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La parte de Archimboldi

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Halder, por lo demás, siempre fue generoso con él. A cada nueva visita le entregaba lo que llamaba su parte del botín, que en realidad no pasaba de ser una propina un poco desmesurada, pero que para Hans Reiter constituía una fortuna. Esa fortuna, por supuesto, no se la enseñó a sus padres, pues éstos no hubieran tardado en acusarlo de ladrón. Tampoco se compró nada para él. Consiguió una lata de galletas, en donde introdujo los pocos billetes y las muchas monedas, escribió en un papel «este dinero pertenece a Lotte Reiter», y la enterró en el bosque.

El azar o el demonio quiso que el libro que Hans Reiter escogió para leer fuera el

Parsifal, de Wolfram von Eschenbach. Cuando Halder lo vio con el libro se sonrió y le dijo que no lo iba a entender, pero también le dijo que no le causaba extrañeza que hubiera escogido aquel libro y no otro, de hecho, le dijo que ese libro, aunque no lo entendiera jamás, era el más indicado para él, de la misma forma que Wolfram von Eschenbach era el autor en el que encontraría una más clara semejanza con él mismo o con su espíritu o con lo que él deseaba ser y, lamentablemente, no sería jamás, aunque sólo le faltara un poquito así, dijo Halder casi pegando las yemas de los dedos pulgar e índice.

Wolfram, descubrió Hans, dijo sobre sí mismo: yo huía de las letras. Wolfram, descubrió Hans, rompe con el arquetipo del caballero cortesano y le es negado (o él se lo niega a sí mismo) el aprendizaje, la escuela de los clérigos. Wolfram, descubrió Hans, al contrario que los trovadores y los

minnesinger, rechaza el servicio a la dama. Wolfram, descubrió Hans, declara no poseer artes, pero no para ser tomado como un inculto, sino como una forma de decir que está liberado de la carga de los latines y que él es un caballero laico e independiente. Laico e independiente.

Por supuesto, hubo poetas medievales alemanes más importantes que Wolfram von Eschenbach. Friedrich von Hausen es uno de ellos, Walther von der Vogelweide es otro. Pero la soberbia de Wolfram (

yo huía de las letras, yo no poseía artes), una soberbia que da la espalda, una soberbia que dice

moríos, yo viviré, le confiere un halo de misterio vertiginoso, de indiferencia atroz, que atrajo al joven Hans como un gigantesco imán atrae a un delgado clavo.

Wolfram no poseía hacienda. Wolfram por lo tanto estaba sometido al servicio de vasallaje. Wolfram tuvo algunos protectores, condes que concedían la visibilidad a sus vasallos o al menos a algunos de sus vasallos. Wolfram dijo:

mi estilo es la profesión del escudo. Y mientras Halder le contaba todas estas cosas de Wolfram, como si dijéramos para situarlo en el lugar del crimen, Hans leyó de principio a final el

Parsifal, a veces en voz alta, mientras estaba en el campo o mientras recorría el camino que lo llevaba de su casa al trabajo, y no sólo lo entendió, sino que también le gustó. Y lo que más le gustó, lo que lo hizo llorar y retorcerse de risa, tirado sobre la hierba, fue que Parsifal en ocasiones cabalgaba (

mi estilo es la profesión del escudo) llevando bajo su armadura su vestimenta de loco.

Los años que pasó en compañía de Hugo Halder fueron provechosos para él. Las rapiñas continuaron, a veces con un ritmo alto, otras veces a un ritmo decreciente, en parte esto último porque ya poco quedaba por robar en la casa de campo sin que lo notara la prima de Hugo o el resto de la servidumbre. Sólo en una ocasión apareció el barón por sus dominios. Llegó en un coche negro, con las cortinas bajadas, y pernoctó una noche.

Hans creyó que lo vería, que tal vez el barón se dirigiría a él, pero nada de esto ocurrió. El barón sólo pasó una noche en la casa de campo, recorriendo las alas de la casa que estaban más abandonadas, en una permanente movilidad (y en un permanente silencio), sin molestar a los sirvientes, como si estuviera soñando y no pudiera comunicarse verbalmente con nadie. Por la noche cenó pan negro y queso y él mismo bajó a la bodega y eligió la botella de vino que abrió para acompañar su frugal comida. A la mañana siguiente desapareció antes de que clareara el día.

A la hija del barón, por el contrario, la vio muchas veces. Siempre acompañada por sus amigos. En tres ocasiones, durante el tiempo que Hans trabajó allí, coincidió su llegada con una estancia de Halder, y las tres veces Halder, profundamente cohibido ante la presencia de su prima, hizo de inmediato su maleta y se marchó. La última vez, mientras cruzaban el bosque que había sellado, de alguna manera, su complicidad, Hans le preguntó qué era lo que lo ponía tan nervioso. La respuesta de Halder fue escueta y malhumorada. Le dijo que él no lo entendería y siguió caminando bajo el techo del bosque.

En 1936 el barón cerró la casa de campo y despidió a los sirvientes, dejando allí sólo al guardabosques. Durante un tiempo Hans estuvo sin hacer nada y luego pasó a engrosar las filas de los ejércitos de trabajadores que construían carreteras en el Reich. Cada mes le mandaba a su familia el salario casi completo, pues sus necesidades eran frugales, aunque los días de descanso bajaba con otros compañeros a las tabernas de los pueblos más cercanos en donde bebían cerveza hasta quedar tirados en el suelo. Entre los jóvenes peones sin duda era el que mejor aguantaba la bebida, y en un par de ocasiones participó en concursos organizados espontáneamente para dilucidar quién bebía más en menos tiempo. Pero la bebida no le gustaba, o no le gustaba más que la comida, y el día en que su brigada estaba trabajando cerca de Berlín se dio de baja y se largó.

No le costó encontrar en la gran ciudad la dirección de Halder, en cuya casa se presentó en busca de ayuda. Halder le consiguió trabajo de dependiente en una papelería. Vivía por entonces en un cuarto de una casa de obreros, en donde le alquilaron una cama. La habitación la compartía con un tipo de unos cuarenta años que trabajaba de vigilante nocturno de una fábrica. El tipo se llamaba Füchler y tenía una enfermedad, posiblemente de origen nervioso, como él admitía, que unas noches se manifestaba en forma de reuma y otras noches como enfermedad cardiaca o como imprevistos ataques de asma.

Con Füchler se veían poco, pues uno trabajaba de noche y el otro de día, pero cuando coincidían el trato era excelente. Según le confesó este tal Füchler, hacía mucho tiempo había estado casado y había tenido un hijo. Cuando su hijo tenía cinco años había enfermado y al poco tiempo había muerto. Füchler no pudo soportar la muerte del niño y al cabo de tres meses de duelo, encerrado en el sótano de su casa, llenó una mochila con lo que encontró y se largó sin decirle nada a nadie. Durante un tiempo vagabundeó por los caminos de Alemania viviendo de la caridad o de lo que el azar tuviera a bien ofrecerle. Al cabo de los años llegó a Berlín, en donde un amigo lo reconoció en la calle y le ofreció trabajo. Este amigo, que ya estaba muerto, trabajaba de supervisor en la fábrica en donde Füchler cumplía actualmente sus labores de vigilante. La fábrica no era demasiado grande y durante mucho tiempo se dedicó a producir armas de caza, pero últimamente se había reconvertido y ahora se dedicaba a producir fusiles.

Una noche, al volver del trabajo, Hans Reiter encontró al vigilante Füchler acostado en la cama. La mujer que les alquilaba la habitación le había subido un plato de sopa. El aprendiz de la tienda de papelería se dio cuenta de inmediato de que su compañero de habitación se iba a morir.

La gente sana rehúye el trato con la gente enferma. Esta regla es aplicable a casi todo el mundo. Hans Reiter era una excepción. No les temía a los sanos ni tampoco a los enfermos. No se aburría nunca. Era servicial y tenía en alta estima la noción, esa noción tan vaga, tan maleable, tan desfigurada, de la amistad. Los enfermos, por lo demás, siempre son más interesantes que los sanos. Las palabras de los enfermos, incluso de aquellos que sólo son capaces de balbucear, siempre son más importantes que las palabras de los sanos. Por lo demás, toda persona sana es una futura persona enferma. La noción del tiempo, ah, la noción del tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva en el desierto. Los enfermos, por lo demás, muerden de verdad, mientras que las personas sanas hacen como que muerden pero en realidad sólo mastican aire. Por lo demás, por lo demás, por lo demás.

Antes de morir Füchler le propuso a Hans que, si quería, podía quedarse con su trabajo. Le preguntó cuánto ganaba en la papelería. Hans se lo dijo. Una miseria. Le escribió una carta de presentación para el nuevo supervisor, en donde se hacía responsable del comportamiento del joven Reiter, a quien, dijo, conocía desde siempre. Hans se lo pensó durante todo el día, mientras descargaba cajas de lápices y cajas de gomas de borrar y cajas de libretas y barría la acera de la papelería. Cuando volvió a casa le dijo a Füchler que le parecía bien, que cambiaría de trabajo. Esa misma noche se presentó en la fábrica de fusiles, que quedaba en las afueras, y tras una breve conversación con el supervisor llegaron a un acuerdo por el cual estaría a prueba durante quince días. Poco después murió Füchler. Como no tenía a nadie a quien entregarle sus pertenencias, se las quedó él. Un abrigo, dos pares de zapatos, una bufanda de lana, cuatro camisas, varias camisetas, siete pares de calcetines. La navaja de afeitar de Füchler se la regaló al dueño de la casa. Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontró varias novelas de vaqueros. Se las quedó él.

A partir de entonces el tiempo libre de Hans Reiter se multiplicó. Por la noche trabajaba recorriendo el patio de adoquines de la fábrica y los pasillos fríos de las salas alargadas con grandes ventanales de vidrio para aprovechar al máximo la luz solar, y por las mañanas, después de desayunar junto a algún puesto ambulante del barrio obrero donde vivía, dormía entre cuatro y seis horas y luego tenía las tardes libres para desplazarse al centro de Berlín en tranvía, en donde se presentaba en casa de Hugo Halder con el cual salía a pasear o a visitar cafeterías y restaurantes en donde el sobrino del barón invariablemente solía encontrar a algunos conocidos a los que les proponía negocios que nunca nadie aceptaba.

Por aquella época Hugo Halder vivía en uno de los callejones que hay junto a la Himmelstrasse, en un piso pequeño abarrotado de muebles antiguos y pinturas polvorientas que colgaban de la pared y su mejor amigo, aparte de Hans, era un japonés que trabajaba de secretario del encargado de asuntos agrícolas en la legación del Japón. El japonés se llamaba Noburo Nisamata pero Halder y también Hans lo llamaban Nisa. Tenía veintiocho años y era de carácter afable, dado a celebrar los chistes más inocentes y dispuesto a escuchar las ideas más disparatadas. Generalmente se juntaban en el café La Virgen de Piedra, a pocos pasos de la Alexanderplatz, adonde solían llegar Halder y Hans primero y comer cualquier cosa, una salchicha con un poco de chucrut, hasta que llegaba el japonés, una o dos horas más tarde, perfectamente vestido, y ya allí apenas se bebía un vaso de

whisky sin agua ni hielo, antes de abandonar a la carrera el local y perderse en la noche berlinesa.

Entonces Halder asumía la dirección. En taxi se desplazaban hasta el

cabaret Eclipse, en donde actuaban las peores cabareteras de Berlín, un grupo de mujeres viejas y sin talento que había encontrado el éxito en la exhibición sin tapujos de su fracaso, y en donde, pese a las carcajadas y a los silbidos, si uno tenía la suficiente familiaridad con un camarero como para que éste le consiguiera una mesa apartada, se podía conversar sin mayores problemas. El Eclipse era, además, un sitio barato, aunque durante esas noches de extravío berlinés el dinero no le importaba a Halder, entre otras razones porque siempre pagaba el japonés. Después, ya entonados, solían irse al Café de los Artistas, en donde no había variedades pero en donde se podía ver a algunos pintores del Reich y, cosa que a Nisa le producía un gran placer, uno podía compartir mesa con una de estas celebridades, a muchos de los cuales Halder conocía desde hacía tiempo y a algunos incluso tuteaba.

Del Café de los Artistas generalmente se iban a las tres de la mañana rumbo al Danubio, un

cabaret de lujo, en donde las bailarinas eran muy altas y muy hermosas y en donde en más de una ocasión tuvieron problemas con el portero o con el jefe de camareros para que pudiera entrar Hans, puesto que la vestimenta de éste, pobre de solemnidad, no se ajustaba a la etiqueta exigida. En los días de semana, por otra parte, Hans abandonaba a sus amigos a las diez de la noche para dirigirse corriendo a la parada del tranvía y llegar a la hora justa a su trabajo de vigilante nocturno. Durante aquellos días, si hacía buen tiempo, se pasaban las horas sentados en la terraza de un restaurante de moda, hablando de los inventos que se le ocurrían a Halder. Éste juraba que algún día, cuando tuviera tiempo, los patentaría y se haría rico, lo que causaba extraños ataques de hilaridad al japonés. La risa de Nisa tenía algo de histérico: se reía no sólo con los labios y con los ojos y con la garganta sino también con las manos y con el cuello y con los pies, que daban pequeños zapatazos contra el suelo.

En cierta ocasión, después de explicarles la utilidad de una máquina que produciría nubes artificiales, Halder de improviso le preguntó a Nisa si su cometido en Alemania era el que él decía o bien cumplía funciones de agente secreto. La pregunta, de sopetón, pilló a Nisa desprevenido y al principio no la entendió del todo. Después, cuando Halder le explicó seriamente el cometido de un agente secreto, Nisa estalló en un ataque de risa como Hans no había visto en su vida, a tal grado que de repente cayó desmayado sobre la mesa y él y Halder tuvieron que llevarlo en volandas al baño, en donde le echaron agua en la cara y consiguieron reanimarlo.

Nisa, por su parte, no hablaba mucho, ya fuera por discreción o porque no deseaba ofenderlos a ellos con su mala pronunciación del alemán. De vez en cuando, sin embargo, decía cosas interesantes. Decía, por ejemplo, que el zen era una montaña que se muerde la cola. Decía que el idioma que había estudiado era el inglés y que estaba destinado a Berlín por una de las tantas equivocaciones del ministerio. Decía que los samuráis eran como peces en una cascada pero que el mejor samurái de la historia fue una mujer. Decía que su padre había conocido a un monje cristiano que vivió quince años sin salir jamás del islote de Endo, a pocas millas de Okinawa, y que la isla era de roca volcánica y que carecía de agua.

Cuando decía estas cosas solía acompañarlas con una sonrisa. Halder, a su vez, lo contradecía afirmando que Nisa era sintoísta, que sólo le gustaban las putas alemanas, que además de alemán e inglés sabía hablar y escribir correctamente el finlandés, el sueco, el noruego, el danés, el neerlandés y el ruso. Cuando Halder decía estas cosas, Nisa reía despacito, ji ji ji, y le enseñaba a Hans sus dientes y le brillaban los ojos.

En ocasiones, sin embargo, sentado en las terrazas o alrededor de una oscura mesa de

cabaret, el trío se instalaba sin que viniera a cuento en un silencio obstinado. Parecían petrificarse de repente, olvidar el tiempo y volverse del todo hacia dentro, como si dejaran de lado el abismo de la vida diaria, el abismo de la gente, el abismo de la conversación y decidieran asomarse a una región como lacustre, una región romántica tardía, en donde las fronteras se cronometraban de crepúsculo a crepúsculo, diez, quince, veinte minutos que duraban una eternidad, como los minutos de los condenados a muerte, como los minutos de las parturientas condenadas a muerte que comprenden que más tiempo no es más eternidad y que sin embargo desean con toda su alma más tiempo, y esos vagidos eran los pájaros que cruzaban de vez en cuando y con cuánta serenidad el doble paisaje lacustre, como excrecencias lujosas o como latidos del corazón. Después, como es natural, salían acalambrados del silencio y volvían a hablar de inventos, de mujeres, de filología finlandesa, de la construcción de carreteras en la geografía del Reich.

En no pocas ocasiones acababan sus correrías nocturnas en el piso de una tal Grete von Joachimsthaler, vieja amiga de Halder y con quien éste mantenía una relación llena de subterfugios y malentendidos.

A casa de Grete solían acudir músicos, incluso un director de orquesta que afirmaba que la música era la cuarta dimensión y a quien Halder estimaba mucho. El director de orquesta tenía treintaicinco años y era admirado (las mujeres desfallecían por él) como si tuviera veinticinco y respetado como si tuviera ochenta. Por regla general cuando acudía a terminar las veladas al piso de Grete se sentaba junto al piano, que no tocaba ni con la punta del meñique, y de inmediato era rodeado por una corte de amigos y seguidores embobados, hasta que decidía levantarse y emerger como un apicultor de un enjambre de abejas, sólo que este apicultor no iba protegido por un traje de malla ni por un casco y ay de la abeja que se atreviera a picarle, aunque sólo fuera de pensamiento.

La cuarta dimensión, decía, contiene a las tres dimensiones y les adjudica, de paso, su valor real, es decir anula la dictadura de las tres dimensiones, y anula, por lo tanto, el mundo tridimensional que conocemos y en el que vivimos. La cuarta dimensión, decía, es la riqueza absoluta de los sentidos y del Espíritu (con mayúscula), es el ojo (con mayúscula), es decir el Ojo, que se abre y anula los ojos, que comparados con el Ojo son apenas unos pobres orificios de fango, fijos en la contemplación o en la ecuación nacimiento-aprendizaje-trabajo-muerte, mientras el Ojo se remonta por el río de la filosofía, por el río de la existencia, por el río (rápido) del destino.

La cuarta dimensión, decía, sólo era expresable mediante la música. Bach, Mozart, Beethoven.

Era difícil acercarse al director de orquesta. Es decir, no era difícil acercarse físicamente, pero era difícil que él, cegado por los focos, separado de los demás por el foso, consiguiera verte. Una noche, sin embargo, el trío pintoresco que componían Halder, el japonés y Hans captó su atención y le preguntó a la anfitriona quiénes eran. Ésta le dijo que Halder era un amigo, hijo de un pintor que en otros tiempos prometía, sobrino del barón Von Zumpe, y que el japonés trabajaba en la embajada japonesa y que el joven alto y desgarbado y mal vestido era sin duda un artista, un pintor, posiblemente, al que Halder protegía.

El director de orquesta, entonces, quiso conocerlos y la anfitriona, exquisita, llamó al sorprendido trío con el dedo índice y los condujo a un lugar apartado del piso. Durante un rato, como es natural, no supieron qué decirse. El director les habló, una vez más, pues por entonces ése era su tema favorito, de la música o de la cuarta dimensión, no quedaba muy claro dónde acababa una y empezaba la otra, tal vez el punto de unión entre ambas, a juzgar por ciertas palabras misteriosas del director, fuera el director mismo, en quien confluían de forma espontánea los misterios y las respuestas. Halder y Nisa a todo asentían, no así Hans. Según el director, la vida —tal cual— en la cuarta dimensión era de una riqueza inimaginable, etc., etc., pero lo verdaderamente importante era la distancia con que uno, inmerso en esa armonía, podía contemplar los humanos asuntos, con ecuanimidad, en una palabra, sin losas artificiales que oprimieran el espíritu entregado al trabajo y a la creación, a la única verdad trascendente de la vida, aquella verdad que crea más vida y luego más vida y más vida, un caudal inagotable de vida y alegría y luminosidad.

El director de orquesta hablaba y hablaba, de la cuarta dimensión y de algunas sinfonías que había dirigido o que pensaba dirigir próximamente, sin quitarles la vista de encima. Sus ojos eran como los ojos de un halcón que vuela y al mismo tiempo se complace en su vuelo, pero que también mantiene la mirada vigilante, la mirada capaz de discernir hasta el más mínimo movimiento allá abajo, en el dibujo confuso de la tierra.

Tal vez el director estaba algo borracho. Tal vez el director estaba cansado y pensaba en otras cosas. Tal vez las palabras que el director decía no expresaban en modo alguno su estado de ánimo, su talante, su disposición temblorosa ante el fenómeno artístico.

Esa noche, sin embargo, Hans le preguntó o se preguntó a sí mismo en voz alta (era la primera vez que hablaba) qué pensarían aquellos que vivían o frecuentaban la quinta dimensión. Al principio el director no le entendió del todo, pese a que el alemán de Hans había mejorado mucho desde que se fue con las brigadas camineras y más aún desde que vivía en Berlín. Luego captó la idea y dejó de mirar a Halder y a Nisa para concentrar su mirada de halcón o de águila o de buitre carroñero en los ojos grises y tranquilos del joven prusiano, que ya estaba formulando otra pregunta: ¿qué pensarían los que tenían acceso libre a la sexta dimensión de aquellos que se instalaban en la quinta o en la cuarta dimensión? ¿Qué pensarían los que vivían en la décima dimensión, es decir los que percibían diez dimensiones, de la música, por ejemplo? ¿Qué era para ellos Beethoven? ¿Qué era para ellos Mozart? ¿Qué era para ellos Bach? Probablemente, se contestó a sí mismo el joven Reiter, sólo ruido, ruido como de hojas arrugadas, ruido como de libros quemados.

En ese momento el director de orquesta levantó una mano en el aire y dijo o más bien susurró confidencialmente:

—No hable de libros quemados, querido joven.

A lo que Hans respondió:

—Todo es un libro quemado, querido director. La música, la décima dimensión, la cuarta dimensión, las cunas, la producción de balas y fusiles, las novelas del oeste: todo libros quemados.

—¿De qué habla? —dijo el director.

—Sólo daba mi opinión —dijo Hans.

—Una opinión como cualquier otra —dijo Halder que intentó, por si acaso, poner un punto final jocoso, que no lo enemistara con el director ni que enemistara a éste con su amigo—, una típica intervención de adolescente.

—No, no, no —dijo el director—, ¿a qué se refiere cuando habla de novelas del oeste?

—A novelas de vaqueros —dijo Hans.

Esta declaración pareció quitarle un peso de encima al director, que tras cruzar unas cuantas palabras amables con ellos no tardó en dejarlos. Más tarde, el director le diría a la anfitriona que Halder y el japonés parecían buenas personas, pero que el adolescente amigo de Halder funcionaba, sin ningún género de dudas, como una bomba de relojería: una mente burda y poderosa, irracional, ilógica, capaz de explotar en el momento menos indicado. Lo que no era cierto.

Por lo demás, las noches en el piso de Grete von Joachimsthaler solían acabar, cuando los músicos ya se habían ido, en la cama o en la bañera, una bañera como había pocas en Berlín, una bañera de dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho, esmaltada en negro y con patas de león, en donde Halder y luego Nisa masajeaban interminablemente a Grete, desde las sienes hasta los dedos de los pies, ambos perfectamente vestidos, incluso en ocasiones con el abrigo puesto (por expreso deseo de Grete), mientras ésta adoptaba aires de sirena, unas veces cara arriba, otras cara abajo, ¡otras sumergida!, su desnudez cubierta únicamente por la espuma.

Durante estas veladas amorosas Hans esperaba en la cocina, en donde se preparaba un tentempié y se bebía una cerveza, y luego caminaba, con el vaso de cerveza en una mano y el tentempié en la otra, por los amplios corredores del piso o se asomaba a las grandes ventanas de la sala desde las que se contemplaba el amanecer que se deslizaba como una ola por la ciudad ahogándolos a todos.

A veces Hans se sentía afiebrado y creía que era la necesidad de sexo lo que hacía arder su piel, pero se equivocaba. A veces Hans dejaba las ventanas abiertas para que se disipara el olor a humo de la sala y apagaba las luces y se sentaba en un sillón arrebujado en su abrigo. Entonces notaba el frío y sentía sueño y cerraba los ojos. Una hora después, cuando ya había amanecido del todo, sentía las manos de Halder y Nisa que lo removían y le decían que había que marcharse.

La señora Von Joachimsthaler nunca aparecía a aquellas horas. Sólo Halder y Nisa. Y Halder siempre con un envoltorio que trataba de disimular bajo el abrigo. Ya en la calle, aún adormilado, veía que las perneras de los pantalones de sus amigos estaban mojadas y también las mangas de sus trajes, y que las perneras y las mangas despedían un vaho tibio al entrar en contacto con el aire frío de la calle, un vaho sólo un poco menos denso del que salía por las bocas de Nisa y Halder, que a esa hora de la mañana se encaminaban, rechazando los taxis, al café más cercano para desayunar fuerte, y por la suya propia.

En 1939 Hans Reiter fue llamado a filas. Tras unos meses de entrenamiento lo destinaron al regimiento 310 de infantería hipomóvil, cuya base estaba a treinta kilómetros de la frontera polaca. El regimiento 310, más el regimiento 311 y el 312, pertenecía a la división de infantería hipomóvil 79, comandada entonces por el general Kruger, que a su vez pertenecía al décimo cuerpo de infantería, comandado por el general Von Bohle, uno de los principales filatelistas del Reich. El regimiento 310 estaba comandado por el coronel Von Berenberg, y constaba de tres batallones. En el tercer batallón quedó encuadrado el recluta Hans Reiter, destinado primero como ayudante de ametralladorista y después como miembro de una compañía de asalto.

El capitán responsable de este último destino era un esteta llamado Paul Gercke, el cual creyó que la altura de Reiter era la indicada para infundir respeto e incluso temor en, digamos, una carga de ejercicio o un desfile militar de las compañías de asalto, pero que sabía que en caso de combate real y no simulado la misma altura que lo había llevado a ese puesto iba a ser, a la larga, su perdición, pues en la práctica el mejor soldado de asalto es aquel que mide poco y es delgado como un espárrago y se mueve con la velocidad de una ardilla. Por supuesto, antes de convertirse en soldado de infantería del regimiento 310, de la división 79, Hans Reiter, puesto en la disyuntiva de elegir, intentó que lo enviaran al servicio de submarinos. Esta pretensión, avalada por Halder, que movió o dijo que había movido a todas sus amistades militares y funcionariales, la mayoría de las cuales, según sospechaba Hans, eran más imaginarias que reales, sólo provocó ataques de risa en los marinos que controlaban las listas de enganche de la marina alemana, en especial de aquellos que conocían las condiciones de vida de los submarinos y las medidas reales de los submarinos, en donde un tipo que medía un metro noventa terminaría con toda seguridad por convertirse en una maldición para el resto de sus compañeros.

Lo cierto es que, pese a sus influencias, imaginarias o no, Hans fue rechazado de la manera más indigna de la marina alemana (en donde le recomendaron, jocosamente, que se hiciera tanquista) y se tuvo que contentar con su primer destino, la infantería hipomóvil.

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