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La parte de los crímenes

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A veces el judicial Juan de Dios Martínez se sorprendía de lo bien que sabía coger Elvira Campos y de lo inagotable que era en la cama. Coge como si se fuera a morir, pensaba. En más de una ocasión le hubiera gustado decirle que no era necesario, que no se esforzara, que él, con tal de sentirla cerca, sólo rozándola, ya se daba por satisfecho, pero la directora, cuando se trataba de sexo, era práctica y efectiva. Mi reina, le decía a veces Juan de Dios Martínez, mi tesoro, mi amor, y ella, en la oscuridad, le decía que se callara y le sorbía hasta la última gota ¿de su semen?, ¿de su alma?, ¿de la poca vida que entonces él creía que le quedaba? Hacían el amor, por expreso deseo de ella, en una semipenumbra. Tentado estaba a veces de encender la luz y contemplarla, pero el deseo de no contrariarla lo refrenaba. No enciendas la luz, le dijo ella en una ocasión, y él pensó que Elvira Campos le podía leer el pensamiento.

En noviembre, en el segundo piso de un edificio en construcción, unos albañiles encontraron el cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años, de un metro cincuenta, morena, con el pelo teñido de rubio, con dos coronas de oro en la dentadura, vestida únicamente con un suéter y un hot-pant o short o pantalón corto. Había sido violada y estrangulada. No tenía papeles. El edificio en construcción estaba en la calle Alondra, en la colonia Podestá, un lugar de la zona alta de Santa Teresa. Por esa razón los obreros no se quedaban a dormir allí, como era usual en otras construcciones. Por las noches el edificio era vigilado por un guardia jurado. Al ser interrogado éste confesó que, contra lo que establecía su contrato, por las noches solía dormir, ya que durante el día trabajaba en una maquiladora, y que algunas noches permanecía en la obra hasta las dos de la mañana y luego se iba a su casa, sita en la avenida Cuauhtémoc, a la altura de la colonia San Damián. El interrogatorio fue duro, lo llevó el ayudante del jefe, Epifanio Galindo, pero ya desde el primer momento se veía que el vigilante decía la verdad. Se supuso, no sin cierta lógica, que la desconocida era una recién llegada, y que en alguna parte debía de existir una maleta con su ropa. A tal fin se investigó en algunas pensiones y hoteles del centro, pero ninguno había echado en falta a ningún cliente. Su foto salió publicada en los periódicos de la ciudad, con nulo resultado: o bien nadie la conocía o bien la foto no era buena o bien nadie quería verse envuelto en problemas con la policía. Se cotejaron las denuncias de desaparición llegadas desde otros estados de la república, pero ninguna coincidía con la muerta aparecida en el edificio de la calle Alondra. Sólo una cosa quedó clara o al menos le quedó clara a Epifanio: la muerta no era del barrio, la muerta no había sido estrangulada y violada en el barrio, ¿por qué entonces deshacerse de su cadáver en la zona alta de la ciudad, en calles que la policía o los agentes de seguridad privados patrullaban con esmero durante las noches?, ¿por qué ir a arrojar el cadáver allí, al segundo piso de un edificio en construcción, con el riesgo que ello implicaba, incluido el de caerse por las escaleras aún sin pasamanos, cuando lo más lógico era tirarla en el desierto o por los alrededores de un basurero? Durante dos días lo pensó. Mientras comía, mientras oía a sus compañeros hablar de deportes o de mujeres, mientras conducía el coche de Pedro Negrete, mientras dormía. Hasta que decidió que por más que lo pensara no iba a hallar una solución satisfactoria, y entonces dejó de pensar en ello.

A veces el judicial Juan de Dios Martínez tenía ganas, sobre todo en sus días libres, de salir a pasear con la directora. Es decir: tenía ganas de mostrarse públicamente con ella, de ir a comer a un restaurante del centro, ni barato ni muy caro, un restaurante normal adonde iban las parejas normales y en donde seguro que encontraría a algún conocido, al cual le presentaría a la directora de forma natural, casual, sin aspavientos, ésta es mi novia, Elvira Campos, médico psiquiatra. Después de comer probablemente irían a casa de ella a hacer el amor y luego la siesta. Y por la noche volverían a salir, en el BMW de ella o en el Cougar de él, al cine o a tomar un refresco en algún restaurante al aire libre o a bailar en alguno de los muchos locales que había en Santa Teresa. Chingados, la felicidad perfecta, pensaba Juan de Dios Martínez. Elvira Campos, por el contrario, no quería ni oír hablar de una relación pública. Llamadas telefónicas al centro psiquiátrico sí, a condición de que fueran breves. Encuentros personales cada quince días. Un vaso de whisky o de vodka Absolut y paisajes nocturnos. Despedidas esterilizadas.

En el mismo mes de noviembre de 1994 se encontró en un lote baldío el cadáver medio quemado de Silvana Pérez Arjona. Tenía quince años y era delgada, morena, de un metro sesenta de altura. El pelo de color negro le caía por debajo de los hombros, aunque cuando su cadáver fue encontrado tenía la mitad del cabello chamuscado. Su cuerpo fue hallado por unas mujeres de la colonia Las Flores que habían instalado sus tendederos de ropa en el borde del baldío, y que fueron quienes dieron aviso a la Cruz Roja. La ambulancia la conducía un tipo de unos cuarentaicinco años y lo acompañaba un camillero no mayor de veinte que parecía su hijo. Cuando llegó la ambulancia el tipo de más edad preguntó a las mujeres y a los curiosos que se arremolinaban alrededor del cadáver si alguien conocía a la muerta. Algunos desfilaron delante de ésta y le miraron el rostro y negaron con la cabeza. Nadie la conocía. Entonces si yo fuera ustedes me iría, amigos, dijo el camillero de más edad, porque la tirana querrá interrogarlos a todos. Lo dijo sin alzar el tono, pero la voz se corrió y todos se retiraron. A simple vista en el lote baldío ya no había nadie pero los dos camilleros se sonrieron porque sabían que la gente los miraba desde sus escondites. Mientras uno de ellos, el joven, daba desde la radio de la ambulancia el parte a la policía, el que tenía más edad se internó a pie por las calles de tierra de la colonia Las Flores hasta un sitio en donde vendían tacos y cuya propietaria lo conocía. Pidió seis de carnita, tres con crema y tres sin crema, los seis bien picantes, y dos latas de Coca-Cola. Luego pagó y volvió caminando sin prisas hasta la ambulancia, en donde el que parecía su hijo estaba leyendo, apoyado en el guardabarros, un cómic. Cuando llegó la policía ambos habían terminado de comer y fumaban. Durante tres horas el cadáver permaneció en el lote baldío. Según el forense había sido violada. Dos certeras cuchilladas en el corazón causaron su muerte. Después el asesino intentó quemarla para borrar sus huellas, pero por lo visto el asesino era un chapucero o le habían vendido agua por gasolina o le había dado un pasmón. Al día siguiente se supo que la muerta se llamaba Silvana Pérez Arjona, operaria en una maquiladora del parque industrial General Sepúlveda, no muy lejos de donde su cuerpo había sido hallado. Hasta hacía un año Silvana vivía con su madre y cuatro hermanos, todos trabajadores en diversas maquiladoras de la ciudad. Ella era la única que estudiaba, en la escuela secundaria Profesor Emilio Cervantes, en la colonia Lomas del Toro. Por motivos económicos, sin embargo, tuvo que dejar de estudiar y una de sus hermanas le consiguió trabajo en la maquiladora HorizonW&E, en donde conoció al trabajador Carlos Llanos, de treintaicinco años, del que se hizo novia y con el que finalmente se fue a vivir a la casa de éste, en la calle Prometeo. Según sus amigos, Llanos era un hombre afable, un poco bebedor, pero sin exagerar, y que en sus ratos de ocio leía libros, algo muy poco usual y que contribuía a dotarlo con un aura extraordinaria. Según la madre de Silvana, fue esta característica de Llanos la que sedujo a su hija, que hasta entonces ni siquiera había tenido novio a excepción de algún que otro escarceo inocente en la escuela. La relación duró siete meses. Llanos leía, sí, y a veces ambos se sentaban en la salita de su casa y comentaban sus lecturas, pero más que leer bebía y era un hombre extremadamente celoso e inseguro. Durante las visitas a su madre Silvana en alguna ocasión le contó que Llanos le pegaba. A veces se pasaban horas abrazadas, madre e hija, llorando y sin encender la luz del cuarto. La detención de Llanos no ofreció la más mínima dificultad y en ella participó Lalo Cura por primera vez. Aparecieron dos coches de la policía de Santa Teresa, llamaron a la puerta, Llanos abrió, lo redujeron a patadas sin decir una palabra, le pusieron las esposas y se lo llevaron a comisaría, en donde intentaron enjaretarle el asesinato de la desconocida de la calle Alondra o, al menos, el de la desconocida encontrada en el nuevo basurero municipal, pero no hubo manera, la propia Silvana Pérez era su coartada, pues con ella había sido visto en tales fechas, paseándose muy orondo por el raquítico parque de la colonia Carranza, en donde había habido feria y él y Silvana fueron vistos incluso por la parentela de ésta. En lo que respecta a las noches, hasta hacía apenas una semana las había malgastado en turnos nocturnos en la maquiladora y sus compañeras y compañeros podían dar fe de ello. Del asesinato de Silvana se declaró culpable y sólo sentía el haber intentado quemarla. Era retechula mi Silvana, dijo, y no se merecía esa salvajada.

También por aquellos días apareció en la televisión de Sonora una vidente llamada Florita Almada, a la que sus seguidores, que no eran muchos, apodaban la Santa. Florita Almada tenía setenta años y desde hacía relativamente poco, diez años, había recibido la iluminación. Veía cosas que nadie más veía. Oía cosas que nadie más oía. Y sabía buscar una interpretación coherente para todo lo que le sucedía. Antes que vidente fue yerbatera, que era su verdadero oficio, según decía, pues vidente significaba alguien que veía y ella a veces no veía nada, las imágenes eran borrosas, el sonido defectuoso, como si la antena que le había crecido en el cerebro estuviera mal puesta o la hubieran agujereado en una balacera o fuera de papel aluminio y el viento hiciera con ella lo que le venía en gana. Así que, aunque se reconocía vidente o dejaba que sus seguidores la reconocieran como tal, ella les tenía más fe a las hierbas y a las flores, a la comida sana y a la oración. A las personas con presión arterial alta les recomendaba que dejaran de comer huevos y queso y pan blanco, por ejemplo, porque eran alimentos con mucho sodio y el sodio atrae el agua, lo que hace que aumente el volumen de sangre y por consiguiente que aumente la presión arterial. Más claro que el agua, decía Florita Almada. Por mucho que a uno le guste desayunar huevos rancheros o huevos a la mexicana, si sufre hipertensión arterial lo mejor es que deje de comer huevos. Y si uno ha dejado de comer huevos, también puede dejar de comer carne y pescados, y puede dedicarse a comer sólo arroz y fruta. Eso es buenísimo para la salud, el arroz y la fruta, sobre todo cuando uno ya ha pasado los cuarenta años. También hablaba contra el consumo excesivo de grasas. La ingesta total de grasas, decía, no debe pasar jamás del veinticinco por ciento del total del aporte energético de la alimentación. Lo ideal es que el consumo de grasas se estabilice entre el quince por ciento y el veinte por ciento. Pero la gente que tiene trabajo puede consumir hasta un ochenta o un noventa por ciento de grasas, y si el trabajo es más o menos estable el consumo de grasas sube hasta un ciento por ciento, lo que resulta abominable, decía. Por el contrario, el consumo de grasas entre los que carecían de trabajo estaba entre el treinta por ciento y el cincuenta por ciento, lo que bien mirado también era una desgracia, pues esa pobre gente no sólo estaba subalimentada sino que encima estaba mal subalimentada, si se me entiende lo que quiero decir, decía Florita Almada, en realidad estar subalimentado ya es una desgracia en sí, y estar mal subalimentado poco añade y poco quita a esa desgracia, tal vez me he expresado mal, lo que quiero decir es que es más sana una tortilla con chile que unos chicharrones de perro o de gato o puede que de rata, decía como pidiendo perdón. Por otra parte, estaba en contra de las sectas y de los curanderos y de los seres viles que estafaban al pueblo. La botanomancia o el arte de adivinar el futuro por medio de los vegetales le parecía una tomadura de pelo. No obstante sabía de lo que hablaba y una vez le explicó a un curandero de tres al cuarto las diversas ramas en las que se dividía este arte adivinatorio, a saber, la botanoscopia, que se basa en las formas, movimientos y reacciones de las plantas, subdividida a su vez en la cromiomancia y la licnomancia, cuyo principio es la cebolla o los capullos de flores que germinarán o florecerán, la dendromancia, vinculada a la interpretación de los árboles, la filomancia, o estudio de las hojas, y la xilomancia, que también es parte de la botanoscopia, y que es la adivinación sobre la madera y ramas de los árboles, lo cual, decía, es bonito, es poético, pero no para adivinar el futuro sino para poner paz en algunos episodios del pasado y para alimentar y serenar el presente. Luego venía la botanomancia cleromántica, subdividida entre la quiamobolía, que se practica con varias habas blancas y una negra, y donde también están encuadradas las disciplinas de la rabdomancia y la palomancia, para las que se emplean varillas de madera y contra las que ella nada tenía y de las que nada, por lo tanto, podía decir. Luego venía la farmacología vegetal, es decir, el empleo de plantas alucinógenas y alcaloides, y contra los cuales ella tampoco tenía nada que decir. Allá cada cual con su cabeza. Hay gente a la que le va bien y hay gente, sobre todo jóvenes holgazanes y más bien viciosos, a la que no le va bien. Ella prefería no decir ni que sí ni que no. Luego venía la botanomancia meteorológica, que ésa sí que era interesante pero que muy poca gente, contados con los dedos de una mano, dominaba, que se basaba en la observación de las reacciones de las plantas. Por ejemplo: si la adormidera levanta las hojas hará buen tiempo. Por ejemplo: si un álamo se echa a temblar algo inesperado va a ocurrir. Por ejemplo: si esa flor chiquita, de hojitas blancas y corola amarilla diminuta, llamada el pijulí, inclina la cabeza, es que hará calor. Por ejemplo: si esa otra flor, esa que tiene hojas amarillentas y a veces rosadas y que en Sonora la llaman, no sé por qué, el alcanfor, y que en Sinaloa la llaman pico de cuervo porque parece, vista de lejos, un pájaro zumbón, cierra los pétalos, la muy viva, es que va a llover. Luego, finalmente, viene la radiestesia, en la cual antes se empleaba un bastón de avellano que ha sido sustituido por un péndulo, disciplina de la cual Florita Almada no tenía nada que decir. Cuando uno sabe, sabe, y cuando no sabe lo mejor es aprender. Y, mientras tanto, no decir nada, a menos que lo que uno diga esté encaminado a hacer más claro el aprendizaje. Su vida misma, según explicaba, había sido un aprendizaje constante. No aprendió a leer ni a escribir hasta los veinte años, por poner un número redondo. Había nacido en Nácori Grande y no pudo ir a la escuela como una niña normal porque su madre era ciega y a ella le tocó cuidarla. De sus hermanos, de los que guardaba un recuerdo vago y cariñoso, no sabía nada. El vendaval de la vida se los fue llevando a las cuatro esquinas de México y posiblemente ya estaban bajo tierra. Su infancia, pese a las estrecheces y a las desventuras propias de una familia campesina, fue feliz. Me encantaba el campo, decía, aunque ahora me molesta un poco porque me he desacostumbrado de los bichos. La vida en Nácori Grande, aunque a muchos les cueste creerlo, podía ser en ocasiones muy intensa. Cuidar a la madre ciega podía ser divertido. Cuidar a las gallinas podía ser divertido. Lavar la ropa podía ser divertido. Hacer la comida podía ser divertido. Lo único que lamentaba era no haber ido a la escuela. Después se mudaron, por causas que no venía al caso ventilar, a Villa Pesqueira, en donde murió su madre y en donde ella, al cabo de ocho meses del deceso, se casó con un hombre al que casi no conocía, una persona trabajadora y honrada y respetuosa con todo el mundo, un hombre bastante mayor que ella, dicho sea de paso, que en el momento de ir a la iglesia tenía treintaiocho años y ella sólo diecisiete, es decir un hombre ¡veintiún años mayor!, dedicado a la compraventa de animales, mayormente cabras y ovejas aunque de vez en cuando también vendía o compraba ganado vacuno e incluso porcino, y que por tales circunstancias laborales debía viajar constantemente por los pueblos de la zona, como San José de Batuc, San Pedro de la Cueva, Huépari, Tepache, Lampazos, Divisaderos, Nácori Chico, El Chorro y Napopa, por caminos de terracería o por sendas de animales y por atajos que bordeaban aquellas montañas intrincadas. El negocio no le iba mal. A veces ella lo acompañaba en alguno de sus viajes, no muchos, porque estaba mal visto que un comerciante de ganado viajara con una mujer, sobre todo si era su propia mujer, pero en alguno sí que lo acompañó. Era una oportunidad única para ver mundo. Para fijarse en otros paisajes, que aunque parecían el mismo, si uno los miraba bien, con los ojos bien abiertos, resultaban a la postre muy distintos de los paisajes de Villa Pesqueira. Cada cien metros el mundo cambia, decía Florita Almada. Eso de que hay lugares que son iguales a otros es mentira. El mundo es como un temblor. Por supuesto, a ella le hubiera gustado tener hijos, pero la naturaleza (la naturaleza en general o la naturaleza de su marido, decía riéndose) le privó de tal responsabilidad. El tiempo que le hubiera dedicado a su bebé lo empleó en estudiar. ¿Quién le enseñó a leer? Me enseñaron los niños, afirmaba Florita Almada, no hay mejores maestros que ellos. Los niños, con sus silabarios, que iban a su casa a que les diera pinole. Así es la vida, justo cuando ella creía que se desvanecían para siempre las posibilidades de estudiar o de retomar los estudios (vana esperanza, en Villa Pesqueira creían que Escuela Nocturna era el nombre de un burdel en las afueras de San José de Pimas), aprendió, sin grandes esfuerzos, a leer y a escribir. A partir de ese momento leyó todo lo que caía en sus manos. En un cuaderno anotó las impresiones y pensamientos que le produjeron sus lecturas. Leyó revistas y periódicos viejos, leyó programas políticos que cada cierto tiempo iban a tirar al pueblo jóvenes de bigotes montados en camionetas y periódicos nuevos, leyó los pocos libros que pudo encontrar y su marido, después de cada ausencia traficando con animales en los pueblos vecinos, se acostumbró a traerle libros que en ocasiones compraba no por unidad sino por peso. Cinco kilos de libros. Diez kilos. Una vez llegó con veinte kilos. Y ella no dejó ni uno sin leer y de todos, sin excepción, extrajo alguna enseñanza. A veces leía revistas que llegaban de Ciudad de México, a veces leía libros de historia, a veces leía libros de religión, a veces leía libros léperos que la hacían enrojecer, sola, sentada a la mesa, iluminadas las páginas por un quinqué cuya luz parecía bailar o adoptar formas demoniacas, a veces leía libros técnicos sobre el cultivo de viñedos o sobre construcción de casas prefabricadas, a veces leía novelas de terror y de aparecidos, cualquier tipo de lectura que la divina providencia pusiera al alcance de su mano, y de todos ellos aprendió algo, a veces muy poco, pero algo quedaba, como una pepita de oro en una montaña de basura, o para afinar la metáfora, decía Florita, como una muñeca perdida y reencontrada en una montaña de basura desconocida.

En fin, ella no era una persona instruida, al menos no tenía lo que se dice una educación clásica, por lo que pedía perdón, pero tampoco se avergonzaba de ser lo que era, pues lo que Dios quita por un lado la Virgen lo repone por el otro, y cuando eso pasa uno tiene que estar en paz con el mundo. Así pasaron los años. Su marido, por esas cosas misteriosas que algunos llaman simetría, un día se quedó ciego. Por suerte ella ya tenía experiencia en el cuidado de invidentes y los últimos años del comerciante de animales fueron plácidos, pues su mujer lo cuidó con eficiencia y cariño. Después se quedó sola y ya para entonces había cumplido cuarentaicuatro años. No se volvió a casar, no porque le faltaran pretendientes, sino porque le halló el gusto a la soledad. Lo que hizo fue comprarse un revólver calibre 38, porque la escopeta que su marido le dejó en herencia se le antojó poco manejable, y seguir, de momento, los negocios de compra y venta de animales. Pero el problema, explicaba, es que para comprar y sobre todo para vender animales era necesaria una cierta sensibilidad, una cierta educación, una cierta propensión a la ceguera que ella de ningún modo poseía. Viajar con los animales por las trochas del monte era muy bonito, subastarlos en el mercado o en el matadero era un horror. Así que al poco tiempo abandonó el negocio y siguió viajando, en compañía del perro de su difunto marido y de su revólver y a veces de sus animales, que empezaron a envejecer con ella, pero esta vez lo hacía como curandera trashumante, de las tantas que hay en el bendito estado de Sonora, y durante los viajes buscaba hierbas o escribía pensamientos mientras los animales pastaban, como hacía Benito Juárez cuando era un niño pastor, ay, Benito Juárez, qué gran hombre, qué recto, qué cabal, pero también qué niño más encantador, de esa parte de su vida se hablaba poco, en parte porque poco se sabía, en parte porque los mexicanos saben que cuando hablan de niños suelen decir tonterías o cursiladas. Ella, por si no lo sabían, tenía algunas cosas que decir al respecto. De los miles de libros que había leído, entre ellos libros sobre historia de México, sobre historia de España, sobre historia de Colombia, sobre historia de las religiones, sobre historia de los papas de Roma, sobre los progresos de la NASA, sólo había encontrado unas pocas páginas que retrataban con total fidelidad, con absoluta fidelidad, lo que debió de sentir, más que pensar, el niño Benito Juárez cuando salía, a veces, como es normal, por varios días con sus noches, a buscar zonas de pastura para el rebaño. En esas páginas de un libro con tapas amarillas se decía todo con tanta claridad que a veces Florita Almada pensaba que el autor había sido amigo de Benito Juárez y que éste le había confidenciado al oído las experiencias de su niñez. Si es que eso es posible. Si es que es posible transmitir lo que se siente cuando cae la noche y salen las estrellas y uno está solo en la inmensidad, y las verdades de la vida (de la vida nocturna) empiezan a desfilar una a una, como desvanecidas o como si el que está a la intemperie se fuera a desvanecer o como si una enfermedad desconocida circulara por la sangre y nosotros no nos diéramos cuenta. ¿Qué haces, luna, en el cielo?, se pregunta el pastorcillo en el poema. ¿Qué haces, silenciosa luna? ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos del cielo? Se parece tu vida a la del pastor, que sale con la primera luz y conduce el rebaño por el campo. Después, cansado, reposa de noche. Otra cosa no espera. ¿De qué le sirve la vida al pastor, y a ti la tuya? Dime, se dice el pastor, decía Florita Almada con la voz transportada, ¿adónde tiende este vagar mío, tan breve, y tu curso inmortal? Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema. Y también: Pero ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es necesario consolar? Y también: Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola? Y también: Intacta luna, tal es el estado mortal. Pero tú no eres mortal y acaso cuanto digo no comprendas. Y también, y contradictoriamente: Tú, solitaria, eterna peregrina, tan pensativa, acaso bien comprendas este vivir terreno, nuestra agonía y nuestros sufrimientos; acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez del semblante, y faltar de la tierra y alejarse de la habitual y amorosa compañía. Y también: ¿Qué hace el aire infinito y la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa esta inmensa soledad? ¿Y yo qué soy? Y también: Yo sólo sé y comprendo que de los eternos giros y de mi frágil ser otros hallarán bienes y provechos. Y también: Mi vida es mal tan sólo. Y también: Viejo, canoso, enfermo, descalzo y casi sin vestido, con la pesada carga a las espaldas, por calles y montañas, por rocas y por playas y por brañas, al viento, con tormenta, cuando se enciende el día y cuando hiela, corre, corre anhelante, cruza estanques, corrientes, cae, se levanta y se apresura siempre, sin reposo ni paz, herido, ensangrentado, hasta que al fin se llega allá donde el camino y donde tanto afán al fin se acaba: horrible, inmenso abismo donde al precipitarse todo olvida. Y también: Oh, virgen luna, así es la vida mortal. Y también: Oh, rebaño mío que reposas acaso ignorando tu miseria, ¡cuánta envidia te tengo! No sólo porque de afanes te encuentras libre y todo sufrimiento, todo daño, cada temor extremo pronto olvidas, acaso porque nunca sientes tedio. Y también: Cuando a la sombra y en la hierba tú descansas estás dichoso y sosegado y la mayoría del año vives en tal estado sin hastío. Y también: Yo a la sombra me siento, sobre el césped, y de hastío se llena mi mente, como si sintiese un aguijón. Y también: Y ya nada deseo y razón de llorar nunca he tenido. Y llegada a este punto, y después de suspirar profundamente, Florita Almada decía que se podían sacar varias conclusiones. 1: que los pensamientos que atenazan a un pastor pueden fácilmente desbocarse pues eso es parte de la naturaleza humana. 2: que mirar cara a cara al aburrimiento era una acción que requería valor y que Benito Juárez lo había hecho y que ella también lo había hecho y que ambos habían visto en el rostro del aburrimiento cosas horribles que prefería no decir. 3: que el poema, ahora se acordaba, no hablaba de un pastor mexicano, sino de un pastor asiático, pero que para el caso era lo mismo, pues los pastores son iguales en todas partes. 4: que si bien era cierto que al final de todos los afanes se abría un abismo inmenso, ella recomendaba, para empezar, dos cosas, la primera no engañar a la gente, y la segunda tratarla con corrección. A partir de ahí, se podía seguir hablando. Y eso era lo que ella hacía, escuchar y hablar, hasta el día en que Reinaldo fue a verla a su casa para hacerle una consulta sobre un amor que lo había abandonado, y se fue de allí con una dieta para adelgazar y con unas hierbas para infusiones que le calmaron los nervios y con otras hierbas aromáticas que ocultó en los rincones de su departamento y que le dieron a éste un olor como de iglesia y de nave espacial al mismo tiempo, tal como decía Reinaldo a los amigos que lo iban a visitar, un olor divino, un olor que relaja y alegra el alma, si hasta daban ganas de oír música clásica, ¿no les parece?, y los amigos de Reinaldo empezaron a insistirle en que les presentara a Florita, ay, Reinaldo, necesito a Florita Almada, primero uno y después otro y otro, como una sucesión de penitentes con sus capuchas moradas o bermellón chingón o ajedrezadas, y Reinaldo cavilaba en los beneficios y perjuicios que eso podía representarle, bueno, muchachos, me convencieron, les voy a presentar a Florita, y cuando Florita los vio, un sábado por la noche, en el departamento de Reinaldo engalanado para la ocasión hasta con una piñata que no venía a cuento en la terraza, no hizo ningún gesto feo o de desagrado, más bien dijo cómo es que se han molestado tanto por mí, los canapés excelentes, ¿quién los preparó para felicitarlo?, el pastel delicioso, no había comido uno así en mi vida, ¿era de piña, verdad?, los refrescos naturales y recién hechos, la disposición de la mesa irreprochable, qué muchachos más encantadores, qué muchachos más delicados, si hasta me han traído regalos, ni que fuera mi cumpleaños, y luego se fue a la habitación de Reinaldo y los muchachos fueron pasando uno por uno, a contarle sus cuitas, y los que entraron cuitados salieron esperanzados, esta mujer es un tesoro, Reinaldo, esta mujer es una santa, yo me puse a llorar y ella lloró conmigo, yo no encontraba palabras y ella adivinó mis penas, a mí me recomendó la ingesta de glicósidos azufrados, dizque porque estimulan el epitelio renal y son diuréticos, a mí me recomendó seguir un tratamiento de hidroterapia de colon, yo la vi sudar sangre, yo vi su frente llena de rubíes, a mí me arrulló en su seno y me cantó una canción de cuna y cuando desperté estaba como si acabara de salir de una sesión de sauna, la Santa comprende mejor que nadie a los desventurados de Hermosillo, la Santa tiene feeling con los heridos, con los niños sensibles y maltratados, con los que han sido violados y humillados, con los que son objeto de chistes y risas, para todos tiene una palabra amable, un consejo práctico, los risiones se sienten como divas cuando ella les habla, los zafarinfas se sienten sensatos, los gordos adelgazan, los enfermos de sida sonríen. Así que Florita Almada, tan querida, no tardó muchos años en aparecer en un programa de televisión. La primera vez que Reinaldo la invitó, sin embargo, dijo que no, que no le interesaba, que no tenía tiempo, que a la de peor a alguien se le ocurría preguntarle de dónde sacaba su dinero, ¡que ella no estaba dispuesta a pagar impuestos ni loca!, que mejor lo dejaran para otro día, que ella no era nadie. Pero meses después, cuando Reinaldo ya no insistía en el asunto, fue ella quien lo llamó por teléfono y le dijo que quería aparecer en su programa porque quería hacer público un mensaje. Reinaldo quiso saber qué clase de mensaje y ella dijo algo sobre visiones, sobre la luna, sobre dibujos en la arena, sobre las lecturas que hacía en su casa, en la cocina, sentada a la mesa de la cocina, cuando ya se habían ido las visitas, el periódico, los periódicos, las cosas que leía, las sombras que la observaban al otro lado de la ventana, que no son sombras, ni por lo tanto observan, sino que es la noche, la noche que a veces parece zafada, de tal manera que Reinaldo no entendió nada, pero como la quería de verdad, le improvisó un hueco en su próximo programa. Los estudios de televisión estaban en Hermosillo y la señal a veces llegaba con nitidez a Santa Teresa, pero otras veces llegaba llena de fantasmas y neblina y ruido de fondo. La vez que apareció por primera vez Florita Almada llegó muy mal y casi nadie en la ciudad la vio, aunque el programa al que ella estaba invitada, Una hora con Reinaldo, era uno de los más populares de la televisión sonorense. Le tocó hablar después de un ventrílocuo de Guaymas, un tipo autodidacto que había triunfado en el DF, Acapulco, Tijuana y San Diego, y que creía que su muñeco era un ser vivo. Tal como lo sentía lo decía. Mi pinche muñeco está vivo. A veces ha intentado fugarse. A veces me ha intentado matar. Pero sus manitos son muy débiles para sostener una pistola o un cuchillo. Y ya no digamos para estrangularme. Cuando Reinaldo le dijo, mientras miraba directamente a la cámara y sonreía con esa picardía tan de Reinaldo, que en muchas películas de ventrílocuos ocurría lo mismo, es decir que el muñeco se rebelaba contra el artista, el ventrílocuo de Guaymas, con la voz rota del ser infinitamente incomprendido, contestó que ya lo sabía, que había visto esas películas, y probablemente muchas más que ni Reinaldo ni el público que acudía a ver el programa en directo habían visto, y que a la única conclusión a la que había llegado era que si había tantas películas se debía a que la rebelión de los muñecos de los ventrílocuos estaba mucho más generalizada, a estas alturas extendida por el mundo entero, de lo que él al principio creía. En el fondo todos los ventrílocuos, de una u otra manera, sabemos que nuestros pinches muñecos, alcanzado cierto punto de ebullición, cobran vida. La extraen de las actuaciones. La extraen de los vasos capilares de los ventrílocuos. La extraen de los aplausos. ¡Y sobre todo de la credulidad del público! ¿Verdad, Andresito? Así es. ¿Y tú eres bueno o a veces te comportas como un escuincle malvado, Andresito? Bueno, retebueno, buenísimo. ¿Y nunca me has intentado matar, Andresito? Nunca, nunca, nuuunca. La verdad es que Florita Almada quedó muy impresionada por la expresión de inocencia del muñeco de madera y por el testimonio del ventrílocuo, por el cual sintió de inmediato una gran simpatía, y cuando le llegó su turno lo primero que hizo fue dirigirle al ventrílocuo unas cuantas palabras de ánimo, pese a las veladas advertencias de Reinaldo, quien le sonrió y le guiñó un ojo como dándole a entender que el ventrílocuo estaba medio loco y no le hiciera caso. Pero Florita sí le hizo caso y le preguntó por su salud, le preguntó cuántas horas dormía, cuántas comidas hacía al día y en dónde, y aunque las respuestas del ventrílocuo fueron más bien irónicas, hechas de cara al público, en busca del aplauso o de la fugaz simpatía, con ellas la Santa tuvo más que suficiente para recomendarle (con cierta vehemencia, además) una visita a algún acupunturista que supiera algo de craneopuntura, técnica buenísima para tratar neuropatías con origen en el sistema nervioso central. Después miró a Reinaldo, que se movía inquieto en la silla, y se puso a hablar de su última visión. Dijo que había visto mujeres muertas y niñas muertas. Un desierto. Un oasis. Como en las películas donde aparece la Legión extranjera francesa y árabes. Una ciudad. Dijo que en la ciudad mataban niñas. Mientras hablaba intentando recordar con la mayor exactitud posible su visión, se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en trance y le dio mucha vergüenza, pues a veces, no muchas, los trances solían ser exagerados y terminar con la médium arrastrándose por el suelo, algo que ella no quería que sucediera pues era la primera vez que iba a la televisión. Pero el trance, la posesión, avanzaba, lo sentía en el pecho y en las pulsaciones, y no había manera de pararlo por más que se resistiera y sudara y sonriera a las preguntas de Reinaldo, que le preguntaba si se sentía bien, Florita, si quería que las azafatas le trajeran un vaso de agua, si la luz y los focos y el calor la molestaban. Ella tenía miedo de hablar, pues la posesión, a veces, de lo primero que se agarraba era de la lengua. Y aunque quería, pues habría significado un gran descanso, tenía miedo de cerrar los ojos, ya que cuando los ojos se cerraban, precisamente, uno veía justo lo que la posesión veía, por lo que Florita mantuvo los ojos abiertos y la boca cerrada (aunque curvada en una sonrisa muy agradable y enigmática), contemplando al ventrílocuo que ora la miraba a ella, ora a su muñeco, como si no entendiera nada pero, en cambio, oliera el peligro, el momento de la revelación no solicitada y posteriormente tampoco entendida, esa clase de revelación que pasa frente a nosotros dejándonos sólo la certidumbre de un vacío, un vacío que muy pronto escapa hasta de la palabra que lo contiene. Y el ventrílocuo sabía que eso era muy peligroso. Sobre todo peligroso para las personas como él, hipersensibles, de espíritu artístico y con heridas aún no cicatrizadas del todo. Y también Florita miraba a Reinaldo cuando se cansaba de mirar al ventrílocuo, quien le decía: Florita, no se me achicopale, no se me ponga tímida, considere este programa como si fuera su casa. Y también miraba, aunque menos, al público, en donde estaban sentadas varias amigas suyas, esperando sus palabras. Pobrecitas, pensó, qué pena deben de estar pasando. Y entonces ya no pudo más y entró en trance. Cerró los ojos. Abrió la boca. Su lengua empezó a trabajar. Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande, una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas, mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó. A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas. ¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?, ¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al orden y que dejara de hablar, pero no pudo. Sáquese, so sobón, dijo Florita. Hay que avisar al gobernador del estado, dijo con la voz bronca. Esto no es ninguna broma. El licenciado José Andrés Briceño tiene que saber esto, tiene que enterarse de lo que le hacen a las mujeres y a las niñas en esa bella ciudad de Santa Teresa. Una ciudad que no sólo es bella sino también industriosa y trabajadora. Hay que romper el silencio, amigas. El licenciado José Andrés Briceño es un hombre bueno y cabal y no dejará en la impunidad tantos asesinatos. Tanta desidia y tanta oscuridad. Luego puso voz de niña y dijo: algunas se van en un carro negro, pero las matan en cualquier lugar. Después dijo, con la voz bien timbrada: por lo menos podrían respetar a las vírgenes. Acto seguido dio un salto, perfectamente captado por las cámaras del estudio 1 de televisión de Sonora, y cayó al suelo como impulsada por una bala. Reinaldo y el ventrílocuo acudieron prestos a socorrerla pero cuando la intentaban levantar, cada uno por un brazo, Florita rugió (Reinaldo jamás en su vida la había visto así, propiamente una erinia): ¡no me toquen, putos insensibles! ¡No se preocupen por mí! ¿Es que no entienden de qué hablo? Luego se levantó, miró hacia el público, se acercó a Reinaldo y le preguntó qué había pasado, y acto seguido pidió disculpas mirando directamente hacia su cámara.

Por aquellos días Lalo Cura encontró unos libros en la comisaría, que nadie leía y que parecían destinados a ser alimento de las ratas en lo alto de las estanterías llenas a rebosar de informes y archivos que todo el mundo había olvidado. Se los llevó a su casa. Eran ocho libros y al principio, para no abusar, se llevó tres: Técnicas para el instructor policíaco, de John C. Klotter, El informador en la investigación policíaca, de Malachi L. Harney y John C. Cross, y Métodos modernos de investigación policíaca, de Harry Söderman y John J. O’Connell. Una tarde le comentó a Epifanio lo que había hecho y éste le dijo que eran libros que enviaban desde el DF o desde Hermosillo y que nadie leía. Así que terminó llevándose a su casa los cinco que había dejado. El que más le gustaba (y el primero que leyó) fue Métodos modernos de investigación policíaca. Contra lo que anunciaba su título, el libro había sido escrito hacía mucho tiempo. La primera edición mexicana databa de 1965. La edición que él tenía era la décima reimpresión, de 1992. De hecho, en el prólogo a la cuarta edición, que aquí se reproducía, Harry Söderman se quejaba de que la muerte de su querido amigo, el finado inspector general John O’Connell, había echado sobre sus hombros la carga de la revisión. Y más adelante decía: en esta labor de modificación (del libro) he echado mucho de menos la inspiración, la rica experiencia y la valiosa colaboración del finado inspector O’Connell. Probablemente, pensó Lalo Cura mientras leía el libro alumbrado por una exigua bombilla durante las noches de la vecindad o iluminado por los primeros rayos del sol que se colaban por su ventana abierta, el mismo Söderman ya estuviera muerto hacía tiempo y él nunca lo sabría. Pero eso no importaba, al contrario, esa falta de certeza se convertía en un acicate más para leer. Y leía y a veces se reía de lo que decían el sueco y el gringo y otras veces se quedaba maravillado, como si le hubieran dado un balazo en la cabeza. Por aquellos días, asimismo, la rápida resolución del asesinato de Silvana Pérez ocultó en parte los anteriores fracasos policiales y la noticia salió en la televisión de Santa Teresa y en los dos periódicos de la ciudad. Algunos policías parecían más contentos de lo usual. En una cafetería Lalo Cura se encontró con unos policías jóvenes, de entre diecinueve y veinte años, que comentaban el caso. ¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería, dijo. De lo contrario, no sería violación. Uno de los policías jóvenes le preguntó si pensaba estudiar Derecho. ¿Quieres convertirte en licenciado, buey? No, dijo Lalo Cura. Los otros lo miraron como si se estuviera haciendo el pendejo. Por otra parte, en diciembre de 1994 no hubo más asesinatos de mujeres, al menos que se supiera, y el año terminó en paz.

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