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La parte de los críticos

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La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era

D’Arsonval. El joven Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por

El jardín, de tema inglés,

La máscara de cuero, de tema polaco, así como

D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.

A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir, aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los años ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía de forma olímpica.

Escribió a la editorial de Hamburgo que había publicado

D’Arsonval y jamás recibió respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi aparecía en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera y allí, en una pequeña librería de Munich, en Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de menos de cien páginas titulado

El tesoro de Mitzi y el ya mencionado

El jardín, la novela inglesa.

La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo a la tarea de traducir

D’Arsonval. Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también pensó que podía presentar esa traducción, precedida por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.

Acabó la versión definitiva de la traducción en 1984 y una editorial parisina, tras algunas vacilantes y contradictorias lecturas, la aceptó y publicaron a Archimboldi, cuya novela, destinada

a priori a no superar la cifra de mil ejemplares vendidos, agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas, incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las puertas de una segunda y tercera y cuarta edición.

Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.

Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a Archimboldi y se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una

chambre de bonne, compartiendo el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y poco higiénico baño que nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla, algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos de su correspondiente título universitario, o bien se habían mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando o muriéndose lentamente de asco.

Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus diccionarios alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal de estudiante en la capital pero que obró en él como una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas de la emoción y de algo que a primera vista parecía autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no con palabras sino con imágenes dolientes, su período de aprendizaje juvenil, y que tras una larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: la primera, que la vida tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda, que una brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, su voluntad. La tarea no le pareció difícil.

Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era ya catedrático de alemán en París. Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir cuatro años antes que Pelletier, no sería sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán,

Bifurcaria bifurcata, que pasó por las librerías italianas con más pena que gloria.

La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien distinta que en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción de

La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el año 1969. Después de

La máscara de cuero en Italia se publicó

Ríos de Europa, en 1971,

Herencia, en 1973, y

La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había publicado, en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban las historias de guerra, titulada

Los bajos fondos de Berlín. De modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de ser guillotinados.

Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en el público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir

Bifurcaria bifurcata dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios archimboldianos, uno sobre el destino en

La perfección ferroviaria y otro sobre los múltiples disfraces de la conciencia y la culpa en

Letea, una novela de apariencia erótica, y en

Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, similar en cierto modo a

El tesoro de Mitzi, el libro que Pelletier encontró en una vieja librería muniquesa, y cuyo argumento se centraba en la vida de Albert Bitzius, pastor de Lützelflüh, en el cantón de Berna, y autor de sermones, además de escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf. Ambos ensayos fueron publicados y la elocuencia o el poder de seducción desplegado por Morini al presentar la figura de Archimboldi derribaron los obstáculos y en 1991 una segunda traducción de Piero Morini, esta vez de

Santo Tomás, vio la luz en Italia. Por aquella época Morini trabajaba dando clases de literatura alemana en la Universidad de Turín y ya los médicos le habían detectado una esclerosis múltiple y ya había sufrido un aparatoso y extraño accidente que lo había atado para siempre a una silla de ruedas.

Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos. Más joven que Morini y que Pelletier, Espinoza no estudió, al menos durante los dos primeros años de su carrera universitaria, filología alemana sino filología española, entre otras tristes razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. De la literatura alemana sólo conocía (y mal) a tres clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis años creyó que su destino estaba en la poesía y devoraba todos los libros de poesía a su alcance, Goethe, porque en el último año del instituto un profesor humorista le recomendó que leyera

Werther, en donde encontraría un alma gemela, y Schiller, del que había leído una obra de teatro. Después frecuentaría la obra de un autor moderno, Jünger, más que nada por simbiosis, pues los escritores madrileños a los que admiraba y, en el fondo, odiaba con toda su alma hablaban de Jünger sin parar. Así que se puede decir que Espinoza sólo conocía a un autor alemán y ese autor era Jünger. Al principio, la obra de éste le pareció magnífica, y como gran parte de sus libros estaban traducidos al español, Espinoza no tuvo problemas en encontrarlos y leerlos todos. A él le hubiera gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba, por otra parte, no sólo eran devotos de Jünger sino que algunos de ellos también eran sus traductores, algo que a Espinoza le traía sin cuidado, pues el brillo que él codiciaba no era el del traductor sino el del escritor.

El paso de los meses y de los años, que suele ser callado y cruel, le trajo algunas desgracias que hicieron variar sus opiniones. No tardó, por ejemplo, en descubrir que el grupo de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído sino que, como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las estaciones, y en otoño, efectivamente, eran jungerianos, pero en invierno se transformaban abruptamente en barojianos, y en primavera en orteguianos, y en verano incluso abandonaban el bar donde se reunían para salir a la calle a entonar versos bucólicos en honor de Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el fondo era un patriota, hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de haber habido un espíritu más jovial, más carnavalesco en tales manifestaciones, pero que en modo alguno podía tomarse tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios.

Más grave fue descubrir la opinión que sus propios ensayos narrativos suscitaban en el grupo, una opinión tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en vela, por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no le estaba pidiendo entre líneas que se fuera, que dejara de molestarlos, que no volviera más.

Y aún más grave fue cuando Jünger en persona apareció por Madrid y el grupo de los jungerianos le organizó una visita a El Escorial, extraño capricho del maestro, visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse a la expedición, en el rol que fuera, este honor le fue denegado, como si los jungerianos simuladores no le consideraran con méritos suficientes como para formar parte de la guardia de corps del alemán o como si temieran que él, Espinoza, pudiera dejarlos mal parados con alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la explicación oficial que se le dio (puede que dictada por un impulso piadoso) fue que él no sabía alemán y todos los que se iban de

picnic con Jünger sí lo sabían.

Ahí se acabó la historia de Espinoza con los jungerianos. Y ahí empezó la soledad y la lluvia (o el temporal) de propósitos a menudo contradictorios o imposibles de realizar. No fueron noches cómodas ni mucho menos placenteras, pero Espinoza descubrió dos cosas que lo ayudaron mucho en los primeros días: jamás sería un narrador y, a su manera, era un joven valiente.

También descubrió que era un joven rencoroso y que estaba lleno de resentimiento, que supuraba resentimiento, y que no le hubiera costado nada matar a alguien, a quien fuera, con tal de aliviar la soledad y la lluvia y el frío de Madrid, pero este descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y centrarse en su aceptación de que jamás sería un escritor y sacarle todo el partido del mundo a su recién exhumado valor.

Siguió, pues, en la universidad, estudiando filología española, pero al mismo tiempo se matriculó en filología alemana. Dormía entre cuatro y cinco horas diarias y el resto del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la relación entre Werther y la música, que fue publicado en una revista literaria madrileña y en una revista universitaria de Gottingen. A los veinticinco años había terminado ambas carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi que una editorial barcelonesa publicaría un año después. Para entonces Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas sobre literatura alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más que pasable. También hablaba inglés y francés. Como Morini y Pelletier, tenía un buen trabajo y unos ingresos considerables y era respetado (hasta donde esto es posible) tanto por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a Archimboldi ni a ningún otro autor alemán.

Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los tres poseían una voluntad de hierro. En realidad, otra cosa más tenían en común, pero de esto hablaremos más tarde.

Liz Norton, por el contrario, no era lo que comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía en juego todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad. Cuando sufría el dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba se volvía contagiosa. Era incapaz de trazar con claridad una meta determinada y de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa meta. Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o deseada como para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión «lograr un fin», aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A «lograr un fin» anteponía la palabra «vivir» y en raras ocasiones la palabra «felicidad». Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que era una mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar que ir a la guerra.

Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no por ello se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con el conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como creían Morini, Espinoza y Pelletier.

Su descubrimiento de Archimboldi fue el menos traumático o poético de todos. Durante los tres meses que vivió en Berlín, en 1988, a la edad de veinte años, un amigo alemán le prestó una novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor alemán que se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el

von, indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar más extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí. Pero los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era

La ciega y le gustó, pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la obra de Benno von Archimboldi.

Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por correo un regalo de su amigo alemán. Se trataba, como es fácil adivinar, de otra novela de Archimboldi. La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college más libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que ya había leído en Berlín, el otro era

Bitzius. La lectura de este último sí que la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote.

Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues Liz Norton antes de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger su paraguas.

La primera vez que Pelletier, Morini, Espinoza y Norton se vieron fue en un congreso de literatura alemana contemporánea celebrado en Bremen, en 1994. Antes, Pelletier y Morini se habían conocido durante las jornadas de literatura alemana celebradas en Leipzig en 1989, cuando la DDR estaba agonizando, y luego volvieron a verse en el simposio de literatura alemana celebrado en Mannheim en diciembre de ese mismo año (y que fue un desastre, con malos hoteles, mala comida y pésima organización). En el encuentro de literatura alemana moderna, celebrado en Zurich en 1990, Pelletier y Morini coincidieron con Espinoza. Espinoza volvió a ver a Pelletier en el balance de literatura europea del siglo XX celebrado en Maastricht en 1991 (Pelletier llevaba una ponencia titulada «Heine y Archimboldi: caminos convergentes», Espinoza llevaba una ponencia titulada «Ernst Jünger y Benno von Archimboldi: caminos divergentes») y se podría decir, con poco riesgo de equivocación, que a partir de ese momento no sólo se leían mutuamente en las revistas especializadas sino que también se hicieron amigos o que creció entre ellos algo similar a una relación de amistad. En 1992, en la reunión de literatura alemana de Augsburg, volvieron a coincidir Pelletier, Espinoza y Morini. Los tres presentaban trabajos archimboldianos. Durante unos meses se había hablado de que el propio Benno von Archimboldi pensaba acudir a esta magna reunión que congregaría, además de a los germanistas de siempre, a un nutrido grupo de escritores y poetas alemanes, pero a la hora de la verdad, dos días antes de la reunión, se recibió un telegrama de la editorial hamburguesa de Archimboldi excusando la presencia de éste. Por lo demás, la reunión fue un fracaso. A juicio de Pelletier lo único interesante fue una conferencia pronunciada por un viejo profesor berlinés sobre la obra de Arno Schmidt (he ahí un nombre propio alemán terminado en vocal) y poca cosa más, juicio compartido por Espinoza y, en menor medida, por Morini.

El tiempo libre que les quedó, que fue mucho, lo dedicaron a pasear por los, en opinión de Pelletier, parvos lugares interesantes de Augsburg, ciudad que a Espinoza también le pareció parva, y que a Morini sólo le pareció un poco parva, pero parva al fin y al cabo, empujando, ora Espinoza, ora Pelletier, la silla de ruedas del italiano, cuya salud en aquella ocasión no era muy buena, sino más bien parva, por lo que sus dos compañeros y colegas estimaron que un poco de aire fresco no le iba a sentar mal, más bien todo lo contrario.

En el siguiente congreso de literatura alemana, celebrado en París en enero de 1992, sólo asistieron Pelletier y Espinoza. Morini, que también había sido invitado, se encontraba por aquellos días con la salud más quebrantada de lo habitual, por lo que su médico le desaconsejó, entre otras cosas, viajar, aunque el viaje fuera corto. El congreso no estuvo mal y pese a que Pelletier y Espinoza tenían la agenda completa encontraron un hueco para comer juntos en un restaurancito de la rue Galande, cerca de Saint-Julien-le-Pauvre, en donde, aparte de hablar de sus respectivos trabajos y aficiones, se dedicaron, durante los postres, a especular con la salud del melancólico italiano, una salud mala, una salud quebradiza, una salud infame que sin embargo no le había impedido empezar un libro sobre Archimboldi, un libro que, según explicó Pelletier que le había dicho el italiano en el otro lado del teléfono, no sabía si en serio o en broma, podía ser el gran libro archimboldiano, el pez guía que iba a nadar durante mucho tiempo al lado del gran tiburón negro que era la obra del alemán. Ambos, Pelletier y Espinoza, respetaban los estudios de Morini, pero las palabras de Pelletier (pronunciadas como en el interior de un viejo castillo o como en el interior de una mazmorra excavada bajo el foso de un viejo castillo) sonaron como una amenaza en el apacible restaurancito de la rue Galande y contribuyeron a poner punto final a una velada que se había iniciado bajo los auspicios de la cortesía y de los deseos satisfechos.

Nada de esto agrió la relación que Pelletier y Espinoza mantenían con Morini.

Se volvieron a encontrar los tres en la asamblea de literatura de lengua alemana celebrada en Bolonia, en 1993. Y también participaron los tres en el número 46 de la revista

Estudios Literarios, de Berlín, un monográfico dedicado a la obra de Archimboldi. No era la primera vez que colaboraban con la revista berlinesa. En el número 44 había aparecido un texto de Espinoza sobre la idea de Dios en la obra de Archimboldi y Unamuno. En el número 38 Morini publicó un artículo sobre el estado de la enseñanza de la literatura alemana en Italia. Y en el 37 Pelletier dio a la luz una perspectiva de los escritores alemanes del siglo XX más importantes en Francia y en Europa, texto que concitó, dicho sea de paso, más de una protesta e incluso algún exabrupto.

El número 46, sin embargo, es el que nos importa, pues allí no sólo quedaron patentes los dos grupos archimboldianos antagónicos, el de Pelletier, Morini y Espinoza contra el de Schwarz, Borchmeyer y Pohl, sino también porque en ese número apareció publicado un texto de Liz Norton, brillantísimo según Pelletier, bien argumentado según Espinoza, interesante según Morini, y que además (y sin que nadie se lo pidiera) se alineaba con las tesis del francés, del español y del italiano, a quienes citaba en varias ocasiones, demostrando que conocía perfectamente bien sus trabajos y monografías aparecidos en revistas especializadas o en editoriales minoritarias.

Pelletier pensó en escribirle una carta, pero al final no lo hizo. Espinoza llamó por teléfono a Pelletier y le preguntó si no sería conveniente ponerse en contacto con ella. Inseguros, quedaron en preguntárselo a Morini. Morini se abstuvo de decir nada. De Liz Norton lo único que sabían era que daba clases de literatura alemana en una universidad de Londres. Y que no era, como ellos, catedrática.

El congreso de literatura alemana de Bremen fue agitado. Sin que los estudiosos alemanes de Archimboldi se lo esperaran, Pelletier, secundado por Morini y Espinoza, pasó al ataque como Napoleón en Jena y no tardaron en desbandarse hacia las cafeterías y tabernas de Bremen las derrotadas banderas de Pohl, Schwarz y Borchmeyer. Los jóvenes profesores alemanes asistentes al acto, al principio perplejos, tomaron partido, aunque con todas las reservas del caso, por Pelletier y sus amigos. El público, gran parte del cual eran universitarios que habían viajado en tren o en furgonetas desde Gottingen, también optó por las encendidas y lapidarias interpretaciones de Pelletier, sin ningún tipo de reserva, entregado con entusiasmo a la visión dionisíaca, festiva, de exégesis de último carnaval (o penúltimo carnaval) defendida por Pelletier y Espinoza. Dos días después Schwarz y sus adláteres contraatacaron. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Heinrich Böll. Hablaron de responsabilidad. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Uwe Johnson. Hablaron de sufrimiento. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Günter Grass. Hablaron de compromiso cívico. Incluso Borchmeyer contrapuso a la figura de Archimboldi la de Friedrich Durrenmatt y habló de humor, lo que a Morini le pareció el colmo de la desvergüenza. Entonces apareció, providencial, Liz Norton y desbarató el contraataque como un Desaix, como un Lannes, una amazona rubia que hablaba un alemán correctísimo, tal vez demasiado de prisa, y que disertó acerca de Grimmelshausen y de Gryphius y de muchos otros, incluso de Theophrastus Bombastus von Hohenheim, a quien todo el mundo conoce mejor por el nombre de Paracelso.

Esa misma noche cenaron juntos en una estrecha y alargada taberna ubicada cerca del río, en una calle oscura flanqueada por viejos edificios hanseáticos, algunos de los cuales parecían oficinas abandonadas de la administración pública nazi, a la que arribaron bajando unas escaleras mojadas por la llovizna.

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