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La parte de los crímenes

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también me habló. ¿De qué puedo quejarme? En Buenos Aires, mientras tanto, el montaje de la película lo realizó Mike en un estudio que alquilaba por horas, baratísimo, de la calle Corrientes. Un mes después de haber terminado la filmación una de las jóvenes actrices se enamoró de un revolucionario italiano que estaba de paso por Buenos Aires y se marchó con él a Europa. Se corrió la voz de que ambos, la actriz y el italiano, sin especificar el motivo, habían desaparecido. Luego, sin que se sepa por qué, se dijo que la actriz había muerto durante el rodaje de la película de Epstein, y poco después se rumoreó, aunque hay que aclarar que nadie se lo tomó en serio, que Epstein y su troupe la habían matado. Según esta última versión Epstein quería filmar un asesinato real y se había servido para tales propósitos, con la anuencia de los demás actores y del staff técnico, todos, a esa altura del delirio, inmersos en misas satánicas, de la actriz menos conocida y más inerme del reparto. Enterado de los rumores, Epstein personalmente se encargó de propagarlos y la historia, con ligeras variantes, llegó a algunos círculos cinéfilos de los Estados Unidos. Al año siguiente se estrenó la película en Los Ángeles y Nueva York. El fracaso fue absoluto. Se trataba de una película doblada al inglés, caótica, con un guión endeble y unas actuaciones lamentables. Epstein, que volvió a los Estados Unidos, trató de explotar el filón morboso, pero un comentarista televisivo demostró, fotograma a fotograma, que la supuesta escena del crimen real era una impostura. Esa actriz, concluyó el crítico, merece estar muerta por su deficiente actuación, pero lo cierto es que, al menos en esta película, nadie tuvo el buen juicio de liquidarla. Después de

Snuff Epstein filmó dos películas más, ambas de bajo presupuesto. Clarissa, su mujer, se quedó en Buenos Aires, en donde se puso a vivir con un productor de cine argentino. Su nuevo acompañante, de filiación peronista, participó posteriormente como miembro activo de un batallón de la muerte que empezó matando a trotskistas y montoneros y que terminó haciendo desaparecer a niños y amas de casa. Durante la dictadura militar Clarissa volvió a los Estados Unidos. Un año antes, mientras rodaba la que sería su última película (y en cuyos títulos de crédito su nombre no aparece), Epstein murió al caerse por el hueco de un ascensor. El estado en el que quedó el cadáver tras una caída de catorce pisos fue, según los testigos, indescriptible.

La segunda semana de marzo de 1997 se reanudó la ronda macabra con el hallazgo de un cuerpo en una zona desértica del sur de la ciudad, llamada El Rosario, que entraba en los planes urbanísticos municipales y en donde se pensaba construir un barrio de casas al estilo Phoenix. El cuerpo fue hallado semienterrado a unos cincuenta metros del camino que cruzaba El Rosario y que lo conectaba a una carretera de terracería que salía por la parte este del barranco de Podestá. El cuerpo fue descubierto por un campesino de un rancho de las cercanías que pasaba por allí a caballo. Según los forenses la muerte se debió a estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. En el cadáver, pese a su estado de descomposición, era posible apreciar huellas de golpes producidos por un objeto contundente en la cabeza, manos y piernas. Probablemente hubo violación. La fauna cadavérica encontrada en el cuerpo indicaba como fecha de fallecimiento aproximadamente la primera o la segunda semana de febrero. No hay identificación, aunque sus datos coinciden con los de Guadalupe Guzmán Prieto, de once años de edad, desaparecida el ocho de febrero, al atardecer, en la colonia San Bartolomé. Se realizaron estudios de antropometría y odontología para establecer la identidad, con resultados positivos. Posteriormente se le practica al cadáver una nueva necropsia y se confirman los golpes y hematomas en el cráneo, la equimosis en el cuello, así como la rotura del hueso hioides. Según uno de los judiciales a cargo del caso, existe la posibilidad de que haya sido ahorcada con las manos. Se detectan asimismo golpes en el muslo derecho y en los glúteos. Los padres reconocieron el cadáver como el de su hija Guadalupe. Según

La Voz de Sonora el cuerpo estaba bien conservado, lo que ayudó a la identificación, con la piel acartonada, como si las tierras yermas y amarillas de El Rosario propiciaran una suerte de momificación.

Cuatro días después del hallazgo del cadáver de la niña Guadalupe Guzmán Prieto se encontró en el cerro Estrella, en la ladera este, el cuerpo de Jazmín Torres Dorantes, también de once años de edad. Como causa de la muerte se dictaminó un

shock hipovolémico producido por las más de quince puñaladas que le asestó su agresor o agresores. El frotis vaginal y anal determinó que había sido violada repetidas veces. El cadáver estaba completamente vestido: sudadera caqui, pantalón de mezclilla de color azul y tenis baratos. La niña vivía en la parte oeste de la ciudad, en la colonia Morelos, y había sido secuestrada, aunque su caso no había salido a la luz pública, hacía veinte días. La policía detuvo a ocho jóvenes de la colonia Estrella, miembros de una banda dedicada al robo de coches y al tráfico al por menor de drogas como autores del crimen. Tres de los jóvenes pasaron al juez de menores y otros seis terminaron como presos preventivos en el penal de Santa Teresa, aunque no había ninguna prueba concluyente contra ellos.

Dos días después de hallarse el cadáver de Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de diecinueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. Según el forense la muerte había ocurrido hacía dos semanas. El cuerpo estaba completamente desnudo, aunque a quince metros se halló un sostén de color azul, manchado de sangre, y a unos cincuenta metros una media de nylon, de color negro, de mediana calidad. Interrogada la persona que compartía habitación con Carolina, trabajadora como ella en WS-Inc, declaró que el sostén era de la occisa, pero que la media, sin ninguna duda, no pertenecía a su amiga y compañera tan querida, pues ésta sólo utilizaba pantis y jamás se había puesto una media, prenda que juzgaba más propia de putas que de una operaria de la maquila. Realizado el análisis pertinente, sin embargo, resultó que tanto la media como el sostén tenían restos de sangre y que en ambos casos procedían de la misma persona, Carolina Fernández Fuentes, por lo que corrió el rumor de que la tal Carolina llevaba una doble vida o que la noche en que encontró la muerte había participado voluntariamente en una orgía, pues también se encontraron restos de semen en la vagina y ano. Durante dos días se interrogó a algunos hombres de la WS-Inc que pudieran estar relacionados con su muerte, sin ningún éxito. Los padres de Carolina, originarios del pueblo de San Miguel de Horcasitas, viajaron a Santa Teresa y no hicieron declaraciones. Reclamaron el cadáver de su hija, firmaron los papeles que les pusieron delante y volvieron en autobús a Horcasitas con lo que quedaba de Carolina. La causa de la muerte fueron cinco puñaladas punzocortantes en el cuello. Según los expertos, no murió en el lugar donde fue encontrada.

Tres días después del hallazgo del cuerpo de Carolina, en el aciago mes de marzo de 1997, se localizó a una mujer de entre dieciséis y veinte años, en unos pedregales cercanos a la carretera a Pueblo Azul. El cadáver estaba en un estado avanzado de descomposición por lo que se supone que llevaba muerta al menos quince días. El cuerpo estaba completamente desnudo y sólo llevaba unos pendientes dorados, de latón, con forma de elefantitos. Se permitió que varias familias de desaparecidas lo vieran, pero nadie lo reconoció como el de una de sus hijas, hermanas, primas o esposas. Según el forense el cadáver presentaba señales de mutilación en el seno derecho y el pezón del pecho izquierdo le había sido arrancado, probablemente de un mordisco o empleando un cuchillo, la putrefacción del cuerpo hacía imposible hacerse una idea más exacta. Se dictaminó oficialmente como causa de la muerte: rotura del hueso hioides.

En la última semana de marzo se descubrió el esqueleto de otra mujer, a unos cuatrocientos metros de la carretera a Cananea, en medio, podría decirse, del desierto. Los descubridores fueron tres estudiantes y un maestro de historia norteamericanos, de la Universidad de Los Ángeles, que viajaban en moto por el norte de México. Según los norteamericanos, se internaron con las motos por un camino vecinal, buscando una aldea yaqui, y se perdieron. Según los policías de Santa Teresa los gringos se salieron del camino para cometer actos nefandos, es decir para encularse mutuamente, y los metieron a los cuatro en un calabozo a la espera de acontecimientos. Entrada la noche, cuando los estudiantes y su profesor llevaban más de ocho horas encerrados, apareció por la comisaría Epifanio Galindo y quiso escuchar la historia. Los norteamericanos la repitieron e incluso trazaron un mapa que indicaba el sitio exacto en donde encontraron el cadáver semienterrado. A la pregunta de si no era posible que hubieran confundido los huesos de una res o de un coyote con los de un ser humano, el profesor respondió que ningún animal, salvo, tal vez, un primate, poseía la calavera de una persona. El tonito con que lo dijo molestó a Epifanio, que decidió presentarse en el lugar de los hechos al día siguiente, de amanecida, y en compañía de los gringos, por lo que determinó que para agilizar los trámites éstos permanecieran a mano, es decir como invitados de la policía de Santa Teresa, en una celda en donde sólo estuvieran los cuatro, así como que se les alimentara a cuenta del erario público, pero no con el rancho carcelario sino con comida decente que un policía fue a buscar a la cafetería más cercana. Y, pese a las protestas de los extranjeros, así se hizo. Al día siguiente, Epifanio Galindo, varios policías y dos judiciales se presentaron acompañados de los descubridores del cuerpo en el lugar de los hechos, un lugar conocido como El Pajonal, denominación que a todas luces resultaba más la expresión de un deseo que una realidad, pues allí no había ni pajonales ni nada que se le pareciera, sino sólo desierto y piedras y, de tanto en tanto, arbustos verdigrises cuya sola visión entristecía el semblante de quien observara semejante yermo. Allí, mal enterrados, en el sitio exacto marcado por los gringos, encontraron los huesos. Según el forense, se trataba de una mujer joven a la que le habían roto el hueso hioides. No llevaba ropa ni zapatos ni nada que facilitara su identificación. Trajeron el cadáver encuerado o bien la desnudaron antes de enterrarla, dijo Epifanio. ¿Llamas enterrar a esto?, dijo el forense. Pues no, señor, no se esmeraron, dijo Epifanio, no se esmeraron.

Al día siguiente se encontró el cadáver de Elena Montoya, de veinte años, a un lado del camino vecinal del cementerio al rancho La Cruz. La mujer desde hacía tres días faltaba de su domicilio y ya había sido cursada una denuncia por desaparición. El cuerpo presentaba heridas punzocortantes en la zona abdominal, abrasaduras en las muñecas y tobillos y marcas en el cuello, además de una herida en el cráneo producida por un objeto contundente, tal vez un martillo o una piedra. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera y su primera medida fue interrogar al marido de la occisa, Samuel Blanco Blanco, el cual permaneció bajo interrogatorio durante cuatro días, al cabo de los cuales se le dejó marchar por falta de pruebas. Elena Montoya trabajaba en la maquiladora Cal&Son y tenía un hijo de tres meses.

El último día de marzo unos niños pepenadores hallaron un cadáver en el basurero El Chile, en un estado de descomposición total. Lo que quedaba de él fue trasladado al Instituto Anatómico Forense de la ciudad en donde se le practicaron todos los protocolos de rigor. Resultó que se trataba de una mujer de entre quince y veinte años. No se pudieron dictaminar las causas de la muerte, la cual, según los forenses, había acontecido hacía más de doce meses. Estos datos, sin embargo, pusieron en alerta a la familia González Reséndiz, de Guanajuato, cuya hija desapareció por las mismas fechas, por lo que la policía de Guanajuato solicitó a la de Santa Teresa el informe anatómico de la desconocida hallada en El Chile, haciendo especial hincapié en el envío de las pruebas odontológicas. Una vez recibidas las pruebas se confirmó que la muerta era Irene González Reséndiz, de dieciséis años, fugada del domicilio paterno en enero de 1996, tras reñir con la familia. Su padre era un conocido político priísta de la provincia y su madre había salido en un programa de televisión de gran audiencia pidiéndole a su hija, delante de las cámaras y en directo, que regresara al hogar. Incluso una foto de Irene, una foto tipo pasaporte, se pegó durante un tiempo en los envases de botellas de leche, con sus señas personales y un teléfono. Ningún policía de Santa Teresa vio nunca esa foto. Ningún policía de Santa Teresa bebía leche. Excepto Lalo Cura.

Los tres forenses de Santa Teresa no se parecían entre sí. El mayor de ellos, Emilio Garibay, era gordo y grande y padecía asma. A veces le daban ataques de asma en la morgue, cuando estaba practicándole la autopsia a un cadáver, y él se aguantaba. Si tenía cerca a doña Isabel, la auxiliar, ésta sacaba de su chaqueta, colgada en el perchero, su inhalador y Garibay abría la boca, como un pollezno, y se dejaba chisgueterear. Pero cuando estaba solo se aguantaba y seguía haciendo su trabajo. Había nacido allí, en Santa Teresa, y todo parecía indicar que moriría allí. Su familia pertenecía a la clase media alta, a los poseedores de tierra, y muchos se enriquecieron vendiendo solares yermos a las maquiladoras que en los ochenta empezaron a instalarse a este lado de la frontera. Emilio Garibay, sin embargo, no había hecho negocios. O no muchos. Era profesor en la facultad de Medicina y como forense, desgraciadamente, nunca le faltó trabajo, así que tiempo para otras cosas, como los negocios, por ejemplo, no tenía. Era ateo y desde hacía años ya no leía ningún libro, pese a que en su casa atesoraba una biblioteca más que decente sobre temas de su especialidad, amén de algunos libros de filosofía, historia de México, y una que otra novela. A veces pensaba que ya no leía precisamente por ser ateo. Digamos que la no lectura era el escalón más alto del ateísmo o al menos del ateísmo tal cual él lo concebía. Si no crees en Dios, ¿cómo creer en un pinche libro?, pensaba.

El segundo forense se llamaba Juan Arredondo y era de Hermosillo, la capital del estado de Sonora. Sus estudios médicos, al contrario que Garibay que estudió en la UNAM, los realizó en la facultad de Medicina de la Universidad de Hermosillo. Tenía cuarentaicinco años, estaba casado con una santateresana con la que tenía tres hijos y su simpatía política se inclinaba por la izquierda, por el PRD, aunque nunca militó en ese partido. Como Garibay, alternaba su trabajo de forense con la enseñanza de su especialidad en la Universidad de Santa Teresa, en donde era apreciado por los alumnos, que veían en él más que a un profesor a un amigo. Su afición era ver la tele y comer con su familia en casa, aunque cuando llegaban invitaciones para congresos en el extranjero se volvía loco y trataba por todos los medios de conseguir uno de los billetes. El decano, que era amigo de Garibay, lo despreciaba, y en ocasiones, por puro desprecio, lo beneficiaba. Por este medio había viajado tres veces a los Estados Unidos, una a España y otra a Costa Rica. En una ocasión representó al Instituto Anatómico Forense y a la Universidad de Santa Teresa en un simposio celebrado en Medellín, Colombia, y cuando regresó parecía otro. No tenemos ni idea de lo que pasa allí, le dijo a su mujer, y no volvió a hablar del asunto.

El tercer forense se llamaba Rigoberto Frías y tenía treintaidós años. Era natural de Irapuato, Irapuato, y durante un tiempo trabajó en el DF, de donde salió repentinamente sin que mediara explicación alguna. Llevaba dos años trabajando en Santa Teresa, adonde llegó recomendado por un antiguo condiscípulo de Garibay, y era, a juicio de sus propios compañeros, puntilloso y eficiente. Trabajaba como ayudante de cátedra en la facultad de Medicina y vivía solo en una calle tranquila de la colonia Serafín Garabito. Su departamento era pequeño pero estaba amueblado con gusto. Tenía muchos libros y casi ningún amigo. Con sus alumnos, fuera de las horas de clase, apenas hablaba, y no hacía vida social, al menos no en el círculo docente. A veces, a una orden de Garibay, los tres forenses salían a desayunar juntos de madrugada. A esa hora sólo estaba abierta una cafetería de estilo norteamericano, que no cerraba las veinticuatro horas del día, y en donde se reunía la gente de los alrededores que no había pegado ojo: auxiliares y enfermeras del Hospital General Sepúlveda, conductores de ambulancia, familiares y amigos de accidentados, putas, estudiantes. La cafetería se llamaba Runaway y en la acera, junto a uno de sus ventanales, había una entrada de alcantarilla de la cual escapaban grandes vaharadas de vapor. El letrero del Runaway era verde y en ocasiones el vapor se teñía de verde, un verde intenso, como un bosque subtropical, y cuando Garibay lo veía indefectiblemente decía: chingados, qué bonito. Luego no decía nada más y los tres forenses esperaban a la mesera, una adolescente un poco gordita y muy morena, de Aguascalientes, según tenían entendido, que les llevaba café y les preguntaba qué querían desayunar. Generalmente el joven Frías no comía nada o si acaso un donut. Arredondo solía pedir un trozo de pastel con helado. Y Garibay, una chuleta de vaca sangrante. Tiempo atrás Arredondo le había dicho que aquello le iba fatal para sus articulaciones. A su edad, no debería, dijo. La respuesta de Garibay ya no la recordaba, pero fue escueta y perentoria. Mientras esperaban que les trajeran los desayunos los forenses permanecían en silencio, Arredondo mirándose el dorso de las manos, como si buscara alguna gotita de sangre, Frías mirando la mesa o con la vista perdida en el cielo raso ocre del Runaway y Garibay mirando la calle y los pocos coches que pasaban. A veces, muy raramente, los acompañaban dos estudiantes que se sacaban un sueldo extra como ayudantes de laboratorio o de mesa, y entonces solían hablar un poco más, pero por regla general permanecían en silencio, hundidos hasta el cuello en lo que Garibay llamaba la certeza del trabajo bien hecho. Después cada uno pagaba su cuenta y salían a la calle como gallinazos y uno de ellos, al que le tocara, volvía caminando al Instituto Anatómico y los otros dos bajaban al párking subterráneo y se separaban sin decirse adiós, y poco después salía un Renault, Arredondo agarrado con ambas manos al volante, y se perdía por la ciudad, y poco después salía otro coche, el Gran Marquis de Garibay, y las calles se lo tragaban como una pesadumbre cotidiana.

A esa misma hora los policías que acababan el servicio se juntaban a desayunar en la cafetería Trejo’s, un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd. Allí bebían café y comían huevos a la ranchera o huevos a la mexicana o huevos con tocino o huevos estrellados. Y se contaban chistes. A veces eran monográficos. Los chistes. Y abundaban aquellos que iban sobre mujeres. Por ejemplo, un policía decía: ¿cómo es la mujer perfecta? Pues de medio metro, orejona, con la cabeza plana, sin dientes y muy fea. ¿Por qué? Pues de medio metro para que te llegue exactamente a la cintura, buey, orejona para manejarla con facilidad, con la cabeza plana para tener un lugar donde poner tu cerveza, sin dientes para que no te haga daño en la verga y muy fea para que ningún hijo de puta te la robe. Algunos se reían. Otros seguían comiendo sus huevos y bebiendo su café. Y el que había contado el primero, seguía. Decía: ¿por qué las mujeres no saben esquiar? Silencio. Pues porque en la cocina no nieva nunca. Algunos no lo entendían. La mayoría de los polis no había esquiado en su vida. ¿En dónde esquiar en medio del desierto? Pero algunos se reían. Y el contador de chistes decía: a ver, valedores, defínanme una mujer. Silencio. Y la respuesta: pues un conjunto de células medianamente organizadas que rodean a una vagina. Y entonces alguien se reía, un judicial, muy bueno ése, González, un conjunto de células, sí, señor. Y otro más, éste internacional: ¿por qué la Estatua de la Libertad es mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador. Y otro: ¿en cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Depende de lo duro que le pegues. Y ya caliente: ¿por qué las mujeres no pueden contar hasta setenta? Porque al llegar al sesentainueve ya tienen la boca llena. Y más caliente: ¿qué es más tonto que un hombre tonto? (Ése era fácil). Pues una mujer inteligente. Y aún más caliente: ¿por qué los hombres no les prestan el coche a sus mujeres? Pues porque de la habitación a la cocina no hay carretera. Y por el mismo estilo: ¿qué hace una mujer fuera de la cocina? Pues esperar a que se seque el suelo. Y una variante: ¿qué hace una neurona en el cerebro de una mujer? Pues turismo. Y entonces el mismo judicial que ya se había reído volvía a reírse y a decir muy bueno, González, muy inspirado, neurona, sí, señor, turismo, muy inspirado. Y González, incansable, seguía: ¿cómo elegirías a las tres mujeres más tontas del mundo? Pues al azar. ¿Lo captan, valedores? ¡Al azar! ¡Da lo mismo! Y: ¿qué hay que hacer para ampliar la libertad de una mujer? Pues darle una cocina más grande. Y: ¿qué hay que hacer para ampliar aún más la libertad de una mujer? Pues enchufar la plancha a un alargue. Y: ¿cuál es el día de la mujer? Pues el día menos pensado. Y: ¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro. Cerebro, sí, señor, rumiaba el judicial. Y si alguien le reprochaba a González que contara tantos chistes machistas, González respondía que más machista era Dios, que nos hizo superiores. Y seguía: ¿cómo se llama una mujer que ha perdido el noventa y nueve por ciento de su cociente intelectual? Pues muda. Y: ¿qué hace el cerebro de una mujer en una cuchara de café? Pues flotar. Y: ¿por qué las mujeres tienen una neurona más que los perros? Pues para que cuando estén limpiando el baño no se tomen el agua del wáter. Y: ¿qué hace un hombre tirando a una mujer por la ventana? Pues contaminar el medio ambiente. Y: ¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve. Y: ¿por qué las cocinas tienen una ventana? Pues para que las mujeres vean el mundo. Hasta que González se cansaba y se tomaba una cerveza y se dejaba caer en una silla y los demás policías volvían a dedicarse a sus huevos. Entonces el judicial, exhausto de una noche de trabajo, rumiaba cuánta verdad de Dios se hallaba escondida tras los chistes populares. Y se rascaba las verijas y ponía sobre la mesa de plástico su revólver Smith & Wesson modelo 686, de un kilo y casi doscientos gramos de peso, que hacía un ruido seco, como el de un trueno oído en la lejanía, al chocar contra la superficie de la mesa, y que lograba atraer la atención de los cinco o seis policías más cercanos, quienes escuchaban, no, quienes

divisaban sus palabras, las palabras que el judicial pensaba decir, como si fueran espaldas mojadas perdidos en el desierto y

divisaran un oasis o un poblado o una manada de caballos salvajes. Verdad de Dios, decía el judicial. ¿Quién chingados inventará los chistes?, decía el judicial. ¿Y los refranes? ¿De dónde chingados salen? ¿Quién es el primero en

pensarlos? ¿Quién el primero en

decirlos? Y tras unos segundos de silencio, con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, el judicial entreabría el ojo izquierdo y decía: háganle caso al tuerto, bueyes. Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas. Y las carcajadas eran generales. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte. No todos, por supuesto. Algunos, en las mesas más distantes, refinaban sus huevos con chile o sus huevos con carne o sus huevos con frijoles en silencio o hablando entre ellos, de sus cosas, aislados del resto. Desayunaban, como si dijéramos, acodados en la angustia y en la duda. Acodados en lo esencial que no lleva a ninguna parte. Ateridos de sueño: es decir de espaldas a las risas que propugnaban otro sueño. Por contra, acodados en los extremos de la barra, otros bebían sin decir nada, no más mirando el borlote, o murmurando qué jalada, o sin murmurar nada, simplemente fijando en la retina a los mordelones y a los judiciales.

La mañana de los chistes de mujeres, por ejemplo, cuando González y su compañero, el patrullero Juan Rubio, abandonaron el Trejo’s, Lalo Cura los estaba esperando. Y cuando González y su compañero quisieron deshacerse de Lalo Cura, de un rincón salió Epifanio y les dijo que mejor le hicieran caso al chavo. Según el patrullero Juan Rubio habían trabajado todo el turno de noche y estaban cansados y Epifanio era mucho Epifanio como para llevarle la contraria. Esta clase de evento gustaba tanto en la policía de Santa Teresa como los chistes de mujeres. En realidad, muchísimo más. Los dos coches enfilaron hacia un sitio discreto. A poca velocidad. Total, qué prisa había por partirse la madre. Primero el que conducía González, seguido a pocos metros por el de Epifanio. Dejaron atrás las calles pavimentadas y los edificios de más de tres pisos. Vieron por las ventanillas cómo el sol se levantaba. Se pusieron gafas negras. De uno de los coches salió la noticia del evento y poco después de llegar al descampado aparecieron por allí unos diez coches de policía. Los tipos bajaban de sus coches y se invitaban mutuamente a cigarrillos o se reían o pateaban las piedras del lugar. Los que tenían petacas se echaban sus tragos y hacían comentarios inocentes sobre el tiempo o sobre los negocios que se traían entre ellos. Al cabo de media hora todos los coches abandonaron el descampado dejando tras de sí una nube de polvo amarillo que quedó suspendida en el aire.

Hábleme de su genealogía, decían los cabrones. Enuméreme su árbol genealógico, decían los valedores. Bueyes mamones de su propia verga. Lalo Cura no se encorajinaba. Volteados hijos de su chingada madre. Hábleme de su escudo de armas. Ya estuvo suave. Va a toser Pedrito. Pero sin encorajinarse. Respetando el uniforme. Sin abrirse ni sacarle al parche, pero con cara de no hay fijón. Algunas noches, en la penumbra del vecindario, cuando dejaba los libros de criminología (no se me frunza ahora, buey), mareado con tantas huellas dactilares, manchas de sangre y semen, elementos de toxicología, investigaciones sobre hurtos, robos con allanamiento, huellas de pies, cómo hacer bosquejos del lugar del delito y fotografías del escenario de un delito, semidormido, varado entre el sueño y la vigilia, escuchaba o recordaba voces que le hablaban de la primera de su familia, el árbol genealógico que se remontaba hasta 1865, con una huérfana sin nombre, de quince años, violada por un soldado belga en una casa de adobes de una sola habitación en las afueras de Villaviciosa. Al día siguiente el soldado murió degollado y nueve meses más tarde nació una niña a la que llamaron María Expósito. La huérfana, la primera, decía la voz o las voces que se iban turnando, murió de fiebres puerperales y la niña creció como allegada en la misma casa donde fue concebida, que pasó a ser propiedad de unos campesinos que en adelante cuidaron de ella. En 1881, cuando María Expósito tenía quince años, durante las fiestas de San Dimas, un forastero borracho se la llevó en su caballo mientras cantaba a toda voz:

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