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La parte de Archimboldi

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Mientras se alejaban, en dirección a los breñales, levantando una nubecilla de polvo por el camino, Reiter creyó distinguir unos pájaros negros sobrevolando la explanada desde donde vigilaba el curso de la guerra el general Entrescu. Uno de los alemanes, el que iba junto a la ametralladora, comentó, riéndose, qué iban a pensar los rusos cuando vieran a aquel crucificado. Nadie le contestó.

De derrota en derrota, Reiter volvió finalmente a Alemania.

En mayo de 1945, a la edad de veinticinco años, después de pasar dos meses oculto en un bosque, se rindió a unos soldados norteamericanos y fue internado en un campo de prisioneros en las afueras de Ansbach. Allí se duchó por primera vez en muchos días y la comida era buena.

La mitad de los prisioneros de guerra dormían en barracones que habían construido unos soldados negros norteamericanos y la otra mitad dormía en grandes tiendas de campaña. Cada dos días aparecían por el campo visitantes que revisaban, siguiendo un estricto orden alfabético, los papeles de los prisioneros. Al principio ponían una mesa al aire libre y los prisioneros iban pasando y respondiendo de uno en uno a sus preguntas. Después los soldados negros, ayudados por unos cuantos alemanes, instalaron un barracón especial, de tres habitaciones, y las colas ahora se hacían delante de este barracón. Reiter no conocía a nadie en el campo. Sus compañeros de la 79 y luego de la 303 habían muerto o caído prisioneros de los rusos o desertado, como él mismo había hecho. Lo que quedaba de la división se dirigía a Pilsen, en el Protectorado, cuando Reiter, en medio de la confusión, se marchó por su cuenta. En el campo de prisioneros de Ansbach procuraba no relacionarse con nadie. Había soldados que por las tardes cantaban. Desde sus puestos de vigilancia los negros los miraban y se reían, pero como nadie, aparentemente, entendía la letra de las canciones, los dejaban cantar hasta que llegaba la hora de dormir. Otros solían dar paseos de un extremo a otro del campo, cogidos del brazo y conversando sobre los temas más peregrinos. Se decía que pronto comenzarían las hostilidades entre soviéticos y aliados. Se especulaba sobre las condiciones de la muerte de Hitler. Se hablaba del hambre y de cómo la cosecha de patatas, una vez más, salvaría a Alemania del desastre.

Al lado del catre de campaña de Reiter dormía un tipo de unos cincuenta años, un combatiente de la Volkssturm. El tipo se había dejado crecer la barba y su alemán era dulce y bajito, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le pudiera afectar. Por el día solía hablar con otros dos excombatientes de la Volkssturm, que lo acompañaban durante los paseos y las comidas. A veces, sin embargo, Reiter lo veía solo, escribiendo con un lápiz de mina sobre papeles de todo tipo que sacaba de sus bolsillos y que luego guardaba con extremo cuidado. Una vez, antes de dormirse, le preguntó qué escribía y el tipo le dijo que intentaba poner por escrito sus pensamientos. Algo que, añadió, no resultaba nada fácil. Reiter no le preguntó nada más, pero a partir de ese momento el excombatiente de la Volkssturm, siempre por la noche, siempre antes de dormirse, encontraba un pretexto para cruzar unas palabras con él. Según le contó, su mujer había muerto cuando los rusos entraron en Küstrin, de donde eran, pero él no guardaba rencor a nadie, la guerra era la guerra, decía, y cuando la guerra terminaba lo mejor era perdonarse los unos a los otros y empezar de nuevo.

¿Empezar cómo?, quiso saber Reiter. Empezar desde cero, susurró con su alemán pausado, con alegría y también con imaginación. El tipo se llamaba Zeller y era flaco y retraído. Al verlo pasear por el campo, siempre en compañía de los otros dos excombatientes de la Volkssturm, su figura, tal vez por contraste con la de sus acompañantes, irradiaba una gran dignidad. Una noche Reiter le preguntó si tenía familia.

—Mi mujer —le respondió Zeller.

—Pero su mujer está muerta —dijo Reiter.

—También tuve un hijo y una hija —lo oyó susurrar—, pero ellos también murieron. Mi hijo en la batalla del saliente de Kursk y mi hija durante un bombardeo en la ciudad de Hamburgo.

—¿Y no hay más parientes? —dijo Reiter.

—Dos nietecitos, gemelos, una niña y un niño, pero ellos también murieron en el bombardeo en que murió mi hija.

—Vaya por Dios —dijo Reiter.

—También murió mi yerno, pero no en el bombardeo, sino días después, de pena por la muerte de sus hijos y de su mujer.

—Es terrible —dijo Reiter.

—Se suicidó tomando veneno para ratas —susurró Zeller en la oscuridad—. Agonizó durante tres días en medio de los más horribles suplicios.

Reiter ya no supo qué decir, en parte porque el sueño lo iba ganando, y lo último que oyó fue la voz de Zeller que decía que la guerra era la guerra y que más valía olvidarlo todo, todo, todo. La verdad es que Zeller tenía una serenidad envidiable. Esta serenidad, por otra parte, se veía perturbada únicamente cuando aparecían más prisioneros o cuando volvían los visitantes que los interrogaban uno por uno en el interior de los barracones. Al cabo de tres meses les tocó el turno a aquellos cuyos apellidos empezaban por la Q, la R y la S, y Reiter pudo hablar con los soldados y con algunos tipos vestidos de civil que le pidieron cortésmente que se pusiera de frente y de perfil y que luego rebuscaron un par de fichas en un dossier que probablemente estaba lleno de fotografías. Luego uno de los civiles le preguntó qué había hecho durante la guerra y Reiter tuvo que contarles que había estado en Rumanía con la 79 y después en Rusia, en donde había sido herido varias veces.

Los soldados y los civiles quisieron ver sus heridas y se tuvo que desnudar y enseñárselas. Uno de los civiles, uno que hablaba un alemán con acento berlinés, le preguntó si comía bien en el campo de prisioneros. Reiter dijo que comía como un rey y cuando el que había hecho la pregunta la tradujo para los demás todos se rieron.

—¿Te gusta la comida americana? —dijo uno de los soldados.

El civil tradujo la pregunta y Reiter dijo:

—La carne americana es la mejor carne del mundo.

Todos volvieron a reírse.

—Tienes razón —dijo el soldado—, pero eso que comes no es carne americana sino comida para perros.

Esta vez la risa hizo que el traductor (que prefirió no traducir la respuesta) y algunos de los soldados se cayeran al suelo. Un soldado negro apareció en la puerta con el semblante preocupado y les preguntó si tenían problemas con el prisionero. Le ordenaron que cerrara la puerta y se marchara, que no había problemas, que estaban contándose chistes. Luego uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Reiter. Me lo fumaré más tarde, dijo Reiter, y se lo guardó detrás de la oreja. Después los soldados se pusieron serios de repente y comenzaron a anotar los datos que Reiter les fue proporcionando: año y lugar de nacimiento, nombres de los padres, dirección de los padres y de al menos dos familiares o amigos, etcétera.

Esa noche Zeller le preguntó qué le había pasado durante el interrogatorio y Reiter se lo contó todo. ¿Te preguntaron en qué año y mes entraste en el ejército? Sí. ¿Te preguntaron dónde estaba tu oficina de reclutamiento? Sí. ¿Te preguntaron en qué división habías servido? Sí. ¿Había fotos? Sí. ¿Las viste? No. Cuando terminó su interrogatorio particular Zeller se tapó la cara con la manta y pareció dormirse pero al cabo de poco rato Reiter lo oyó mascullar en la oscuridad.

En la siguiente visita, que ocurrió una semana después, sólo vinieron al campo dos interrogadores y no hubo colas ni interrogatorios. Hicieron formar a los prisioneros y los soldados negros fueron repasando las filas y separando de éstas a un total de diez hombres, aproximadamente, a los que condujeron a dos furgones, en donde fueron introducidos después de esposarlos. El comandante del campo les dijo que esos prisioneros eran sospechosos de ser criminales de guerra y luego ordenó deshacer las filas y que la vida siguiera su curso normal. Cuando los visitantes regresaron, pasada una semana, se dedicaron a las letras T, U y V y Zeller esta vez se puso nervioso de verdad. Su acento dulce no sufrió mengua alguna, pero su discurso y su forma de hablar cambió: las palabras le salían a borbotones de los labios, su murmullo nocturno se volvió incontenible. Hablaba de prisa y como impelido por una razón que escapaba de su control y que él apenas comprendía. Alargaba el cuello en dirección a Reiter y se apoyaba en un codo y empezaba a susurrar y a lamentarse y a imaginar escenas de esplendor que formaban, todo junto, un cuadro caótico de cubos oscuros que se sobreponían unos sobre otros.

Por el día las cosas cambiaban, la figura de Zeller volvía a irradiar dignidad y decoro, y aunque no se relacionaba con nadie excepto con sus antiguos camaradas de la Volkssturm, casi todo el mundo lo respetaba y lo consideraba una persona decente. Para Reiter, sin embargo, que tenía que soportar sus disquisiciones nocturnas, el semblante de Zeller mostraba un deterioro progresivo, como si en su interior se desarrollara una lucha sin cuartel entre fuerzas diametralmente opuestas. ¿Qué fuerzas eran éstas? Reiter lo ignoraba, sólo intuía que ambas fuerzas provenían de una única fuente, que era la locura. Una noche Zeller le dijo que él no se llamaba Zeller sino Sammer y que en buena lógica no tenía obligación de presentarse a los interrogadores alfabéticos en su próxima visita.

Aquella noche Reiter no tenía sueño y la luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como el café hirviente por un colador hecho con un calcetín.

—Me llamo Leo Sammer y algunas de las cosas que te he dicho son ciertas y otras no —dijo el falso Zeller moviéndose en el catre como si le picara todo el cuerpo—. ¿Te suena mi nombre?

—No —dijo Reiter.

—No te tiene por qué sonar, hijo mío, no soy ni he sido un hombre famoso, aunque durante el tiempo que tú has estado lejos de casa mi nombre ha crecido como un tumor canceroso y ahora aparece escrito en los papeles más insospechados —dijo Sammer con su alemán dulce y cada vez más veloz—. Por supuesto, nunca estuve en la Volkssturm. Combatí, no quiero que creas que no combatí, lo hice, como cualquier alemán bien nacido, pero yo serví en otros teatros, no en el campo de batalla militar sino en el campo de batalla económico y político. Mi mujer, gracias a Dios, no ha muerto —añadió después de un largo silencio en el cual Reiter y él se dedicaron a contemplar la luz que envolvía la tienda de campaña como el ala de un pájaro o una garra—. Mi hijo murió, eso es cierto. Mi pobre hijo. Un joven inteligente al que le gustaba el deporte y la lectura. Qué más se puede pedir de un hijo. Serio, un atleta, un buen lector. Murió en Kursk. Yo por entonces era subdirector de un organismo encargado de proporcionar trabajadores al Reich, cuyas oficinas principales estaban instaladas en un pueblo polaco a escasos kilómetros del Gobierno General.

Cuando me dieron la noticia dejé de creer en la guerra. Mi mujer, para colmo, dio señales de insanidad mental. No le deseo a nadie mi situación. ¡Ni a mi peor enemigo! Un hijo muerto en la flor de la edad, una mujer con jaquecas constantes y un trabajo agotador que requería el máximo esfuerzo y concentración por mi parte. Pero salí adelante gracias a mi talante metódico y a mi tenacidad. En realidad, trabajaba para olvidar mis desgracias. El resultado, en cualquier caso, fue que me hicieron director del organismo estatal en el que prestaba mis servicios. De un día para otro, el trabajo se triplicó. Ya no sólo tenía que enviar mano de obra a las fábricas alemanas sino que también tenía que ocuparme de mantener en funcionamiento la burocracia de aquella región polaca en la que siempre llovía, un triste territorio provinciano que intentábamos germanizar, en donde todos los días eran grises y la tierra parecía cubierta por una mancha gigantesca de hollín y nadie se divertía de manera civilizada, con el resultado de que hasta los niños de diez años eran alcohólicos, figúrese usted, pobres niños, unos niños salvajes, por otra parte, a los que sólo les gustaba el alcohol, como ya le he dicho, y el fútbol.

A veces los veía desde la ventana de mi despacho: jugaban en la calle con una pelota de trapo y sus carreras y saltos eran verdaderamente lamentables, pues el alcohol ingerido los hacía caerse a cada rato o fallar goles cantados. En fin, no quiero abrumarlo, eran partidos de fútbol que solían acabar a puñetazo limpio. O a patadas. O rompiendo botellas de cerveza vacías en la crisma de los rivales. Y yo lo miraba todo desde la ventana y no sabía qué hacer, Dios mío, cómo acabar con esa epidemia, cómo mejorar la situación de esos inocentes.

Lo confieso: me sentía solo, muy solo, muy solo. Con mi mujer no podía contar, la pobre no salía de su habitación a oscuras como no fuera para pedirme de rodillas que le permitiera regresar a Alemania, a Baviera, en donde se reuniría con su hermana. Mi hijo había muerto. Mi hija vivía en Munich felizmente casada y ajena a mis problemas. El trabajo se acumulaba y mis colaboradores perdían los nervios cada vez con mayor asiduidad. La guerra no iba bien y además había dejado de interesarme. ¿Cómo le puede interesar la guerra a quien ha perdido un hijo? Mi vida, en una palabra, se desarrollaba bajo permanentes nubarrones negros.

Entonces me llegó una nueva orden: tenía que hacerme cargo de un grupo de judíos que venían de Grecia. Creo que venían de Grecia. Puede que fueran judíos húngaros o judíos croatas. No lo creo, los croatas mataban ellos mismos a sus propios judíos. Tal vez fueran judíos serbios. Supongamos que eran griegos. Me enviaban un tren lleno de judíos griegos. ¡A mí! Y yo no tenía nada preparado para acogerlos. Fue una orden que me llegó de pronto, sin previo aviso. Mi organismo era civil, no militar ni de las SS. Yo no tenía expertos en la materia, yo sólo enviaba trabajadores extranjeros a las fábricas del Reich, ¿pero qué iba a hacer con estos judíos? En fin, resignación, me dije, y una mañana fui a la estación a esperarlos. Me llevé conmigo al jefe de la policía local y a todos los policías que pude conseguir en el último minuto. El tren que venía de Grecia se detuvo en una vía muerta. Un oficial me hizo firmar unos papeles conforme me hacía entrega de quinientos judíos, entre hombres, mujeres y niños. Firmé. Luego me acerqué a los vagones y el olor era insoportable. Prohibí que los abrieran todos. Aquello podía convertirse en un foco de infección, me dije. Luego telefoneé a un amigo, que me puso en contacto con un tipo que dirigía un campo de judíos cerca de Chelmno. Le expliqué mi problema, le pregunté qué podía hacer con mis judíos. Debo decirle que en aquel pueblo polaco ya no había judíos, sólo niños borrachos y mujeres borrachas y viejos que se dedicaban todo el día a perseguir los escuálidos rayos de sol. El tipo de Chelmno me dijo que lo llamara al cabo de dos días, que él también, aunque yo no me lo creyera, tenía problemas diarios que resolver.

Le di las gracias y colgué. Volví a la vía muerta. El oficial y el maquinista del tren me esperaban. Los invité a desayunar. Café y salchichas y huevos fritos y pan caliente. Comieron como cerdos. Yo no. Yo tenía la cabeza en otra parte. Me dijeron que tenía que desocupar el tren, que sus órdenes eran regresar al sur de Europa esa misma noche. Los miré a la cara y dije que eso haría. El oficial dijo que podía contar con él y con su escolta para vaciar los vagones a cambio de que los empleados de la estación le dieran luego una mano en la limpieza. Dije que estaba de acuerdo.

Procedimos. El olor que exhalaron los vagones al ser abiertos hizo fruncir la nariz hasta a la mujer encargada de los lavabos de la estación. En el viaje murieron ocho judíos. El oficial hizo formar a los sobrevivientes. No tenían buen aspecto. Ordené que los llevaran a una curtiduría abandonada. Dije a uno de mis empleados que se dirigiera a la panadería y que comprara todo el pan disponible para repartirlo entre los judíos. Que lo pongan a mi cuenta, dije, pero hágalo rápido. Luego me fui a la oficina a despachar otros asuntos urgentes. A mediodía me avisaron que el tren de Grecia se marchaba del pueblo. Desde la ventana de mi oficina veía jugar al fútbol a esos niños borrachos y por un instante me pareció que yo también había bebido en exceso.

Dediqué el resto de la mañana a buscarles un acomodo menos provisional a los judíos. Uno de mis secretarios me sugirió que los pusiera a trabajar. ¿En Alemania?, dije. Aquí, dijo él. No era una mala idea. Ordené que les dieran escobas a unos cincuenta judíos, divididos en brigadas de diez, y que barrieran mi pueblo fantasma. Luego volví a los asuntos principales: de varias fábricas del Reich me pedían, al menos, dos mil trabajadores, del Gobierno General también tenía misivas solicitándome mano de obra disponible. Hice varias llamadas telefónicas: dije que tenía quinientos judíos disponibles, pero ellos querían polacos o prisioneros de guerra italianos.

¿Prisioneros de guerra italianos? ¡En mi vida había visto un prisionero de guerra italiano! Y todos los hombres polacos disponibles ya los había mandado. Sólo me había quedado con lo estrictamente necesario. Así que volví a llamar a Chelmno y les pregunté otra vez si les interesaban o no mis judíos griegos.

—Si se los enviaron a usted, por algo será —me contestó una voz metálica—. Hágase usted cargo de ellos.

—Pero yo no gestiono un campo de judíos —dije—, ni tengo la experiencia debida.

—Usted es el responsable de ellos —me contestó la voz—, si tiene alguna duda pregunte a quien se los haya enviado.

—Muy señor mío —respondí—, quien me los ha enviado está, supongo, en Grecia.

—Pues pregunte a Asuntos Griegos, en Berlín —dijo la voz.

Sabia respuesta. Le di las gracias y colgué. Durante unos segundos estuve pensando en la conveniencia o no de llamar a Berlín. En la calle, de pronto, apareció una brigada de barrenderos judíos. Los niños borrachos dejaron de jugar al fútbol y se subieron a la acera, desde donde los miraron como si se tratara de animales. Los judíos, al principio, miraban el suelo y barrían a conciencia, vigilados por un policía del pueblo, pero luego uno de ellos levantó la cabeza, no era más que un adolescente, y miró a los niños y a la pelota que permanecía quieta bajo la bota de uno de esos pillastres. Durante unos segundos pensé que se pondrían a jugar. Barrenderos contra borrachines. Pero el policía hacía bien su trabajo y al cabo de un rato la brigada de judíos había desaparecido y los niños volvieron a ocupar la calle con su remedo de fútbol.

Volví a sumergirme en mis papeles. Trabajé sobre una partida de patatas que se había perdido en alguna parte entre la región que yo controlaba y la ciudad de Leipzig, que era su destino final. Ordené que se investigara el asunto. Nunca me he fiado de los camioneros. Trabajé también en un asunto de remolachas. En un asunto de zanahorias. En un asunto de símil café. Mandé llamar al alcalde. Uno de mis secretarios llegó con un papel en el que se aseguraba que las patatas habían salido de mi región en transporte ferroviario, no en camiones. Las patatas llegaron a la estación en carros tirados por bueyes o caballos o burros, que de todo hay, pero no en camiones. Había una copia del albarán de carga, pero se había perdido. Encuentre esa copia, le ordené. Otro de mis secretarios llegó con la noticia de que el alcalde estaba enfermo, guardando cama.

—¿Es grave? —pregunté.

—Un resfriado —dijo mi secretario.

—Pues que se levante y venga —le dije.

Cuando me quedé solo me puse a pensar en mi pobre mujer, postrada en cama, con las cortinas corridas, y ese pensamiento me puso tan nervioso que empecé a recorrer mi oficina de lado a lado, pues si me quedaba quieto corría el peligro de sufrir una embolia cerebral. Entonces volví a ver a la brigada de barrenderos aparecer por la calle razonablemente limpia y la sensación de que el tiempo se repetía me dejó paralizado de golpe.

Pero, gracias a Dios, no eran los mismos barrenderos sino otros. El problema era que se parecían demasiado. El policía que los vigilaba, sin embargo, era distinto. El primer policía era flaco y alto y caminaba muy erguido. El segundo policía era gordo y de baja estatura y además tenía unos sesenta años, pero aparentaba diez más. Los niños polacos que jugaban al fútbol sin duda sintieron lo mismo que yo y volvieron a subirse a la acera para dejar paso a los judíos. Uno de los niños les dijo algo. Supuse, pegado al cristal de la ventana, que estaba insultando a los judíos. Abrí la ventana y llamé al policía.

—Señor Mehnert —lo llamé desde arriba—, señor Mehnert.

El policía, al principio, no sabía quién lo llamaba y giraba su cabeza a un lado y otro, desorientado, lo que provocó la risa de los niños borrachos.

—Aquí arriba, señor Mehnert, aquí arriba.

Finalmente me vio y se cuadró. Los judíos dejaron de trabajar y esperaron. Todos los niños borrachos miraban mi ventana.

—Si alguno de esos arrapiezos insulta a mis trabajadores, dispáreles, señor Mehnert —le dije bien alto para que todo el mundo me oyera.

—No hay ningún problema, excelencia —dijo el señor Mehnert.

—¿Me ha oído usted bien? —le pregunté a gritos.

—Perfectamente, excelencia.

—Dispare a discreción, a discreción, ¿está claro, señor Mehnert?

—Claro como el agua, excelencia.

Después cerré la ventana y volví a mis asuntos. No llevaba ni cinco minutos estudiando una circular del Ministerio de Propaganda, cuando me interrumpió uno de mis secretarios para decirme que el pan había sido entregado a los judíos, pero que no había alcanzado para todos. Por otra parte, al supervisar la entrega, descubrió que dos de ellos habían muerto. ¿Dos judíos muertos?, repetí alelado. ¡Pero si todos los que bajaron del tren lo hicieron por su propio pie! Mi secretario se encogió de hombros. Murieron, dijo.

—Bueno, bueno, bueno, vivimos en tiempos extraños, ¿no le parece? —dije.

—Eran dos viejos —dijo mi secretario—. Para ser más exactos, un viejo y una vieja.

—¿Y el pan? —dije.

—No alcanzó para todos —dijo mi secretario.

—Habrá que remediarlo —dije yo.

—Lo intentaremos —dijo mi secretario—, pero hoy ya es imposible, tendrá que ser mañana.

El tono de su voz me desagradó profundamente. Con un gesto le indiqué que se retirara. Intenté volver a concentrarme en el trabajo, pero no pude. Me acerqué a la ventana. Los niños borrachos se habían marchado. Decidí salir a dar una vuelta, el aire frío calma los nervios y fortalece la salud, aunque de buena gana me hubiera marchado a mi casa, en donde me esperaba la chimenea encendida y un buen libro para dejar pasar las horas. Antes de salir le dije a mi secretaria que si había algo urgente se me podía localizar en el bar de la estación. Ya en la calle, al doblar una esquina, me encontré con el alcalde, el señor Tippelkirsch, que se dirigía a visitarme. Iba vestido con abrigo, bufanda que le tapaba hasta la nariz y varios suéters que ensanchaban sobremanera su figura. Me explicó que no había podido venir antes porque estaba con cuarenta grados de fiebre.

No exageremos, le dije sin dejar de caminar. Pregúntele al doctor, dijo él detrás de mí. Al llegar a la estación encontré a varios campesinos que esperaban la llegada de un tren regional procedente del este, de la zona del Gobierno General. El tren, me informaron, llevaba una hora de retraso. Todo eran malas noticias. Me tomé un café con el señor Tippelkirsch y estuvimos hablando de los judíos. Estoy enterado, dijo el señor Tippelkirsch cogiendo con ambas manos su taza de café. Tenía las manos muy blancas y finas, cruzadas de venas.

Por un momento pensé en las manos de Cristo. Unas manos dignas de ser pintadas. Luego le pregunté qué podíamos hacer. Devolverlos, dijo el señor Tippelkirsch. De la nariz le corría un hilillo de agua. Se lo indiqué con el dedo. No pareció entenderme. Suénese los mocos, le dije. Ah, perdón, dijo, y tras buscar en los bolsillos de su abrigo extrajo un pañuelo blanco, muy grande y no muy limpio.

—¿Cómo vamos a devolverlos? —dije—. ¿Tengo acaso un tren a mi disposición? ¿Y en caso de tenerlo: no debería ocuparlo en algo más productivo?

El alcalde sufrió una especie de espasmo y se encogió de hombros.

—Póngalos a trabajar —dijo.

—¿Y quién los alimenta? ¿La administración? No, señor Tippelkirsch, he repasado todas las posibilidades y sólo hay una viable: delegarlos a otro organismo.

—¿Y si, de forma provisional, le prestáramos a cada campesino de nuestra región un par de judíos, no sería una buena idea? —dijo el señor Tippelkirsch—. Al menos hasta que se nos ocurriera qué hacer con ellos.

Lo miré a los ojos y bajé la voz:

—Eso va contra la ley y usted lo sabe —le dije.

—Bien —dijo él—, yo lo sé, usted también lo sabe, sin embargo nuestra situación no es buena y no nos vendría mal un poco de ayuda, no creo que los campesinos protestaran —dijo.

—No, ni pensarlo —dije yo.

Pero lo pensé y estos pensamientos me sumergieron en un pozo muy hondo y oscuro donde sólo veía, iluminado por chispas que venían de no sé dónde, el rostro ora vivo, ora muerto de mi hijo.

Me despertó el castañeteo de dientes del señor Tippelkirsch. ¿Se encuentra mal?, le dije. Hizo el ademán de responderme pero no pudo y poco después se desmayó. Desde el bar llamé a mi oficina y dije que mandaran un coche. Uno de mis secretarios me dijo que había logrado ponerse en contacto con Asuntos Griegos, de Berlín, y que éstos declinaban toda responsabilidad. Cuando apareció el coche, entre el dueño del bar, un campesino y yo logramos introducir en él al señor Tippelkirsch. Le dije al chofer que lo dejara en su casa y que luego volviera a la estación. Mientras tanto me dediqué a jugar una partida de dados junto a la chimenea. Un campesino que había emigrado de Estonia ganó todas las partidas. Tenía a sus tres hijos en el frente y cada vez que ganaba pronunciaba una frase que a mí me parecía si no misteriosa, sí muy extraña. La suerte está aliada con la muerte, decía. Y ponía ojos de carnero degollado, como si los demás nos tuviéramos que compadecer de él.

Creo que era un tipo muy popular en el pueblo, sobre todo entre las polacas, que nada tenían que temer de un viudo con tres hijos ya mayores y ausentes, un viejo, por lo que sé, bastante vulgar, pero no tan avaro como suelen ser los campesinos, que de vez en cuando les regalaba algo de comida o una prenda de vestir a cambio de que ellas fueran a pasar alguna noche a su granja. Todo un donjuán. Al cabo de un rato, cuando acabó la partida, me despedí de los allí presentes y volví a mis oficinas.

Volví a llamar a Chelmno, pero esta vez no obtuve comunicación. Uno de mis secretarios me dijo que el funcionario de Asuntos Griegos de Berlín le había sugerido que llamara al cuartel de las SS en el Gobierno General. Un consejo bastante torpe, pues aunque nuestro pueblo y nuestra región, con aldeas y granjas incluidas, se hallaba a pocos kilómetros del Gobierno General, en realidad administrativamente pertenecíamos a un Gau alemán. ¿Qué hacer, entonces? Decidí que por ese día ya había tenido bastante y me concentré en otros asuntos.

Antes de marcharme a casa me llamaron desde la estación. El tren aún no había llegado. Paciencia, dije. En mi fuero interno yo sabía que no iba a llegar nunca. Camino de casa empezó a nevar.

Al día siguiente me levanté temprano y fui a desayunar al casino del pueblo. Todas las mesas estaban vacías. Al cabo de un rato, perfectamente vestidos, peinados y afeitados, se presentaron dos de mis secretarios con la nueva de que aquella noche otros dos judíos habían muerto. ¿De qué?, les pregunté. Lo ignoraban. Simplemente estaban muertos. Y esta vez no se trataba de dos viejos sino de una mujer joven y su hijo de ocho meses, aproximadamente.

Abatido, agaché la cabeza y me contemplé durante unos segundos en la superficie oscura y mansa de mi café. Tal vez han muerto de frío, dije. Esta noche ha nevado. Es una posibilidad, dijeron mis secretarios. Sentí que todo giraba alrededor de mí.

—Vamos a ver ese alojamiento —dije.

—¿Qué alojamiento? —se sobresaltaron mis secretarios.

—El de los judíos —dije ya de pie y encaminándome hacia la salida.

Tal como me imaginaba, el estado de la antigua curtiduría no podía ser peor. Hasta los propios policías que estaban de vigilancia se quejaban. Uno de mis secretarios me dijo que por las noches pasaban frío y que los turnos no eran respetados escrupulosamente. Le dije que arreglara con el jefe de la policía el asunto de los turnos y que les llevaran mantas. Incluidos los judíos, naturalmente. El secretario me susurró que iba a ser difícil encontrar mantas para todos. Le dije que lo intentara, que por lo menos quería ver a la mitad de los judíos con una manta.

—¿Y la otra mitad? —dijo el secretario.

—Si son solidarios, cada judío compartirá su manta con otro, si no, es asunto suyo, yo más no puedo hacer —dije.

Cuando volví a mi oficina noté que las calles del pueblo lucían más limpias que nunca. El resto del día transcurrió de manera normal, hasta que por la noche recibí una llamada de Varsovia, de la Oficina de Asuntos Judíos, un organismo cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Una voz que tenía un marcado tono adolescente me preguntó si era verdad que yo tenía a los quinientos judíos griegos. Le dije que sí y añadí que no sabía qué hacer con ellos, pues nadie me había avisado de su llegada.

—Parece que ha habido un error —dijo la voz.

—Eso parece —dije yo, y me quedé en silencio.

El silencio se prolongó un buen rato.

—Ese tren tenía que descargar en Auschwitz —dijo la voz de adolescente—, o eso creo, no lo sé muy bien. Espere un momento.

Durante diez minutos me mantuve con el aparato pegado a la oreja. En ese intervalo de tiempo apareció mi secretaria con unos papeles para que yo los firmara y uno de mis secretarios con un memorándum sobre la pobre producción de leche de nuestra región y el otro secretario, que quiso decirme algo pero yo lo mandé a callar y que escribió en un papel lo que tenía que decirme: patatas robadas a Leipzig por sus propios cultivadores. Lo que me sorprendió mucho, pues esas patatas habían sido cultivadas en granjas alemanas, por gente que se acababa de establecer en la región y que procuraba mantener un comportamiento ejemplar.

¿Cómo?, escribí en el mismo papel. No lo sé, escribió el secretario debajo de mi pregunta, posiblemente falsificando hojas de embarque.

Sí, no sería la primera vez, pensé, pero no mis campesinos. E incluso si fueran ellos los culpables, ¿qué podía hacer? ¿Meterlos a todos en la prisión? ¿Y qué iba a ganar con ello? ¿Dejar que las tierras quedaran abandonadas? ¿Ponerles una multa y empobrecerlos aún más de lo que ya estaban? Decidí que no podía hacer eso. Investigue más, escribí bajo su mensaje. Y luego escribí: buen trabajo.

El secretario me sonrió, levantó la mano, movió los labios como si dijera Heil Hitler y se marchó de puntillas. En ese momento la voz adolescente me preguntó:

—¿Sigue usted ahí?

—Aquí estoy —dije.

—Mire, tal como está la situación no disponemos de transporte para ir a buscar a los judíos. Administrativamente pertenecen a la Alta Silesia. He hablado con mis superiores y estamos de acuerdo en que lo mejor y más conveniente es que usted mismo se deshaga de ellos.

No respondí.

—¿Me ha entendido? —dijo la voz desde Varsovia.

—Sí, le he entendido —dije.

—Pues entonces todo está aclarado, ¿no es así?

—Así es —dije yo—. Pero me gustaría recibir esta orden por escrito —añadí. Escuché una risa cantarina al otro lado del teléfono. Podía ser la risa de mi hijo, pensé, una risa que evocaba tardes de campo, ríos azules llenos de truchas y olor a flores y pasto arrancado con las manos.

—No sea usted ingenuo —dijo la voz sin la más mínima arrogancia—, estas órdenes nunca se dan por escrito.

Esa noche no pude dormir. Comprendí que lo que me pedían era que eliminara a los judíos griegos por mi cuenta y riesgo. A la mañana siguiente, desde mi oficina, llamé al alcalde, al jefe de bomberos, al jefe de policía y al presidente de la Asociación de Veteranos de Guerra, y los cité en el casino del pueblo. El jefe de bomberos me dijo que no podía ir porque tenía una yegua a punto de parir, pero le dije que no se trataba de una partida de dados sino de algo mucho más urgente.

Quiso saber de qué iba el asunto. Lo sabrás cuando nos veamos, le dije.

Cuando llegué al casino todos estaban allí, alrededor de una mesa, escuchando los chistes de un viejo camarero. Sobre la mesa había pan caliente recién salido del horno y mantequilla y mermelada. Al verme, el camarero se calló. Era un hombre viejo, de corta estatura y extremadamente delgado. Tomé asiento en una silla vacía y le dije que me sirviera una taza de café. Cuando lo hubo hecho le pedí que se marchara. Después, en pocas palabras, les expliqué a los demás la situación en que nos encontrábamos.

El jefe de bomberos dijo que había que llamar de inmediato a las autoridades de algún campo de prisioneros donde aceptaran a los judíos. Dije que ya había hablado con un tipo de Chelmno, pero él me interrumpió y dijo que debíamos ponernos en contacto con un campo de Alta Silesia. La discusión se fue por esos derroteros. Todos tenían amigos que conocían a alguien que a su vez era amigo de, etcétera. Los dejé hablar, tomé mi café tranquilamente, partí un pan por la mitad y lo unté con mantequilla y me lo comí. Después le puse mermelada a la otra mitad y me la comí. El café era bueno. No era como el café de antes de la guerra, pero era bueno. Cuando terminé les dije que todas las posibilidades habían sido tenidas en cuenta y que la orden de deshacerse de los judíos griegos era tajante. El problema es cómo, les dije. ¿Se les ocurre a ustedes alguna manera?

Mis comensales se miraron los unos a los otros y nadie dijo una palabra. Más que nada para romper el incómodo silencio le pregunté al alcalde qué tal seguía de su resfriado. No creo que sobreviva a este invierno, dijo. Todos nos reímos, pensando que el alcalde bromeaba, pero en realidad lo había dicho en serio. Después estuvimos hablando sobre cosas del campo, unos problemas de lindes que tenían dos granjeros a causa de un riachuelo que, sin que nadie pudiera dar una explicación convincente acerca del fenómeno, de la noche a la mañana había cambiado de cauce, unos diez metros inexplicables y caprichosos, que incidían en los títulos de propiedad de dos granjas vecinas cuya frontera la marcaba el dichoso riachuelo. También fui preguntado por la investigación sobre el cargamento de patatas desaparecidas. Le quité importancia al asunto. Ya aparecerán, dije.

A media mañana volví a mi oficina y los niños polacos ya estaban borrachos y jugando al fútbol.

Dejé pasar dos días más sin tomar ninguna determinación. No se me murió ningún judío y uno de mis secretarios organizó con éstos tres brigadas de jardinería, además de las cinco brigadas de barrenderos. Cada brigada estaba compuesta por diez judíos y, aparte de adecentar las plazas del pueblo, se dedicaron a desbrozar algunos terrenos aledaños a la carretera, terrenos que los polacos jamás habían cultivado y que nosotros, por falta de tiempo y mano de obra, tampoco. Poco más hice, que yo recuerde.

Una enorme sensación de aburrimiento se fue apoderando de mí. Por las noches, al llegar a casa, cenaba solo en la cocina, helado de frío, con la vista fija en algún punto impreciso de las paredes blancas. Ya ni siquiera pensaba en mi hijo muerto en Kursk, ni ponía la radio para escuchar las noticias o para oír música ligera. Por las mañanas jugaba a los dados en el bar de la estación y oía, sin comprenderlos del todo, los chistes procaces de los campesinos que se reunían allí para matar el tiempo. Así pasaron dos días de inactividad que fueron como un sueño y que decidí prolongar otros dos días más.

El trabajo, sin embargo, se acumulaba y una mañana comprendí que ya no podía seguir sustrayéndome de los problemas. Llamé a mis secretarios. Llamé al jefe de policía. Le pregunté de cuántos hombres armados podía disponer para solucionar el problema. Me dijo que eso dependía, pero que llegado el momento podía disponer de ocho.

—¿Y qué hacemos luego con ellos? —dijo uno de mis secretarios.

—Eso lo vamos a solucionar ahora mismo —dije yo.

Le ordené al jefe de policía que se marchara pero que procurara mantenerse en contacto permanente con mi oficina. Después, seguido por mis secretarios, alcancé la calle y todos nos metimos en mi coche. El chofer nos condujo hacia las afueras del pueblo. Durante una hora estuvimos dando vueltas por carreteras comarcales y antiguos senderos de carromatos. En algunas partes aún había algo de nieve. Me detuve en un par de granjas que me parecieron idóneas y hablé con los granjeros, pero todos inventaban excusas y ponían objeciones.

He sido demasiado bueno con esta gente, me decía mentalmente a mí mismo, ya va siendo hora de mostrarme duro. La dureza, sin embargo, va reñida con mi carácter. A unos quince kilómetros del pueblo había una hondonada que conocía uno de mis secretarios. La fuimos a ver. No estaba mal. Era un sitio apartado, lleno de pinos, de tierra oscura. La parte baja de la hondonada estaba cubierta de matojos de hojas carnosas. Según mi secretario, en primavera había gente que iba allí a cazar conejos. El sitio no estaba alejado de la carretera. Cuando volvimos a la ciudad ya había decidido lo que se tenía que hacer.

A la mañana siguiente fui personalmente a buscar al jefe de policía a su casa. En la acera, frente a mi oficina, se concentraron ocho policías, a los que se añadieron cuatro de mis hombres (uno de mis secretarios, mi chofer y dos administrativos) y dos granjeros voluntarios que estaban allí porque simplemente deseaban participar. Les dije que actuaran con eficiencia y que regresaran a mi oficina para informarme de lo acontecido. Aún no había salido el sol cuando se marcharon.

A las cinco de la tarde volvió el jefe de policía y mi secretario. Parecían cansados. Dijeron que todo había salido según lo planeado. Fueron a la antigua curtiduría y salieron del pueblo con dos brigadas de barrenderos. Caminaron quince kilómetros. Salieron de la carretera y se dirigieron con paso cansino a la hondonada. Y allí había sucedido lo que tenía que suceder. ¿Hubo caos? ¿Reinó el caos? ¿Imperó el caos?, les pregunté. Un poco, contestaron ambos con actitud mohína, y preferí no profundizar en ese asunto.

A la mañana siguiente se repitió la misma operación, sólo que con algunos cambios: en vez de dos voluntarios contamos con cinco, y tres policías fueron sustituidos por otros tres que no habían participado en las tareas del día anterior. Entre mis hombres también hubo cambios: envié al otro secretario y no mandé a ningún administrativo, aunque siguió en la comitiva el chofer.

A media tarde desaparecieron otras dos brigadas de barrenderos y por la noche envié al secretario que no había estado en la hondonada y al jefe de bomberos a organizar cuatro nuevas brigadas de barrenderos entre los judíos griegos. Antes de que anocheciera fui a dar una vuelta por la hondonada. Tuvimos un accidente o un cuasiaccidente y nos salimos de la carretera. Mi chofer, lo noté rápidamente, estaba más nervioso de lo usual. Le pregunté qué le ocurría. Puedes hablarme con franqueza, le dije.

—No lo sé, excelencia —respondió—. Me siento raro, debe ser por la falta de sueño.

—¿Es que no duermes? —le dije.

—Me cuesta, excelencia, me cuesta, sabe Dios que lo intento, pero me cuesta.

Le aseguré que no tenía nada de que preocuparse. Después volvió a meter el coche en la carretera y seguimos el viaje. Cuando llegamos cogí una linterna y me interné por aquel camino fantasmal. Los animales parecían haberse retirado de pronto del área que circundaba la hondonada. Pensé que a partir de ese momento aquél era el reino de los insectos. Mi chofer, un poco renuente, iba detrás de mí. Lo oí silbar y le dije que se callara. La hondonada a simple vista estaba igual que como la vi por primera vez.

—¿Y el agujero? —pregunté.

—Hacia allá —dijo el chofer indicando con un dedo uno de los extremos del terreno.

No quise realizar una inspección más minuciosa y volví a casa. Al día siguiente mi pelotón de voluntarios, con las variantes de rigor que yo, por cuestión de higiene mental, había impuesto, volvió al trabajo. Al final de la semana habían desaparecido ocho brigadas de barrenderos, lo que hacía un total de ochenta judíos griegos, pero tras el descanso dominical surgió un nuevo problema. Los hombres empezaron a resentir la dureza del trabajo. Los voluntarios de las granjas, que en algún momento alcanzaron la cifra de seis hombres, se redujeron a uno. Los policías del pueblo alegaron problemas nerviosos y cuando traté de arengarlos efectivamente me di cuenta de que el estado de sus nervios ya no daba para mucho más. La gente de mi oficina se mostró renuente a seguir siendo parte activa de las operaciones o cayeron de improviso enfermos. Mi propia salud, lo descubrí una mañana mientras me afeitaba, colgaba de un hilo.

Les pedí, no obstante, un último esfuerzo, y aquella mañana, con notable retraso, sacaron a otras dos brigadas de barrenderos rumbo a la hondonada. Mientras los esperaba me fue imposible trabajar. Lo intenté, pero no pude. A las seis de la tarde, cuando ya estaba oscuro, regresaron. Los oí cantar por las calles, los oí despedirse, comprendí que la mayoría estaban borrachos. No los culpé.

El jefe de policía, uno de mis secretarios y mi chofer subieron a la oficina donde los aguardaba envuelto en los más oscuros presagios. Recuerdo que se sentaron (el chofer permaneció de pie, junto a la puerta) y que no fue necesario que dijeran nada para que yo comprendiera cuánto y en qué medida los erosionaba la tarea encomendada. Habrá que hacer algo, dije.

Esa noche no dormí en casa. Di un paseo por el pueblo, en silencio, mientras mi chofer conducía fumando un cigarrillo que yo mismo le había obsequiado. En algún momento me quedé dormido en el asiento trasero de mi coche, envuelto en una manta, y soñé que mi hijo gritaba adelante, ¡adelante!, ¡siempre hacia adelante!

Me desperté entumecido. Eran las tres de la mañana cuando me presenté en la casa del alcalde. Al principio nadie me abrió y casi eché la puerta abajo a patadas. Luego oí unos pasitos vacilantes. Era el alcalde. ¿Quién es?, dijo con voz que yo figuré era la de una comadreja. Esa noche hablamos hasta que amaneció. El lunes siguiente, en vez de salir con las brigadas de barrenderos fuera del pueblo, los policías se dedicaron a esperar la aparición de los niños futbolistas. En total, me trajeron quince niños.

Hice que los introdujeran en la sala de actos de la alcaldía y hacia allá me dirigí acompañado de mis secretarios y de mi chofer. Cuando los vi, tan sumamente pálidos, tan sumamente flacos, tan sumamente necesitados de fútbol y de alcohol, sentí piedad por ellos. Más que niños parecían, allí, inmóviles, esqueletos de niños, esbozos abandonados, voluntad y huesos.

Les dije que habría vino para todos ellos y también pan y salchichas. No reaccionaron. Les repetí lo del vino y la comida y añadí que probablemente algo habría también para que pudieran llevar a sus familias. Interpreté su silencio como una respuesta afirmativa y los envié a la hondonada a bordo de un camión, acompañados por cinco policías y un cargamento de diez fusiles y una ametralladora que, según me habían informado, se encasquillaba a las primeras de cambio. Luego ordené que el resto de la policía, acompañada por cuatro campesinos armados a quienes obligué a participar so pena de denunciar sus estafas continuadas al Estado, trasladara a la hondonada a tres brigadas completas de barrenderos. También di órdenes de que aquel día no saliera de la antigua curtiduría ningún judío, bajo ningún pretexto.

A las dos de la tarde regresaron los policías que habían conducido a los judíos a la hondonada. Comieron todos en el bar de la estación y a las tres ya iban otra vez camino a la hondonada escoltando a otros treinta judíos. A las diez de la noche volvieron todos, los escoltas y los niños borrachos y los policías que a su vez habían escoltado e instruido en el manejo de armas a los niños.

Todo había ido bien, me contó uno de mis secretarios, los niños trabajaban a destajo, y los que querían mirar miraban y los que no querían mirar se apartaban y volvían cuando ya todo había terminado. Al día siguiente, hice correr la voz entre los judíos de que estaba trasladándolos a todos, en pequeños grupos debido a nuestra falta de medios, a un campo de trabajo habilitado para su estancia. Luego hablé con un grupo de madres polacas, a quienes no me costó mucho tranquilizar, y supervisé desde mi oficina dos nuevos envíos de judíos rumbo a la hondonada, cada grupo compuesto por veinte personas.

Pero los problemas resurgieron cuando volvió a nevar. Según uno de mis secretarios resultaba imposible cavar nuevas fosas en la hondonada. Le dije que eso me parecía imposible. Al final, el quid de la cuestión radicaba en la manera en que habían sido cavadas las fosas, horizontales y no verticales, a lo ancho de la hondonada y no en profundidad. Organicé un grupo y decidí remediar el asunto aquel mismo día. La nieve había borrado el más mínimo rastro de los judíos. Empezamos a cavar. Al cabo de poco rato, oí que un viejo granjero llamado Barz gritaba que allí había algo. Fui a verlo. Sí, allí había algo.

—¿Sigo cavando? —dijo Barz.

—No sea estúpido —le contesté—, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.

Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo. Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.

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