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La parte de Amalfitano

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Para el tercer intento concertaron la cita por teléfono. Imma se hizo pasar por periodista de una revista de literatura de Barcelona y Lola por poeta. Esta vez pudieron verlo. Lola lo encontró más avejentado, con los ojos hundidos, con menos pelo que antes. Al principio las acompañó un médico o un cura y recorrieron con él los pasillos interminables, pintados de azul y blanco, hasta llegar a una habitación impersonal en donde el poeta las aguardaba. La impresión que tuvo Lola fue que la gente del manicomio se hallaba orgullosa de tenerlo como paciente. Todos lo conocían, todos le dirigían la palabra cuando el poeta se encaminaba a los jardines o a recibir su dosis diaria de calmantes. Cuando estuvieron solos le dijo que lo extrañaba, que durante un tiempo había vigilado diariamente la casa del filósofo en el Ensanche y que pese a su constancia no había podido volver a verlo. No es culpa mía, le dijo, yo hice todo lo posible. El poeta la miró a los ojos y le pidió un cigarrillo. Imma estaba de pie junto al banco donde ellos se sentaban y le extendió, sin decir una palabra, un cigarrillo. El poeta dijo gracias y luego dijo constancia. Lo fui, lo fui, lo fui, dijo Lola, de lado, sin dejar de mirarlo, aunque con el rabillo del ojo vio que Imma, después de haber encendido su mechero, sacaba de su bolso un libro y se ponía a leer, de pie, como una amazona diminuta e infinitamente paciente, y el mechero asomaba de una de las manos con que sostenía el libro. Después Lola se puso a hablar del viaje que ambas habían realizado. Mencionó carreteras nacionales y carreteras vecinales, problemas con camioneros machistas, ciudades y pueblos, bosques sin nombre en donde habían decidido dormir en la tienda de campaña, ríos y lavabos de gasolinera en donde se habían aseado. El poeta, mientras tanto, expulsaba el humo por la boca y por la nariz creando círculos perfectos, nimbos azulados, cúmulos grises que la brisa del parque deshacía o se llevaba hacia los lindes, allí donde se alzaba un bosque oscuro con ramas que la luz que caía de los cerros plateaba. Como para tomarse un respiro, Lola habló de las dos visitas anteriores, infructuosas pero interesantes. Y luego le dijo lo que de verdad quería decirle: que ella sabía que él no era homosexual, que ella sabía que él estaba preso y deseaba huir, que ella sabía que el amor maltratado, mutilado, dejaba siempre abierta una rendija a la esperanza, y que la esperanza era su plan (o al revés), y que su materialización, su objetivación consistía en fugarse del manicomio con ella y emprender el camino de Francia. ¿Y ésta qué?, preguntó el poeta que tomaba dieciséis pastillas diarias y escribía sobre sus visiones, señalando a Imma que impertérrita leía de pie uno de sus libros, como si sus enaguas y faldones fueran de cemento armado y le impidieran sentarse. Ella nos ayudará, dijo Lola. La verdad es que el plan ha sido ideado por ella. Cruzaremos a Francia por la montaña, como peregrinos. Iremos a San Juan de Luz y allí tomaremos el tren. El tren nos conducirá por la campiña, que en esta época del año es la más hermosa del mundo, hasta París. Viviremos en albergues. Ése es el plan de Imma. Trabajaremos ella y yo haciendo limpieza o cuidando niños en los distritos pudientes de París mientras tú escribes poesía. Por la noche nos leerás tus poemas y harás el amor conmigo. Ése es el plan de Imma, calculado en todos sus detalles. Al cabo de tres o cuatro meses me quedaré embarazada y ésa será la prueba más fehaciente de que tú no eres un final de raza. ¡Qué más quisieran las familias enemigas! Aún trabajaré algunos meses más, pero llegado el momento será Imma quien redoble el trabajo. Viviremos como profetas mendigos o como profetas niños mientras los ojos de París estarán enfocados en otros blancos, la moda, el cine, los juegos de azar, la literatura francesa y norteamericana, la gastronomía, el producto interior bruto, la exportación de armas, la manufacturación de lotes masivos de anestesia, todo aquello que al cabo sólo será la escenografía de los primeros meses de nuestro feto. Después, a los seis meses de embarazo, volveremos a España, pero esta vez no lo haremos por la frontera de Irún sino por La Jonquera o por Portbou, en tierras catalanas. El poeta la miró con interés (y también miró con interés a Imma, que no quitaba los ojos de sus poemas, poemas que había escrito hacía unos cinco años, según recordaba) y volvió a expeler el humo en las formas más caprichosas, como si durante su larga estancia en Mondragón se hubiera dedicado a perfeccionar tan singular arte. ¿Cómo lo haces?, preguntó Lola. Con la lengua y poniendo los labios de determinada manera, dijo. A veces, como si los tuvieras estriados. A veces, como si te los hubieras quemado tú mismo. A veces, como si estuvieras chupando una polla de tamaño mediano tirando a pequeño. A veces, como si dispararas una flecha zen con un arco zen en un pabellón zen. Ah, entiendo, dijo Lola. Tú, recita un poema, dijo el poeta. Imma lo miró y levantó un poco más el libro, como si pretendiera ocultarse detrás de él. ¿Qué poema? El que más te guste, dijo el poeta. Me gustan todos, dijo Imma. Pues venga, recita uno, dijo el poeta. Cuando Imma hubo acabado de leer un poema que hablaba del laberinto y de Ariadna perdida en el laberinto y de un joven español que vivía en una azotea de París, el poeta les preguntó si tenían chocolate. No, dijo Lola. Ahora no fumamos, corroboró Imma, todas nuestras energías están empeñadas en sacarte de aquí. El poeta sonrió. No me refería a esa clase de chocolate, dijo, sino al otro, al que se hace con cacao y leche y azúcar. Ah, entiendo, dijo Lola, y ambas tuvieron que admitir que tampoco portaban golosinas de esa clase. Recordaron que en sus bolsos, envueltos en servilletas y papel de aluminio, llevaban dos bocadillos de queso y se los ofrecieron, pero el poeta pareció no oírlas. Antes de que empezara a anochecer una bandada de grandes pájaros negros sobrevoló el parque para perderse después en dirección norte. Por el camino de grava, con la bata blanca remoloneando por la brisa vespertina, apareció un médico. Al llegar junto a ellos le preguntó al poeta, llamándolo por su nombre como si fueran amigos de la adolescencia, qué tal se sentía. El poeta lo miró con una expresión de vacío y, tuteándolo también, dijo que estaba un poco cansado. El médico, que se llamaba Gorka y no debía de tener más de treinta años, se sentó al lado y le puso una mano en la frente y después le tomó el pulso. Pero si estás de puta madre, hombre, dictaminó. ¿Y las señoritas, cómo se encuentran?, dijo después con una sonrisa optimista y saludable. Imma no contestó. Lola pensó en ese momento que Imma se estaba muriendo oculta detrás del libro. Muy bien, dijo, hacía tiempo que no nos veíamos y ha sido un encuentro maravilloso. ¿Así que ya os conocíais?, dijo el médico. Yo no, dijo Imma, y dio la vuelta a la página. Yo sí, dijo Lola, fuimos amigos hace unos años, en Barcelona, cuando él vivía en Barcelona. En realidad, dijo mientras levantaba la vista y contemplaba a los últimos pájaros negros, a los rezagados, emprender el vuelo justo cuando desde un conmutador oculto en el manicomio alguien encendía las luces del parque, fuimos algo más que amigos. Qué interesante, dijo Gorka siguiendo con la vista el vuelo de las aves que la hora y la luz artificial teñían de un fulgor dorado. ¿En qué año fue eso?, dijo el médico. En 1979 o 1978, ya no lo recuerdo, dijo Lola con un hilo de voz. No vaya a pensar que soy una persona indiscreta, dijo el médico, lo que pasa es que estoy escribiendo una biografía sobre nuestro amigo y mientras más datos reúna sobre su vida, pues mejor, miel sobre hojuelas, ¿no le parece? Algún día él saldrá de aquí, dijo Gorka alisándose las cejas, algún día el público de España tendrá que reconocerlo como uno de los grandes, no digo yo que le vayan a dar algún premio, qué va, el Príncipe de Asturias no lo va a tastar ni tampoco el Cervantes ni mucho menos va a apoltronarse en un sillón de la Academia, la carrera de las letras en España está hecha para los arribistas, los oportunistas y los lameculos, con perdón de la expresión. Pero algún día él saldrá de aquí. Eso es un hecho. Algún día yo también saldré de aquí. Y todos mis pacientes y los pacientes de mis colegas. Algún día todos, finalmente, saldremos de Mondragón y esta noble institución de origen eclesiástico y fines benéficos se quedará vacía. Entonces mi biografía tendrá algún interés y podré publicarla, pero mientras tanto, como ustedes comprenderán, lo que tengo que hacer es reunir datos, fechas, nombres, compulsar anécdotas, algunas de dudoso gusto e incluso hirientes, otras más bien de carácter pintoresco, historias que ahora giran en torno a un centro gravitacional caótico, que es nuestro amigo aquí presente, o lo que él nos quiere mostrar, su aparente orden, un orden de carácter verbal que esconde, con una estrategia que creo comprender pero cuyo fin ignoro, un desorden verbal que si lo experimentáramos, aunque sólo fuera como espectadores de una puesta en escena teatral, nos haría estremecernos hasta un grado difícilmente soportable. Es usted un sol, doctor, dijo Lola. Imma hizo rechinar los dientes. Entonces Lola se dispuso a contarle a Gorka su experiencia heterosexual con el poeta, pero su amiga lo impidió acercándose a ella y propinándole con la puntera del zapato un golpe en el tobillo. En ese momento, el poeta, que se había puesto a hacer otra vez volutas de humo en el aire, recordó la casa en el Ensanche de Barcelona y recordó al filósofo y aunque sus ojos no se iluminaron sí que se iluminó parte de su expresión ósea: las mandíbulas, la barbilla, las mejillas estragadas, como si se hubiera perdido por el Amazonas y tres frailes sevillanos lo rescataran, o un fraile monstruoso de triple molondra, fenómeno que tampoco lo amedrentaba. Así que dirigiéndose a Lola le preguntó por el filósofo, dijo su nombre, evocó su estancia en aquella casa, los meses que pasó en Barcelona sin trabajar, haciendo bromas pesadas, arrojando libros que él no había comprado por las ventanas (mientras el filósofo bajaba corriendo por las escaleras para recuperarlos, algo que no siempre ocurría), poniendo la música a todo volumen, durmiendo poco y riéndose mucho, empleado en trabajos ocasionales de traductor y reseñista de lujo, una estrella líquida de agua hirviendo. Y Lola entonces sintió miedo y se tapó la cara con las manos. E Imma, que por fin guardó el libro de poemas en el bolso, hizo lo mismo, se tapó la cara con sus manos pequeñas y nudosas. Y Gorka miró a las dos mujeres y luego miró al poeta e interiormente soltó una carcajada. Pero, antes de que la carcajada se apagara en su corazón tranquilo, Lola dijo que el filósofo hacía poco que había muerto de sida. Vaya, vaya, vaya, dijo el poeta. Ande yo caliente y ríase la gente, dijo el poeta. No por mucho madrugar amanece más temprano, dijo el poeta. Te quiero, dijo Lola. El poeta se levantó y le pidió a Imma otro cigarrillo. Para mañana, dijo. El médico y el poeta se alejaron por un camino hacia el manicomio. Lola e Imma se alejaron por otro hacia la salida, en donde encontraron a la hermana de otro loco y al hijo de un obrero loco y a una señora de aire compungido cuyo primo hermano se hallaba recluido en el manicomio de Mondragón.

Al día siguiente volvieron pero les dijeron que el paciente que requerían necesitaba reposo absoluto. Lo mismo sucedió en los días posteriores. Un día se les acabó el dinero e Imma decidió salir otra vez a la carretera, esta vez rumbo al sur, a Madrid, en donde tenía un hermano que había hecho una carrera provechosa durante la democracia y al que pensaba pedirle un préstamo. Lola no tenía fuerzas para viajar y ambas decidieron que esperara en la pensión, como si nada hubiera pasado, y que Imma volvería al cabo de una semana. En su soledad Lola mataba el tiempo escribiéndole a Amalfitano largas cartas en donde le contaba su vida cotidiana en San Sebastián y en los alrededores del manicomio adonde acudía diariamente. Asomada a las rejas imaginaba que se ponía en contacto telepático con el poeta. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscaba un claro en el bosque vecino y se dedicaba a leer o a recolectar florecillas y manojos de hierbas con los que hacía ramos que luego dejaba caer por entre los barrotes o que se llevaba a la pensión. En cierta ocasión uno de los choferes que la recogió en la carretera le preguntó si quería conocer el cementerio de Mondragón y ella aceptó el ofrecimiento. El coche lo estacionaron en la parte de afuera, bajo una acacia, y durante un rato pasearon por entre las tumbas, la mayoría de ellas con nombres vascos, hasta llegar al nicho en donde estaba enterrada la madre del chofer. Éste le dijo entonces que le gustaría follársela allí mismo. Lola se rió y tuvo la precaución de advertirle que desde allí se convertían en un blanco fácil para cualquier visitante que caminara por la calle principal del cementerio. El chofer reflexionó durante unos segundos y al cabo dijo: hostia, sí. Buscaron un lugar más apartado y el acto no duró más de quince minutos. El chofer se llamaba Larrazábal y aunque tenía un nombre propio no quiso decírselo. Sólo Larrazábal, como me llaman mis amigos, dijo. Después le contó a Lola que aquélla no era la primera vez que hacía el amor en el cementerio. Antes ya había estado con una novieta, con una tía a la que había conocido en una discoteca y con dos putas de San Sebastián. Cuando ya se iban quiso darle dinero, pero ella no lo aceptó. Durante mucho rato estuvieron hablando en el interior del coche. Larrazábal le preguntó si tenía un pariente internado en el manicomio y Lola le contó su historia. Larrazábal dijo que él jamás había leído un poema. Añadió que no entendía la obsesión de Lola por el poeta. Yo tampoco entiendo tu manía de follar en un cementerio, dijo Lola, y sin embargo no te juzgo por eso. Pues es verdad, admitió Larrazábal, todas las personas tienen sus manías. Antes de que Lola se bajara del coche, a las puertas del manicomio, Larrazábal deslizó subrepticiamente en su bolso un billete de cinco mil pesetas. Lola se dio cuenta pero no dijo nada y luego se quedó sola bajo la arboleda, enfrente del portón de hierro de la casa de los locos donde vivía el poeta que la ignoraba olímpicamente.

Al cabo de una semana Imma aún no había vuelto. Lola la imaginó pequeñita, de mirada impávida, un rostro de campesina culta o de profesora de secundaria asomada a un vasto campo prehistórico, una mujer de casi cincuenta años vestida de negro recorriendo sin mirar a los lados, sin mirar hacia atrás, un valle en el que aún era posible discernir las huellas de los grandes depredadores de las huellas de los escurridizos herbívoros. La imaginó detenida en un cruce de caminos mientras los camiones de transporte de gran tonelaje pasaban a su lado sin aminorar la velocidad, levantando polvaredas que a ella no la tocaban, como si su indecisión y su indefensión constituyeran un estado de gracia, un domo que la protegía de las inclemencias de la suerte, de la naturaleza y de sus semejantes. Al noveno día la dueña de la pensión la puso en la calle. A partir de ese momento durmió en la estación del ferrocarril, en un galpón abandonado en el que dormían algunos mendigos que se ignoraban mutuamente, en el campo abierto, junto a los lindes que separaban el manicomio del mundo exterior. Una noche fue en autoestop al cementerio y durmió en un nicho vacío. A la mañana siguiente se sintió feliz y afortunada y decidió esperar allí el regreso de Imma. Tenía agua para beber y para lavarse la cara y los dientes, estaba cerca del manicomio, era un recinto apacible. Una tarde, mientras ponía a secar una blusa, que acababa de lavar, sobre una losa blanca apoyada en el muro del cementerio, oyó voces que salían de un mausoleo y hacia allá encaminó sus pasos. El mausoleo pertenecía a una familia Lagasca y por el estado en que estaba era fácil deducir que el último de los Lagasca hacía tiempo que había muerto o abandonado aquellas tierras. En el interior de la cripta vio el haz de luz de una linterna y preguntó quiénes eran. Hostia tú, escuchó que decía una voz en el interior. Pensó que podía tratarse de ladrones o de trabajadores que estaban restaurando el mausoleo o de profanadores de tumbas, luego oyó una especie de maullido y cuando ya se iba vio asomar por la puerta enrejada de la cripta la cara cetrina de Larrazábal. Después salió una mujer, a la que Larrazábal ordenó que lo esperara junto a su coche, y durante un rato ambos estuvieron hablando y paseando tomados del brazo por las calles del cementerio hasta que el sol empezó a bajar hasta el borde esmerilado de los nichos.

La locura es contagiosa, pensó Amalfitano sentado en el suelo del porche de su casa mientras el cielo se cerraba de repente y ya no se podía ver la luna ni las estrellas ni las luces errantes que es fama que se observan, sin necesidad de catalejos ni telescopios, en aquella zona del norte de Sonora y el sur de Arizona.

La locura es contagiosa, en efecto, y los amigos, sobre todo cuando uno está solo, son providenciales. Estas mismas palabras fueron las que utilizó Lola, años atrás, para contarle a Amalfitano en una carta sin remitente su encuentro fortuito con Larrazábal, que concluyó con el vasco obligándola a aceptar como préstamo diez mil pesetas y la promesa de volver al día siguiente, antes de subirse al coche y de indicarle con un gesto a la puta que lo aguardaba impaciente que hiciera lo mismo. Esa noche Lola durmió en su nicho, aunque estuvo tentada de meterse en la cripta abierta, feliz porque las cosas empezaban a mejorar. Cuando amaneció se lavó todo el cuerpo usando un trapo mojado, se lavó los dientes, se peinó y se puso ropa limpia, y luego salió a la carretera para hacer autoestop en dirección a Mondragón. En el pueblo compró un trozo de queso de cabra y una barra de pan y desayunó en la plaza, con hambre, pues la verdad es que ya ni recordaba cuándo había comido por última vez. Después entró en un bar lleno de obreros de la construcción y se tomó un café con leche. Había olvidado la hora en que Larrazábal dijo que iría al cementerio y no le importaba, de la misma manera distante en que Larrazábal y el cementerio y el pueblo y el paisaje trémulo de esa hora de la mañana tampoco le importaban. Antes de salir del bar se metió en el cuarto de baño y se miró en el espejo. Volvió caminando hasta la carretera e hizo autoestop hasta que una mujer se detuvo al lado de ella y le preguntó adónde iba. Al manicomio, dijo Lola. Su respuesta molestó visiblemente a la mujer, que sin embargo le dijo que subiera. Ella también se dirigía hacia allí. ¿Va usted a visitar a alguien o está internada?, le preguntó. Voy de visita, respondió Lola. El rostro de la mujer era delgado, ligeramente alargado, de labios casi inexistentes que le daban un aire frío y calculador, aunque tenía los pómulos bonitos y vestía como una profesional que ya no es soltera, que se tiene que ocupar de una casa, de un marido y puede que incluso de un hijo. Yo tengo a mi padre allí, confesó. Lola no dijo nada. Al llegar a la puerta de acceso Lola se bajó del coche y la mujer siguió sola. Durante un rato vagabundeó por la frontera del manicomio. Escuchó ruido de caballos y supuso que en alguna parte, más allá del bosque, tenía que haber un club hípico o un picadero. En cierto momento distinguió los tejados rojos de una casa que no tenía nada que ver con el manicomio. Retrocedió sobre sus pasos. Volvió a aquella parte de la verja desde donde tenía la mejor panorámica del parque. Cuando el sol ascendía vio a un grupo de pacientes que salían de forma compacta de un pabellón de pizarra y luego se desperdigaban por los bancos del parque y empezaban a encender cigarrillos y a fumar. Creyó distinguir al poeta. Iba acompañado de dos internos y vestía un pantalón vaquero y una camiseta de color blanco y muy holgada. Le hizo señas con los brazos, al principio con timidez como si tuviera los brazos agarrotados por el frío, después de forma notoria, trazando dibujos extraños en el aire aún frío, procurando que sus señales adquirieran la perentoriedad de un rayo láser, intentando transmitirle frases telepáticas. Pasados cinco minutos se dio cuenta de que el poeta se levantaba de su banco y que uno de los locos le propinaba una patada en las piernas. Contuvo con esfuerzo las ganas que sintió de gritar. El poeta se giró y devolvió la patada. El loco, que se había vuelto a sentar, la recibió en el pecho y cayó fulminado como un pajarito. El que estaba fumando a su lado se levantó y persiguió al poeta durante unos diez metros, dándole patadas en el culo y puñetazos en la espalda. Luego volvió tranquilamente a su asiento, en donde el otro se reanimaba y se frotaba el pecho, el cuello y la cabeza, acto desde todo punto desmedido pues la patada la había recibido únicamente en el pecho. En ese momento Lola dejó de hacer señales. Uno de los locos del banco comenzó a masturbarse. El otro, el que se dolía exageradamente, hurgó en uno de sus bolsillos y sacó un cigarrillo. El poeta se acercó a ellos. Lola creyó oír su risa. Una risa irónica, como si les estuviera diciendo: chavales, no sabéis encajar una broma. Pero tal vez el poeta no se reía. Tal vez, decía Lola en su carta a Amalfitano, era mi locura la que se reía. En cualquier caso, fuera o no su locura, el poeta se acercó a donde estaban los otros dos y les dijo algo. Ninguno de los locos le respondió. Lola los vio: los locos miraban el suelo, la vida que latía a ras de tierra, entre las hierbas y bajo los terrones sueltos. Una vida ciega en donde todo era claro como el agua. El poeta, en cambio, presumiblemente miraba los rostros de sus compañeros de infortunio, primero a uno y luego al otro, buscando una señal que le indicara que podía volver a sentarse sin peligro en el banco. Cosa que finalmente hizo. Alzó una mano en señal de tregua o rendición y se sentó en medio de los otros dos. Alzó una mano como quien alza los jirones de una bandera. Movió los dedos, cada dedo, como si éstos fueran una bandera en llamas, la bandera de los que nunca se rinden. Y se sentó en medio y luego miró al que se estaba masturbando y le habló al oído. Esta vez Lola no lo oyó pero vio claramente cómo la mano izquierda del poeta se introducía en la oscuridad del albornoz del otro. Y luego los vio fumar a los tres. Y vio las volutas de artesanía que salían de la boca del poeta y de su nariz.

La siguiente y última carta que Amalfitano recibió de su mujer no tenía remitente pero llevaba sellos franceses. Lola contaba allí una conversación con Larrazábal. Hostia, tú, qué suerte tienes, decía Larrazábal, toda mi vida yo he querido vivir en un cementerio y tú, nada más llegar, ya te pones a vivir en uno. Un buen tipo, Larrazábal. Le ofreció su piso. Le ofreció llevarla cada mañana hasta el manicomio de Mondragón donde estudiaba entomología el más grande y el más iluso poeta de España. Le ofreció dinero sin pedirle nada a cambio. Una noche la invitó al cine. Otra noche la acompañó a la pensión, a preguntar si había noticias de Imma. Una madrugada de sábado, después de haber hecho el amor toda la noche, le propuso matrimonio y no se sintió ofendido ni ridículo cuando Lola le recordó que ella ya estaba casada. Un buen tipo, Larrazábal. Le compró una falda en un mercadillo callejero y le compró unos bluejeans de marca en una tienda del centro de San Sebastián. Le habló de su madre, a la que había querido con toda su alma, y de sus hermanos, por los que sentía desapego. Nada de esto conmovió a Lola, o sí la conmovió, pero no en el sentido que él esperaba. Para ella aquellos días fueron como un dilatado aterrizaje en paracaídas después de un largo vuelo espacial. Ya no iba a diario a Mondragón, sino una vez cada tres días, y se asomaba a la reja sin esperanza ninguna de ver al poeta sino, a lo sumo, alguna señal que de antemano sabía que no iba a comprender nunca o que comprendería pasados muchos años, cuando todo aquello careciera de importancia. A veces, sin avisarle por teléfono y sin dejarle una nota, no dormía en casa de Larrazábal y éste salía en su coche a buscarla al cementerio, al manicomio, a la antigua pensión donde ella había estado alojada, por los sitios donde se reunían los mendigos y los transeúntes de San Sebastián. Una vez la encontró en la sala de espera de la estación del ferrocarril. En otra ocasión la encontró sentada en un banco de La Concha, a una hora en la que sólo paseaban los que ya no tenían tiempo para nada y sus contrapartidas, los que habían dominado el tiempo. Por la mañana era Larrazábal quien preparaba el desayuno. Por la noche, al volver del trabajo, era él quien preparaba la cena. Durante el resto del día Lola sólo bebía agua, en grandes cantidades, y comía un trozo de pan o un bollo lo suficientemente pequeño como para caber en su bolsillo, que compraba en la panadería de la esquina antes de ponerse a vagabundear. Una noche, mientras se duchaban, le dijo a Larrazábal que pensaba marcharse y le pidió dinero para el tren. Te doy todo el dinero que tengo, le contestó, lo que no puedo hacer es darte dinero para que te vayas y ya no te vuelva a ver. Lola no insistió. De alguna manera, que no explicó a Amalfitano, consiguió el dinero justo para el pasaje y un mediodía cogió el tren de Francia. Estuvo un tiempo en Bayona. Se marchó a las Landas. Volvió a Bayona. Estuvo en Pau y en Lourdes. Una mañana vio un tren lleno de enfermos, paralíticos, adolescentes con parálisis cerebral, campesinos con cáncer de piel, burócratas castellanos con enfermedades terminales, ancianas de buenos modales vestidas como carmelitas descalzas, gente con erupciones en la piel, niños ciegos, y sin saber cómo se puso a ayudarlos, como si fuera una monja vestida con vaqueros puesta allí por la Iglesia para auxiliar y encauzar a los desesperados que poco a poco se subían a autobuses estacionados fuera de la estación de trenes o que hacían largas colas como si cada uno de ellos fuera una escama de una serpiente enorme y vieja y cruel, pero eminentemente sana. Después llegaron trenes italianos y trenes del norte de Francia y Lola se movía entre ellos como una sonámbula, sus grandes ojos azules incapaces de pestañear, caminando con lentitud, pues el cansancio acumulado empezaba a pesarle, y siéndole franqueado el paso a todas las dependencias de la estación, algunas convertidas en salas de primeros auxilios, otras convertidas en salas de reanimación, y otra, sólo una, la más discreta, convertida en improvisada morgue donde yacían los cadáveres de aquellos cuyas fuerzas habían sido inferiores al acelerado desgaste del viaje en tren. Por la noche se iba a dormir al edificio más moderno de Lourdes, un monstruo de acero y vidrio y funcionalidad que hundía su cabeza erizada de antenas entre las nubes blancas que descendían grandes y pesarosas del norte, o que avanzaban como un ejército desordenado, fiado sólo a la potencia de su masa, desde el oeste, o que se descolgaban desde los Pirineos como fantasmas de animales muertos. Allí solía dormir en los habitáculos de la basura, tras abrir una puertecilla enana a ras de suelo. Otras veces se quedaba en la estación, en el bar de la estación, cuando el caos de los trenes remitía, y dejaba que los ancianos lugareños la invitaran a un café con leche y le hablaran de cine y de agricultura. Una tarde creyó ver a Imma bajarse del tren de Madrid escoltada por una patrulla de lisiados. Tenía la misma estatura que Imma, vestía largas faldas negras como Imma, el rostro de dolorosa y de monja castellana era el mismo rostro de Imma. Se quedó quieta y esperó a que pasara junto a ella y no la saludó y cinco minutos después, a codazos, abandonó la estación de Lourdes y el pueblo de Lourdes y salió caminando hasta la carretera y sólo entonces se puso a hacer autoestop.

Amalfitano pasó cinco años sin saber nada de Lola. Una tarde, mientras estaba en un parque infantil con su hija, vio a una mujer que se apoyaba en la reja de madera que separaba el parque infantil del resto del parque. Le pareció que era Imma y siguió su mirada y con alivio se dio cuenta de que era otro niño quien concitaba su atención de loca. El niño llevaba pantalones cortos y era un poco mayor que su hija y tenía el pelo oscuro y muy lacio que a ratos le caía y ocultaba su rostro. Entre las rejas separadoras y los bancos que el ayuntamiento había puesto para que los padres se sentaran de cara a sus hijos se levantaba a duras penas un seto que acababa junto a un viejo roble, ya fuera de los límites del parque infantil. La mano de Imma, su manita sarmentosa y dura, curtida por el sol y los ríos helados, acariciaba la superficie recién podada del seto como quien acaricia el lomo de un perro. Junto a ella tenía una bolsa de plástico de grandes dimensiones. Amalfitano se acercó con pasos que quiso reposados y fueron erráticos. Su hija estaba en la cola del tobogán. De pronto, antes de que pudiera hablarle, Amalfitano vio que el niño, por fin, advertía la vigilante presencia de Imma y tras echar a un lado un mechón de pelo levantaba su brazo derecho y la saludaba repetidas veces. Imma, entonces, como si sólo hubiera estado esperando esta señal, levantaba silente su brazo izquierdo, lo saludaba, y echaba a andar hasta salir del parque por la puerta norte, que daba a una transitada avenida.

Cinco años después de su partida Amalfitano volvió a recibir noticias de Lola. La carta era breve y venía de París. En ella Lola le decía que trabajaba haciendo el aseo en grandes oficinas. Un trabajo nocturno que empezaba a las diez de la noche y que terminaba a las cuatro o cinco o seis de la mañana. París era una ciudad bonita a esa hora, como lo son todas las grandes ciudades cuando la gente duerme. Volvía a casa en metro. El metro, a esa hora, es la cosa más triste del mundo. Había tenido otro hijo, un varón, de nombre Benoît, con el que vivía. También había estado internada. No especificaba la enfermedad ni decía si aún estaba enferma. No hablaba de ningún hombre. No preguntaba por Rosa. Para ella es como si la niña no existiera, pensó Amalfitano, pero después se dio cuenta de que las cosas no necesariamente tenían que ser así. Lloró durante un rato con la carta entre las manos. Mientras se secaba los ojos se dio cuenta, sólo entonces, de que la carta estaba escrita a máquina. Supo, sin ningún género de dudas, de que Lola la había escrito en una de las oficinas que decía limpiar. Por un segundo pensó que todo era mentira, que Lola trabajaba de administrativa o de secretaria en alguna gran empresa. Después lo vio claro. Vio la aspiradora aparcada entre dos hileras de mesas, vio la máquina de encerar como un cruce de mastín y cerdo junto a una planta de interior, vio un enorme ventanal a través del cual parpadeaban las luces de París, vio a Lola con el guardapolvo de la compañía de limpieza, un gastado guardapolvo de color azul, sentada escribiendo la carta y tal vez fumando con suprema lentitud un cigarrillo, vio los dedos de Lola, las muñecas de Lola, los ojos inexpresivos de Lola, vio a otra Lola reflejada en el azogue del ventanal, flotando ingrávida sobre el cielo de París, como una fotografía que está trucada pero que no está trucada, flotando, flotando reflexiva sobre el cielo de París, cansada, enviando mensajes desde la zona más fría, gélida, de la pasión.

Dos años después de enviar esta última carta, siete años después de haber abandonado a Amalfitano y a su hija, Lola volvió a casa y no encontró a nadie. Durante tres semanas estuvo preguntando en las antiguas direcciones que recordaba por las señas de su marido. Unos no le abrían la puerta, porque no conseguían identificarla o porque ya la habían olvidado. Otros la atendían en el umbral, por desconfianza o porque Lola, simplemente, se había equivocado de dirección. Unos pocos la hicieron pasar y le ofrecieron una taza de café o té que Lola nunca aceptó pues parecía tener prisa por ver a su hija y a Amalfitano. Al principio la búsqueda fue descorazonadora e irreal. Hablaba con gente a la que ni ella misma recordaba. Por las noches dormía en una pensión cercana a las Ramblas, donde se apiñaban en habitaciones minúsculas los trabajadores extranjeros. Halló la ciudad cambiada pero le resultaba imposible decir en qué había cambiado. Por las tardes, después de caminar todo el día, se sentaba en las escalinatas de una iglesia a descansar y oía las conversaciones de quienes entraban y salían, mayoritariamente turistas. Leía libros en francés sobre Grecia y sobre brujería y vida sana. A veces se sentía como Electra, hija de Agamenón y Clitemestra, vagando de incógnito por Micenas, la asesina confundida con la plebe, con la masa, la asesina cuya mente nadie comprende, ni los especialistas del FBI ni la gente caritativa que dejaba caer en sus manos una moneda. Otras veces se veía como la madre de Medonte y Estrofio, una madre feliz que contempla desde una ventana los juegos de sus hijos mientras en el fondo el cielo azul se debate en los brazos blancos del Mediterráneo. Murmuraba: Pílades, Orestes, y en esos dos nombres se comprendían los rostros de muchos hombres, menos el de Amalfitano, el hombre al que ahora buscaba. Una noche encontró a un antiguo alumno de su marido, que excepcionalmente la reconoció, como si en sus tiempos de universitario hubiera estado enamorado de ella. El exestudiante se la llevó a su casa, le dijo que allí podía estar todo el tiempo que quisiera, le acondicionó la habitación de huéspedes para su uso único. La segunda noche, mientras cenaban juntos, el exestudiante la abrazó y ella dejó que la abrazara durante unos segundos, como si también lo necesitara, y luego le habló al oído y el exestudiante se separó y fue a sentarse en el suelo, en una esquina de la sala. Durante horas permanecieron así, ella sentada en la silla y él sentado en el suelo, que estaba recubierto de un

parquet muy curioso, amarillo oscuro, que más que

parquet parecía una alfombra de paja trenzada muy fina. Las velas que había sobre la mesa se apagaron y sólo entonces ella se fue a sentar a la sala, en la otra esquina. En la oscuridad creyó oír unos débiles gemidos. Le pareció que el joven lloraba y se durmió acunada por su llanto. Durante los días siguientes el exestudiante y ella redoblaron sus esfuerzos. Cuando por fin vio a Amalfitano no lo reconoció. Estaba más gordo que antes y había perdido pelo. Lo vio desde lejos y no dudó ni un segundo mientras se le acercaba. Amalfitano estaba sentado debajo de un alerce y fumaba con expresión ausente. Has cambiado mucho, le dijo ella. Amalfitano la reconoció de inmediato. Tú no, dijo. Gracias, dijo ella. Luego Amalfitano se levantó y se fueron.

Amalfitano, por aquella época, vivía en Sant Cugat y daba clases de filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, que le quedaba relativamente cerca. Rosa estudiaba primaria en una escuela pública del pueblo y se marchaba de casa a las ocho y media y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Lola vio a Rosa y le dijo que era su madre. Rosa pegó un grito y le dio un abrazo y casi de inmediato se separó y se fue a ocultar a su dormitorio. Esa noche, tras ducharse y hacer su cama en el sofá, Lola le dijo a Amalfitano que estaba muy enferma, que probablemente pronto moriría y que había querido ver a Rosa por última vez. Amalfitano se ofreció a acompañarla al hospital al día siguiente, a lo que Lola se negó diciendo que los médicos franceses siempre habían sido mejores que los españoles y sacando de su bolso unos papeles que certificaban, sin asomo de duda y en francés, que tenía sida. Al día siguiente, al volver de la universidad, Amalfitano encontró a Lola y Rosa paseando por las calles aledañas a la estación tomadas de la mano. No quiso molestarlas y las siguió a distancia. Cuando abrió la puerta de su casa las halló juntas viendo la tele. Más tarde, cuando Rosa ya dormía, le preguntó por su hijo Benoît. Durante un rato Lola permaneció en silencio y recordó con memoria fotográfica cada parte del cuerpo de su hijo, cada gesto, cada expresión de asombro o de susto, luego dijo que Benoît era un niño inteligente y sensible, y que su hijo había sido el primero en saber que ella se iba a morir. Amalfitano le preguntó quién se lo había dicho, aunque con resignación creía saber la respuesta. Lo supo sin ayuda de nadie, dijo Lola, simplemente mirando. Es terrible para un niño saber que su madre se va a morir, dijo Amalfitano. Más terrible es mentirle, a los niños no se les debe de mentir nunca, dijo Lola. Al quinto día de estar allí, cuando estaban a punto de acabársele los fármacos que había traído de Francia, Lola les dijo una mañana que tenía que marcharse. Benoît es pequeño y me necesita, dijo. No, en realidad no me necesita, pero no por eso deja de ser pequeño, dijo. No sé quién necesita a quién, dijo finalmente, pero lo cierto es que tengo que ir a ver cómo está. Amalfitano le dejó una nota en la mesa y un sobre con buena parte de sus ahorros. Cuando volvió del trabajo pensaba que Lola ya no estaría allí. Fue a buscar a Rosa al colegio y se fueron caminando a casa. Al llegar vieron a Lola sentada frente a la tele encendida pero con el sonido apagado, leyendo su libro sobre Grecia. Cenaron juntos. Rosa se acostó cerca de las doce de la noche. Amalfitano la llevó a su dormitorio, la desvistió y la metió bajo las mantas. Lola lo esperaba en la sala, con su maleta dispuesta para salir. Es mejor que te quedes esta noche, le dijo Amalfitano. Es demasiado tarde para irse. Ya no hay trenes a Barcelona, mintió. No me voy a ir en tren, dijo Lola. Haré autoestop. Amalfitano inclinó la cabeza y le dijo que podía marcharse cuando quisiera. Lola le dio un beso en la mejilla y se fue. Al día siguiente Amalfitano se levantó a las seis de la mañana y puso la radio para tener la certeza de que no había aparecido asesinada y violada ninguna autoestopista en las carreteras de esa zona. Todo tranquilo.

Esa imagen conjetural de Lola, sin embargo, lo acompañó durante muchos años, como un recuerdo que emerge con estrépito de los mares glaciares, aunque él realmente no había visto nada y por lo tanto no podía recordar nada, sólo la sombra de su exmujer en la calle que la luz de las farolas proyectaba sobre las fachadas vecinas, y después el sueño: Lola alejándose por una de las carreteras que salen de Sant Cugat, caminando a la orilla del camino, un camino apenas transitado por los coches que preferían ahorrar tiempo y se desviaban por la nueva autopista de peaje, una mujer encorvada por el peso de su maleta, sin miedo, caminando sin miedo por la orilla del camino.

La Universidad de Santa Teresa parecía un cementerio que de improviso se hubiera puesto vanamente a reflexionar. También parecía una discoteca vacía.

Una tarde Amalfitano salió al patio en mangas de camisa como un señor feudal sale a caballo a contemplar la magnitud de sus territorios. Antes había estado tirado en el suelo de su estudio abriendo cajas de libros con un cuchillo de cocina y entre éstos había encontrado uno muy extraño, que no recordaba haber comprado jamás y que tampoco recordaba que nadie le hubiera regalado. El libro en cuestión era el

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