo. Otras dijeron que se encontraba en los sótanos, en donde había cuatro mesas de pool, juego por el que Leticia sentía debilidad y en el cual demostraba no poco talento. Una incluso llegó a afirmar que estaba sola, ¿pero qué podía hacer una puta sola encerrada en un reservado? A las cuatro de la mañana se llevaron a la comisaría n.º 1 a todo el personal de La Riviera. Por esos días Lalo Cura aprendía el oficio de policía de tráfico. Trabajaba de noche, a pie, y se movía como un fantasma entre la colonia Álamos y la colonia Rubén Darío, de sur a norte, sin prisas, hasta que llegaba al centro y entonces podía volver a la comisaría n.º 1 o hacer lo que le diera la gana. Cuando se estaba quitando el uniforme oyó los gritos. Se metió en la ducha sin prestarles demasiada atención, pero cuando cerró el grifo los volvió a oír. Provenían de los calabozos. Se metió la pistola debajo del cinturón y salió al pasillo. A esa hora la comisaría n.º 1, exceptuando la sala de espera, estaba casi vacía. En la oficina antirrobos encontró a un compañero durmiendo. Lo despertó y le preguntó si sabía qué pasaba. El policía le dijo que había una fiesta en los calabozos y que si quería podía participar. Cuando Lalo Cura salió el policía se había vuelto a quedar dormido. Desde las escaleras olió el alcohol. En uno de los calabozos habían apiñado a unos veinte detenidos. Los miró sin pestañear. Algunos de los detenidos dormían de pie. Uno que estaba pegado a los barrotes tenía la bragueta desabrochada. Los del fondo eran una masa informe de oscuridad y pelos. Olía a vómito. El habitáculo no debía de medir más de cinco metros por cinco. En el pasillo vio a Epifanio que miraba lo que ocurría en las otras celdas con un cigarrillo en los labios. Se le acercó para decirle que esos hombres iban a morir asfixiados o aplastados, pero al dar el primer paso ya no pudo decir nada. En las otras celdas los policías estaban violando a las putas de La Riviera. Quíhuboles, Lalito, dijo Epifanio, ¿le entras a la pira? No, dijo Lalo Cura, ¿y tú? Yo tampoco, dijo Epifanio. Cuando se cansaron de mirar ambos salieron a tomar el fresco a la calle. ¿Qué hicieron esas putas?, dijo Lalo. Parece que se madrugaron a una compañera, dijo Epifanio. Lalo Cura se quedó callado. La brisa que soplaba a esas horas por las calles de Santa Teresa era fresca de verdad. La luna, llena de cicatrices, aún resplandecía en el cielo.

Dos de las compañeras de Leticia Contreras Zamudio fueron acusadas formalmente de su asesinato, aunque no había ninguna prueba que las inculpara, salvo su presencia en La Riviera en el momento de los hechos. Nati Gordillo tenía treinta años y conocía a la muerta desde que ésta empezó a trabajar en el local nocturno. En el momento del asesinato se encontraba en el lavabo. Rubí Campos tenía veintiuno y no llevaba más de cinco meses en La Riviera. En el momento del asesinato se encontraba esperando a Nati al otro lado del lavabo, separadas la una de la otra sólo por una puerta. Ambas, quedó establecido, tenían una relación muy estrecha. Y se había comprobado que Rubí había sido agredida verbalmente por Leticia dos días antes del asesinato de ésta. Una compañera le había oído decir que ya se las pagaría. Cosa que la inculpada no negó, aclarando sin embargo que en ningún momento había llegado a pensar en el asesinato, sino más bien en una madriza. Las dos putas fueron trasladadas a Hermosillo, en donde se las encerró en el penal de mujeres Paquita Avendaño, en el cual estuvieron hasta que su caso pasó a otro juez, quien se apresuró a declararlas inocentes. En total pasaron dos años en prisión. Al salir dijeron que se iban a probar suerte al DF o tal vez se fueron a los Estados Unidos, lo único cierto es que por el estado de Sonora nunca más se las vio.

La siguiente muerta se llamaba Penélope Méndez Becerra. Tenía once años. Su madre trabajaba en la maquiladora Interzone-Berny. Su hermana mayor, de dieciséis años, también prestaba sus servicios en la Interzone-Berny. El hermano que venía después, de quince, hacía de recadero y chico de los mandados de una panadería no muy lejos de la calle Industrial, donde vivían, en la colonia Veracruz. Ella era la menor y la única que estudiaba. Hacía siete años que el padre había abandonado el hogar. Entonces vivían todos en la colonia Morelos, muy cerca del parque industrial Arsenio Farrell, en una casa que el mismo padre construyó con cartones y ladrillos sueltos y trozos de zinc, junto a un zanjón que dos de las empresas maquiladoras abrieron para construir un desagüe que finalmente nunca se hizo. Tanto el padre como la madre eran del estado de Hidalgo, en el centro de la república, y ambos emigraron al norte en 1985, en busca de trabajo. Pero un día el padre decidió que con lo que ganaba en las maquiladoras no iban a mejorar las condiciones de vida de su familia y decidió cruzar la frontera. Partió junto con otros nueve, todos del estado de Oaxaca. Uno de ellos ya había hecho el viaje en tres ocasiones y decía que sabía cómo esquivar a la migra, para los demás aquél era su primer intento. El pollero que los llevó al otro lado les dijo que no se preocuparan y que si por una desgracia los detenían se entregaran sin ofrecer resistencia. El padre de Penélope Méndez gastó todos sus ahorros en aquel viaje. Prometió que escribiría apenas llegara a California. En sus planes estaba el llevarse a su familia en menos de un año. Nunca más supieron nada de él. La madre pensó que tal vez ahora vivía con otra mujer, una norteamericana o una mexicana, y que llevaba una buena vida. También pensó, sobre todo los primeros meses, que había muerto en el desierto, de noche, solo, escuchando el aullido de los coyotes y pensando en sus hijos, o en una calle norteamericana, atropellado por un coche que luego se había dado a la fuga, pero esta clase de pensamientos la inmovilizaba (eran pensamientos en donde todo el mundo hablaba otro idioma, incluso su marido, un idioma incomprensible) y decidió no tenerlos. Además, si hubiera muerto, reflexionaba, alguien se lo hubiera avisado a ella, ¿no? En cualquier caso ya tenía suficientes problemas en su propia casa como para dedicarse a especular sobre el destino de su marido. Y le costó sacar adelante a la familia. Pero como era una mujer servicial y discreta, de talante optimista, y que además sabía escuchar, no le faltaron amistades. Sobre todo mujeres a quienes su historia no les parecía rara ni singular sino algo común y corriente. Una de estas amigas le consiguió el trabajo en Interzone-Berny. Al principio realizaba largas caminatas desde el zanjón donde vivían hasta el trabajo. De los niños se ocupaba la hermana mayor. Ésta se llamaba Livia y una tarde un vecino borracho quiso violarla. Al volver del trabajo Livia le contó lo que había pasado y ella fue a visitar al vecino con un cuchillo en el bolsillo del delantal. Habló con él y habló con su mujer y luego volvió a hablar con él: ruégale a la Virgencita de que nada le pase a mi hija, le dijo, porque cualquier cosa que le pase yo te echaré la culpa a ti y con este cuchillo te mataré. El vecino le dijo que a partir de ese momento todo iba a cambiar. Pero ella a esas alturas ya no creía en la palabra de los hombres y trabajó duro e hizo horas extra y llegó incluso a vender tortas a sus propias compañeras de trabajo, en la hora de la comida, hasta que tuvo dinero suficiente para alquilar una casita en la colonia Veracruz, que le quedaba más lejos de Interzone que la que tenía en el zanjón, pero que era una casita de verdad, con dos habitaciones, con tabiques bien puestos, con una puerta que se podía cerrar con llave. No le importó tener que caminar veinte minutos más cada mañana. Al contrario, los caminaba casi cantando. No le importó pasarse noches sin dormir, empalmando un turno con otro, o quedarse hasta las dos de la mañana en la cocina, preparando las tortas bien picantes que sus compañeras se comerían al día siguiente, cuando ella partiera a la fábrica a las seis. Al contrario, el esfuerzo físico la llenaba de energía, el agotamiento se convertía en vivacidad y gracia, los días eran largos, lentísimos, y el mundo (percibido como un naufragio interminable) le mostraba su cara más vivaz y la hacía tomar conciencia de que la suya, naturalmente, también lo era. A los quince años su hija mayor empezó a trabajar. Los viajes a la fábrica, que aún hacían a pie, se acortaron entonces entre conversaciones y risas. El hijo dejó la escuela a los catorce. Durante unos meses trabajó en la Interzone-Berny, pero al cabo de varios avisos lo echaron por despistado. Las manos del muchacho eran demasiado grandes y demasiado torpes. La madre entonces le consiguió trabajo en una panadería del barrio. La única que estudiaba era Penélope Méndez Becerra. Su escuela se llamaba Escuela Primaria Aquiles Serdán y estaba en la calle Aquiles Serdán. Allí había niños de la colonia Carranza y de la Veracruz y de la Morelos e incluso también iba algún niño del centro. Penélope Méndez Becerra estaba en quinto de primaria. Era una niña callada, pero que siempre sacaba buenas notas. Tenía el pelo negro, largo y lacio. Un día salió de la escuela y ya no la volvieron a ver. Esa misma tarde su madre pidió permiso en Interzone para dirigirse a la comisaría n.º 2 a poner una denuncia por desaparición. La acompañó su hijo. En la comisaría anotaron el nombre y le dijeron que había que dejar pasar algunos días. Su hermana mayor, Livia, no pudo ir porque en Interzone estimaron que con el permiso a la madre ya había suficiente.

Al día siguiente Penélope Méndez Becerra seguía desaparecida. La madre y sus dos hijos se presentaron otra vez y quisieron saber qué progresos se habían hecho. El policía que la atendió detrás de una mesa le dijo que no se pusiera insolente. El director de la escuela Aquiles Serdán y tres profesores estaban en la comisaría, interesados por la suerte de Penélope, y fueron ellos quienes se llevaron a la familia de allí antes de que les pusieran una multa por desorden público. Al día siguiente el hermano habló con unas compañeras de curso de Penélope. Una le dijo que, según creía, Penélope había entrado en un coche con las ventanillas ahumadas y no volvió a salir. Por la descripción parecía un Peregrino o un MasterRoad. El hermano y la profesora de Penélope hablaron largamente con esta alumna, pero lo único claro que sacaron era que se trataba de un coche caro y de color negro. Durante tres días el hermano recorrió Santa Teresa en caminatas agotadoras buscando un coche negro. Encontró muchos, algunos incluso tenían las ventanillas ahumadas y relucían como si acabaran de salir de fábrica, pero quienes se montaban en ellos eran personas que no tenían cara de secuestradores o eran parejas jóvenes (cuya felicidad hacía llorar al hermano de Penélope) o eran mujeres. De todas formas, anotó todas las matrículas. Por las noches la familia se reunía en casa y hablaban de Penélope con palabras que nada significaban o cuyo último significado sólo podían entender ellos. Una semana después apareció su cadáver. Lo encontraron unos funcionarios de Obras Públicas de Santa Teresa en un tubo de desagüe que recorría bajo tierra la ciudad desde la colonia San Damián hasta la barranca El Ojito, cerca de la carretera a Casas Negras, pasado el vertedero clandestino del Chile. El cuerpo fue trasladado de inmediato a las dependencias del forense, en donde éste dictaminó que había sido violada anal y vaginalmente, presentando numerosas desgarraduras en ambos orificios, y luego estrangulada. Tras una segunda autopsia, sin embargo, se dictaminó que Penélope Méndez Becerra había muerto debido a un fallo cardiaco mientras era sometida a los abusos antes expuestos.

Por aquel entonces Lalo Cura había cumplido diecisiete años, seis más de los que tenía Penélope Méndez al ser asesinada, y Epifanio le había conseguido un lugar donde vivir. El sitio estaba en una de las vecindades que todavía quedaban en el centro. La vecindad estaba ubicada en la calle Obispo y después de trasponer un zaguán, de donde partían las escaleras, el visitante accedía a un enorme patio, con una gran fuente en el centro, desde donde se veían los tres pisos de que estaba compuesta la vecindad, y los pasillos desconchados en los que jugaban los niños o hablaban las vecinas, pasillos semicubiertos por tejadillos de madera y sujetos mediante delgadísimas pilastras de hierro, enmohecidas por el paso del tiempo. La habitación de Lalo Cura era grande, con sitio suficiente para una cama, una mesa con tres sillas, un refrigerador (que estaba junto a la mesa) y un armario excesivo para las pocas prendas de vestir que poseía. También tenía una pequeña cocina y un lavadero de cemento, de construcción reciente, para fregar las ollas y los platos sucios o para refrescarse la cara. El lavabo, así como la ducha, era comunal, y en cada piso había dos letrinas y tres más en la azotea. Epifanio primero le mostró su cuarto, que estaba en el primer piso. La ropa colgaba de un cordel que había clavado de una pared a la otra y junto a la cama deshecha vio una pila de periódicos viejos, casi todos de Santa Teresa. Los de abajo ya amarilleaban. La cocina parecía no haber sido utilizada en mucho tiempo. Le dijo que lo mejor para un policía era vivir solo, pero que él hiciera lo que quisiera. Luego lo acompañó hasta su cuarto, que estaba en el tercero, y le dio las llaves. Ya tienes casa, Lalito, le dijo. Si quieres barrer pídele la escoba a tu vecina. En la pared alguien había escrito un nombre: Ernesto Arancibia. Arancibia estaba escrito con uve. Lalo señaló el nombre y Epifanio se encogió de hombros. Hay que pagar a final de mes, dijo, y se marchó sin darle ninguna otra explicación.

También, por aquellos días, le llegó la orden al judicial Juan de Dios Martínez de dejar de lado el caso del Penitente y dedicarse a una serie de robos con violencia que se produjeron en la colonia Centeno y en la colonia Podestá. A su pregunta de si eso significaba que se daba carpetazo al caso del Penitente, le contestaron que no, pero que, en vista de que éste parecía haberse esfumado y la investigación no experimentaba ningún progreso, y dado que la dotación de judiciales destinados en Santa Teresa no era excesiva, iba a tener que priorizar los casos más urgentes. Por supuesto, eso no significaba que dejaran en el olvido al Penitente ni que Juan de Dios Martínez no siguiera al frente de la investigación, pero sí que los policías que tenía a sus órdenes y que perdían el tiempo vigilando las veinticuatro horas del día las iglesias de la ciudad iban a tener que dedicarse a asuntos más provechosos para la seguridad pública. Juan de Dios Martínez aceptó la orden sin rechistar.

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