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La parte de Archimboldi

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su dinero, que durante aquellos cuatro años se había ido, muy poquito a poco, acumulando. La respuesta de Archimboldi fue aún más escueta. Daba una dirección en el Cannaregio y se despedía con las palabras de rigor deseándole un buen año, pues se acercaba el final de diciembre, a Bubis y a su señora esposa.

Durante aquellos días, días muy fríos en toda Europa, Bubis leyó el manuscrito de

Herencia y pese a que el texto era caótico su impresión final fue de una gran satisfacción, pues Archimboldi respondía a todas las expectativas que en él tenía depositadas. ¿Qué expectativas eran éstas? Bubis no lo sabía, ni le importaba saberlo. Ciertamente no eran expectativas sobre su buen quehacer literario, algo que puede aprender a hacer cualquier escritorzuelo, ni sobre su capacidad de fabulación, de la que no tenía dudas desde que apareciera

La rosa ilimitada, ni sobre su capacidad de inyectar sangre nueva en la aterida lengua alemana, algo que, a juicio de Bubis, estaban haciendo dos poetas y tres o cuatro narradores, entre los que él contaba a Archimboldi. Pero no era eso. ¿Qué era, entonces? Bubis no lo sabía aunque lo presentía, y el no saberlo no le producía el más mínimo problema, entre otras cosas porque tal vez los problemas empezaban

al saberlo, y él era editor y los caminos de Dios de cierto sólo eran inextricables.

Puesto que la baronesa se encontraba por aquellos días en Italia, donde tenía un amante, Bubis le telefoneó y le pidió que fuera a visitar a Archimboldi.

De buena gana hubiera ido él personalmente, pero los años no pasaban en balde y Bubis ya no era capaz de viajar como lo había hecho durante tanto tiempo. Así pues, fue la baronesa la que apareció una mañana por Venecia acompañada por un ingeniero romano algo menor que ella, un tipo guapo y delgado y de piel bronceada al que en ocasiones la gente llamaba arquitecto y en ocasiones doctor, aunque sólo era ingeniero, ingeniero de caminos y lector apasionado de Moravia, cuya casa había visitado en compañía de la baronesa, para que ésta tuviera la oportunidad de conocer al novelista durante una velada que Moravia daba en su amplio departamento desde donde se contemplaba, al caer la noche llena de reflectores, las ruinas de un circo, o tal vez fuera un templo, túmulos funerarios y piedras iluminadas que la misma luz contribuía a confundir y a velar y que los invitados de Moravia contemplaban riéndose o al borde de las lágrimas desde la amplia terraza del novelista. Un novelista que no impresionó a la baronesa o que al menos no la impresionó tanto como esperaba su amante, para quien Moravia escribía con letras de oro, pero en quien la baronesa no dejaría de pensar durante los días siguientes, sobre todo después de haber recibido la carta de su marido y de viajar, acompañada por el ingeniero moraviano, a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli, de donde poco después, tras ducharse y cambiarse de ropa, pero sin desayunar, la baronesa saldría sola, con su hermosa cabellera despeinada y una premura inexplicable.

La dirección de Archimboldi estaba en la calle Turlona, en el Cannaregio, y la baronesa supuso, con buen sentido, que esa calle no podía quedar demasiado lejos de la estación de ferrocarriles o, si no fuera así, demasiado lejos de la iglesia de la Madonna del Orto, en la que había trabajado toda su vida el Tintoretto. Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar, y mientras tanto iba pensando en los ojos de Moravia, que eran atractivos, y en los ojos de Archimboldi, que de golpe descubrió que ya no recordaba, y también pensó en lo disímiles que eran ambas vidas, la de Moravia y la de Archimboldi, uno burgués y sensato y que marchaba con su tiempo y que no se privaba, sin embargo, de propiciar (pero no para él sino para sus espectadores) ciertas bromas delicadas e intemporales, el otro, sobre todo comparado con el primero, esencialmente un lumpen, un

bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia, como decía Bubis, alguien que no vería jamás las ruinas envueltas en estolas de luz que se apreciaban desde la terraza de Moravia ni oiría los discos de Moravia ni saldría de noche a pasear por Roma con sus amigos, poetas y cineastas, traductores y estudiantes, aristócratas y marxistas, como hacía Moravia con sus amigos, siempre una palabra amable, una observación inteligente, un comentario oportuno, mientras Archimboldi mantenía largos soliloquios con él mismo, pensó la baronesa al tiempo que recorría Lista de Spagna hasta el Campo San Geremia y luego atravesaba el puente Guglie y bajaba unos escalones hasta la Fondamenta Pescaria, ininteligibles soliloquios de niño de servicio o de soldado descalzo vagabundo en tierras rusas, un infierno poblado de súcubos, pensó la baronesa, y recordó entonces, sin que viniera a cuento, que a los pederastas, en el Berlín de su adolescencia, algunas personas, sobre todo las criadas que venían del campo, los llamaban súcubos, las criadas, las doncellas que abrían los ojos muy grandes y con falsa expresión de susto, las doncellitas que dejaban a la familia para ir a las enormes casas de los barrios de los ricos y que mantenían largos soliloquios que les permitían asegurar un día más su supervivencia.

¿Pero Archimboldi mantenía en realidad soliloquios con él mismo?, pensó la baronesa mientras se internaba por la calle del Ghetto Vecchio, ¿o monologaba en presencia de otra persona? ¿Y si era así, quién era esa otra persona? ¿Un muerto? ¿Un demonio alemán? ¿Un monstruo que él había descubierto cuando trabajaba en su casa solariega de Prusia? ¿Un monstruo que se encontraba en los sótanos de su casa cuando el niño Archimboldi iba a trabajar acompañado de su madre? ¿Un monstruo que se escondía en el bosque propiedad de los barones Von Zumpe? ¿El fantasma de los campos de turba? ¿El espíritu de los roqueríos a un lado de la accidentada carretera que unía las aldeas de pescadores?

Pura palabrería, pensó la baronesa, que nunca había creído en los fantasmas ni en ideologías, sólo en su cuerpo y en los cuerpos de otros, mientras atravesaba la plaza del Ghetto Nuovo y luego cruzaba el puente hasta la Fondamenta degli Ormesini, y giraba a la izquierda y llegaba a la calle Turlona, sólo casas viejas, edificios que se sostenían unos a otros como viejitos enfermos de Alzheimer, un batiburrillo de casas y pasillos laberínticos en donde se oían voces lejanas, voces preocupadas que preguntaban y respondían con gran dignidad, hasta llegar a la puerta de Archimboldi, en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio.

Abrió la puerta Archimboldi. Tenía el pelo largo y enmarañado y la barba le cubría todo el cuello. Iba vestido con un suéter de lana y unos pantalones anchos y con manchas de tierra, algo nada usual en Venecia, donde sólo hay agua y piedras. La reconoció de inmediato y al pasar la baronesa notó que las fosas nasales de su antiguo criado se dilataban, como si intentara olerla. La casa se componía de dos habitaciones pequeñas, separadas por un tabique de yeso, y un baño, también minúsculo, de construcción reciente. En la habitación que servía de comedor y cocina estaba la única ventana de la casa, que daba a un canal que desembocaba en el Rio della Sensa. El color de la casa era de un malva oscuro que, ya en la segunda habitación, en donde estaba la cama y la ropa de Archimboldi, se transmutaba en negro, un negro de provincias, pensó la baronesa.

¿Qué hicieron durante aquel día y el día siguiente? Probablemente hablaron y follaron, más de lo último que de lo primero, lo cierto es que por la noche la baronesa no volvió al Danieli, ante la angustia de su ingeniero, que había leído novelas que hablaban de misteriosas desapariciones en Venecia, sobre todo de turistas del sexo débil, mujeres sojuzgadas carnalmente, mujeres sedadas por la libido de macrós venecianos, mujeres esclavas que convivían, pared con pared, con las esposas legítimas de sus esclavizadores, gordas bigotudas que hablaban en dialecto y que sólo salían de sus cuevas a comprar verduras y pescado, mujeres de Cromagnon casadas con hombres de Neanderthal y siervas educadas en Oxford o en internados de Suiza atadas a una pata de la cama en espera de la Sombra.

Pero lo cierto es que la baronesa no volvió aquella noche y el ingeniero se emborrachó discretamente en el bar del Danieli y no acudió a la policía, en parte por miedo a hacer el ridículo y en parte porque intuía que su amante alemana era de esos espíritus que siempre se salen con la suya, sin pedir ni preguntar nada. Y aquella noche no hubo Sombra alguna, aunque la baronesa hizo preguntas, no muchas, y se mostró dispuesta a contestar las que Archimboldi tuviera a bien hacerle.

Hablaron del trabajo de jardinero, que era cierto, y que se hacía o bien a cuenta del municipio de Venecia en los pocos pero bien conservados jardines públicos o bien a cuenta de particulares (o abogados) que poseían jardines interiores, algunos espléndidos, tras los muros de sus palacios. Luego volvieron a hacer el amor. Luego hablaron del frío que hacía y que Archimboldi conjuraba envolviéndose en mantas. Luego se besaron largamente y la baronesa no quiso preguntarle cuánto tiempo llevaba sin acostarse con una mujer. Luego hablaron de algunos escritores norteamericanos que Bubis publicaba y que visitaban Venecia con asiduidad, aunque Archimboldi no conocía ni había leído a ninguno. Y luego hablaron del desaparecido primo de la baronesa, el malaventurado Hugo Halder, y de la familia de Archimboldi, a quien éste, por fin, había encontrado.

Y cuando la baronesa se disponía a preguntarle dónde había encontrado a su familia y bajo qué circunstancias y cómo, Archimboldi se levantó de la cama y le dijo: escucha. Y la baronesa trató de escuchar, pero no oyó nada, sólo silencio, un silencio completo. Y entonces Archimboldi le dijo: de eso se trata, del silencio, ¿lo oyes? Y la baronesa estuvo a punto de decirle que el silencio no se podía oír, que sólo se oía el sonido, pero le pareció una pedantería y no dijo nada. Y Archimboldi, desnudo, se acercó a la ventana y la abrió y sacó medio cuerpo afuera, como si pretendiera arrojarse al canal, pero no era ésa su intención. Y cuando volvió a meter el torso le dijo a la baronesa que se acercara y mirara. Y la baronesa se levantó, desnuda como él, y se acercó a la ventana y vio cómo nevaba sobre Venecia.

La última visita que realizó Archimboldi a su editorial fue para revisar junto con la correctora las pruebas de imprenta de

Herencia y añadir alrededor de cien páginas al manuscrito original. Aquélla fue la última vez que vio a Bubis, el cual moriría unos años más tarde, no sin haber publicado antes otras cuatro novelas de Archimboldi, y también fue la última vez que vio a la baronesa, al menos en Hamburgo.

Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar

cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad,

cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente

Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el

Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:

—«¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo».

El duque de Monbazon, Chateaubriand.

—«La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria».

Dramas marítimos, Gaston Leroux.

—«Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia».

El diluvio, Sinkiewicz.

—«¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas».

Lourdes, Zola.

—«El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante».

Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.

—«Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo».

El día fatal, Rosny.

—«Con un ojo leía, con el otro escribía».

A orillas del Rhin, Auback.

—«El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia».

El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.

—«Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración».

La muerte, Argibachev.

—«Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida».

El honor, Octavio Feuillet.

—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega».

Beatriz, Balzac.

—«Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo».

La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.

—«Tenía la mano fría como la de una serpiente». Ponson du Terrail—. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.

De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:

—«El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban».

—«¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?».

—«En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos».

—«Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos».

—«Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria».

Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo

inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.

—Altamente sexual —dijo la baronesa.

—Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand —acotó la correctora.

—Bueno, la alusión a los caballos es clara —dictaminó el suizo.

—¡Pobre María! —terminó diciendo la jefa de prensa.

Después hablaron de Enrique, de

El día fatal, de Rosny, un texto cubista, según Bubis. O la expresión más ajustada del nerviosismo y del acto de leer, según la diseñadora gráfica, pues Enrique no sólo leía con las manos cruzadas sobre la espalda sino que también lo hacía paseándose por el jardín. Lo cual a veces era muy grato, según el suizo, que resultó ser el único de los presentes que en ocasiones leía caminando.

—También cabía la posibilidad —dijo la correctora— de que este Enrique hubiera inventado un artefacto que le permitiera leer sin sostener el libro con las manos.

—¿Pero de qué manera —preguntó la baronesa— pasaba las páginas?

—Muy simple —dijo el suizo—, con una pajita o varilla metálica que se maneja con la boca y que, por supuesto, forma parte del artefacto de lectura, el cual seguramente tiene la forma de una bandeja-mochila. También hay que tener en cuenta que Enrique, que es inventor, es decir, que pertenece a la categoría de los hombres objetivos, está leyendo la novela

de un amigo, lo cual entraña una enorme responsabilidad, pues ese amigo querrá saber si la novela le gustó o no, y si le gustó querrá saber si le gustó mucho o no, y si le gustó mucho querrá saber si Enrique considera su novela una obra maestra o no, y si Enrique admite que le parece una obra maestra querrá saber si ha escrito una obra cumbre de las letras francesas o no, y así hasta agotar la paciencia del pobre Enrique, quien seguramente tiene otras cosas mejores que hacer, además de colgarse ese aparatito ridículo sobre el pecho y pasear arriba y abajo por el jardín.

—La frase, de todas maneras —dijo la jefa de prensa—, nos indica que a Enrique

no le gusta lo que está leyendo. Está preocupado, teme que el libro de su amigo no remonte el vuelo, se resiste a admitir lo obvio: que su amigo ha escrito una porquería.

—¿Y eso cómo lo deduces? —quiso saber la correctora.

—Por la forma en que nos lo presenta Rosny. Las manos cruzadas a la espalda: preocupación, concentración. Lee de pie y sin dejar de caminar: resistencia ante un hecho consumado, nerviosismo.

—Pero el acto de haber usado la máquina de lectura —dijo la diseñadora gráfica— lo salva.

Después hablaron del texto de Daudet, el cual, según Bubis, no era un ejemplo de lapsus cálami sino del humor del escritor, y de

El favorito de la suerte, de Octavio Feuillet (Saint-Lô 1821-París 1890), autor de gran éxito en su época, enemigo de la novela realista y naturalista, cuyas obras han caído en el más

espantoso olvido, en el más

horroroso olvido, en el más

merecido olvido, y cuyo lapsus, «el cadáver esperaba, silencioso, la autopsia», de alguna manera prefigura el destino de sus propio libros, dijo el suizo.

—¿No tiene nada que ver ese Feuillet con la palabra francesa feuilleton? —preguntó la anciana Marianne Gottlieb—. Creo recordar que ese término indicaba tanto el suplemento literario del periódico en cuestión como la novela por entregas publicada en el mismo.

—Probablemente son la misma cosa —dijo enigmáticamente el suizo.

—La palabra folletín, ciertamente, viene del nombre de Feuillet, el delfín de las novelas por entregas —lanzó un farol Bubis, que no estaba del todo seguro.

—Aunque a mí la frase que me gusta más es la de Auback —opinó la correctora.

—Ése seguro que es alemán —dijo la secretaria.

—Sí, la frase es buena: «con un ojo leía, con el otro escribía» no desentonaría en una biografía de Goethe —dijo el suizo.

—Con Goethe no te metas —dijo la jefa de prensa.

—Ese Auback también podría ser francés —dijo la correctora, que había vivido una larga temporada en Francia.

—O suizo —dijo la baronesa.

—¿Y qué os parece «Tenía la mano fría como la de una serpiente»? —preguntó la administrativa.

—Prefiero el de Henri Zvedan: «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo» —dijo el suizo.

—Tiene cierta lógica —dijo la correctora—. Primero le cortan la cabeza. Quienes así actúan piensan que la víctima ha muerto, pero es urgente deshacerse del cadáver. Cavan una tumba, tiran el cuerpo dentro de ella, lo cubren de tierra. Pero la víctima no ha muerto. La víctima no ha sido guillotinada. Le han cortado la cabeza, en este caso puede significar que lo han o la han degollado. Supongamos que es un hombre. Lo intentan degollar. Sale mucha sangre. La víctima pierde el sentido. Sus agresores lo dan por muerto. Al cabo de un rato, la víctima despierta. La tierra ha parado la hemorragia. Está enterrado vivo. Ya está. Eso es todo —dijo la correctora—. ¿Tiene sentido?

—No, no tiene sentido —dijo la jefa de prensa.

—Es verdad, no tiene sentido —admitió la correctora.

—Algo de sentido sí que tiene, querida —dijo Marianne Gottlieb—, hay casos extraordinarios en la historia.

—Pero éste no tiene sentido —dijo la correctora—. No trate de darme ánimos, señora Marianne.

—Yo creo que algo de sentido sí que tiene —dijo Archimboldi, que no había parado de reírse—, aunque mi favorito no es ése.

—¿Cuál es tu favorito? —dijo Bubis.

—El de Balzac —dijo Archimboldi.

—Ah, ése es fantástico —dijo la correctora.

Y el suizo recitó:

—«Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega».

Después de

Herencia, el siguiente manuscrito que entregó a Bubis fue el de

Santo Tomás, la biografía apócrifa de un biógrafo cuyo biografiado es un gran escritor del régimen nazi, en donde algunos críticos quisieron ver retratado a Ernst Jünger, aunque evidentemente no se trataba de Jünger sino de un personaje de ficción, por llamarlo de alguna manera. En aquel tiempo aún vivía en Venecia, según le constaba a Bubis, y probablemente seguía trabajando de jardinero, aunque los anticipos y los cheques que cada cierto tiempo le enviaba su editor le hubieran permitido dedicarse exclusivamente a la literatura.

El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.

La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.

Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor. Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.

Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad: la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.

La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba

La ciega. Tal como cabía esperar, esta novela trataba sobre una ciega que no sabía que era ciega y sobre unos detectives videntes que no sabían que eran videntes. Desde las islas no tardaron en llegar a Hamburgo otros libros.

El Mar Negro, una pieza teatral o una novela escrita en parlamentos dramáticos, en la que el Mar Negro dialoga, una hora antes del amanecer, con el océano Atlántico.

Letea, su novela más explícitamente sexual, en la que traslada a la Alemania del Tercer Reich la historia de Letea, que se creía más bella que las diosas, y que finalmente fue transformada, junto con Óleno, su marido, en una estatua de piedra (esta novela fue tachada de pornográfica y tras ganar un juicio se convirtió en el primer libro de Archimboldi que agotó cinco ediciones).

El vendedor de lotería, la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York. Y

El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino, que empiezan en 1938, cuando el hijo tiene veinte años, y terminan, de forma por demás enigmática, en 1948.

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