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La parte de Archimboldi

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Su madre era tuerta. Tenía el pelo muy rubio y era tuerta. Su ojo bueno era celeste y apacible, como si no fuera muy inteligente, pero en cambio buena, un montón. Su padre era cojo. Había perdido la pierna en la guerra y había pasado un mes en un hospital militar cercano a Düren, pensando que de ésa no salía y viendo cómo los heridos que se podían mover (¡él no!) les robaban los cigarrillos a los heridos que no se podían mover. Cuando quisieron robarle sus cigarrillos, sin embargo, él cogió del cuello al ladrón, un tipo pecoso y de pómulos anchos, espaldas anchas, caderas anchas, y le dijo: ¡alto!, ¡con el tabaco de un soldado no se juega! Entonces el pecoso se alejó y cayó la noche y el padre tuvo la impresión de que alguien lo miraba.

En la cama de al lado había una momia. Tenía los ojos negros como dos pozos profundos.

—¿Quieres fumar? —dijo él.

La momia no contestó.

—Fumar es bueno —dijo él, y encendió un cigarrillo y buscó la boca de la momia entre las vendas.

La momia se estremeció. Tal vez no fuma, pensó él, y le retiró el cigarrillo. La luna iluminó la punta del cigarrillo, que estaba manchada por una especie de moho blanco. Entonces volvió a introducírselo entre los labios, al tiempo que le decía: fuma, fuma, olvídate de todo. Los ojos de la momia no lo soltaban, tal vez, pensó, es un camarada de batallón que me ha reconocido. ¿Pero por qué no me dice nada? Tal vez no puede hablar, pensó. El humo, de improviso empezó a salir por entre las vendas. Hierve, pensó, hierve, hierve.

El humo le salía a la momia por las orejas, por la garganta, por la frente, por los ojos, que ni aun así dejaban de mirarlo, hasta que él sopló y le retiró el cigarrillo de los labios y siguió soplando un rato más sobre la cabeza vendada hasta que el humo desapareció del todo. Después apagó el cigarrillo en el suelo y se quedó dormido.

Al despertar la momia ya no estaba a su lado. ¿Dónde está la momia?, dijo. Murió esta mañana, dijo alguien desde su cama. Entonces él encendió un cigarrillo y se puso a esperar el desayuno. Cuando lo dieron de alta se marchó cojeando hasta la ciudad de Düren. Allí tomó un tren que lo dejó en otra ciudad.

En esta ciudad esperó veinticuatro horas en la estación, comiendo sopa del ejército. El que distribuía la sopa era un sargento cojo como él. Hablaron durante un rato, mientras el sargento vaciaba cucharones de sopa en los platos de aluminio de los soldados y él comía, sentado en un banco de madera, un banco como de carpintero, que había a su lado. Según el sargento todo estaba a punto de cambiar. La guerra tocaba a su fin e iba a empezar una nueva época. Él le contestó, mientras comía, que nada iba a cambiar nunca. Ni siquiera ellos, que habían perdido cada uno una pierna, habían cambiado.

Cada vez que le contestaba, el sargento se reía. Si el sargento decía blanco, él decía negro. Si el sargento decía día, él decía noche. Y cuando oía sus respuestas el sargento se reía y le preguntaba si a la sopa le hacía falta sal, si estaba muy desabrida. Después se aburrió de esperar un tren que, a su parecer, no iba a llegar nunca y reemprendió la marcha a pie.

Vagó durante tres semanas por el campo, comiendo pan duro y robando frutas y gallinas en las granjas. Durante el viaje Alemania se rindió. Cuando se lo dijeron, él dijo: mejor. Una tarde llegó a su pueblo y llamó a la puerta de su casa. Abrió su madre y al verlo tan desastrado no lo reconoció. Después lo abrazaron y le dieron de comer. Él preguntó si la tuerta se había casado. Le dijeron que no. Esa noche fue a verla, sin cambiarse de ropa ni bañarse, pese a los ruegos de su madre para que al menos se afeitara. Cuando la tuerta lo vio de pie delante de la puerta de su casa lo reconoció enseguida. El cojo también la vio, asomada a la ventana, y levantó una mano y la saludó formalmente, incluso con algo de rigidez, pero ese saludo también se hubiera podido interpretar como un gesto que equivalía a decir que así era la vida. A partir de ese momento afirmó a quien quisiera escucharlo que en su pueblo todos estaban ciegos y que la tuerta era una reina.

En 1920 nació Hans Reiter. No parecía un niño sino un alga. Canetti y creo que también Borges, dos hombres tan distintos, dijeron que así como el mar era el símbolo o el espejo de los ingleses, el bosque era la metáfora en donde vivían los alemanes. De esta regla quedó fuera Hans Reiter desde el momento de nacer. No le gustaba la tierra y menos aún los bosques. Tampoco le gustaba el mar o lo que el común de los mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que no eran valles y precipicios que no eran precipicios.

Cuando la tuerta lo bañaba en un barreño, el niño Hans Reiter siempre se deslizaba de sus manos jabonosas y bajaba hasta el fondo, con los ojos abiertos, y si las manos de su madre no lo hubieran vuelto a subir a la superficie él se habría quedado allí, contemplando la madera negra y el agua negra en donde flotaban partículas de su propia mugre, trozos mínimos de piel que navegaban como submarinos hacia alguna parte, una rada del tamaño de un ojo, un abra oscura y serena, aunque la serenidad no existía, sólo existía el movimiento que es la máscara de muchas cosas, incluida la serenidad.

Una vez el cojo, que a veces miraba cómo la tuerta lo bañaba, le dijo que no lo subiera, a ver qué hacía. Desde el fondo del barreño los ojos grises de Hans Reiter contemplaron el ojo celeste de su madre y luego se puso de lado y se dedicó a contemplar, muy quieto, los fragmentos de su cuerpo que se alejaban en todas las direcciones, como naves sonda lanzadas a ciegas a través del universo. Cuando el aire se le acabó dejó de contemplar esas partículas mínimas que se perdían y comenzó a seguirlas. Se puso rojo y se dio cuenta de que estaba atravesando una zona muy parecida al infierno. Pero no abrió la boca ni hizo el menor gesto de subir, aunque su cabeza sólo estaba a diez centímetros de la superficie y de los mares de oxígeno. Finalmente los brazos de su madre lo izaron en el aire y se puso a llorar. El cojo, arrebujado en su viejo capote militar, miró el suelo y lanzó un escupitajo en medio de la chimenea.

A los tres años Hans Reiter era más alto que todos los niños de tres años de su pueblo y también más alto que cualquier niño de cuatro años y no todos los niños de cinco años eran más altos que él. Al principio caminaba con pasos inseguros y el médico del pueblo dijo que eso era debido a su altura y aconsejó darle más leche para fortalecer el calcio de los huesos. Pero el médico se equivocaba. Hans Reiter caminaba con pasos inseguros debido a que se movía por la superficie de la tierra como un buzo primerizo por el fondo del mar. En realidad, él vivía y comía y dormía y jugaba en el fondo del mar. Con la leche no hubo problemas, su madre tenía tres vacas y gallinas y el niño estaba bien alimentado.

El cojo a veces lo miraba caminar por el campo y se ponía a pensar si en su familia había habido alguna vez un tipo tan alto. El hermano de un tatarabuelo o bisabuelo, se decía, había servido a las órdenes de Federico el Grande, en un regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenta o el metro ochentaicinco. Ese regimiento o batallón de lujo había tenido muchas bajas, pues resultaba sumamente fácil apuntarles y hacer blanco en ellos.

En cierta ocasión, pensaba el cojo mientras veía a su hijo moverse con torpeza por los bordes de los huertos vecinos, el regimiento prusiano había quedado frente a frente a un regimiento ruso de similares características, campesinos de un metro ochenta o de un metro ochentaicinco vestidos con casacas verdes de la Guardia Imperial Rusa, y se habían enfrentado y la mortandad fue terrible, incluso cuando los regimientos de ambos ejércitos habían retrocedido, estos dos regimientos de gigantes siguieron enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo que sólo cesó cuando los generales en jefe enviaron órdenes irrestrictas de retirada hacia las nuevas posiciones.

Antes de irse a la guerra el padre de Hans Reiter medía un metro sesentaiocho. Cuando volvió, tal vez porque le faltaba una pierna, medía tan sólo un metro sesentaicinco. Un regimiento de gigantes es cosa de locos, pensaba. La tuerta medía un metro sesenta y pensaba que los hombres, a más altos, mejores.

A los seis años Hans Reiter era más alto que todos los niños de seis, más alto que todos los niños de siete, más alto que todos los niños de ocho, más alto que todos los niños de nueve y que la mitad de los niños de diez. Y, además, a los seis años había robado un libro por primera vez. El libro se llamaba

Algunos animales y plantas del litoral europeo. Lo escondió debajo de su cama aunque en la escuela nunca nadie echó de menos el libro. Por aquella misma época empezó a bucear. En el año 1926. Nadaba desde los cuatro años y metía la cabeza en el agua y abría los ojos y luego su madre lo reñía porque todo el día andaba con los ojos rojos y temía que la gente, al verlo, pensara que el niño se pasaba el día llorando. Pero bucear no supo hasta que cumplió los seis años. Metía la cabeza, se sumergía un metro y abría los ojos y miraba. Eso sí. Pero bucear no. A los seis decidió que un metro era muy poco y se lanzó en picado hacia el fondo del mar.

El libro

Algunos animales y plantas del litoral europeo lo tenía dentro de la cabeza, como suele decirse, y mientras buceaba iba pasando páginas lentamente. Así descubrió a la

Laminaria digitata, que es un alga de gran tamaño, compuesta por un tallo robusto y una hoja ancha, tal como decía el libro, en forma de abanico de donde salían numerosas secciones en tiras que parecían, en realidad, dedos. La

Laminaria digitata es un alga de mares fríos como el Báltico, el Mar del Norte y el Atlántico. Se la encuentra en grandes grupos, en el nivel más bajo de la marea y bajo las costas rocosas. La marea baja suele dejar al descubierto bosques de estas algas. Cuando Hans Reiter vio por primera vez un bosque de algas se emocionó tanto que se puso a llorar debajo del agua. Esto parece difícil, que un ser humano llore mientras bucea con los ojos abiertos, pero no olvidemos que Hans tenía entonces sólo seis años y que en cierta forma era un niño singular.

La

Laminaria digitata es de color marrón claro y se parece a la

Laminaria hyperborea, que posee un tallo más áspero, y a la

Saccorhiza polyschides, que tiene un tallo con protuberancias bulbosas. Estas dos algas, sin embargo, viven en las aguas profundas y aunque a veces, algunos mediodías de verano, Hans Reiter nadaba hasta alejarse de la playa o del roquerío en donde dejaba su ropa y luego se sumergía, no pudo verlas nunca, sólo alucinarlas, allá en el fondo, un bosque quieto y silencioso.

Por esa época comenzó a dibujar en un cuaderno todo tipo de algas. Dibujó la

Chorda filum, que es un alga compuesta por largos cordones delgados que pueden, sin embargo, llegar a alcanzar los ocho metros de longitud. Carecen de ramas y su apariencia es delicada, pero en realidad son muy fuertes. Crecen por debajo de la marca de la marea baja. Dibujó también la

Leathesia difformis, que es un alga compuesta por bulbos redondeados de color marrón oliváceo, que crece en las rocas y sobre otras algas. Su aspecto es extraño. Nunca vio ninguna, pero soñó muchas veces con ellas. Dibujó la

Ascophyllum nodosum, que es un alga parda de patrón desordenado que presenta unas ampollas ovoides a lo largo de sus ramas. Existen, entre las

Ascophyllum nodosum, algas diferenciadas macho y hembra que producen unas estructuras frutales similares a pasas. En el macho son amarillas. En la hembra de un color verdusco. Dibujó la

Laminaria saccharina, que es un alga compuesta por una única fronda larga y con forma de cinturón. Cuando está seca se pueden apreciar en su superficie cristales de una sustancia dulce que es el manitol. Crece en las costas rocosas sujeta a múltiples objetos sólidos, aunque a menudo es arrastrada por el mar. Dibujó la

Padina pavonia, que es un alga poco frecuente, de pequeño tamaño, con forma de abanico. Es una especie de aguas calientes que se puede encontrar desde las costas meridionales de la Gran Bretaña hasta el Mediterráneo. No existen especies afines. Dibujó la

Sargassum vulgare, que es un alga que vive en las playas rocosas y pedregosas del Mediterráneo y que, entre las frondas, posee pequeños órganos reproductores pedunculados. Se la puede encontrar tanto en niveles bajos de agua como en las grandes profundidades. Dibujó la

Porphyra umbilicalis, que es un alga particularmente hermosa, de hasta veinte centímetros de longitud y de color rojizo purpúreo. Crece en el Mediterráneo, en el Atlántico, en el Canal de la Mancha y en el Mar del Norte. Existen varias especies de

Porphyra y todas ellas son comestibles. Los galeses, sobre todo, son quienes más las comen.

—Los galeses son unos cerdos —dijo el cojo a una pregunta de su hijo—. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben fingir bien al final lo parecen. Los escoceses son más cerdos que los ingleses y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos, pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia? ¿A Noruega? ¿A Finlandia? Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los prusianos? Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris. Un gris revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otra roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la taberna de Krebs.

Al joven Hans Reiter también le gustaba caminar, como un buzo, pero no le gustaba cantar porque los buzos, precisamente, nunca cantan. A veces salía de su pueblo en dirección hacia el este, por un camino de tierra rodeado de bosques, y llegaba a la Aldea de los Hombres Rojos, que se dedicaban a vender turba. Si seguía hacia el este, estaba la Aldea de las Mujeres Azules, rodeada por un lago que se secaba en verano. Ambas aldeas le parecían aldeas fantasmas, habitadas por muertos. Más allá de la Aldea de las Mujeres Azules estaba el Pueblo de los Gordos. Allí olía mal, a sangre y carne en descomposición, un olor denso y espeso muy diferente del olor de su propio pueblo que olía a ropa sucia, a sudor pegado a la piel, a tierra meada, que es un olor delgado, un olor parecido al de la

Chorda filum.

En el Pueblo de los Gordos, como no podía ser menos, había muchos animales y varias carnicerías. A veces, mientras hacía el camino de vuelta, moviéndose como un buzo, veía a vecinos del Pueblo de los Gordos que deambulaban sin nada que hacer por las calles de la Aldea de las Mujeres Azules o por la Aldea de los Hombres Rojos y pensaba que tal vez la gente de esas dos aldeas, los que ahora eran fantasmas, habían muerto a manos de gente llegada del Pueblo de los Gordos, quienes en las artes de matar debían de ser temibles e implacables, aunque con él nunca se metían, entre otras razones porque era un buzo, es decir porque no pertenecía a ese mundo, al que sólo iba como explorador o de visita.

En otras ocasiones sus pasos lo llevaban hacia el oeste y así podía pasar por la calle principal de la Aldea Huevo, que cada año se iba alejando de los roqueríos, como si las casas se movieran solas y tendieran a buscar un sitio más seguro cerca de las hondonadas y de los bosques. Después de la Aldea Huevo estaba la Aldea Cerdo, una aldea que él suponía que su padre jamás visitaba, en donde había muchas chiquerizas y las piaras de cerdos más alegres de aquella región de Prusia, que parecían saludar al caminante sin importarle su condición social o edad o estado civil con gruñidos amistosos, casi musicales, o sin el casi, musicales del todo, mientras los aldeanos se quedaban inmóviles, con el sombrero en la mano, o cubriéndose con éste la cara, no se sabía si por modestia o por vergüenza.

Y más allá estaba el Pueblo de las Chicas Habladoras, chicas que iban a fiestas y bailes desenfrenados en pueblos aún más grandes cuyos nombres el joven Hans Reiter oía y olvidaba de inmediato, chicas que fumaban en la calle y hablaban de marineros de un gran puerto y que servían en barcos llamados así y asá y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato, chicas que iban al cine y veían películas emocionantísimas interpretadas por actores que eran los hombres más guapos del planeta y por actrices a quienes, si uno quería estar a la moda, tenía que imitar y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato. Cuando regresaba a su casa, como un buzo nocturno, su madre le preguntaba dónde había pasado el día y el joven Hans Reiter le decía lo primero que se le ocurría, menos la verdad.

La tuerta entonces lo miraba con su ojo celeste y el niño le sostenía la mirada con sus dos ojos grises y desde un rincón, cerca de la chimenea, el cojo los miraba a ambos con sus dos ojos azules y la isla de Prusia parecía resurgir, durante tres o cuatro segundos, del precipicio.

A los ocho años Hans Reiter dejó de interesarse por la escuela. Para entonces ya había estado en un tris de ahogarse un par de veces. La primera fue en verano y lo sacó del agua un joven turista de Berlín que se hallaba pasando las vacaciones en el Pueblo de las Chicas Habladoras. El joven turista vio a un niño cuya cabeza aparecía y desaparecía cerca de unas rocas y tras comprobar que efectivamente se trataba de un niño, pues el turista era miope y al primer golpe de vista pensó que era un alga, se quitó la chaqueta en donde llevaba unos papeles importantes y bajó por las rocas hasta que no pudo seguir más y tuvo que tirarse al agua. En cuatro brazadas llegó hasta donde estaba el niño y, tras mirar la costa desde el mar buscando un sitio idóneo para salir, empezó a nadar hasta un lugar a unos veinticinco metros de donde se había tirado.

El turista se llamaba Vogel y era un tipo de un optimismo fuera de cualquier comprensión. Puede que en realidad no fuera optimista sino loco y que aquellas vacaciones que pasaba en el Pueblo de las Chicas Habladoras obedecieran a una orden de su médico, el cual, preocupado por su salud, procuraba sacarlo de Berlín con el más mínimo pretexto. Si uno conocía de forma más o menos íntima a Vogel, pronto su presencia se hacía insoportable. Creía en la bondad intrínseca del género humano, decía que una persona con el corazón limpio podía viajar caminando desde Moscú hasta Madrid sin que nadie lo molestara, ni bestia ni policía ni mucho menos aduanero alguno, pues el viajero tomaría las providencias necesarias, entre ellas apartarse de vez en cuando de los caminos y proseguir su marcha a campo través. Era enamoradizo y torpe, de resultas de lo cual no tenía novia. De vez en cuando hablaba, sin importarle quién lo escuchara, de las propiedades lenitivas de la masturbación (como ejemplo ponía a Kant), que debía practicarse desde la más tierna edad hasta la más provecta, algo que por regla general hacía reír a las muchachas del Pueblo de las Chicas Habladoras que tuvieron oportunidad de oírlo y que aburría y asqueaba sobremanera a sus conocidos de Berlín que ya conocían de sobra esta teoría y que pensaban que Vogel, al explicarla con tanta contumacia, lo que hacía, realmente, era masturbarse delante de ellos o con ellos.

Pero también tenía un alto concepto del valor y cuando vio que un niño, aunque al principio le pareció un alga, se estaba ahogando, no dudó ni un momento en lanzarse al mar, que en aquella parte de los roqueríos no era precisamente calmo, y rescatarlo. Otra cosa es necesario apuntar y esa cosa es que el equívoco de Vogel (confundir a un niño de piel bronceada y de pelo rubio con un alga) lo atormentó aquella noche, cuando todo ya había pasado. En su cama, a oscuras, Vogel revivió los acontecimientos del día como hacía siempre, es decir, con gran satisfacción, hasta que de pronto volvió a ver al niño que se ahogaba y volvió a verse a sí mismo mirándolo y dudando de si se trataba de un ser humano o de un alga. De inmediato lo abandonó el sueño. ¿Cómo pudo confundir a un niño con un alga?, se preguntó. Y luego: ¿en qué puede parecerse un niño a un alga? Y luego: ¿hay algo que pueda tener en común un niño con un alga?

Antes de formularse una cuarta pregunta Vogel pensó que tal vez su médico de Berlín tenía razón y se estaba volviendo loco, o tal vez loco —lo que se suele entender por loco— no, pero sí que se estaba asomando, por llamarlo de algún modo, a la senda de la locura, pues un niño, pensó, no tiene nada en común con un alga y quien, mirando desde un roquerío, confunde a un niño con un alga es una persona que no tiene muy ajustados los tornillos, no un loco, precisamente, pues a los locos les falta un tornillo, pero sí alguien que no los tiene muy ajustados y que, por lo tanto, debería andar con más cuidado en todo lo que concierne a su salud mental.

Después, puesto que ya no iba a poder dormir durante toda la noche, se puso a pensar en el niño al que había salvado. Era muy flaco, recordó, y muy alto para su edad, y hablaba endemoniadamente mal. Cuando le preguntó qué le había pasado el niño le contestó:

—Nasao na.

—¿Qué? —dijo Vogel—. ¿Qué has dicho?

—Nasao na —repitió el niño. Y Vogel comprendió que nasao na significaba: no ha pasado nada.

Y así con el resto de su vocabulario, que a Vogel le pareció muy pintoresco y divertido, por lo que se puso a hacerle preguntas sin ton ni son, sólo por el gusto de escuchar al niño, que a todo contestaba con la mayor naturalidad, por ejemplo, cómo se llama ese bosque, decía Vogel, y el niño respondía elosque destav, que quería decir el bosque de Gustav, y: cómo se llama ese otro bosque de más allá, y el niño respondía elosque dereta, que quería decir el bosque de Greta, y: cómo se llama ese bosque negro que está a la derecha del bosque de Greta, y el niño respondía elosque sinbre, que quería decir el bosque sin nombre, hasta que llegaron a lo alto del roquerío en donde Vogel había dejado su chaqueta con sus papeles importantes en el bolsillo y el niño, a instancias de Vogel, que no le permitió meterse otra vez en el mar, rescató su ropa un poco más abajo, en una cueva como de gaviotas, y luego se despidieron, no sin antes presentarse:

—Yo me llamo Heinz Vogel —le dijo Vogel como si le hablara a un tonto—, ¿cómo te llamas tú?

Y el niño le dijo Hans Reiter, pronunciando su nombre con claridad, y luego se dieron la mano y cada uno se alejó en una dirección distinta. Eso recordaba Vogel dando vueltas en la cama, sin querer encender la luz y sin poderse dormir. ¿En qué podía asemejarse ese niño a un alga?, se preguntaba. ¿En la delgadez, en el pelo quemado por el sol, en la cara alargada y tranquila? Y también se preguntaba: ¿debo volver a Berlín, debo tomarme más en serio a mi médico, debo empezar a estudiarme a mí mismo? Finalmente se cansó de tantas preguntas, se hizo una paja y el sueño vino a por él.

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