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La parte de Archimboldi

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¿Quién prende fuego a esos bosques?, le preguntaba a veces Reiter a Wilke y Wilke se encogía de hombros y lo mismo hacían Neitzke y Kruse y el sargento Lemke, agotados de tanto caminar, pues la división 79 era una división hipomóvil, es decir una división que se movía por tracción animal, y allí los únicos animales eran las mulas y los soldados, y las mulas servían para arrastrar el material pesado y los soldados servían para caminar y combatir, como si la guerra relámpago jamás hubiera asomado su ojo blanco en el organigrama de la división, como en los tiempos napoleónicos, decía Wilke, marchas y contramarchas y marchas forzadas, más bien siempre marchas forzadas, decía Wilke, y luego decía, sin levantarse del suelo, como el resto de sus compañeros, no sé quién demonios incendia los bosques, nosotros seguro que no hemos sido, ¿verdad, muchachos?, y Neitzke decía no, nosotros no, y Kruse y Barz decían lo mismo, y hasta el sargento Lemke decía que no, nosotros hemos quemado esa aldea de allá o hemos bombardeado esa aldea de la izquierda o de la derecha, pero el bosque no, y sus hombres asentían y nadie decía una palabra más, sólo se quedaban mirando el fuego del bosque, cómo el fuego iba convirtiendo la isla oscura en isla roja anaranjada, tal vez ha sido el batallón del capitán Ladenthin, decía uno, ellos venían por allí, han debido encontrar resistencia en el bosque, tal vez ha sido la compañía de zapadores, decía otro, pero la verdad es que no habían visto nada, ni soldados alemanes en los alrededores ni soldados soviéticos resistiendo en ese sector, sólo el bosque negro en medio de un mar amarillo y bajo un cielo celeste brillante, y de pronto, sin previo aviso, como si estuvieran en un gran teatro de trigo y el bosque fuera el escenario y el proscenio de ese teatro circular, el fuego que lo devoraba todo y que era hermoso.

Después de cruzar el Bug la división cruzó el Dniéper y penetró en la península de Crimea. Reiter combatió en Perekop y en varias aldeas cercanas a Perekop cuyo nombre nunca supo pero por cuyas calles de tierra anduvo, apartando cadáveres, ordenando a los viejos, a las mujeres y a los niños que entraran en sus casas y no salieran. A veces se sentía mareado. A veces notaba que al levantarse bruscamente la visión se le nublaba, se le volvía negra, llena de puntitos granulados semejantes a una lluvia de meteoritos. Pero los meteoritos se movían de una manera muy extraña. O no se movían. Eran meteoritos inmóviles. A veces se lanzaba, junto con sus compañeros, a la conquista de una posición enemiga sin tomar la más mínima precaución, lo que le acarreó fama de temerario y valiente, aunque él sólo buscaba una bala que pusiera paz en su corazón. Una noche, sin proponérselo, habló del suicidio con Wilke.

—Los cristianos nos masturbamos pero no nos suicidamos —le dijo Wilke y Reiter, antes de dormirse, se quedó pensando en sus palabras, pues sospechaba que tras la broma de Wilke tal vez se escondía una verdad.

Sin embargo no por ello cambió de parecer. Durante la batalla por la toma de Chornomorske, en donde tuvo un papel destacado el regimiento 310 y en especial el batallón de Reiter, éste expuso su vida al menos en tres ocasiones, la primera al asaltar una casamata hecha con ladrillos en las afueras de Kirovske, en el empalme entre Chernishove, Kirovske y Chornomorske, una casamata que no hubiera resistido ni una sola andanada de artillería, una casamata que a Reiter lo emocionó nada más verla porque revelaba pobreza e inocencia, como si hubiera sido construida por niños y estuviera defendida por otros niños. La compañía carecía de munición de morteros y decidieron tomarla al asalto. Pidieron voluntarios. Reiter fue el primero en dar un paso al frente. Se le unió casi enseguida el soldado Voss, que también era un valiente o un suicida en potencia, y otros tres soldados más. El asalto fue rápido: Reiter y Voss avanzaron por el flanco izquierdo de la casamata, los otros tres por el derecho. Cuando estaban a veinte metros unos disparos de fusilería salieron del interior de la casamata. Los tres que iban por el flanco derecho se echaron a tierra. Voss dudó. Reiter siguió corriendo. Oyó el zumbido de una bala que le pasó a pocos centímetros de la cabeza pero no se agachó. Por el contrario, su cuerpo pareció empinarse en un vano afán de ver los rostros de los adolescentes que iban a acabar con su vida, pero no pudo ver nada. Otra bala le rozó el brazo derecho. Sintió que alguien lo empujaba por la espalda y lo derribaba. Era Voss, que aunque temerario aún conservaba algo de sentido común.

Durante un rato vio cómo su compañero, tras haberlo arrojado al suelo, se ponía a reptar en dirección a la casamata. Vio piedras, yerbajos, flores silvestres y las suelas herradas de Voss que lo dejaba atrás, levantando una diminuta nube de polvo, diminuta para él, se dijo, pero no para las caravanas de hormigas que cruzaban la tierra de norte a sur mientras Voss reptaba de este a oeste. Luego se levantó y se puso a disparar hacia la casamata, por encima del cuerpo de Voss, y volvió a oír las balas que silbaban cerca de su cuerpo, mientras él disparaba y caminaba, como si estuviera paseando y tomando fotos, hasta que la casamata explotó alcanzada por una granada y luego por otra y otra, arrojadas por los soldados del flanco derecho.

La segunda ocasión en la que estuvo a punto de morir fue en la toma de Chornomorske. Los dos principales regimientos de la división 79 comenzaron el ataque después de que toda la artillería divisionaria se concentrara en el sector de los muelles, una zona desde la que partía la carretera que unía Chornomorske con Evpatoria, Frunze, Inkerman y Sebastopol, y que carecía de accidentes geográficos de consideración. El primer ataque fue rechazado. El batallón de Reiter, que se mantenía en la reserva, salió con la segunda oleada. Los soldados echaron a correr por encima de las alambradas mientras la artillería corregía el tiro y machacaba los nidos de ametralladora soviéticos que habían sido localizados. Mientras corría, Reiter empezó a sudar como si de pronto, en una fracción de segundo, hubiera enfermado. Pensó que esta vez sí que moriría y la cercanía del mar contribuyó a reafirmar esta idea. Primero atravesaron un descampado y luego salieron por un huerto, con una casita desde una de cuyas ventanas, una ventana diminuta, asimétrica, los miró un viejo de barba blanca. A Reiter le pareció que el viejo estaba comiendo algo porque movía los carrillos.

Al otro lado del huerto había un camino de tierra y poco más allá vieron a cinco soldados soviéticos arrastrando con dificultad un cañón. Los mataron a los cinco y siguieron corriendo. Unos continuaron por el camino y otros se metieron en un bosquecillo de pinos.

En el bosque Reiter vio una figura entre la hojarasca y se detuvo. Era la estatua de una diosa griega o eso creyó. Tenía el pelo recogido y era alta y la expresión era impasible. Bañado en transpiración Reiter se puso a temblar y alargó el brazo. El mármol o la piedra, fue incapaz de precisarlo, estaba frío. La ubicación de la estatua no carecía de cierto sinsentido, pues aquel lugar oculto por las ramas de los árboles no era el sitio más idóneo para colocar una escultura. Durante un instante, breve y doloroso, Reiter pensó que debía preguntarle algo a la estatua, pero no se le ocurrió ninguna pregunta y su rostro se deformó en una mueca de sufrimiento. Luego echó a correr.

El bosque terminaba en una quebrada desde la que se veía el mar y el puerto y una especie de paseo marítimo bordeado de árboles y bancos para sentarse y casas blancas y edificios de tres pisos que parecían hoteles o clínicas de salud. Los árboles eran grandes y oscuros. Entre las colinas se distinguía alguna casa en llamas y en el puerto, empequeñecidas, un grupo de personas se agolpaban para subir a un barco. El cielo era muy azul y el mar parecía calmo, sin una ola. Por la izquierda, siguiendo un camino que descendía zigzagueante, aparecieron los primeros hombres de su regimiento mientras unos pocos rusos huían y otros levantaban los brazos y salían de unos almacenes de pescado cuyas paredes estaban ennegrecidas. Los hombres que iban con Reiter bajaron por la colina en dirección a una plaza alrededor de la cual se levantaban dos edificios nuevos, de cinco pisos, pintados de blanco. Al llegar a la plaza, desde varias ventanas, les dispararon. Los soldados se pusieron a cubierto detrás de los árboles, menos Reiter, que siguió caminando como si no hubiera oído nada hasta alcanzar la puerta de uno de los edificios. Una de las paredes estaba decorada con un mural en el que se veía a un viejo marinero leyendo una carta. Algunas líneas de ésta eran perfectamente visibles para el espectador, pero estaban escritas en alfabeto cirílico y Reiter no entendió nada. Las baldosas del suelo eran grandes y de color verde. No había ascensor por lo que Reiter empezó a subir por las escaleras. Al llegar al primer rellano le dispararon. Vio una sombra que se asomaba y luego sintió un aguijón en el brazo derecho. Siguió subiendo. Le volvieron a disparar. Se quedó quieto. La herida casi no sangraba y el dolor era perfectamente soportable. Tal vez ya esté muerto, pensó. Luego pensó que no lo estaba y que no debía desmayarse, no hasta recibir un balazo en la cabeza. Se dirigió a uno de los pisos y abrió la puerta de una patada. Vio una mesa, cuatro sillas, un aparador de cristal lleno de platos y con algunos libros encima. En la habitación encontró a una mujer y a dos niños de corta edad. La mujer era muy joven y lo miró aterrorizada. No te haré nada, le dijo, y trató de sonreír mientras retrocedía. Luego entró en otro piso y dos milicianos con el pelo cortado al rape levantaron las manos y se rindieron. Reiter ni siquiera los miró. De los otros pisos fue saliendo gente con traza de hambrientos o de reclusos de reformatorio. En una habitación, junto a una ventana abierta, encontró dos viejos fusiles que arrojó hacia la calle al tiempo que hacía señas a sus compañeros para que dejaran de disparar.

La tercera ocasión en que estuvo a punto de morir fue semanas después, durante el ataque a Sebastopol. El avance esta vez fue contenido. Cada vez que las tropas alemanas intentaban tomar una línea de defensa la artillería de la ciudad descargaba sobre ellos una lluvia de proyectiles. En las inmediaciones de la ciudad, junto a las trincheras rusas, se hacinaban los cuerpos destrozados de los soldados alemanes y rumanos. En más de una ocasión la lucha fue cuerpo a cuerpo. Los batallones de asalto llegaban a una trinchera en donde encontraban a marineros rusos y combatían durante cinco minutos, al cabo de los cuales uno de los dos bandos retrocedía. Pero luego volvían a aparecer más marineros rusos gritando hurra y la pelea recomenzaba. Para Reiter la presencia de los marineros en aquellas trincheras polvorientas estaba cargada de presagios funestos y liberadores. Uno de ellos, seguramente, lo mataría y entonces él volvería a sumergirse en las profundidades del Báltico o del Atlántico o del Mar Negro, pues todos los mares, finalmente, eran un único mar y en el fondo del mar lo aguardaba un bosque de algas. O simplemente desaparecería, sin más.

Según Wilke aquello era cosa de locos, ¿de dónde salían los marineros rusos?, ¿qué hacían los marineros rusos allí, a varios kilómetros de su elemento natural, el mar y los barcos? A menos que los Stukas hubieran hundido todos los barcos de la flota rusa, fantaseaba Wilke, y que el Mar Negro se hubiera secado, cosa que él, evidentemente, no creía. Pero esto sólo se lo decía a Reiter, pues los demás aceptaban todo lo que veían o les sucedía como algo normal. En uno de los ataques murió Neitzke y varios más de su compañía. Una noche, en las trincheras, Reiter se irguió en toda su estatura y se puso a contemplar las estrellas pero su atención, inevitablemente, se vio desviada hacia Sebastopol. La ciudad, a lo lejos, era una mole negra con bocas rojas que se abrían y se cerraban. Los soldados la llamaban la trituradora de huesos, pero esa noche a Reiter no le pareció una máquina sino la reencarnación de un ser mitológico, un animal vivo a quien le costaba respirar. El sargento Lemke le ordenó que se agachara. Reiter lo contempló desde lo alto, se sacó el casco, se rascó la cabeza y antes de que pudiera ponerse de nuevo el casco una bala lo tumbó. Mientras caía sintió cómo otra bala penetraba en su tórax. Miró al sargento Lemke con ojos apagados: le pareció similar a una hormiga que paulatinamente se iba haciendo más y más grande. A unos quinientos metros de allí cayeron varios proyectiles de artillería.

Dos semanas después recibió la cruz de hierro. Un coronel se la entregó en el hospital de campaña de Novoselivske, le dio la mano, le dijo que había estupendos informes sobre su actuación en Chornomorske y Mykolaivka y luego se marchó. Reiter no podía hablar pues una bala le había atravesado la garganta. La herida en el tórax ya no revestía gravedad y poco después fue trasladado de la península de Crimea hacia Krivoi Rog, en Ucrania, en donde había un hospital más grande y en donde volvieron a operarlo de la garganta. Tras la operación volvió a comer con normalidad, a mover el cuello como antes, pero siguió sin poder hablar.

Los médicos que lo trataban no sabían si darle un permiso para que volviera a Alemania o si reenviarlo hacia su división, que por entonces seguía sitiando Sebastopol y Kerch. La llegada del invierno y el contraataque soviético que consiguió desmoronar en parte las líneas alemanas pospuso la decisión y finalmente Reiter ni fue enviado a Alemania ni se reincorporó a su unidad.

Pero como tampoco podía permanecer en el hospital fue enviado, con otros tres heridos de la división 79, a la aldea de Kostekino, a orillas del Dniéper, que algunos llamaban por el nombre de Granja Modelo Budienny y otros por el nombre de Arroyo Dulce, debido a un arroyo, afluente del Dniéper, cuyas aguas eran de una dulzura y pureza inusuales en la comarca. Kostekino, por lo demás, no llegaba ni siquiera a ser una aldea. Unas cuantas casas desperdigadas bajo las colinas, cercas de madera que se caían de viejas, dos graneros podridos, una carretera de tierra que en invierno se volvía intransitable por la nieve y el barro que comunicaba la aldea con un pueblo por donde pasaba el tren. En las afueras había un

sovjoz abandonado que cinco alemanes intentaban volver a poner en marcha. La mayor parte de las casas estaban abandonadas, según algunos porque los aldeanos habían huido ante la irrupción del ejército alemán, según otros porque el ejército rojo los había enrolado a la fuerza.

Los primeros días Reiter durmió en lo que debía de haber sido una oficina agrónoma o tal vez la sede del Partido Comunista, el único edificio de ladrillos y cemento del pueblo, pero la convivencia con los pocos alemanes que vivían en Kostekino, los técnicos y los convalecientes, no tardó en resultarle intolerable. Así que decidió instalarse en una de las muchas isbas vacías. Todas parecían, a primera vista, iguales. Una noche, mientras tomaba café en la casa de ladrillos, Reiter escuchó una versión distinta: los aldeanos ni habían sido enrolados a la fuerza ni habían huido. El despoblamiento era consecuencia directa del paso por Kostekino de un destacamento del Einsatzgruppe C, los cuales procedieron a eliminar físicamente a todos los judíos de la aldea. Como no podía hablar no hizo ninguna pregunta, pero al día siguiente se dedicó a estudiar con mayor atención todas las casas.

En ninguna de ellas encontró rastro alguno que indicara el origen o la religión de sus antiguos moradores. Finalmente se instaló en una que estaba cerca del Arroyo Dulce. La primera noche que pasó allí tuvo pesadillas que lo despertaron varias veces. Era incapaz, sin embargo, de recordar con qué estaba soñando. La cama en la que dormía era una cama estrecha y muy mullida, junto a la chimenea, en el primer piso de la casa. El segundo piso era una especie de buhardilla en donde había otra cama y una ventana redonda y mínima, como el ojo de buey de un barco. En un arcón encontró varios libros, la mayoría en ruso, pero algunos, para su sorpresa, en alemán. Como sabía que muchos de los judíos del este conocían la lengua alemana supuso que la casa, en efecto, había pertenecido a un judío. A veces, en medio de la noche, tras despertar gritando de una pesadilla y encender la vela que siempre dejaba a un lado de la cama, se quedaba quieto durante mucho rato, sentado con las piernas fuera de las mantas, contemplando los objetos que danzaban con la luz de la vela, sintiendo que nada tenía remedio, mientras el frío lo iba helando paulatinamente. A veces, por la mañana, al despertar, volvía a quedarse quieto mirando el techo de barro y paja y pensaba que aquella casa tenía un no sé qué de femenino.

Cerca de allí vivían unos ucranianos que no eran de Kostekino y que habían llegado hacía poco para trabajar en el antiguo

sovjoz. Cuando salía de casa los ucranianos lo saludaban quitándose los gorros e inclinándose levemente. Reiter, los primeros días, ni siquiera contestaba a los saludos. Pero después, tímidamente, levantaba la mano y los saludaba como si les dijera adiós. Cada mañana iba al Arroyo Dulce. Con el cuchillo hacía un agujero y luego metía un cazo y sacaba algo de agua que bebía allí mismo sin importarle lo fría que estuviera.

Con la llegada del invierno todos los alemanes se recluyeron en el edificio de ladrillo y a veces celebraban fiestas que duraban hasta el amanecer. Nadie se acordaba de ellos, como si el colapso del frente los hubiera hecho desaparecer. A veces, los soldados salían en busca de mujeres. Otras veces hacían el amor entre ellos y nadie decía nada. Esto es el paraíso congelado, le dijo a Reiter uno de sus antiguos compañeros de la 79. Reiter lo miró como si no entendiera nada y el compañero le palmeó la espalda y dijo pobre Reiter, pobre Reiter.

En cierta ocasión, después de mucho sin hacerlo, Reiter se miró en un espejo encontrado en un rincón de su isba y le costó reconocerse. Tenía una barba rubia y enmarañada, el pelo largo y sucio, los ojos secos y vacíos. Mierda, pensó. Luego se quitó la venda de la garganta: la herida cicatrizaba aparentemente sin mayores problemas, pero la venda estaba sucia y las costras de sangre le daban un tacto acartonado, por lo que decidió arrojarla a la chimenea. Después se puso a buscar por toda la casa algo que le sirviera para reemplazar la venda y así encontró los papeles de Borís Abramovich Ansky y el escondite detrás de la chimenea.

El escondite era extremadamente simple pero también extremadamente ingenioso. La chimenea, que también servía de cocina, tenía la boca lo suficientemente ancha y el tiro lo suficientemente alargado como para que una persona, agachada, pudiera introducirse en ella. Si la anchura era perceptible a simple vista, la profundidad de la chimenea, vista desde fuera, resultaba indescifrable, pues las paredes tiznadas ejercían aquí la función del más sutil camuflaje. El ojo no podía apreciar la hendidura que se formaba al final de la bocana, hendidura escasa pero suficiente para que una persona, sentada y con las rodillas bien levantadas, permaneciera allí protegida por la oscuridad. Aunque para que el escondite funcionara a la perfección, meditó Reiter en la soledad de su isba, era necesario que hubiera dos personas: el que se escondía y alguien que se quedaba afuera y ponía una olla con sopa a calentar y luego encendía el fuego de la chimenea y lo atizaba una y otra vez.

Durante muchos días este problema ocupó su mente, pues creía que su resolución lo llevaría a conocer mejor la vida o la forma de pensar o el grado de desesperación que alguna vez aquejó a Borís Ansky o a alguien a quien Borís Ansky conocía muy bien. En varias ocasiones intentó encender el fuego desde dentro. Sólo una vez lo logró. Colgar una olla de agua o poner el samovar junto a los tizones resultaba una tarea imposible, por lo que finalmente decidió que quien había construido el escondrijo lo hizo pensando en que alguien, algún día, se escondería y otra persona lo ayudaría a esconderse. El que se salva, pensó Reiter, y el que lo salva. El que vivirá y el que morirá. El que huirá cuando caiga la noche y el que se quedará y se convertirá en víctima. A veces, por las tardes, se metía dentro del escondite, armado sólo con los papeles de Borís Ansky y una vela, y se estaba allí hasta bien avanzada la noche, hasta que se le acalambraban los músculos y se le helaba el cuerpo, leyendo, leyendo.

Borís Abramovich Ansky había nacido en el año 1909, en Kostekino, en aquella misma casa que ahora ocupaba el soldado Reiter. Sus padres eran judíos, como casi todos los habitantes de la aldea, y se ganaban la vida con el comercio de blusas, que el padre compraba al por mayor en Dnepropetrovsk y en ocasiones en Odessa y luego revendía por todas las aldeas de la comarca. La madre criaba gallinas y vendía huevos y no necesitaban comprar verduras pues poseían un huerto pequeño pero muy bien aprovechado. Sólo tuvieron un hijo, Borís, ya a avanzada edad, como el Abraham y la Sara bíblicos, algo que los llenó de alegría.

En ocasiones, cuando Abraham Ansky se reunía con sus amigos, solía bromear al respecto y decía, hablando de lo consentido que era su hijo, que a veces pensaba que hubiera debido sacrificarlo cuando aún era pequeño. Los ortodoxos de la aldea se escandalizaban o hacían como que se escandalizaban y los demás se reían abiertamente cuando Abraham Ansky concluía: ¡pero en vez de sacrificarlo a él sacrifiqué una gallina! ¡Una gallina!, ¡una gallina!, ¡no un cordero ni a mi primogénito sino una gallina!, ¡la gallina de los huevos de oro!

A los catorce años Borís Ansky se alistó en el ejército rojo. La despedida de sus padres fue conmovedora. Primero se puso a llorar desconsoladamente el padre, luego la madre y finalmente Borís se lanzó a sus brazos y también se puso a llorar. El viaje hasta Moscú fue inolvidable. En el camino vio rostros increíbles, oyó conversaciones o monólogos increíbles, leyó en las paredes proclamas increíbles que anunciaban el principio del paraíso, y todo lo que encontró, ya fuera caminando o en tren, lo afectó vivamente pues aquélla era la primera vez que salía de su aldea, si se exceptúan dos viajes en los que acompañó a su padre vendiendo blusas por la comarca. En Moscú se dirigió a una oficina de reclutamiento y al alistarse para combatir a Wrangel le dijeron que Wrangel ya había sido derrotado. Entonces Ansky dijo que quería alistarse para combatir a los polacos y le dijeron que los polacos ya habían sido derrotados. Entonces Ansky gritó que quería alistarse para combatir a Krasnov o a Denikin y le dijeron que Denikin y Krasnov ya habían sido derrotados. Entonces Ansky dijo que, bueno, él se quería alistar para combatir a los cosacos blancos o a los checos o a Koltschak o a Yudenitsch o a las tropas aliadas y le dijeron que todos ellos ya habían sido derrotados. Las noticias llegan tarde a tu pueblo, le dijeron. Y también le dijeron: ¿de dónde eres, muchacho? Y Ansky dijo de Kostekino, junto al Dniéper. Y entonces un soldado viejo que fumaba en pipa le preguntó su nombre y luego le preguntó si era judío. Y Ansky dijo que sí, que era judío, y miró al viejo soldado a los ojos y sólo entonces se dio cuenta de que era tuerto y además le faltaba un brazo.

—Tuve un camarada judío, en la campaña contra los polacos —dijo el viejo echando una bocanada de humo por la boca.

—Cómo se llama —preguntó Ansky—, tal vez lo conozca.

—¿Es que conoces a todos los judíos del país de los sóviets, muchacho? —le preguntó el soldado tuerto y manco.

—No, claro que no —dijo Ansky poniéndose colorado.

—Se llamaba Dimitri Verbitsky —dijo el tuerto desde su rincón— y murió a cien kilómetros de Varsovia.

Luego el tuerto se removió, se tapó con una manta hasta el cogote y dijo: nuestro comandante se llamaba Korolenko y también murió aquel mismo día. Entonces, a una velocidad supersónica, Ansky imaginó a Verbitsky y a Korolenko, vio a Korolenko burlándose de Verbitsky, escuchó las palabras que Korolenko decía a espaldas de Verbitsky, entró en los pensamientos nocturnos de Verbitsky, en los deseos de Korolenko, en las vagas y cambiantes esperanzas de ambos, en sus convicciones y en sus cabalgatas, en los bosques que dejaban atrás y en las tierras inundadas que cruzaban, en los ruidos de las noches al raso y en las conversaciones ininteligibles de los soldados por las mañanas, antes de volver a montar. Vio aldeas y tierras de labranza, vio iglesias y humaredas inciertas que se levantaban en el horizonte, hasta llegar al día en que ambos murieron, Verbitsky y Korolenko, un día perfectamente gris, totalmente gris, absolutamente gris, como si una nube de mil kilómetros de largo hubiera pasado por aquellas tierras, sin detenerse, interminable.

En ese momento, que no alcanzó a durar ni un segundo, Ansky decidió que no quería ser soldado, pero también en ese momento el suboficial de la oficina del ejército le extendió un papel y le dijo que firmara. Ya era un soldado.

Los siguientes tres años se los pasó viajando. Estuvo en Siberia y en las minas de plomo de Norilsk y recorrió la cuenca del Tunguska escoltando a técnicos de Omsk que buscaban yacimientos de carbón y estuvo en Yakutsk y ascendió por el Lena hasta el océano Glacial Ártico, más allá del círculo polar, y acompañó a un grupo de ingenieros y a un médico neurólogo hasta las islas de Nueva Siberia en donde dos de los ingenieros se volvieron locos, uno de ellos en la variante de loco pacífico, pero el otro en la variante de loco peligroso, a quien tuvieron que liquidar allí mismo por indicación del neurólogo, que explicó que esa clase de locos no tenía remedio, menos aún en medio de la blancura de aquel paisaje que enceguecía o disturbaba la mente, y luego estuvo en el mar de Ojotsk con un destacamento de intendencia que llevaba suministros a un destacamento de exploradores perdidos, pero el destacamento de intendencia, al cabo de pocos días, también se perdió y terminaron comiéndose ellos las provisiones de los exploradores y luego estuvo en un hospital de Vladivostok y luego en Amur y luego conoció las riberas del lago Baikal, adonde llegaban miles de pájaros, y la ciudad de Irkutsk y finalmente estuvo persiguiendo bandidos en Kazajastán, antes de volver a Moscú y dedicarse a otros asuntos.

Y estos asuntos fueron la lectura y la visita a museos, la lectura y los paseos por el parque, la lectura y la asistencia casi maniática a toda clase de conciertos, veladas teatrales, conferencias literarias y políticas, de las que extrajo muchas y muy buenas enseñanzas, y que supo aplicar al bagaje de cosas vividas que tenía acumuladas. Y también por aquel tiempo conoció a Efraim Ivánov, el escritor de ciencia ficción, lo conoció en un café de literatos, el mejor café de literatos de Moscú, en realidad en la terraza del café, en donde Ivánov bebía vodka en una mesa apartada, bajo las ramas de un roble enorme que llegaba hasta el tercer piso de la casa, y se hicieron amigos, en parte porque a Ivánov le interesaron las ideas peregrinas de Ansky y en parte porque éste demostraba, al menos en aquel tiempo, una admiración sin reservas ni resquicios por la obra del escritor científico, como gustaba llamarse Ivánov en lugar de escritor fantástico, que era la denominación oficial y popular para clasificar el tipo de obras que hacía. Por esos años Ansky pensaba que la revolución no tardaría en extenderse por todo el mundo, pues sólo un imbécil o un nihilista no podía ver en ella o intuir en ella el potencial de progreso y felicidad que traía. La revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte.

Cuando Ivánov le decía que eso era imposible, que la muerte estaba junto al hombre desde tiempos inmemoriales, contestaba que de eso precisamente se trataba, justo de eso, incluso

exclusivamente de eso, abolir la muerte, abolirla para siempre, sumergirnos todos en lo desconocido hasta encontrar otra cosa. La abolición, la abolición, la abolición.

Ivánov era miembro del partido desde 1902. En aquella época había intentado escribir cuentos a la manera de Tolstói, Chéjov, Gorki, es decir había intentado plagiarlos sin demasiado éxito, por lo que, tras una larga reflexión (toda una noche de verano), decidió astutamente escribir a la manera de Odoevski y Lazhéchnikov. Cincuenta por ciento de Odoevski y cincuenta por ciento de Lazhéchnikov. No le fue mal, en parte porque los lectores habían olvidado, con esa falta de memoria característica de los lectores, al pobre Odoevski (nacido en 1803 y muerto en 1869) y al pobre Lazhéchnikov (nacido en 1792 y muerto, como Odoevski, en 1869), y en parte porque la crítica literaria, tan aguda como siempre, ni extrapoló ni ató cabos ni se dio cuenta de nada.

En 1910 Ivánov era lo que se suele llamar un escritor prometedor, del que se esperaban grandes cosas, pero Odoevski y Lazhéchnikov, como moldes a imitar, ya no daban para más y la producción artística de Ivánov sufrió un parón o, depende de la óptica, un hundimiento, del que no lo pudo sacar ni siquiera la nueva mezcla que intentó

in extremis: mezclar al hoffmaniano Odoevski y al fan de Walter Scott Lazhéchnikov con la estrella ascendente de Gorki. Sus relatos, tuvo que aceptarlo, ya no interesaban, y su economía, pero más su orgullo, se resintió por ello. Hasta la revolución de octubre Ivánov trabajó esporádicamente en revistas científicas, en revistas agrícolas, como corrector de pruebas, como vendedor de bombillas eléctricas, como ayudante en un bufete de abogados, sin descuidar sus trabajos en el partido, en donde hacía prácticamente todo lo que hiciera falta, desde redactar e imprimir panfletos hasta conseguir papel y servir de enlace con los escritores afines y con algunos compañeros de viaje. Y todo lo hizo sin quejarse ni abandonar sus inveteradas costumbres: la visita diaria a los locales donde se reunía la bohemia moscovita y el vodka.

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