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La parte de los críticos

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Pelletier llamó a Espinoza por teléfono el domingo por la noche, justo después de que éste hubiera dejado a Norton en el aeropuerto. Fue directo al grano. Le dijo que sabía lo que Espinoza ya sabía. Espinoza le dijo que le agradecía la llamada y que, lo creyera o no, esa noche había pensado en llamarlo él y que no lo había hecho únicamente porque Pelletier se había adelantado. Pelletier le dijo que lo creía.

—¿Y qué hacemos ahora? —dijo Espinoza.

—Dejarlo todo en manos del tiempo —respondió Pelletier.

Después se pusieron a hablar —y se rieron bastante— de un congreso extrañísimo que se acababa de celebrar en Salónica y al que sólo había sido invitado Morini.

En Salónica Morini tuvo un amago de brote. Una mañana se despertó en la habitación de su hotel y no vio nada. Se había quedado ciego. Durante unos segundos tuvo pánico, pero al cabo de poco consiguió recuperar el control. Permaneció quieto, tirado en la cama, intentando volver a dormirse. Se puso a pensar en cosas agradables, probó con algunas escenas infantiles, con algunas películas, con rostros inmóviles, sin ningún resultado. Se incorporó en la cama y tanteó en busca de su silla de ruedas. La desplegó y con menos esfuerzos de los que preveía se sentó en ella. Después, muy lentamente, intentó orientarse hacia la única ventana del cuarto, una ventana que daba a un balcón desde el que se podía apreciar un cerro pelado, de color marrón amarillento, y un edificio de oficinas coronado por el anuncio comercial de una inmobiliaria que ofrecía chalets en una zona presumiblemente próxima a Salónica.

La urbanización (aún no construida) ostentaba el nombre de Residencias Apolo y la noche anterior Morini había estado observando el anuncio desde el balcón, con un vaso de

whisky en la mano, mientras se encendía y se apagaba. Cuando por fin llegó hasta la ventana y la pudo abrir, sintió que se mareaba y que no tardaría en desmayarse. Primero pensó en buscar la puerta y tal vez pedir auxilio o dejarse caer en medio del pasillo. Después decidió que lo mejor era volver a la cama. Una hora después la luz que entraba por la ventana abierta y su propio sudor lo despertaron. Telefoneó a la recepción y preguntó si había algún mensaje para él. Le dijeron que no. Se desnudó en la cama y volvió a la silla de ruedas, ya desplegada, que estaba junto a él. Tardó media hora en ducharse y vestirse con ropa limpia. Después cerró la ventana, sin mirar hacia afuera, y salió de la habitación camino del congreso.

Volvieron a juntarse los cuatro en las jornadas de estudio de la literatura alemana contemporánea celebradas en Salzburgo en 1996. Espinoza y Pelletier parecían muy felices. Norton, por el contrario, llegó a Salzburgo disfrazada de mujer de hielo, indiferente a las ofertas culturales y a la belleza de la ciudad. Morini apareció cargado de libros y papeles que tenía que revisar, como si la convocatoria salzburguesa lo hubiera pillado en uno de sus momentos álgidos de trabajo.

A los cuatro los alojaron en el mismo hotel, a Morini y a Norton en la tercera planta, en las habitaciones 305 y 311, respectivamente. A Espinoza en la quinta, en la habitación 509. Y a Pelletier en la sexta, en la habitación 602. El hotel estaba literalmente tomado por una orquesta alemana y por una coral rusa y en los pasillos y escaleras se oía constantemente una algazara musical, con sus altos y bajos, como si los músicos no pararan de tararear oberturas o como si una estática mental (y musical) se hubiera instalado en el hotel. Algo que a Espinoza y a Pelletier no molestaba en lo más mínimo y que Morini parecía no notar, pero que a Norton la hizo exclamar que Salzburgo era una ciudad de mierda por cosas como ésta, y por otras que prefería callar.

Por descontado, ni Pelletier ni Espinoza visitaron a Norton en su habitación ni una sola vez, al contrario, la habitación que Espinoza visitó, una vez, fue la de Pelletier, y la habitación que Pelletier visitó, dos veces, fue la de Espinoza, entusiasmados como niños ante la noticia que había corrido más que como reguero de pólvora, como una bomba atómica, por los pasillos y las reuniones en

petit comité de las jornadas, a saber, que Archimboldi aquel año era candidato al Nobel, algo que para los archimboldistas de todas partes era no sólo un motivo de inmensa alegría sino también un triunfo y una revancha. A tal grado que fue en Salzburgo, precisamente, en la cervecería El Toro Rojo, durante una noche llena de brindis, donde se firmó la paz entre los dos grupos principales de estudiosos archimboldianos, es decir entre la facción de Pelletier y Espinoza y la facción de Borchmeyer, Pohl y Schwarz, que a partir de entonces decidieron, respetando sus diferencias y sus métodos de interpretación, aunar esfuerzos y no volver a ponerse zancadillas, lo que expresado en términos prácticos quería decir que Pelletier ya no vetaría los ensayos de Schwarz en las revistas donde él tenía cierto ascendiente, y Schwarz ya no vetaría los trabajos de Pelletier en las publicaciones donde él, Schwarz, era considerado un dios.

Morini, que no compartía el entusiasmo de Pelletier y Espinoza, fue el primero en hacer notar que hasta ese momento Archimboldi no había recibido nunca, al menos que él supiera, un premio importante en Alemania, ni el de los libreros, ni el de los críticos, ni el de los lectores, ni el de los editores, suponiendo que este último premio existiera, por lo que cabía esperar, dentro de lo razonable, que, sabedores de que Archimboldi optaba al mayor premio de la literatura mundial, sus compatriotas, aunque sólo fuera para curarse en salud, le ofrecieran un premio nacional o un premio testimonial o un premio honorífico o por lo menos un programa de una hora en la televisión, algo que no sucedió y que llenó de indignación a los archimboldianos (esta vez unidos), quienes en lugar de deprimirse por el ninguneo al que seguían sometiendo a Archimboldi, redoblaron sus esfuerzos, endurecidos por la frustración y acicateados por la injusticia con que un Estado civilizado trataba no sólo, en su opinión, al mejor escritor alemán vivo sino también al mejor escritor europeo vivo, lo que produjo un alud de trabajos sobre la obra de Archimboldi e incluso sobre la persona de Archimboldi (de quien tan poco se sabía, por no decir que no se sabía nada), que a su vez produjo un número mayor de lectores, la mayoría hechizados no por la obra del alemán sino por la vida o la no-vida de tan singular escritor, lo que a su vez se tradujo en un movimiento boca a boca que hizo crecer considerablemente las ventas en Alemania (fenómeno al que no fue extraña la presencia de Dieter Hellfeld, la última adquisición del grupo de Schwarz, Borchmeyer y Pohl), lo que a su vez dio un nuevo empujón a las traducciones y a la reedición de las antiguas traducciones, lo que no hizo de Archimboldi un

bestseller pero sí que lo aupó, durante dos semanas, al noveno lugar entre las diez obras de ficción más vendidas de Italia, y al duodécimo lugar, por igual espacio de dos semanas, entre las veinte obras de ficción más vendidas de Francia, y aunque en España no estuvo jamás en estas listas, hubo una editorial que compró los derechos de las pocas novelas que todavía tenían otras editoriales españolas y los derechos de todos sus libros no traducidos al español, y que inauguró de esta manera una especie de Biblioteca Archimboldi, que no fue un mal negocio.

En las islas Británicas, todo hay que decirlo, Archimboldi siguió siendo un autor de carácter marcadamente minoritario.

Por aquellos días de fervor, Pelletier encontró un texto escrito por el suavo al que tuvieron el placer de conocer en Amsterdam. En el texto el suavo reproducía básicamente lo que ya les había contado de la visita de Archimboldi al pueblo frisón y de la posterior cena con la señora viajera en Buenos Aires. El texto había sido publicado en el

Diario de la Mañana de Reutlingen y contenía una variante: en éste el suavo reproducía un diálogo en clave de humor sardónico entre la señora y Archimboldi. Comenzaba ella preguntándole de dónde era. Archimboldi respondía que era prusiano. La señora le preguntaba si su nombre era de la nobleza rural prusiana. Archimboldi le respondía que era muy probable. La señora murmuraba entonces el nombre de Benno von Archimboldi, como si mordiera una moneda de oro para saber si era de oro. Acto seguido decía que no le sonaba y mencionaba de pasada otros nombres, por si Archimboldi los conocía. Éste decía que no, que de Prusia sólo había conocido los bosques.

—Sin embargo su nombre es de origen italiano —decía la señora.

—Francés —respondía Archimboldi—, de hugonotes.

La señora, ante esta respuesta, se reía. Antaño había sido muy hermosa, decía el suavo. Incluso entonces, en la penumbra de la taberna, parecía hermosa, aunque cuando se reía se le movía la dentadura postiza que tenía que volver a ajustar con una mano. Esta operación, no obstante, ejecutada por ella no carecía de elegancia. La señora se comportaba con los pescadores y con los campesinos con una naturalidad que sólo provocaba respeto y cariño. Hacía mucho tiempo que había enviudado. A veces salía a pasear a caballo por las dunas. Otras veces se perdía por los caminos vecinales azotados por el viento del Mar del Norte.

Cuando Pelletier comentó el artículo del suavo con sus tres amigos, una mañana mientras desayunaban en el hotel antes de salir a las calles de Salzburgo, la diferencia de opiniones e interpretaciones fue notable.

Según Espinoza y el mismo Pelletier el suavo probablemente había sido amante de la señora en la época en que Archimboldi fue a dar su lectura. Según Norton el suavo tenía una versión diferente del suceso dependiendo de su estado de ánimo y del tipo de auditorio y cabía en lo posible que ya ni siquiera él mismo recordara lo que verdaderamente se dijo y ocurrió en aquella memorable ocasión. Según Morini, el suavo era, de forma espantosa, el doble de Archimboldi, su hermano gemelo, la imagen que el tiempo y el azar va transformando en el negativo de una foto revelada, de una foto que paulatinamente se va haciendo más grande, más potente, de un peso asfixiante, sin por ello perder las ataduras con su negativo (que sufre un proceso a la inversa), pero que esencialmente es igual a la foto revelada: ambos jóvenes en los años del terror y la barbarie hitlerianos, ambos veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos escritores, ambos ciudadanos de un país en bancarrota, ambos dos pobres diablos a la deriva en el momento en que se encuentran y (a su manera espantosa) se reconocen, Archimboldi como escritor muerto de hambre, el suavo como «promotor cultural» de un pueblo en donde lo menos importante, sin duda, era la cultura.

¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suavo fuera en realidad Archimboldi? No fue Morini quien formuló esta pregunta sino Norton. Y la respuesta fue negativa, puesto que el suavo, de entrada, era de baja estatura y complexión delicada, algo que no se correspondía en lo más mínimo con las características físicas de Archimboldi. Mucho más verosímil resultaba la explicación de Pelletier y Espinoza. El suavo como amante de la señora feudal, pese a que ésta hubiera podido ser su abuela. El suavo yendo cada tarde a la casa de la señora que había viajado a Buenos Aires a llenarse la panza con embutidos fríos y galletitas y tazas de té. El suavo masajeando la espalda de la viuda del excapitán de caballería, mientras detrás de los vidrios de las ventanas se arremolinaba la lluvia, una lluvia frisona y triste que provocaba deseos de llorar y que aunque no hacía llorar al suavo sí lo empalidecía, lo empalidecía y lo arrastraba hasta la ventana más próxima en donde se quedaba mirando aquello que estaba más allá de las cortinas de lluvia enloquecida, hasta que la señora lo llamaba, perentoria, y el suavo daba la espalda a la ventana, sin saber por qué se había acercado a ella, sin saber qué era lo que esperaba encontrar, y que justo en ese momento, cuando ya no había nadie en la ventana y sólo parpadeaba una lamparilla de cristales coloreados en el fondo de la habitación, aparecía.

Así que en general los días en Salzburgo fueron agradables y aunque aquel año Archimboldi no obtuvo el Premio Nobel, la vida de nuestros cuatro amigos siguió deslizándose o fluyendo por el plácido río de los departamentos de alemán de las universidades europeas, no sin contabilizar algún que otro sobresalto que a la postre contribuía a añadirle una pizca de pimienta, una pizca de mostaza, un chorrito de vinagre a sus vidas aparentemente ordenadas, o que vistas desde el exterior así lo parecían, aunque cada uno, como todo hijo de vecino, arrastraba su cruz, una cruz curiosa, fantasmal y fosforescente en el caso de Norton, quien en más de una ocasión, y a veces bordeando el mal gusto, se refería a su exmarido como una amenaza latente dotándolo de vicios y defectos que parecían los propios de un monstruo, un monstruo violentísimo pero que nunca hacía acto de presencia, pura verbalización y nada de acción, aunque con su discurso Norton contribuía a corporeizar a ese ser que ni Espinoza ni Pelletier habían visto jamás, como si el ex de Norton sólo existiera en sus sueños, hasta que el francés, más agudo que el español, comprendió que esa perorata inconsciente, ese pliego de agravios interminable obedecía más que nada al deseo de castigo que se infligía Norton, avergonzada tal vez de haberse enamorado y casado con semejante imbécil. Por supuesto, Pelletier se equivocaba.

Por aquellos días Pelletier y Espinoza, preocupados por el estado actual de su común amante, mantuvieron dos largas conversaciones telefónicas.

La primera la hizo el francés y duró una hora y quince minutos. La segunda la realizó Espinoza, tres días después, y duró dos horas y quince minutos. Cuando ya llevaban hablando una hora y media Pelletier le dijo que colgara, que la llamada le iba a salir muy cara, y que él lo llamaría de inmediato, a lo que el español se opuso rotundamente.

La primera conversación telefónica, la que hizo Pelletier, empezó de manera difícil, aunque Espinoza esperaba esa llamada, como si a ambos les costara decirse lo que tarde o temprano iban a tener que decirse. Los veinte minutos iniciales tuvieron un tono trágico en donde la palabra destino se empleó diez veces y la palabra amistad veinticuatro. El nombre de Liz Norton se pronunció cincuenta veces, nueve de ellas en vano. La palabra París se dijo en siete ocasiones. Madrid, en ocho. La palabra amor se pronunció dos veces, una cada uno. La palabra horror se pronunció en seis ocasiones y la palabra felicidad en una (la empleó Espinoza). La palabra resolución se dijo en doce ocasiones. La palabra solipsismo en siete. La palabra eufemismo en diez. La palabra categoría, en singular y en plural, en nueve. La palabra estructuralismo en una (Pelletier). El término literatura norteamericana en tres. Las palabras cena y cenamos y desayuno y sándwich en diecinueve. La palabra ojos y manos y cabellera en catorce. Después la conversación se hizo más fluida. Pelletier le contó un chiste en alemán a Espinoza y éste se rió. Espinoza le contó un chiste en alemán a Pelletier y éste también se rió. De hecho, ambos se reían envueltos en las ondas o lo que fuera que unía sus voces y sus oídos a través de los campos oscuros y del viento y de las nieves pirenaicas y ríos y carreteras solitarias y los respectivos e interminables suburbios que rodeaban París y Madrid.

La segunda conversación, radicalmente más distendida que la primera, fue una conversación de amigos que intentan aclarar cualquier punto oscuro que se les hubiera pasado por alto, sin que por ello se convirtiera en una conversación de carácter técnico o logístico, al contrario, en aquella conversación salieron a relucir temas que sólo tocaban de forma tangencial a Norton, temas que nada tenían que ver con los vaivenes de la sentimentalidad, temas en los que era fácil entrar y de los que se salía sin la menor dificultad para retomar el tema principal, Liz Norton, a quien ambos reconocieron, ya casi al final de la segunda llamada, no como la erinia que había puesto fin a su amistad, mujer enlutada con las alas manchadas de sangre, ni como Hécate, que empezó cuidando a los niños como una

au pair y terminó aprendiendo hechicería y transformándose en animal, sino como el ángel que había fortalecido esa amistad, haciéndolos descubrir algo que sospechaban, que daban por sentado, pero de lo que no estaban del todo seguros, es decir, que eran seres civilizados, que eran seres capaces de experimentar sentimientos nobles, que no eran dos brutos sumidos por la rutina y el trabajo regular y sedentario en la abyección, todo lo contrario, Pelletier y Espinoza se descubrieron generosos aquella noche, y tan generosos se descubrieron que si llegan a estar juntos hubieran salido a celebrarlo, deslumbrados por el resplandor de su propia virtud, un resplandor que ciertamente no dura mucho (pues toda virtud, salvo en la brevedad del reconocimiento, carece de resplandor y vive en una caverna oscura rodeada de otros habitantes, algunos muy peligrosos), y que a falta de celebración y jolgorio remataron con una promesa tácita de amistad eterna y, tras colgar sus respectivos teléfonos, sellaron, cada cual en su piso atestado de libros, bebiendo con suprema lentitud un

whisky y mirando la noche detrás de sus ventanas, tal vez a la búsqueda, aunque sin saberlo, de aquello que el suavo había buscado al otro lado de la ventana de la viuda y no había encontrado.

Morini fue el último en enterarse, como no podía ser de otra manera, aunque en el caso de Morini las matemáticas sentimentales no siempre funcionaban.

Antes de que Norton se acostara por primera vez con Pelletier Morini ya había entrevisto esa posibilidad. No por la forma en que Pelletier se comportaba delante de Norton sino por el desasimiento de ésta, un desasimiento impreciso, que Baudelaire habría llamado spleen y que Nerval habría llamado melancolía, y que colocaba a la inglesa en una disposición excelente para comenzar una relación íntima con quien fuera.

Lo de Espinoza, por supuesto, no lo previó. Cuando Norton lo llamó por teléfono y le contó que estaba liada con ellos Morini se sorprendió (aunque no le hubiera sorprendido que Norton dijera que estaba liada con Pelletier y con un colega de la Universidad de Londres e incluso con un alumno), pero lo disimuló hábilmente. Después trató de pensar en otras cosas, pero no pudo.

Le preguntó a Norton si era feliz. Norton dijo que sí. Le contó que había recibido un e-mail de Borchmeyer con noticias frescas. Norton no pareció demasiado interesada. Le preguntó si sabía algo de su marido.

—Exmarido —dijo Norton.

No, no sabía nada, aunque la había llamado una antigua amiga para contarle que su ex estaba viviendo con otra antigua amiga. Le preguntó si había sido muy amiga. Norton no entendió la pregunta.

—¿Quién fue muy amiga?

—La que actualmente está viviendo con tu ex —dijo Morini.

—No vive con él, lo mantiene, que es diferente.

—Ah —dijo Morini, e intentó cambiar de tema pero no se le ocurrió nada.

Tal vez si le hablara de mi enfermedad, pensó con malevolencia. Pero eso nunca lo haría.

De los cuatro Morini fue el primero en leer, por aquellas mismas fechas, una noticia sobre los asesinatos de Sonora, aparecida en

Il Manifesto y firmada por una periodista italiana que había ido a México a escribir artículos sobre la guerrilla zapatista. La noticia le pareció horrible. En Italia también había asesinos en serie, pero rara vez superaban la cifra de diez víctimas, mientras que en Sonora las cifras sobrepasaban con largueza las cien.

Después pensó en la periodista de

Il Manifesto y le pareció curioso que hubiera ido a Chiapas, que queda en el extremo sur del país, y que hubiera terminado escribiendo sobre los sucesos de Sonora, que, si sus conocimientos geográficos no lo engañaban, quedaba en el norte, en el noroeste, en la frontera con los Estados Unidos. Se la imaginó viajando en autobús, una larga tirada desde México DF hasta la tierra desértica del norte. Se la imaginó cansada después de pasar una semana en los bosques de Chiapas. Se la imaginó hablando con el subcomandante Marcos. Se la imaginó en la capital de México. Allí alguien le contaría lo que estaba sucediendo en Sonora. Y ella, en vez de tomar el próximo avión a Italia, decidió coger un billete de autobús y embarcarse en un largo viaje hacia Sonora. Durante un instante Morini sintió el deseo irrefrenable de compartir el viaje con la periodista.

Me enamoraría de ella hasta la muerte, pensó. Una hora después ya había olvidado por completo el asunto.

Poco después le llegó un e-mail de Norton. Le pareció extraño que Norton le escribiera y no lo llamara por teléfono. A poco de leer la carta, sin embargo, comprendió que Norton necesitaba expresar de la manera más ajustada posible sus pensamientos y que por esa razón había preferido escribirle. En la carta le pedía perdón por lo que llamaba su egoísmo, un egoísmo que se materializaba en la autocontemplación de sus propias desgracias, reales o imaginarias. Después le decía que había resuelto, ¡por fin!, el contencioso que aún mantenía con su exmarido. Las nubes oscuras habían desaparecido de su vida. Ahora tenía deseos de ser feliz y de cantar (sic). También decía que probablemente hasta la semana anterior aún lo amaba y que ahora podía afirmar que esa parte de su historia quedaba definitivamente atrás. Con renovado entusiasmo vuelvo a centrarme en el trabajo y en aquellas cosas pequeñas, cotidianas, que hacen felices a los seres humanos, afirmaba Norton. Y también decía: quiero que seas tú, mi paciente Piero, el primero en saberlo.

Morini releyó la carta tres veces. Con desaliento pensó que Norton se equivocaba cuando afirmaba que su amor y su exmarido y todo lo que había vivido con él quedaba atrás. Nada queda atrás.

Pelletier y Espinoza, por el contrario, no recibieron ninguna confidencia en este sentido. Algo notó Pelletier que no notó Espinoza. Los desplazamientos Londres-París se hicieron más frecuentes que los desplazamientos París-Londres. Y una de cada dos veces Norton aparecía con un regalo, un libro de ensayos, un libro de arte, catálogos de exposiciones que él nunca vería, incluso una camisa o un pañuelo, eventos inéditos hasta entonces.

Por lo demás, todo siguió igual. Follaban, salían a cenar juntos, comentaban las últimas novedades en torno a Archimboldi, nunca hablaban de su futuro como pareja, cada vez que aparecía Espinoza en la conversación (y no era infrecuente el que no apareciera) el tono de ambos era estrictamente imparcial, de discreción y, sobre todo, de amistad. Algunas noches, incluso, se quedaban dormidos el uno en brazos del otro sin hacer el amor, algo que Pelletier estaba seguro de que no hacía con Espinoza. Y se equivocaba, pues la relación entre Norton y el español a menudo era una copia fiel de la que mantenía con el francés.

Diferían las comidas, mejores en París, difería el escenario y la escenografía, más modernos en París, y difería el idioma, pues con Espinoza hablaba mayormente en alemán y con Pelletier mayormente en inglés, pero en líneas generales eran más las semejanzas que las diferencias. Naturalmente, también con Espinoza había habido noches sin sexo.

Si su amiga más íntima (que no la tenía) le hubiera preguntado a Norton con cuál de sus dos amigos lo pasaba mejor en la cama, ésta no hubiera sabido qué responder.

A veces pensaba que Pelletier era un amante más cualificado. Otras veces pensaba que era Espinoza. Observado el asunto desde fuera, digamos desde un ámbito rigurosamente académico, se podría decir que Pelletier tenía más bibliografía que Espinoza, el cual solía confiar en estas lides más en el instinto que en el intelecto, y que tenía la desventaja de ser español, es decir de pertenecer a una cultura que muchas veces confundía el erotismo con la escatología y la pornografía con la coprofagia, equívoco que se hacía notar (por su ausencia) en la biblioteca mental de Espinoza, quien había leído por primera vez al marqués de Sade sólo para contrastar (y rebatir) un artículo de Pohl en donde éste veía conexiones entre

Justine y

La filosofía en el boudoir y una novela de la década del cincuenta de Archimboldi.

Pelletier, en cambio, había leído al divino marqués a los dieciséis años y a los dieciocho había hecho un

ménage à trois con dos compañeras de universidad y su afición adolescente por los cómics eróticos se había transformado en un adulto y razonable y mesurado coleccionismo de obras literarias licenciosas de los siglos XVII y XVIII. Hablando en términos figurados: Mnemósine, la diosa-montaña y la madre de las nueve musas, estaba más cerca del francés que del español. Hablando en plata: Pelletier podía aguantar seis horas follando (y sin correrse) gracias a su bibliografía mientras que Espinoza podía hacerlo (corriéndose dos veces, y a veces tres, y quedando medio muerto) gracias a su ánimo, gracias a su fuerza.

Y ya que hemos mencionado a los griegos no estaría de más decir que Espinoza y Pelletier se creían (y a su manera perversa eran) copias de Ulises, y que ambos consideraban a Morini como si el italiano fuera Euríloco, el fiel amigo del cual se cuentan en la

Odisea dos hazañas de diversa índole. La primera alude a su prudencia para no convertirse en cerdo, es decir alude a su consciencia solitaria e individualista, a su duda metódica, a su retranca de marinero viejo. La segunda, en cambio, narra una aventura profana y sacrílega, la de las vacas de Zeus u otro dios poderoso, que pacían tranquilamente en la isla del Sol, cosa que despertó el tremendo apetito de Euríloco, quien, con palabras inteligentes, tentó a sus compañeros para que las mataran y se diesen entre todos un festín, algo que enojó sobremanera a Zeus o al dios que fuera, quien maldijo a Euríloco por darse aires de ilustrado o de ateo o de prometeico, pues el dios en cuestión se sintió más molesto por la actitud, por la dialéctica del hambre de Euríloco que por el hecho en sí de comerse sus vacas, y por este acto, es decir, por este festín, el barco en el que iba Euríloco naufragó y murieron todos los marineros, que era lo que Pelletier y Espinoza creían que le pasaría a Morini, no de forma consciente, claro, sino en forma de certeza inconexa o intuición, en forma de pensamiento negro microscópico, o símbolo microscópico, que latía en una zona negra y microscópica del alma de los dos amigos.

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