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La parte de los crímenes

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Qué chingaderas son éstas / Dimas le dijo a Gestas. En las faldas de un cerro que parecía un dinosaurio o un monstruo gila, la violó repetidas veces y desapareció. En 1882 María Expósito tuvo una niña a la que bautizaron como María Expósito Expósito, dijo la voz, y esa niña fue el asombro de los campesinos de Villaviciosa. Desde muy pequeña demostró poseer una gran inteligencia y vivacidad y aunque nunca supo leer y escribir tuvo fama de mujer sabia, conocedora de hierbas y ungüentos medicinales. En 1898, tras permanecer ausente del pueblo durante siete días, María Expósito apareció una mañana por la plaza de Villaviciosa, un espacio abierto y pelado en el centro del pueblo, con un brazo roto y el cuerpo lleno de magulladuras. Nunca quiso explicar lo que ocurrió ni las viejas que la cuidaron insistieron en que lo hiciera. Nueve meses más tarde nació una niña que fue llamada María Expósito y a la que su madre, que nunca se casó ni tuvo más hijos ni vivió con ningún hombre, inició en los secretos de la curandería. Pero la joven María Expósito sólo se asemejaba a su madre en el buen carácter, algo que por lo demás compartieron todas las Marías Expósito de Villaviciosa, aunque algunas fueran reservadas y otras habladoras, el buen carácter y la disposición de ánimo para atravesar los períodos de violencia o pobreza extrema fueron comunes a todas. La infancia y adolescencia de la joven María Expósito fueron, sin embargo, más desahogadas que las de su madre y su abuela. En 1914, a los dieciséis años, aún pensaba y se comportaba como una niña cuyo único trabajo era acompañar a su madre una vez al mes en busca de yerbajos raros y lavar la ropa en la parte de atrás de su casa, en una vieja artesa de madera y no en los lavaderos públicos, que le quedaban un poco lejos. Ese año apareció por el pueblo el coronel Sabino Duque (que moriría fusilado por cobarde en 1915) buscando hombres valientes, y los de Villaviciosa tenían fama de ser más valientes que nadie, para luchar por la Revolución. Varios muchachos del pueblo se alistaron. Uno de ellos, que hasta entonces María Expósito había visto sólo como un ocasional compañero de juegos, de su misma edad y aparentemente tan pueril como ella, decidió confesarle su amor la noche antes de marchar a la guerra. Para tal fin escogió un granero que ya nadie usaba (pues los de Villaviciosa cada vez tenían menos) y ante las risas que su declaración despertó en la muchacha procedió a violarla allí mismo, con desesperación y torpeza. De madrugada, antes de partir, le prometió que volvería y se casaría con ella, pero siete meses después murió en una escaramuza con los federales y él y su caballo fueron arrastrados por el río Sangre de Cristo. Así pues, jamás volvió a Villaviciosa, como tantos otros jóvenes del pueblo que se iban a la guerra o a trabajar de pistoleros a sueldo y nunca más se sabía nada de ellos o se sabían historias poco fiables oídas por aquí y por allá. En todo caso, nueve meses después nació María Expósito Expósito, y la joven María Expósito, convertida en madre de la noche a la mañana, se puso a trabajar vendiendo en los pueblos vecinos las pócimas de su madre y los huevos de su gallinero y no le fue mal. En 1917 ocurriría algo poco frecuente en la familia Expósito: María, después de uno de sus viajes, volvió a quedar embarazada y esta vez tuvo un niño. Se llamó Rafael. Sus ojos eran verdes como los de su lejano tatarabuelo belga y su mirada tenía ese aire extraño que los forasteros percibían en la mirada de los habitantes de Villaviciosa: una mirada opaca e intensa de asesinos. En las raras ocasiones en que le preguntaron por la identidad del padre del niño, María Expósito, que paulatinamente había adoptado las palabras y la actitud de bruja de su madre, aunque ella nunca fue más allá de vender las pócimas, confundiendo los frasquitos del reuma con los botellines buenos para las varices, respondía que el padre era el diablo y que Rafael era su vivo retrato. En 1934, durante una juerga homérica, el torero Celestino Arraya y sus compadres del club Los Charros de la Muerte llegaron de madrugada a Villaviciosa y se instalaron en una fonda que ya no existe y que por entonces incluso ofrecía camas para los viajeros. A gritos pidieron una barbacoa de chivo que les fue servida por tres muchachas del pueblo. Una de estas muchachas era María Expósito. A las doce del mediodía se fueron y tres meses después María Expósito le confesó a su madre que iba a tener un hijo. ¿Y quién es el padre?, preguntó su hermano. Las mujeres guardaron silencio y el muchacho se dedicó a investigar por su cuenta los pasos de su hermana. Una semana después Rafael Expósito pidió prestada una carabina y se marchó caminando hacia Santa Teresa. Nunca había estado en un lugar tan grande y las calles asfaltadas, el Teatro Carlota, los cines, el edificio de la municipalidad y las putas que por entonces trabajaban en la colonia México, al lado de la línea fronteriza y del pueblo norteamericano de El Adobe, lo sorprendieron en grado extremo. Decidió permanecer tres días en la ciudad, aclimatarse un poco, antes de realizar su cometido. El primer día se dedicó a buscar los sitios frecuentados por Celestino Arraya y un lugar donde dormir gratis. Descubrió que en ciertos barrios las noches eran iguales que los días y se hizo la promesa de no dormir. Al segundo día, mientras caminaba arriba y abajo por la calle de las putas, una yucateca bajita y bien formada, de pelo renegrido y largo hasta la cintura, se apiadó de él y se lo llevó a donde vivía. En un cuarto de una pensión le preparó una sopa de arroz y luego se encamaron hasta la noche. Para Rafael Expósito fue la primera vez. Cuando se separaron la puta le ordenó que la esperara en la habitación o, en caso de salir, en el café de la esquina o en las escaleras. El muchacho le dijo que estaba enamorado de ella y la puta se marchó feliz. Al tercer día fueron al Teatro Carlota a escuchar las canciones románticas de Pajarito de la Cruz, el trovador dominicano que hacía una gira por todo México, y las rancheras de José Ramírez, pero lo que al muchacho más le gustó fueron las vicetiples y los números de magia de un chino ilusionista de Michoacán. Al atardecer del cuarto día, bien comido y con el ánimo sereno, Rafael Expósito se despidió de la puta, fue a buscar la carabina al lugar donde la había escondido y se dirigió resueltamente al bar Los Primos Hermanos, en donde encontró a Celestino Arraya. Segundos después de dispararle supo sin el más mínimo resquicio de duda que lo había matado y se sintió vengado y feliz. No cerró los ojos cuando los amigos del torero vaciaron sus revólveres sobre él. Fue enterrado en la fosa común de Santa Teresa. En 1935 nació otra María Expósito. Era tímida y dulce, y de una estatura que dejaba pequeños incluso a los hombres más altos del pueblo. Desde los diez años se dedicó a vender, junto a su madre y su abuela, las pócimas medicinales de su bisabuela, y a acompañar a ésta al clarear el día en la búsqueda y selección de hierbas. A veces los campesinos de Villaviciosa veían su larga silueta recortada contra el horizonte, subiendo y bajando cerros, y les parecía extraordinario que pudiera existir una muchacha tan alta y capaz de dar tales zancadas. Fue la primera de su estirpe, dijo la voz o las voces, que aprendió a leer y escribir. A los dieciocho años la violó un buhonero y en 1953 nació una niña a la que llamaron María Expósito. Por entonces convivían cinco generaciones de Marías Expósito en las afueras de Villaviciosa y el ranchito había crecido con habitaciones añadidas y una cocina grande con estufa de petróleo y un fogón de leña en donde la más vieja preparaba los mejunjes y medicinas. Por la noche, a la hora de cenar, siempre estaban las cinco juntas, la niña, la larguirucha, la melancólica hermana de Rafael, la aniñada y la bruja, y solían hablar de santos y de enfermedades que ellas jamás padecieron, del tiempo y de los hombres, a los que consideraban una peste, tanto al tiempo como a los hombres, y daban gracias al cielo, aunque sin excesivo entusiasmo, dijo la voz, de ser sólo mujeres. En 1976 la joven María Expósito encontró en el desierto a dos estudiantes del DF que le dijeron que se habían perdido pero que más bien parecían estar huyendo de algo y a los que tras una semana vertiginosa nunca más volvió a ver. Los estudiantes vivían dentro de su propio coche y uno de ellos parecía estar enfermo. Parecían como drogados y hablaban mucho y no comían nada, aunque ella les llevaba tortillas y frijoles que sustraía de su casa. Hablaban, por ejemplo, de una nueva revolución, una revolución invisible que ya se estaba gestando pero que tardaría en salir a las calles al menos cincuenta años más. O quinientos. O cinco mil. Los estudiantes conocían Villaviciosa pero lo que querían era encontrar la carretera a Ures o a Hermosillo. Cada noche hicieron el amor con ella, dentro del coche o sobre la tierra tibia del desierto, hasta que una mañana ella llegó al lugar y no los encontró. Tres meses después, cuando su tatarabuela le preguntó quién era el padre de la criatura que esperaba, la joven María Expósito tuvo una extraña visión de sí misma: se vio pequeña y fuerte, se vio cogiendo con dos hombres en medio de un lago de sal, vio un túnel lleno de macetas con plantas y flores. En contra de los deseos de su familia, que pretendió bautizar al niño con el nombre de Rafael, María Expósito le puso Olegario, que es el santo al que se encomiendan los cazadores y que fue un monje catalán del siglo XII, obispo de Barcelona y arzobispo de Tarragona, y también decidió que el primer apellido de su hijo no sería Expósito, que es nombre de huérfano, tal como le habían explicado los estudiantes del DF una de las noches que pasó con ellos, dijo la voz, sino Cura, y así lo inscribió en la parroquia de San Cipriano, a treinta kilómetros de Villaviciosa, Olegario Cura Expósito, pese al interrogatorio al que la sometió el sacerdote y a su incredulidad acerca de la identidad del supuesto padre. La tatarabuela dijo que era pura soberbia anteponer el nombre de Cura al de Expósito, que era el suyo de siempre, y poco después murió, cuando Lalo tenía dos años y caminaba desnudo por el patio de su casa, mirando las casas amarillas o blancas, siempre cerradas de Villaviciosa. Y cuando Lalo tenía cuatro años murió la otra vieja, la aniñada, y al cumplir los quince murió la hermana de Rafael Expósito, dijo la voz o las voces. Y cuando vino a buscarlo Pedro Negrete para que se pusiera a trabajar bajo las órdenes de don Pedro Rengifo, sólo vivían la larguirucha Expósito y su madre.

Vivir en este desierto, pensó Lalo Cura mientras el coche conducido por Epifanio se alejaba del descampado, es como vivir en el mar. La frontera entre Sonora y Arizona es un grupo de islas fantasmales o encantadas. Las ciudades y los pueblos son barcos. El desierto es un mar interminable. Éste es un buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres.

Las muertas de marzo propiciaron que los periódicos del DF se hicieran en voz alta algunas preguntas. ¿Si el asesino estaba preso, quién había matado a todas esas mujeres? ¿Si los achichincles o cómplices del asesino también estaban presos, quién era el culpable de todas esas muertes? ¿Hasta qué punto era real esa infame e improbable pandilla juvenil llamada los Bisontes y hasta qué punto era creación de la policía? ¿Por qué se retrasaba una y otra vez el juicio a Haas? ¿Por qué las autoridades federales no mandaban un fiscal especial que dirigiera las investigaciones? El cuatro de abril Sergio González consiguió que su periódico lo enviara a escribir una nueva crónica de los asesinatos en Santa Teresa.

El seis de abril se encontró el cadáver de Michele Sánchez Castillo, cerca de los galpones de almacenaje de una embotelladora de refrescos. El hallazgo lo realizaron dos trabajadores de la misma empresa, encargados de la limpieza de esa zona. A unos cincuenta metros del cadáver se recuperó un trozo de hierro con manchas de sangre y restos de cuero cabelludo, por lo que se supone que fue con ese objeto con el que la mataron. Michele Sánchez estaba envuelta en cobijas viejas, junto a una pila de neumáticos, un sitio en el que no era extraño encontrar a gente de paso o a teporochos del barrio durmiendo y que la embotelladora, de una u otra forma, toleraba. Gente de paz, según los guardias nocturnos, pero que si se enojaban eran capaces de prenderles fuego a los neumáticos, lo que haría que la situación fuera aún más enojosa. La víctima presentaba varios golpes en la cara y laceraciones en la región torácica de carácter leve, y una fractura de cráneo, mortal, justo detrás del oído derecho. Vestía pantalón negro con abalorios blancos, que la policía encontró bajados hasta la rodilla, blusa rosa, con grandes botones negros, subida por encima de los senos. Los zapatos eran de tipo minero, con suela de tractor. Llevaba el sostén y las bragas puestas. A las diez de la mañana el sitio estaba lleno de curiosos. Según el judicial José Márquez, a cargo de la investigación, la mujer fue atacada y muerta en el mismo lugar. Los periodistas que lo conocían le pidieron que los dejara acercarse para tomarle una foto y el judicial no puso reparos. No se sabía quién era porque no llevaba ningún tipo de identificación encima. Pero parecía tener menos de veinte años, dijo José Márquez. Entre los periodistas que se acercaron al cadáver estaba Sergio González. Nunca había visto una muerta. Las pilas de neumáticos formaban, a intervalos, algo parecido a unas cuevas. Si la noche era fría no era un mal sitio para meterse a dormir. Uno tenía que entrar arrodillado. Y probablemente salir era aún más difícil. Vio dos piernas y una manta. Oyó que los periodistas de Santa Teresa le pedían a José Márquez que la destapara y que éste se reía. No quiso seguir allí y se fue caminando hasta la carretera en donde tenía estacionado su Beetle de alquiler. Al día siguiente se identificó a la víctima como Michele Sánchez Castillo, de dieciséis años. La necropsia, según el informe forense, estableció que la muerte fue debida a un traumatismo craneoencefálico severo y que no fue violentada sexualmente. Se encontraron restos de piel en las uñas por lo que era posible sostener que luchó contra su agresor hasta el final. Los golpes en la cara y en los costados eran una evidencia más de la lucha que mantuvo con su asesino. Tras el frotis vaginal se podía concluir asimismo que no había sido violada. Sus familiares dijeron que Michele fue a visitar a una amiga el día cinco de abril, de donde salió a buscar trabajo en una maquiladora. Según el comunicado de la policía probablemente fue atacada y asesinada entre la noche del cinco y la madrugada del seis. No se encontraron huellas dactilares en la barra de hierro.

Sergio González entrevistó al judicial José Márquez. Llegó cuando recién la noche había empezado a instalarse sobre la ciudad y el edificio de la policía judicial estaba casi vacío. Un tipo que hacía las veces de conserje le indicó cómo llegar a la oficina de José Márquez. Por el pasillo no se cruzó con nadie. La mayoría de los despachos tenían las puertas abiertas y en algún sitio impreciso se oía el ruido de una fotocopiadora. José Márquez lo atendió mirando la hora y al poco rato le pidió que, para ganar tiempo, lo acompañara hasta los vestidores. Mientras el judicial se desnudaba Sergio le preguntó cómo era posible que Michele Sánchez hubiera llegado viva al patio trasero de la embotelladora. Es perfectamente posible, le contestó Márquez. Según tengo entendido, dijo Sergio, las mujeres son secuestradas en un lugar, son llevadas a otro lugar, en donde se las viola y luego se las mata, y finalmente sus cuerpos son arrojados en un tercer lugar, en este caso la trasera del galpón de almacenaje. En ocasiones ocurre eso, le dijo Márquez, pero no todos los asesinatos siguen un mismo patrón. Márquez metió su traje en una bolsa y se enfundó un chándal. Usted se preguntará, le dijo mientras por debajo de la chaqueta del chándal se acomodaba la sobaquera con su Desert Eagle calibre 357 Magnum, por qué el edificio está tan vacío. Sergio le dijo que lo más lógico era pensar que todos los judiciales estaban en la calle, trabajando. A esta hora, no, dijo Márquez. ¿Por qué, entonces?, dijo Sergio. Pues porque hoy es el partido de fútbol sala entre el equipo de la policía de Santa Teresa y el nuestro. ¿Y usted va a jugar?, dijo Sergio. Puede que sí, puede que no, soy reserva, dijo Márquez. Cuando abandonaron el vestuario, el judicial le dijo que no intentara buscarles una explicación lógica a los crímenes. Esto es una mierda, ésa es la única explicación, dijo Márquez.

Al día siguiente vio a Haas y a los padres de Michele Sánchez. Haas le pareció, si eso era posible, más frío que nunca. Y también más alto, como si en la cárcel las hormonas se le hubieran disparado y estuviera alcanzando su estatura final. Le preguntó por Michele Sánchez, le preguntó si tenía alguna opinión al respecto, le preguntó por los Bisontes y por todas las muertas que literalmente brotaban del desierto de Santa Teresa después de su detención. La respuesta de Haas fue desganada y sonriente y Sergio pensó que aunque él no fuera el culpable de las últimas muertes, seguro que era culpable de

algo. Luego, cuando abandonó la cárcel, pensó cómo podía juzgar a alguien por su sonrisa o por sus ojos. ¿Quién era él para atreverse a juzgar?

La madre de Michele Sánchez le dijo que desde hacía un año tenía sueños terribles. Se despertaba en mitad de la noche o mitad del día (cuando trabajaba en los turnos de noche) con la certeza de haber perdido para siempre a su pequeña. Sergio le preguntó si Michele era la menor de sus hijos. No, tengo otros dos más pequeños, dijo la mujer. Pero en mis sueños a la que perdía era a Michele. ¿Y eso? Pues no sé, dijo la mujer, Michele era una bebita, no tenía la edad de ahora, en mis sueños tenía unos dos años o tres a lo sumo, y de pronto desaparecía. Yo no veía al que me la robaba. No veía nada más que una calle vacía o un patio vacío o una habitación vacía. Y antes allí estaba mi pequeña. Y cuando volvía a mirar ya no estaba. Sergio le preguntó si la gente tenía miedo. Las madres sí, dijo la mujer. Algunos padres también. Pero la gente, no lo creo. Antes de despedirse, en la explanada de acceso al Parque Industrial Arsenio Farrel, la mujer dijo que los sueños empezaron por la misma época en que vio por primera vez a Florita Almada, en la televisión, Florita Almada, la Santa, como la llaman. Un enjambre de mujeres llegaba caminando o bajaba de los autobuses habilitados por las diversas maquiladoras del Parque. ¿Los camiones son gratis?, preguntó Sergio distraído. Aquí nada es gratis, dijo la mujer. Después le preguntó quién era esa tal Florita Almada. Es una viejita que aparece de vez en cuando en la tele de Hermosillo, en el

show de Reinaldo. Ella sabe qué se esconde detrás de los crímenes y nos puso en alerta, pero no le hicimos caso, nadie le hace caso. Ella ha visto las caras de los asesinos. Si quiere usted saber algo más vaya a verla y cuando la haya visto llámeme o escríbame. Así lo haré, dijo Sergio.

A Haas le gustaba sentarse en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba pensar. Le gustaba pensar que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo. Finalmente pensaba en el lujo. El lujo de tener memoria, el lujo de saber un idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo. Después abría los ojos y contemplaba, como desde un sueño, a algunos de los Bisontes que daban vueltas, como si pastaran, en el otro lado, en la parte soleada del patio. Los Bisontes pastan en el patio de la cárcel, pensaba y eso lo tranquilizaba como un sedante de acción rápida, pues en ocasiones, no muy a menudo, Haas iniciaba el día como si le hubieran introducido la punta de un cuchillo en la cabeza. El Tequila y el Tormenta estaban a su lado. A veces se sentía como un pastor incomprendido hasta por las piedras. Algunos presos parecían moverse en cámara lenta. El de los refrescos, por ejemplo, que se acercaba con tres Coca-Colas frías para ellos. O los que jugaban básket. La noche anterior, antes de acostarse, un vigilante lo fue a buscar y le dijo que lo siguiera, que don Enrique Hernández quería verlo. El narcotraficante no estaba solo. A su lado estaba el alcaide y un tipo que resultó ser su abogado. Acababan de comer y Enriquito Hernández le ofreció una taza de café que Haas rechazó dizque porque le quitaba el sueño. Todos se rieron menos el abogado, que no dio señales de haberlo oído. Me caes bien, gringo, le dijo el narcotraficante, sólo quería que supieras que se está investigando el asunto de los Bisontes. ¿Está claro? Clarísimo, don Enrique. Después lo invitaron a sentarse y le preguntaron por la vida de los presos. Al día siguiente le dijo al Tequila que el negocio estaba en manos de Enriquito Hernández. Díselo a tu carnal. El Tequila movió la cabeza afirmativamente y dijo: qué bueno. Qué suave es estar aquí, en la sombrita, dijo Haas.

Según la encargada del Departamento de Delitos Sexuales de Santa Teresa, una entidad gubernamental que tenía apenas medio año de existencia, la proporción de asesinatos en toda la república mexicana era de diez hombres por una mujer mientras que la proporción en Santa Teresa era de cuatro mujeres por cada diez hombres. La encargada se llamaba Yolanda Palacio y era una mujer de unos treinta años, de piel clara y pelo castaño, formal, aunque detrás de su formalidad se vislumbraba el deseo de ser feliz, el deseo de la fiesta permanente. ¿Pero qué es

la fiesta permanente?, se preguntó Sergio González. Tal vez lo que diferencia a algunos del resto de nosotros, que vivimos en la tristeza cotidiana. Ganas de vivir, ganas de hacerle la lucha, como decía su padre, ¿pero hacerle la lucha a qué, a lo inevitable? ¿Luchar

contra quién? ¿Y para conseguir qué? ¿Más tiempo, una certeza, el vislumbre de algo esencial? Como si hubiera algo esencial en este pinche país, pensó, como si lo hubiera en este pinche planeta mamador de su propia verga. Yolanda Palacio había estudiado Derecho en la Universidad de Santa Teresa, y luego se especializó en derecho penal en la Universidad de Hermosillo, pero no le gustaban los juzgados, lo descubrió un poco tarde, ni convertirse en litigante, así que se dedicó a la investigación. ¿Sabe usted cuántas mujeres son víctimas de delitos sexuales en esta ciudad? Más de dos mil cada año. Y casi la mitad son menores de edad. Y probablemente un número similar no denuncia la violación, por lo que estaríamos hablando de cuatro mil violaciones al año. Es decir, cada día violan a más de diez mujeres aquí, hizo un gesto como si los estupros se estuvieran cometiendo en el pasillo. Un pasillo mal iluminado por un tubo fluorescente de color amarillo, exactamente igual que el tubo fluorescente que permanecía apagado en la oficina de Yolanda Palacio. Algunas de las violaciones, por supuesto, acaban en asesinato. Pero no quiero exagerar, la mayoría se conforma con violar y ya está, se acabó, a otra cosa. Sergio no supo qué decir. ¿Sabe usted cuántas personas trabajamos en el Departamento de Delitos Sexuales? Sólo yo. Antes tuve una secretaria. Pero se cansó y se fue a Ensenada, donde tiene familia. Sopas, dijo Sergio. Eso, sí, sopas, mucho sopas por aquí y sopas por allá, mucho híjole, mucho chale, mucho sácatelas, pero a la hora de la verdad aquí nadie tiene memoria de nada, ni palabra de nada, ni huevos para hacer nada. Sergio miró el suelo y luego miró la cara cansada de Yolanda Palacio. Y, a propósito de sopas, dijo ésta, ¿tiene ganas de comer?, yo me muero de hambre, aquí cerca hay un restaurante que se llama El Rey del Taco, si le gusta la comida tex-mex debería ir. Sergio se levantó. La invito, dijo. Eso lo daba por supuesto, dijo Yolanda Palacio.

El doce de abril se encontraron los restos de una mujer en un campo vecino a Casas Negras. Los que la encontraron se dieron cuenta de que era una mujer por el pelo, negro y largo hasta la cintura. El cadáver se hallaba en un estado de descomposición avanzada. Tras el examen del forense se dictaminó que la víctima tenía entre veintiocho y treintaitrés años, un metro sesentaisiete de estatura y que las causas de la muerte fueron dos golpes contusos muy fuertes en la región tempoparietal. No llevaba identificación. Vestía pantalón negro, una blusa verde y zapatos tenis. En uno de los bolsillos del pantalón se encontraron las llaves de un coche. Su perfil no encajaba con el de las desaparecidas de Santa Teresa. Probablemente llevaba muerta un par de meses. El caso se archivó.

Sin que supiera muy bien por qué, puesto que no creía en videntes, Sergio González buscó a Florita Almada en los estudios del Canal 7 de Hermosillo. Habló con una secretaria, luego con otra, luego con Reinaldo. Éste le dijo que no era fácil ver a Florita. Sus amigos, dijo Reinaldo, la protegemos. Protegemos su intimidad. Somos un escudo humano alrededor de la Santa. Sergio se identificó como periodista y dijo que la intimidad de Florita estaba garantizada. Reinaldo le dio una cita para esa noche. Sergio volvió a su hotel y trató de escribir el borrador de la crónica sobre los asesinatos de mujeres, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no podía escribir nada. Bajó al bar del hotel y estuvo bebiendo y leyendo periódicos locales. Después subió a su habitación, se dio una ducha y volvió a bajar. Media hora antes de la hora señalada por Reinaldo tomó un taxi y le pidió que diera algunas vueltas por el centro antes de dirigirse a su cita. El taxista le preguntó de dónde era. Del DF, dijo Sergio. Ciudad loca, dijo el taxista. Una vez me asaltaron siete veces el mismo día. Sólo faltó que me violaran, dijo el taxista riéndose en el espejo retrovisor. Las cosas han cambiado, dijo Sergio, ahora son los taxistas los que asaltan a la gente. Eso he oído decir, dijo el taxista, ya era hora. Depende de cómo se mire, dijo Sergio. La cita era en un bar de clientela masculina. El lugar se llamaba Popeye y un matón de casi dos metros y más de cien kilos vigilaba la puerta. En el interior había una barra que hacía zigzag y mesillas enanas iluminadas con pequeñas lámparas y sillones forrados de satén de color morado. Por los altavoces se oía música new age y los camareros iban vestidos de marineros. Reinaldo y un desconocido lo esperaban sentados en unos taburetes demasiado altos, junto a la barra. El desconocido tenía el pelo lacio, cortado a la moda, y vestía ropa cara. Se llamaba José Patricio y era el abogado de Reinaldo y de Florita. ¿Así que Florita Almada necesita un abogado? Todo el mundo necesita uno, dijo José Patricio muy serio. Sergio no quiso tomar nada y poco después los tres se subieron al BMW de José Patricio y enfilaron por calles cada vez más oscuras hacia la casa de Florita. Durante el viaje José Patricio quiso saber cómo era la vida de un periodista de nota roja en el DF y Sergio tuvo que confesar que él, en realidad, trabajaba para cultura y espectáculos. A grandes rasgos explicó cómo había entrado en contacto con los crímenes de Santa Teresa y José Patricio y Reinaldo lo escucharon con atención y recogimiento, como niños que oyen por enésima vez el mismo cuento que los aterroriza e inmoviliza, asintiendo gravemente con la cabeza, cómplices en el mismo secreto. Más adelante, sin embargo, cuando ya faltaba poco para llegar a la casa de Florita, Reinaldo quiso saber si Sergio conocía a un famoso presentador de Televisa. Sergio reconoció que lo conocía de nombre, pero que nunca había coincidido con él en una fiesta. Reinaldo contó entonces que ese presentador estuvo enamorado de José Patricio. Durante un tiempo venía todos los fines de semana a Hermosillo e invitaba a José Patricio y a sus amigos a la playa, en donde gastaba el dinero a manos llenas. José Patricio, por aquel entonces, estaba enamorado de un gringo, un profesor de Derecho de Berkeley, y no le hacía ni el más mínimo caso. Una noche, dijo Reinaldo, el famoso presentador me llevó a su habitación del hotel y me dijo que tenía algo que proponerme. Yo pensé que, tal como estaba de despechado, quería acostarse conmigo o llevarme al DF para que iniciase allí una nueva carrera en la televisión, apadrinado por él, pero el presentador lo único que quería era hablar y que Reinaldo lo escuchase. Al principio, dijo Reinaldo, yo sólo sentía desprecio. No es un hombre atractivo y en persona parece aún peor que en la tele. En esa época aún no conocía a Florita Almada y mi vida era la vida de un pecador. (Risas). En fin: lo despreciaba, probablemente también sentía un poquito de envidia por su suerte, que consideraba desproporcionada. Lo cierto es que lo acompañé a su habitación, dijo Reinaldo, la mejor

suite del mejor hotel de Bahía Kino, desde donde solíamos dar paseos en yate hasta la isla Tiburón o la isla Turner, todo el lujo del mundo, como te puedes figurar, dijo Reinaldo mientras miraba las pobres casas que flanqueaban la avenida por la que transitaba el BMW de José Patricio, y allí estaba el presentador famoso, el niño mimado de Televisa, sentado a los pies de la cama, con una copa en la mano, el pelo alborotado y los ojos achinaditos que casi no se le veían, y cuando me ve, cuando se da cuenta de que yo estoy en la habitación, de pie, esperando, va y me suelta que aquella noche probablemente va a ser la última noche de su vida. Como comprenderás, me quedé helado, porque de inmediato pensé: este puto primero me mata a mí y luego se mata él, todo con tal de darle un disgusto póstumo a José Patricio. (Risas). ¿Se dice así, no, póstumo? Más o menos, dijo José Patricio. Así que le dije, dijo Reinaldo, oye, no bromees. Oye, mejor salgamos a dar un paseo. Y mientras iba hablando buscaba con los ojos la pistola. Pero no vi ni una pistola por ninguna parte, aunque el presentador perfectamente bien la podía tener debajo de la camisa, como los pistoleros, aunque él, en ese instante, no tenía pinta de pistolero sino más bien de estar desesperado y solo. Recuerdo que encendí la tele y puse un programa nocturno que transmitían desde Tijuana, un talk-show, y le dije: seguro que tú, con los mismos medios, lo sabrías hacer mejor, pero el presentador ni siquiera se dignó echarle una ojeada a la tele. Lo único que hacía era mirar el suelo y murmurar que la vida no tenía sentido y que ya más valía morirse que seguir viviendo. Bla bla bla. Cualquier cosa que yo le dijera, comprendí entonces, estaba de más. Él ni siquiera me escuchaba, sólo quería tenerme cerca, por si acaso, ¿por si acaso qué?, no lo sé, pero por si acaso definitivamente. Recuerdo que me asomé al balcón y contemplé la bahía. Era noche de luna llena. Qué bonita es la costa, reflexioné, y lo peor es que no nos damos cuenta salvo en situaciones extremas, cuando apenas la podemos disfrutar. Qué bonita es la costa y la playa y el firmamento repleto de estrellas. Pero luego me cansé y volví a sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo decía con esas palabras,

en su poder, como si estuviera refiriendo una historia medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos? ¡Trescientas cuarentaicinco veces! Y trescientas cuarentaicinco veces había sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa. Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La contestación del tipo fue alucinante. Dijo que al principio pagaba lo que le pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente, creía él, lo llevaban de lástima. Ahorita mismo, le dijo al presentador de Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás: si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera. Digamos: se había convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle si iba a seguir intentándolo. ¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza no había nada que hacerle. Era un tipo loco, loco, loco, un loco de verdad, dijo Reinaldo, pero yo estaba en el hotel más loco de Bahía Kino y junto a mí, sentado a los pies de la cama, estaba el presentador más loco de la tele del DF, así que ¿qué podía pensar, realmente? Por supuesto, el presentador ya no se pensaba suicidar. Seguía sentado a los pies de la cama, pero tenía los ojos, unos ojos de perro cansado, clavados en la tele. ¿Qué te parece?, le dije. ¿Puede existir una persona así? ¿No es encantador? ¿No es la inocencia personificada? Entonces el presentador se levantó y tomó la pistola que todo ese tiempo había ocultado debajo de una pierna o debajo de una nalga y yo volví a empalidecer de golpe y él me hizo un gesto, un gesto apenas perceptible, como si me dijera que ya no tenía nada de que preocuparme y entró en el baño sin cerrar la puerta y yo pensé ay, chingados, ahorita se va a suicidar, pero él lo que hizo fue mear largamente, todo quedaba como en familia, todo encajaba, la tele encendida, la puerta abierta, la noche como un guante sobre el hotel, el espalda mojada perfecto, el espalda mojada que yo quería llevar a mi programa y que tal vez el presentador enamorado de José Patricio quería llevar a su programa, el espalda mojada monstruoso, el rey de la mala suerte, el hombre que cargaba sobre sus espaldas el destino de México, el espalda mojada sonriente, ese ser similar a un sapo, ese inerme dago seboso y poco inteligente, ese trozo de carbón que en otra reencarnación hubiera podido ser un diamante, ese intocable que no había nacido en la India sino en México, todo encajaba, de pronto todo encajaba y ya para qué suicidarse. Desde donde estaba vi que el presentador de Televisa guardaba la pistola en su neceser y luego cerraba el neceser y lo metía en un cajón del baño. Le pregunté si quería que fuéramos al bar del hotel a tomarnos unas copas. Bueno, dijo, pero antes quiso ver el final del programa. En la tele ya estaban hablando con otro tipo, creo que un amaestrador de gatos. ¿Qué canal es éste?, me dijo el presentador. El 35 de Tijuana, le contesté. El 35 de Tijuana, dijo él como si hablara en sueños. Luego salimos de la habitación. En el pasillo el presentador se detuvo y sacó un peine del bolsillo trasero de su pantalón y se peinó. ¿Cómo estoy?, me preguntó. Divino, le dije. Luego llamamos al elevador y esperamos. Qué día, dijo el presentador. Yo asentí con la cabeza. Cuando el elevador llegó nos metimos y bajamos hasta el bar sin decir ni una palabra. Poco después nos separamos y cada uno se fue a acostar.

Después de comer, cuando ambos miraban la noche a través de los ventanales del Rey del Taco, Yolanda Palacio le dijo que no todo era malo en Santa Teresa. No todo, en lo que concernía a las mujeres. Como si al estar con los estómagos satisfechos, y además cansados y con ganas de dormir, ambos apreciaran las cosas buenas, los detalles falseados de la esperanza. Fumaron. ¿Sabes cuál es la ciudad con el índice de desempleo femenino más bajo de México? Sergio González vio la luna del desierto, un fragmento, un corte helicoidal, asomándose por entre las azoteas. ¿Santa Teresa?, dijo. Pues sí, Santa Teresa, dijo la encargada del Departamento de Delitos Sexuales. Aquí casi todas las mujeres tienen trabajo. Un trabajo mal pagado y explotado, con horarios de miedo y sin garantías sindicales, pero trabajo al fin y al cabo, lo que para muchas mujeres llegadas de Oaxaca o de Zacatecas es una bendición. ¿Un corte helicoidal? No puede ser, pensó Sergio. Una ilusión óptica sí, unas nubes extrañas con forma de puritos, ropa tendida al viento nocturno, la mosca o el mosquito de Poe. ¿Así que aquí no hay desempleo femenino?, dijo. No sea sangrón, dijo Yolanda Palacio, claro que hay desempleo, femenino y masculino, sólo que aquí la tasa de desempleo femenino es mucho menor que en el resto del país. De hecho, se podría decir,

grosso modo, que todas las mujeres de Santa Teresa tienen trabajo. Pida cifras y compare.

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