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La parte de Fate

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El tipo joven de la mesa vecina dijo algo sobre la inspiración. Fate sólo entendió: usted ha sido una inspiración para nosotros. El tipo canoso dijo que aquello no tenía importancia. El tipo joven se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener una mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me refiero a una mirada natural, proveniente del reino natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro. Cuando usted atrapó a Jurevich, dijo el tipo joven, y entonces su voz quedó anulada por el ruido atronador de un motor diésel. Un camión de transporte de gran tonelaje aparcó en la explanada. La camarera le puso sobre la mesa un café y el bistec con salsa. El tipo joven seguía hablando de ese tal Jurevich al que el tipo canoso había atrapado.

—No fue difícil —dijo el tipo canoso.

—Un asesino desorganizado —dijo el tipo joven, y se llevó la mano a la boca como si fuera a estornudar.

—No —dijo el tipo canoso—, un asesino organizado.

—Ah, yo pensaba que era desorganizado —dijo el tipo joven.

—No, no, no, un asesino organizado —dijo el tipo canoso.

—¿Cuáles son los peores? —dijo el tipo joven.

Fate cortó un trozo de carne. Era gruesa y blanda y sabía bien. La salsa era gustosa, sobre todo después de que uno se acostumbraba al picante.

—Los desorganizados —dijo el tipo canoso—. Cuesta más establecer su patrón de conducta.

—¿Pero se consigue establecer? —dijo el tipo joven.

—Con medios y tiempo, todo se consigue —dijo el tipo canoso.

Fate levantó una mano y llamó a la camarera. La mexicana recostó su cabeza sobre el hombro de uno de los gemelos y el otro sonrió como si esa situación fuera la habitual. Fate pensó que ella estaba casada con el gemelo que la abrazaba, pero que el matrimonio no había hecho desaparecer el amor ni las esperanzas del otro hermano. El padre indio pidió la cuenta mientras el joven indio había sacado de alguna parte un cómic y lo leía. Por la explanada vio caminar al camionero que acababa de aparcar su camión. Venía de los lavabos de la gasolinera y se peinaba con un peine diminuto el pelo rubio. La camarera le preguntó qué quería. Otro café y un vaso grande de agua.

—Nos hemos acostumbrado a la muerte —oyó que decía el tipo joven.

—Siempre —dijo el tipo canoso—, siempre ha sido así.

En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles. Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el

Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible. Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo. ¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro.

El joven se tapó la cara con las manos.

—Éste no ha sido su primer viaje a México —dijo destapándose la cara y con una sonrisa que tenía algo de gatuna.

—No —dijo el tipo canoso—, estuve allí hace un tiempo, hace algunos años, e intenté ayudar, pero me fue imposible.

—¿Y por qué ha vuelto ahora?

—A echar una mirada, supongo —dijo el tipo canoso—. Estuve en casa de un amigo, un amigo que hice durante mi anterior estancia. Los mexicanos son muy hospitalarios.

—¿No fue un viaje oficial?

—No, no, no —dijo el tipo canoso.

—¿Y cuál es su opinión no oficial sobre lo que está pasando allí?

—Tengo varias opiniones, Edward, y me gustaría que ninguna fuera publicada sin mi consentimiento.

El tipo joven se tapó la cara con las manos y dijo:

—Profesor Kessler, soy una tumba.

—Bien —dijo el tipo canoso—. Compartiré contigo tres certezas. A: esa sociedad está fuera de la sociedad, todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el circo. B: los crímenes tienen firmas diferentes. C: esa ciudad parece pujante, parece progresar de alguna manera, pero lo mejor que podrían hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos.

Cuando empezó a caer un crepúsculo rojo y fulgurante y tanto los gemelos como los indios, así como sus vecinos de mesa, ya hacía rato que se habían marchado, Fate decidió levantar la mano y pedir la cuenta. Una chica morena y regordeta, que no era la camarera que le había servido, le trajo un papel y le preguntó si todo había sido de su agrado.

—Todo —dijo Fate mientras buscaba unos billetes en el interior del bolsillo.

Después volvió a contemplar la puesta de sol. Pensó en su madre, en la vecina de su madre, en la revista, en las calles de Nueva York con una tristeza y hastío indecibles. Abrió el libro del exprofesor de Sandhurst y leyó un párrafo al azar.

Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. Qué bonitos nombres, pensó. Índigo, azúcar, jengibre, algodón. Las flores rojizas del añil. La pasta azul oscura, con visos cobrizos. Una mujer pintada de índigo, lavándose en una ducha.

Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.

—Ya lo suponía —dijo la camarera—, ¿pero a qué lugar?

Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.

—A Santa Teresa —dijo Fate.

—No es un lugar muy agradable —dijo la camarera—, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.

Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.

—Soy periodista —dijo.

—Va a escribir acerca de los crímenes —dijo el cocinero.

—No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado —dijo Fate.

—¿Quién pelea? —dijo el cocinero.

—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.

—En otros tiempos fui aficionado —dijo el cocinero—. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.

Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.

—Yo también lo hago —dijo Fate—, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.

Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.

—No recuerdo el nombre —dijo Fate—, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.

—Es extraño —dijo el cocinero—, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.

—Puede que me haya equivocado y no sea mexicano —admitió Fate.

—Tal vez sea cubano o colombiano —dijo el cocinero—, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.

Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.

—¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? —preguntó.

—Depende —dijo el cocinero—. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.

—De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media —dijo la camarera.

El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.

—¿Ha conducido alguna vez por el desierto?

—No —dijo Fate.

—Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil —dijo el cocinero.

—En eso tienes razón —dijo la camarera—, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.

—Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada —dijo el cocinero.

—Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz —dijo Fate.

—Da lo mismo —dijo el cocinero—, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz —dijo el cocinero.

Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.

Condujo durante dos horas por carreteras oscuras, con la radio encendida, escuchando una emisora de Phoenix que transmitía

jazz. Pasó por lugares en donde había casas y restaurantes y jardines con flores blancas y coches mal estacionados, pero en los que no se veía ninguna luz, como si los habitantes hubieran muerto esa misma noche y en el aire todavía quedara un hálito de sangre. Distinguió siluetas de cerros recortadas por la luna y siluetas de nubes bajas que no se movían o que, en determinado momento, corrían hacia el oeste como impulsadas por un viento repentino, caprichoso, que levantaba polvaredas a las que los faros del coche, o las sombras que los faros producían, prestaban ropajes fabulosos, humanos, como si las polvaredas fueran mendigos o fantasmas que saltaban junto al camino.

Se perdió en dos ocasiones. En una estuvo tentado de volver hacia atrás, hacia el restaurante o hacia Tucson. En la otra llegó a un pueblo llamado Patagonia en donde el muchacho que atendía la gasolinera le indicó la manera más fácil de llegar a Santa Teresa. Al salir de Patagonia vio un caballo. Cuando los faros del coche lo iluminaron el caballo levantó la cabeza y lo miró. Fate detuvo el coche y esperó. El caballo era negro y al cabo de poco se movió y se perdió en la oscuridad. Pasó junto a una mesa, o eso creyó. La mesa era enorme, totalmente plana en la parte superior y de una punta a otra de la base debía de medir por lo menos cinco kilómetros. Junto a la carretera apareció un barranco. Se bajó, dejó las luces del coche encendidas y orinó largamente respirando el aire fresco de la noche. Después el camino descendió hasta una especie de valle que le pareció, a primera vista, gigantesco. En el extremo más alejado del valle creyó discernir una luminosidad. Pero podía ser cualquier cosa. Una caravana de camiones moviéndose con gran lentitud, las primeras luces de un pueblo. O tal vez sólo su deseo de salir de aquella oscuridad que de alguna manera le recordaba su niñez y adolescencia. Pensó que en algún momento, entre una y otra, había soñado con ese paisaje, no tan oscuro, no tan desértico, pero ciertamente similar. Iba en un autobús, con su madre y una hermana de su madre, y hacían un viaje corto, entre Nueva York y un pueblo cercano a Nueva York. Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo. En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.

La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora. Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de

jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.

En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.

El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.

—No —dijo Fate—, vengo a cubrir el combate del sábado.

—¿Quién pelea? —dijo el policía de fronteras.

—Count Pickett, el semipesado de Nueva York.

—Jamás lo he oído nombrar —dijo el policía.

—Llegará a campeón del mundo —dijo Fate.

—Ojalá —dijo el policía.

Después avanzó cien metros hasta la frontera mexicana y Fate tuvo que salir y mostrar su maleta, los papeles del coche, su pasaporte y su carnet de periodista. Lo hicieron rellenar unos impresos. Las caras de los policías mexicanos estaban entumecidas de sueño. Desde la ventana de la caseta de aduanas se veía la larga y alta reja que dividía ambos países. En el tramo más alejado de la reja vio cuatro pájaros negros encaramados en lo alto y con las cabezas como enterradas en sus plumas. Hace frío, dijo Fate. Mucho frío, dijo el funcionario mexicano que estudiaba el impreso que Fate acababa de rellenar.

—Los pájaros. Tienen frío.

El funcionario miró en la dirección que el dedo de Fate señalaba.

—Son zopilotes, siempre tienen frío a esta hora —dijo.

Se alojó en un motel llamado Las Brisas, en la parte norte de Santa Teresa. Por la carretera, cada cierto tiempo, pasaban camiones que iban a Arizona. A veces los camiones se detenían al otro lado de la carretera, junto a la gasolinera, y luego seguían su marcha o bien los choferes se bajaban y comían algo en una estación de servicio con las paredes pintadas de azul celeste. Por la mañana casi no pasaban camiones, sólo coches y camionetas. Fate se sentía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta de la hora que era cuando cayó dormido.

Al despertarse salió a hablar con el recepcionista del motel y le pidió un plano de la ciudad. El recepcionista era un tipo de unos veinticinco años y le dijo que nunca en Las Brisas habían tenido planos, al menos desde que él empezó a trabajar allí. Le preguntó adónde quería ir. Fate dijo que era periodista y que había ido a cubrir el combate de Count Pickett. Count Pickett versus el Merolino Fernández, dijo el recepcionista.

—Lino Fernández —dijo Fate.

—Aquí le decimos el Merolino —dijo el recepcionista con una sonrisa—. ¿Y quién cree usted que va a ganar?

—Pickett —dijo Fate.

—Habrá que ver, aunque me parece que se equivoca.

Después el recepcionista arrancó una hoja de papel y le hizo un plano a mano con indicaciones precisas para llegar al pabellón de boxeo Arena del Norte, en donde se iba a celebrar la pelea. El plano resultó mucho más bueno de lo que Fate esperaba. El pabellón Arena del Norte parecía un viejo teatro de 1900, al que le hubieran plantado en el medio un

ring de boxeo. En una de sus oficinas Fate se acreditó como periodista y preguntó por el hotel donde se encontraba Pickett. Le dijeron que el boxeador norteamericano aún no había llegado a la ciudad. Entre los periodistas que encontró había un par de tipos que hablaban en inglés y que pensaban ir a entrevistar a Fernández. Fate les preguntó si podía ir con ellos y los periodistas se encogieron de hombros y dijeron que por su parte no había inconveniente.

Cuando llegaron al hotel donde Fernández daba la conferencia de prensa, el boxeador estaba hablando con un grupo de periodistas mexicanos. Los norteamericanos le preguntaron en inglés si creía que podía ganar a Pickett. Fernández entendió la pregunta y dijo que sí. Los norteamericanos le preguntaron si había visto boxear alguna vez a Pickett. Fernández no entendió la pregunta y uno de los periodistas mexicanos se la tradujo.

—Lo importante es tener fe en tus propias fuerzas —dijo Fernández, y los periodistas norteamericanos anotaron la respuesta en sus libretas.

—¿Conoce las estadísticas de Pickett? —le dijeron.

Fernández esperó a que le tradujeran la pregunta y luego dijo que no le interesaban esas cosas. Los periodistas norteamericanos se rieron entre dientes antes de preguntarle por sus propias estadísticas. Treinta peleas, dijo Fernández. Veinticinco victorias. Dieciocho por knock out. Tres derrotas. Dos combates nulos. No está mal, dijo uno de los periodistas y siguió preguntando.

La mayoría de los periodistas estaban alojados en el Hotel Sonora Resort, en el centro de Santa Teresa. Cuando Fate les dijo que él se había alojado en un motel de las afueras le dijeron que lo dejara y que tratara de conseguir habitación en el Sonora Resort. Fate visitó el hotel y tuvo la impresión de que allí se estaba celebrando una convención de periodistas deportivos mexicanos. La mayoría de éstos hablaban inglés y eran, al menos en una primera impresión, mucho más amables que los periodistas norteamericanos que había conocido. En la barra del bar algunos hacían apuestas sobre la pelea y en general se les veía felices y despreocupados, aunque finalmente Fate decidió permanecer en su motel.

Desde un teléfono del Sonora Resort, sin embargo, llamó a cobro revertido a su redacción y pidió hablar con el jefe de la sección de deportes. La mujer con la que habló le dijo que no había nadie.

—Las oficinas están vacías —dijo.

Tenía una voz ronca y quejumbrosa y no hablaba como una secretaria neoyorquina sino como una campesina que acabara de salir de un cementerio. Esta mujer conoce de primera mano el planeta de los muertos, pensó Fate, y ya no sabe lo que dice.

—Volveré a llamar más tarde —dijo antes de colgar.

El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó. Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.

El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un

ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el

ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente. Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino. Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.

Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.

El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.

—¿Qué harás después de la pelea? —dijo Fate.

—Sobrevivir —dijo Omar—, ¿no es eso lo que hacemos todos?

—¿De dónde sacarás el dinero?

—De cualquier parte —dijo Omar—, éste es un país barato.

Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía. Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante. Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones. Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.

Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.

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