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La parte de Archimboldi

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No tenía ninguna fe en que Bittner, que seguramente no sabía nada de literatura, le fuera a publicar la novela. Se sentía nervioso y se le fueron las ganas de comer. Casi no leía y lo poco que leía lo turbaba tanto que nada más empezar un libro tenía que cerrar las páginas, pues se ponía a temblar y experimentaba unos deseos irrefrenables de salir a la calle y caminar. Hacer el amor sí que lo hacía, aunque en ocasiones, en mitad del acto, se iba a otro planeta, un planeta nevado en donde él memorizaba el cuaderno de Ansky.

—¿Dónde estás? —le decía Ingeborg cuando esto sucedía.

Hasta la voz de la mujer que amaba le llegaba como desde muy lejos. Al cabo de dos meses de no recibir respuesta, ni negativa ni afirmativa, Archimboldi se presentó en la editorial y pidió hablar con Mickey Bittner. La secretaria le dijo que el señor Bittner ahora se dedicaba al negocio de importación-exportación de bienes de primera necesidad y que muy raramente se le podía hallar en la editorial, que seguía siendo suya, naturalmente, aunque él casi no apareciera por allí. Tras insistir, Archimboldi obtuvo la dirección de la nueva oficina de Bittner, instalada en el extrarradio de Colonia. En un barrio de viejas fábricas del siglo XIX, encima de un almacén en donde se acumulaban grandes embalajes, estaba la oficina del nuevo negocio de Bittner, aunque a éste tampoco lo encontró allí.

En su lugar había tres veteranos paracaidistas y una secretaria con el pelo teñido de color plateado. Los paracaidistas le informaron de que Mickey Bittner se hallaba en aquel momento en Amberes cerrando un trato de una partida de plátanos. Luego todos se pusieron a reír y Archimboldi tardó en darse cuenta de que se reían de los plátanos y no de él. Después los paracaidistas se pusieron a hablar de cine, al que eran muy aficionados, al igual que la secretaria, y le preguntaron a Archimboldi en qué frente había estado y en qué arma servido, a lo que Archimboldi contestó que en el este, siempre en el este, y en la infantería hipomóvil, aunque en los últimos años no había visto un mulo o un caballo ni por casualidad. Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera, vaya, el sobreviviente olía

bien, un olor fuerte, si acaso, pero

bueno, como a perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un ligero aroma a yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal vez, pero lo que predominaba no era, ciertamente, el olor a yogur o a raíces sino otra cosa, una cosa que sorprendió a todos los que estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para enviarlos tras las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que

apartaba las aguas, como hizo Moisés en el Mar Rojo, para que el soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie, pudiera pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a un manicomio en la patria, seguramente.

Los paracaidistas, que no eran malas personas, invitaron a Archimboldi a tomar parte en un negocio que tenían que solventar aquella misma noche. Archimboldi les preguntó a qué hora acabaría el negocio, pues no deseaba perder su trabajo en el bar, y los paracaidistas le aseguraron que a las once de la noche todo habría concluido. Quedaron en reunirse a las ocho en un bar cercano a la estación y antes de despedirse la secretaria le guiñó un ojo.

El bar se llamaba El Ruiseñor Amarillo y lo primero que le llamó la atención a Archimboldi cuando aparecieron los paracaidistas fue que todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro, muy parecidas a la de él. El trabajo consistía en vaciar parte de un vagón de tren de una carga de cocinillas portátiles del ejército norteamericano. Junto al vagón, en una vía apartada, encontraron a un norteamericano que primero les exigió una cantidad de dinero, que contó hasta el último billete, y luego les advirtió, como quien repite una prohibición ya sabida a unos niños cortos de entendederas, que sólo podían vaciar aquel vagón y no otro, y que de aquel vagón sólo podían vaciar las cajas que llevaban la marca PK.

Hablaba en inglés y uno de los paracaidistas le contestó en inglés diciéndole que no se preocupara. Después el norteamericano desapareció en la oscuridad y otro de los paracaidistas apareció con un camioncito de carga, con las luces apagadas, y tras descerrajar el candado del vagón empezaron a trabajar. Al cabo de una hora ya habían concluido y dos paracaidistas se metieron en la cabina y Archimboldi y el otro paracaidista se acomodaron detrás, en el reducido espacio que dejaban las cajas. Condujeron por calles apartadas, algunas carentes de alumbrado público, hasta la oficina que Mickey Bittner tenía en el extrarradio. Allí los esperaba la secretaria, con un termo de café caliente y una botella de

whisky. Cuando hubieron descargado todo subieron a la oficina y se pusieron a hablar del general Udet. Los paracaidistas, mientras mezclaban

whisky con el café, dieron cabida a los recuerdos históricos, que en este caso también eran recuerdos varoniles pespunteados por risas de desencanto, como si dijeran yo ya estoy de vuelta de todo, a mí no me la dan con queso, yo conozco la naturaleza humana, el choque incesante de las voluntades, mis recuerdos históricos están escritos con letras de fuego y son mi único capital, y así se pusieron a evocar la figura de Udet, el general Udet, el as de la aviación que se había suicidado por las calumnias vertidas por Goering.

Archimboldi no sabía muy bien quién era Udet y tampoco lo preguntó. Su nombre le sonaba, como le sonaban otros nombres, pero nada más. Dos de los paracaidistas habían visto a Udet en cierta ocasión y hablaban de él en los mejores términos.

—Uno de los mejores hombres de la Luftwaffe.

El tercer paracaidista los escuchaba y movía la cabeza, no muy seguro de lo que afirmaban sus compañeros, pero en modo alguno dispuesto a llevarles la contraria, y Archimboldi escuchaba espantado, pues si de algo estaba seguro era de que durante la Segunda Guerra Mundial había motivos más que sobrados para suicidarse, pero evidentemente no por los dimes y diretes de un tipejo como Goering.

—¿Así que ese Udet se suicidó por las intrigas de salón de Goering? —dijo—. ¿Así que ese Udet no se suicidó por los campos de exterminio ni por las carnicerías en el frente ni por las ciudades en llamas, sino porque Goering afirmó que era un inepto?

Los tres paracaidistas lo miraron como si lo vieran por primera vez, aunque no demostraron demasiada sorpresa.

—Tal vez Goering tenía razón —dijo Archimboldi sirviéndose un poco más de

whisky y tapando la taza con el dorso de la mano cuando la secretaria pretendió llenársela de café—. Tal vez ese Udet en el fondo era inepto —dijo—. Tal vez ese Udet, realmente, era un manojo de nervios torpes y deshilachados —dijo—. Tal vez ese Udet era un maricón, como casi todos los alemanes que se dejaron sodomizar por Hitler —dijo.

—¿Es que tú eres austriaco? —preguntó uno de los paracaidistas.

—No, soy alemán, yo también —dijo Archimboldi.

Durante un rato los tres paracaidistas se quedaron en silencio, como preguntándose a sí mismos si lo mataban o si se contentaban con molerlo a palos. La seguridad de Archimboldi, que de tanto en tanto les lanzaba miradas de rabia en las que se podían leer muchas cosas menos miedo, los disuadió de una respuesta agresiva.

—Págale —dijo uno de ellos a la secretaria.

Ésta se levantó y abrió un armario metálico en cuya parte baja había una pequeña caja fuerte. El dinero que puso en las manos de Archimboldi equivalía a la mitad de su sueldo mensual en el bar de la Spenglerstrasse. Archimboldi se guardó el dinero en un bolsillo interior de la chaqueta ante la mirada nerviosa de los paracaidistas (que estaban seguros de que guardaba allí una pistola o por lo menos una navaja) y luego buscó la botella de

whisky y no la halló. Preguntó por ella. La he guardado, dijo la secretaria, ya has bebido bastante, pequeñín. La palabra pequeñín le gustó a Archimboldi, pero aun así pidió más.

—Tómate un último trago y luego lárgate que tenemos cosas que hacer —dijo uno de los paracaidistas.

Archimboldi asintió con la cabeza. La secretaria le sirvió dos dedos de

whisky. Archimboldi bebió con lentitud, saboreando la bebida, que supuso también era de contrabando. Luego se levantó y dos de los paracaidistas lo acompañaron hasta la puerta de calle. Afuera estaba a oscuras y aunque él sabía perfectamente hacia dónde tenía que ir, no pudo evitar meter los pies en los agujeros y baches que jalonaban aquel barrio.

Dos días después Archimboldi volvió a presentarse en la editorial de Mickey Bittner y la misma secretaria de la vez anterior, que lo reconoció, le dijo que habían encontrado su manuscrito. El señor Bittner estaba en su oficina. La secretaria le preguntó si deseaba verlo.

—¿Él desea verme a mí? —preguntó Archimboldi.

—Creo que sí —dijo la secretaria.

Durante unos segundos se le pasó por la cabeza que tal vez Bittner ahora deseara publicarle su novela. También podía querer verlo para ofrecerle otro trabajo en su negocio de importación-exportación. Pensó, sin embargo, que si lo veía probablemente le rompería la nariz y dijo que no.

—Buena suerte, entonces —dijo la secretaria.

—Gracias —dijo Archimboldi.

El manuscrito recuperado lo envió a una editorial de Munich. Después de ponerlo en el correo, al volver a casa, de golpe se dio cuenta de que durante todo ese tiempo apenas había escrito nada. Lo comentó con Ingeborg tras hacer el amor.

—Qué pérdida de tiempo —dijo ella.

—No sé cómo me ha podido pasar —dijo él.

Esa noche, mientras trabajaba en la puerta del bar, se entretuvo en pensar en un tiempo de dos velocidades, uno era muy lento y las personas y los objetos se movían en este tiempo de forma casi imperceptible, el otro era muy rápido y todo, hasta las cosas inertes, centellaban de velocidad. El primero se llamaba Paraíso, el segundo Infierno, y lo único que deseaba Archimboldi era no vivir jamás en ninguno de los dos.

Una mañana recibió una carta de Hamburgo. La carta estaba firmada por el señor Bubis, el gran editor, y en ella decía palabras halagadoras, aunque sin exagerar, digamos cosas halagadoras entre líneas, sobre

Lüdicke, una obra que estaría interesado en editar, si es que el señor Benno von Archimboldi, por supuesto, no tenía ya editor, en cuyo caso lo sentiría mucho, pues su novela no carecía de méritos y era, en cierta manera, novedosa, en fin, un libro que él, el señor Bubis, había leído con sumo interés y por cuya impresión, sin duda, apostaría, aunque tal como estaba el negocio de la edición en Alemania lo más que podía ofrecer de anticipo era tanto y tanto, una cifra ridícula, bien lo sabía él, una cifra que hace quince años no la habría mencionado jamás, pero que en cambio le garantizaba una edición cuidadosa y la distribución del libro en todas las buenas librerías, no sólo de Alemania sino también de Austria y Suiza en donde el sello Bubis era recordado y respetado por los libreros democráticos, un símbolo de la edición independiente y rigurosa.

Después el señor Bubis se despedía amablemente, rogándole que si algún día pasaba por Hamburgo no dudara en visitarle, y adjuntaba a la carta un pequeño boletín de la editorial, impreso en papel barato pero con hermosos caracteres, en donde se anunciaba la próxima salida al mercado de dos libros «magníficos», una de las primeras obras de Döblin y un volumen de ensayos de Heinrich Mann.

Cuando Archimboldi le enseñó la carta a Ingeborg ésta se mostró sorprendida porque ignoraba quién era ese tal Benno von Archimboldi.

—Soy yo, por supuesto —le dijo Archimboldi.

—¿Y por qué te has cambiado de nombre? —quiso saber.

Tras pensárselo un momento Archimboldi respondió que por seguridad.

—Tal vez los americanos me están buscando —dijo—. Tal vez los policías americanos y alemanes hayan atado cabos sueltos.

—¿Cabos sueltos por un criminal de guerra? —dijo Ingeborg.

—La justicia es ciega —le recordó Archimboldi.

—Ciega cuando le conviene —dijo Ingeborg—, ¿y a quién le conviene que salgan a relucir los trapos sucios de Sammer? ¡A nadie!

—Nunca se sabe —dijo Archimboldi—. En cualquier caso lo más seguro para mí es que se olviden de Reiter.

Ingeborg lo miró sorprendida:

—Estás mintiendo —dijo.

—No, no miento —dijo Archimboldi e Ingeborg le creyó, pero más tarde, antes de que él se marchara a trabajar, le dijo con una enorme sonrisa:

—¡Tú estás seguro de que vas a ser famoso!

Hasta ese momento Archimboldi nunca había pensado en la fama. Hitler era famoso. Goering era famoso. La gente que él amaba o que recordaba con nostalgia no era famosa, sino que cubría ciertas necesidades. Döblin era su consuelo. Ansky era su fuerza. Ingeborg era su alegría. El desaparecido Hugo Halder era la levedad de su vida. Su hermana, de la que no sabía nada, era su propia inocencia. Por supuesto, también eran otras cosas. Incluso, a veces, eran todas las cosas juntas, pero no la fama, que cuando no se cimentaba en el arribismo, lo hacía en el equívoco y en la mentira. Además, la fama era reductora. Todo lo que iba a parar en la fama y todo lo que procedía de la fama inevitablemente se reducía. Los mensajes de la fama eran primarios. La fama y la literatura eran enemigas irreconciliables.

Durante todo aquel día estuvo pensando en por qué se había cambiado el nombre. En el bar todos sabían que se llamaba Hans Reiter. La gente que conocía en Colonia sabía que se llamaba Hans Reiter. Si la policía finalmente decidía perseguirlo por el asesinato de Sammer, pistas a nombre de Reiter no le iban a faltar. ¿Por qué entonces adoptar un

nom de plume? Tal vez Ingeborg tiene razón, pensó Archimboldi, tal vez en el fondo estoy seguro de que me voy a hacer famoso y con el cambio de nombre tomo las primeras disposiciones de cara a mi seguridad futura. Pero tal vez todo esto significa otra cosa. Tal vez, tal vez, tal vez…

Al día siguiente de recibir la carta del señor Bubis, Archimboldi le escribió asegurándole que su novela no estaba comprometida con ninguna otra editorial y que el anticipo que el señor Bubis había prometido darle le parecía satisfactorio.

Poco después le llegó una carta del señor Bubis en donde lo invitaba a Hamburgo, para conocerlo personalmente y de paso proceder a la firma del contrato. En los tiempos que corren, decía el señor Bubis, no me fío del correo alemán ni de su proverbial puntualidad e infalibilidad. Y últimamente, sobre todo desde que volví de Inglaterra, he adquirido la manía de conocer personalmente a todos mis autores.

Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.

En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome. Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo. El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.

Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.

—Tié que cerrar los postigones, abue —me dijo.

—¿Los qué? —dije yo rojo como la grana.

—La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.

Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.

—Espere un momento, joven —le dije, y le alcancé un billete de propina.

—Su excelencia es un manirroto —me dijo antes de largarse—, pero ahora volando a las catacumbas.

—Vaya usted primero —le contesté—, ahora lo alcanzo.

Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los

docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.

Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.

La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad. O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.

En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.

Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.

¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control? No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.

Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando. Primero recobró la razón. Una mañana vio a Bubis y lo reconoció como su antiguo patrón, pero no dijo nada. Por la noche, cuando Bubis volvió del ayuntamiento, pues entonces trabajaba en asuntos políticos, se encontró con la cena hecha y con la señora Gottlieb, de pie junto a la mesa, esperándolo. Aquélla fue una noche feliz para el señor Bubis y para la señora Gottlieb, aunque la cena terminase con la evocación del exilio y la muerte de la señora Bubis, y con un río de lágrimas por su tumba solitaria en el cementerio judío de Londres.

Después la señora Gottlieb recuperó algo de salud, que aprovechó para trasladarse a un pequeño departamento desde donde podía ver un parque destruido pero que en primavera reverdecía con la fuerza de la naturaleza, la mayor parte de las veces indiferente a los actos humanos, o no, según decía escéptico el señor Bubis, que acataba pero no compartía ese afán de independencia de la señora Gottlieb. Poco después ella le pidió ayuda para encontrar un trabajo, pues la señora Gottlieb era incapaz de estar sin hacer nada. Entonces Bubis la convirtió en su secretaria. Pero la señora Gottlieb, que nunca hablaba de ello, había recibido también su dosis de pesadilla e infierno y a veces, sin causa aparente, se le quebraba la salud y se ponía enferma con la misma velocidad con que luego se recuperaba. Otras veces lo que se resentía era su equilibrio mental. En ocasiones Bubis tenía que entrevistarse con las autoridades inglesas en un sitio determinado y la señora Gottlieb lo enviaba hasta la otra punta de la ciudad. O le concertaba citas con nazis hipócritas e irredentos que pretendían ofrecer sus servicios al ayuntamiento de Hamburgo. O se ponía a dormir, como picada por la mosca del sueño, sentada en su oficina, con la sien apoyada sobre el secante de la mesa.

Motivos por los cuales el señor Bubis la sacó de allí y la puso a trabajar en el archivo de Hamburgo, en donde la señora Gottlieb tendría que lidiar con libros y legajos, en suma, papeles, algo a lo que ella, según supuso el señor Bubis, estaba más acostumbrada. De todas maneras, y aunque en el archivo eran más permisivos con las conductas extravagantes, la señora Gottlieb siguió manteniendo su actitud a veces errática y a veces de un ejemplar sentido común. Y también siguió visitando al señor Bubis, en horas que robaba al descanso, por si su presencia pudiera ser de alguna utilidad. Hasta que el señor Bubis se aburrió de la política y de los intereses municipales y decidió enfocar su actividad hacia lo que en el fondo lo había traído de regreso a Alemania: reabrir la editorial.

A menudo, cuando le preguntaban por qué había vuelto, citaba a Tácito:

Aparte del peligro de un mar temible y desconocido, ¿quién va a dejar Asia, África o Italia para marchar a Germania, con un terreno difícil, un clima duro, triste de habitar y contemplar si no es su patria? Quienes lo escuchaban asentían o sonreían y luego comentaban entre ellos: Bubis es de los nuestros. Bubis no nos ha olvidado. Bubis no nos guarda rencor. Algunos le palmeaban la espalda y no comprendían nada. Otros ponían caras compungidas y decían cuánta verdad encierra esa frase. Grande era Tácito y grande también, ¡a otra escala, ciertamente!, nuestro buen Bubis.

Lo cierto es que Bubis, cuando citaba al latino, se ceñía literalmente a lo escrito. La travesía por el Canal era algo que siempre lo había horrorizado. Bubis se mareaba en los barcos y vomitaba y generalmente se mostraba incapaz de salir del camarote, así que cuando Tácito hablaba de un mar terrible y desconocido, aunque se refiriera a otro mar, al Báltico o al Mar del Norte, Bubis siempre pensaba en la travesía del Canal y en lo funesto que tal travesía resultaba para su estómago revuelto y, en general, para su salud. Del mismo modo, cuando Tácito hablaba de dejar Italia Bubis pensaba en los Estados Unidos, en Nueva York concretamente, de donde había recibido varias ofertas nada desdeñables para trabajar en la industria editorial de la gran manzana, y cuando Tácito mencionaba Asia y África por la cabeza de Bubis pasaba el inminente estado de Israel, en donde estaba seguro de que él podía hacer muchas cosas, en el campo editorial, claro está, aparte de que era un sitio donde vivían muchos de sus viejos amigos, a los cuales le hubiera gustado volver a ver.

Sin embargo había escogido

Germania, triste de habitar y contemplar. ¿Por qué? No ciertamente porque fuera su patria, pues el señor Bubis, aunque se sentía alemán, abominaba de las patrias, una de las causas por las que, según él, habían muerto más de cincuenta millones de personas, sino porque en Alemania estaba su editorial o el concepto que él tenía de editorial, una editorial alemana, una editorial con sede en Hamburgo y cuyas redes, en forma de pedidos de libros, se extendían por las viejas librerías de toda Alemania, algunos de cuyos libreros él conocía personalmente y con quienes, cuando hacía una gira de negocios, tomaba té o café, sentados en un rincón de la librería, quejándose permanentemente de los malos tiempos, gimoteando por el desdén del público hacia los libros, doliéndose de los intermediarios y de los vendedores de papel, plañendo por el futuro de un país que no leía, en una palabra pasándoselo superbién mientras mordisqueaban unas galletitas o unos trocitos de

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