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La parte de Archimboldi

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La escritura de Archimboldi, el proceso de creación o la cotidianidad en que se desarrollaba apaciblemente este proceso, adquirió robustez y algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos confianza. Esta «confianza» no significaba, ciertamente, la abolición de la duda, ni mucho menos que el escritor creyera que su obra tuviera algún valor, pues Archimboldi tenía una visión de la literatura (y la palabra visión también es demasiado rimbombante) en tres compartimientos que sólo de una manera muy sutil se comunicaban entre sí: en el primero estaban los libros que él leía y releía y que consideraba portentosos y a veces monstruosos, como las obras de Döblin, que seguía siendo uno de sus autores favoritos, o como la obra completa de Kafka. En el segundo compartimiento estaban los libros de los autores epigonales y de aquellos a quienes llamaba la Horda, a quienes veía básicamente como sus enemigos. En el tercer compartimiento estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego y que también veía como un negocio, un juego en la medida del placer que experimentaba al escribir, un placer semejante al del detective antes de descubrir al asesino, y un negocio en la medida en que la publicación de sus obras contribuía a engordar, aunque fuese modestamente, su salario como portero de bar.

Un trabajo, el de portero de bar, que, por supuesto, no abandonó, en parte porque se había acostumbrado a él y en parte porque la mecánica del trabajo se había acoplado perfectamente a la mecánica de la escritura. Cuando terminó su tercera novela,

La máscara de cuero, el viejo que le alquilaba la máquina de escribir y a quien Archimboldi le había regalado un ejemplar de

La rosa ilimitada le ofreció venderle la máquina a un precio razonable. El precio, sin duda, era

razonable para el antiguo escritor, sobre todo si uno tenía en cuenta que ya casi nadie le alquilaba la máquina, pero para Archimboldi todavía constituía, además de una tentación, un lujo. Así que, tras pensárselo durante algunos días y hacer cuentas, le escribió a Bubis pidiéndole, por primera vez, un adelanto sobre un libro que aún no había empezado. Naturalmente, le explicaba en la carta para qué necesitaba el dinero y le prometía solemnemente que le entregaría su próximo libro en un lapso no menor de seis meses.

La respuesta de Bubis no se hizo esperar. Una mañana unos repartidores de la sucursal de Olivetti en Colonia le hicieron entrega de una espléndida maquina de escribir nueva y Archimboldi sólo tuvo que firmar unos papeles de conformidad. Dos días después le llegó una carta de la secretaria de la editorial en donde le comunicaba que, por orden del jefe, había sido cursada una orden de compra de una máquina de escribir a su nombre. La máquina, decía la secretaria, es un obsequio de la editorial. Durante algunos días Archimboldi anduvo como mareado de felicidad. En la editorial

creen en mí, se repetía en voz alta, mientras la gente pasaba a su lado, en silencio o, como él, hablando sola, una imagen usual en Colonia durante aquel invierno.

De

La máscara de cuero se vendieron noventa y seis ejemplares, lo que no era mucho, se dijo con resignación Bubis al revisar las cuentas, pero no por ello el apoyo que la editorial le brindaba a Archimboldi decayó. Al contrario, por aquellos días Bubis tuvo que viajar a Frankfurt y aprovechando su estancia se desplazó por el día a Maguncia a visitar al crítico literario Lothar Junge, que vivía en una casita en las afueras, junto a un bosque y una colina, una casita en la que se oía cantar a los pájaros, algo que a Bubis le pareció increíble, mira, si se oye hasta el canto de los pájaros, le dijo a la baronesa Von Zumpe, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, como si lo último que hubiera esperado encontrar en aquella parte de Maguncia fuera un bosque y una población de pájaros cantores y una casita de dos pisos, con los muros encalados y de dimensiones de cuento de hadas, es decir, una casita pequeña, una casita de chocolate blanco con travesaños de madera a la vista como trozos de chocolate negro, y rodeada por un jardincito en donde las flores parecían recortes de papel, y un césped cuidado con manía matemática, y un senderito de grava que hacía ruido, un ruido que ponía los nervios o los nerviecitos de punta cuando uno caminaba por él, todo trazado con tiralíneas, con escuadra y compás, como le hizo notar a media voz Bubis a la baronesa poco antes de golpear con la aldaba (que tenía la forma de la cabeza de un cerdo) en la puerta de madera maciza.

El crítico literario Lothar Junge en persona les franqueó el paso. Por supuesto, la visita era aguardada y sobre la mesa el señor Bubis y la baronesa encontraron galletitas con carne ahumada, típicas de la zona, y dos botellas de licor. El crítico medía por lo menos un metro noventa y caminaba por su casa como si temiera darse un golpe en la cabeza. No era gordo, pero tampoco era delgado, y vestía a la usanza de los profesores de Heidelberg, que no se quitaban la corbata salvo en situaciones de verdadera intimidad. Durante un rato, mientras daban cuenta de los aperitivos, hablaron del panorama actual de la literatura alemana, territorio en el que Lothar Junge se movía con la cautela de un desactivador de bombas o de minas no explotadas. Después llegó un joven escritor de Maguncia acompañado por su mujer y otro crítico literario del mismo periódico de Frankfurt en donde publicaba sus reseñas Junge. Comieron estofado de conejo. La mujer del escritor de Maguncia sólo abrió la boca una vez durante la comida y fue para preguntarle a la baronesa dónde había comprado el vestido que llevaba. En París, contestó la baronesa, y la mujer del escritor ya no dijo nada más. Su rostro, sin embargo, se convirtió a partir de entonces en un discurso o memorándum de agravios sufridos por la ciudad de Maguncia desde su fundación hasta aquel día. La suma de sus visajes o morisquetas, que recorrían a la velocidad de la luz la distancia que media entre el resentimiento puro y el odio larvado hacia su marido, en el que veía representadas a todas las personas, a su juicio innobles, que estaban sentadas a la mesa, no pasó desapercibida a nadie, exceptuando al otro crítico literario, de nombre Willy, cuya especialidad era la filosofía y por ende escribía sobre libros de filosofía y cuya esperanza era publicar algún día un libro de filosofía, tres ocupaciones, por llamarlo así, que lo hacían particularmente insensible a la hora de darse cuenta de lo que pasaba en el rostro (o en el alma) de una comensal.

Terminada la comida volvieron a la sala a tomar café o té, y Bubis, con la plena aquiescencia de Junge, aprovechó ese momento, pues tampoco estaba en sus planes quedarse más tiempo en aquella casita de juguete que lo enervaba, para arrastrar al crítico al jardín trasero, tan cuidado como la parte delantera, pero con la ventaja de ser más amplio y desde el cual se tenía una visión más ajustada, si cabe, del bosque que abrazaba aquella barriada de extramuros. Hablaron, antes que nada, de los escritos del crítico, el cual se moría de ganas de publicar con Bubis. Éste mencionó, de forma vaga, la posibilidad, que le rondaba desde hacía meses por la cabeza, de crear una colección nueva, guardándose, eso sí, de mencionar de qué naturaleza iba a ser esta colección. Luego pasaron a hablar, una vez más, de la nueva literatura, la que publicaba Bubis y la que publicaban los colegas de Bubis en Munich y en Colonia y en Frankfurt y en Berlín, sin olvidar a las editoriales firmemente establecidas en Zurich o Berna y a las que resurgían en Viena. Acto seguido, Bubis le preguntó, procurando ser casual, qué le parecía, por ejemplo, Archimboldi. Lothar Junge, que en el jardín caminaba con la misma precaución que mostraba bajo su propio techo, al principio sólo se encogió de hombros.

—¿Lo ha leído? —preguntó Bubis.

Junge no contestó. Rumiaba su respuesta con la cabeza baja, absorto en la contemplación o en la admiración del césped que, a medida que se acercaban al linde del bosque, se hacía más descuidado, menos despojado de hojas caídas y palitos e incluso, diríase, de insectos.

—Si no lo ha leído, dígamelo, que haré que le envíen ejemplares de todos sus libros —dijo Bubis.

—Lo he leído —admitió Junge.

—¿Y qué le parece? —preguntó el viejo editor deteniéndose junto a una encina cuya sola presencia parecía anunciar con voz amenazante: aquí se acaba el reino de Junge y empieza la república hiperbórea. Junge también se detuvo, aunque unos pasos más allá, con la cabeza semiinclinada, como si temiera que una rama le fuera a alborotar el escaso pelo.

—No sé, no sé —murmuró.

Luego, incomprensiblemente, se puso a hacer visajes que de alguna manera lo hermanaban con la mujer del escritor de Maguncia, a tal grado que Bubis pensó que en efecto debían de ser hermanos y que sólo así se comprendía cabalmente la presencia del escritor y su mujer durante la comida. También cabía la posibilidad, pensó Bubis, de que fueran amantes, pues es bien sabido que a menudo los amantes adoptaban los gestos del otro, generalmente las sonrisas, las opiniones, los puntos de vista, en fin, la parafernalia superficial que todo ser humano está obligado a cargar hasta su muerte, como la piedra de Sísifo, considerado el más listo de los hombres, Sísifo, sí, Sísifo, el hijo de Éolo y Enáreta, el fundador de la ciudad de Éfira, que es el nombre antiguo de Corinto, una ciudad que el buen Sísifo convirtió en guarida de sus alegres fechorías, pues con esa soltura de cuerpo que lo caracterizaba y con esa disposición intelectual que en todo giro del destino ve un problema de ajedrez o una trama policiaca a clarificar y con esa querencia por la risa y la broma y la chanza y la chacota y la chunga y el ludibrio y el pitorreo y la chuscada y la chirigota y el choteo y la pulla y el remedo y la ingeniosidad y la burla y la cuchufleta, se dedicó a robar, es decir a despojar de sus bienes a cuantos viajeros pasaban por allí, llegando incluso a robar a su vecino Autólico, que también robaba, tal vez con la improbable esperanza de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y de cuya hija, Anticlea, se sintió prendado, pues Anticlea era muy hermosa, un bombón, pero la tal Anticlea tenía novio formal, es decir estaba comprometida con un tal Laertes, posteriormente famoso, lo que no hizo retroceder a Sísifo, el cual contaba además con la complicidad del padre de la muchacha, el ladrón Autólico, cuya admiración por Sísifo había crecido como crece la estima que un artista objetivo y honrado siente por otro artista de dotes superiores, así que digamos que Autólico se mantuvo fiel, pues era hombre de honor, a la palabra dada a Laertes, pero tampoco veía con malos ojos o como burla y escarnio hacia su futuro yerno los escarceos amorosos que Sísifo prodigaba a su hija, la cual finalmente, según se dice, se casó con Laertes pero después de entregarse a Sísifo una o dos veces, cinco o siete veces, es posible que diez o quince veces, siempre con la connivencia de Autólico que deseaba que su vecino fecundara a su hija para así tener un nieto tan astuto como aquél, y en una de ésas Anticlea quedó preñada y nueve meses después, ya siendo la mujer de Laertes, nacería su hijo, el hijo de Sísifo, que fue llamado Odiseo o Ulises y que en efecto demostró ser tan astuto como su padre, el cual jamás se preocupó por él y siguió haciendo su vida, una vida de excesos y de fiestas y de placer, durante la cual se casó con Mérope, la estrella que menos brilla en la constelación de las Pléyades, precisamente por haberse casado con un mortal, un jodido mortal, un jodido ladrón, un jodido gángster dedicado a los excesos, cegado por los excesos, entre los cuales, y aunque no era el menor, se contaba la seducción de Tiro, la hija de su hermano Salmoneo, no porque Tiro le gustara, no porque Tiro fuera particularmente

sexy, sino porque Sísifo odiaba a su propio hermano y deseaba causarle daño, y por este hecho, tras su muerte, fue condenado a empujar en los Infiernos una roca hasta lo alto de una colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, desde donde Sísifo volvía a empujarla nuevamente hasta lo alto de la colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, y así eternamente, un castigo feroz que no se correspondía con los crímenes o pecados de Sísifo y que más bien era una venganza de Zeus, pues en cierta ocasión, según se cuenta, pasó Zeus por Corinto con una ninfa a la que había raptado y Sísifo, que era más inteligente que el hambre, se quedó con la jugada, y luego pasó por allí Asopo, el padre de la muchacha, buscando a su hija como un desesperado, y viéndolo Sísifo se ofreció a darle el nombre del raptor de su hija, eso sí, a cambio de que Asopo hiciera brotar una fuente en la ciudad de Corinto, lo que demuestra que Sísifo no era un mal ciudadano o bien que tenía sed, a lo cual Asopo accedió y brotó la fuente de aguas cristalinas y Sísifo delató a Zeus, el cual, enfadadísimo, le envió

ipso facto a Tánato, la muerte, que sin embargo no pudo con Sísifo, pues éste, con una jugada de maestro que no se contradecía con su humor ni con su inteligencia especulativa, capturó y encadenó a Tánato, hazaña al alcance de muy pocos, verdaderamente al alcance de muy pocos, y durante mucho tiempo tuvo a Tánato encadenado y durante todo ese tiempo no murió ser humano sobre la faz de la tierra, una época dorada en la que los hombres, sin dejar de ser hombres, vivían sin el agobio de la muerte, es decir, sin el agobio del tiempo, pues tiempo era lo que sobraba, que es acaso lo que distingue a una democracia, el tiempo sobrante, la plusvalía de tiempo, tiempo para leer y tiempo para pensar, hasta que Zeus tuvo que intervenir personalmente y Tánato fue liberado, y entonces Sísifo murió.

Pero los visajes que hacía Junge no tenían nada que ver con Sísifo, pensó Bubis, sino más bien con un tic facial desagradable, bueno, no

muy desagradable, pero tampoco, evidentemente, agradable, y que él, Bubis, ya había visto en otros intelectuales alemanes, como si tras la guerra algunos de estos intelectuales hubieran sufrido un

shock nervioso que se manifestaba de esta manera, o como si durante la guerra hubieran estado sometidos a una tensión insoportable que, una vez acabada la contienda, dejaba esta curiosa e inofensiva secuela.

—¿Qué le parece Archimboldi? —repitió Bubis.

El rostro de Junge se puso rojo como el atardecer que crecía detrás de la colina y luego verde como las hojas perennes de los árboles del bosque.

—Hum —dijo—, hum. —Y luego sus ojos se dirigieron hacia la casita, como si de allí esperara la llegada de la inspiración o de la elocuencia o alguna ayuda de cualquier tipo—. Para serle franco —dijo. Y luego—. Sinceramente, mi opinión no es… —Y finalmente—. ¿Qué le puedo decir?

—Cualquier cosa —dijo Bubis—, su opinión como lector, su opinión como crítico.

—Bien —dijo Junge—. Lo he leído, eso es un hecho.

Ambos sonrieron.

—Pero no me parece —añadió— un autor… Es decir, es alemán, eso es innegable, su prosodia es alemana, vulgar, pero alemana, lo que quiero decir es que no me parece un autor europeo.

—¿Americano, tal vez? —dijo Bubis, que por aquellos días acariciaba la idea de comprar los derechos de tres novelas de Faulkner.

—No, tampoco americano, más bien africano —dijo Junge, y volvió a hacer visajes bajo las ramas de los árboles—. Más propiamente: asiático —murmuró el crítico.

—¿De qué parte de Asia? —quiso saber Bubis.

—Yo qué sé —dijo Junge—, indochino, malayo, en sus mejores momentos parece persa.

—Ah, la literatura persa —dijo Bubis, que en realidad no conocía ni sabía nada de la literatura persa.

—Malayo, malayo —dijo Junge.

Después pasaron a hablar de otros autores de la editorial, por quienes el crítico mostraba más aprecio o interés, y regresaron al jardín desde donde se contemplaba el cielo arrebolado. Poco más tarde Bubis y la baronesa se despidieron con risas y palabras amables de los allí presentes, que no sólo los acompañaron hasta el coche sino que se quedaron en la calle haciendo adiós con la mano hasta que el vehículo de Bubis desapareció en la primera curva.

Esa noche, después de comentar con fingida sorpresa la desproporción que había entre Junge y su casita, poco antes de meterse en la cama de su hotel de Frankfurt, Bubis le comunicó a la baronesa que al crítico no le gustaban los libros de Archimboldi.

—¿Eso tiene importancia? —preguntó la baronesa que, a su manera y conservando toda su independencia, quería al editor y tenía en alta estima sus opiniones.

—Depende —dijo Bubis en calzoncillos, junto a la ventana, mientras miraba la oscuridad exterior por un espacio mínimo de la cortina—. Para nosotros, en realidad, no tiene ninguna importancia. Para Archimboldi, en cambio, tiene mucha.

Algo respondió la baronesa. Algo que el señor Bubis ya no escuchó. Afuera todo era oscuro, pensó, y descorrió ligeramente, sólo un poco más, la cortina. No vio nada. Sólo su rostro, el rostro del señor Bubis cada vez más arrugado y pronunciado y más y más oscuridad.

El cuarto libro de Archimboldi no tardó en llegar a la editorial. Se llamaba

Ríos de Europa, aunque en él básicamente se hablaba de un solo río, el Dniéper. Digamos que el Dniéper era el protagonista del libro y los demás ríos nombrados formaban parte del coro. El señor Bubis lo leyó de un tirón, en su oficina, y las risas que le provocó la lectura se oyeron por toda la editorial. Esta vez el anticipo que le envió a Archimboldi fue mayor que todos los anticipos anteriores, a tal grado que Martha, la secretaria, antes de cursar el cheque a Colonia, entró en la oficina del señor Bubis y mostrándole el cheque le preguntó (no una sino dos veces) si era la cifra correcta, a lo que el señor Bubis respondió que sí, que era la cifra correcta, o incorrecta, qué más daba, una cifra, pensó cuando volvió a quedarse solo, siempre es aproximativa, no existe la cifra correcta, sólo los nazis creían en la cifra correcta y los profesores de matemática elemental, sólo los sectarios, los locos de las pirámides, los recaudadores de impuestos (Dios acabe con ellos), los numerólogos que leían el destino por cuatro perras creían en la cifra correcta. Los científicos, por el contrario, sabían que toda cifra es sólo aproximativa. Los grandes físicos, los grandes matemáticos, los grandes químicos y los editores sabían que uno siempre transita por la oscuridad.

Por aquellas mismas fechas y durante un examen médico rutinario a Ingeborg se le detectó una afección pulmonar. Al principio Ingeborg no le dijo nada a Archimboldi limitándose a tomar de forma irregular las pastillas que le recetó un médico no demasiado avispado. Cuando empezó a toser sangre Archimboldi la arrastró a la consulta del médico inglés, el cual la envió de inmediato a un especialista alemán en pulmones. Éste le dijo que tenía tuberculosis, una enfermedad bastante común en la Alemania de posguerra.

Con el dinero obtenido por

Ríos de Europa Archimboldi, por indicación del especialista, se trasladó a Kempten, una localidad de los Alpes Bávaros, cuyo clima frío y seco contribuiría a mejorar la salud de su mujer. Ingeborg obtuvo una baja laboral a causa de su salud y Archimboldi dejó su trabajo de portero en el bar. La salud de Ingeborg, sin embargo, no experimentó cambios sustanciales, aunque los días que pasaron juntos en Kempten fueron felices.

Ingeborg no le temía a la tuberculosis pues tenía la seguridad de que no iba a morir a causa de esta enfermedad. Archimboldi se llevó su máquina de escribir y en un mes, escribiendo ocho páginas diarias, terminó su quinto libro, que tituló

Bifurcaria bifurcata, cuyo argumento, como su nombre claramente indicaba, iba de algas. De este libro, al que Archimboldi dedicaba no más de tres horas diarias, a veces cuatro, lo que más sorprendió a Ingeborg fue la velocidad con que fue escrito, o mejor dicho la destreza que Archimboldi mostraba en el manejo de la máquina de escribir, una familiaridad de mecanógrafa veterana, como si Archimboldi fuera la reencarnación de la señora Dorothea, una secretaria que Ingeborg había conocido siendo aún una niña, una vez que acompañó a su padre, por razones que ya no recordaba, a las oficinas berlinesas donde éste trabajaba.

En dichas oficinas, le dijo Ingeborg a Archimboldi, había hileras interminables de secretarias que no paraban de escribir a máquina en una galería algo estrecha pero muy larga, recorrida permanentemente por una brigada de chicos auxiliares, vestidos con camisas verdes y pantalones cortos de color marrón, que constantemente iban de aquí para allá llevando papeles o retirando documentos ya previamente pasados en limpio de las bandejas de metal plateado que cada secretaria tenía junto a sí. Y aunque cada secretaria escribía un documento distinto, le dijo Ingeborg a Archimboldi, el sonido que producían todas esas máquinas de escribir era más bien uniforme, como si todas estuvieran escribiendo lo mismo, o todas fueran igual de rápidas. Salvo una.

Entonces Ingeborg le explicó que había cuatro filas de mesas con sus respectivas secretarias. Y que presidiendo las cuatro filas, enfrente de éstas, había una mesa solitaria, como si dijéramos la mesa de la directora, aunque la secretaria que se sentaba en esa mesa no era directora de nada, simplemente era la más vieja, la que llevaba más tiempo en aquellas oficinas o en aquel ministerio público adonde la había llevado su padre y donde éste probablemente prestaba sus servicios.

Y cuando ella y su padre llegaron a la galería, atraída ella por el ruido y su padre por el deseo de complacer su curiosidad o tal vez por el deseo de sorprenderla, la mesa principal, la mesa soberana (aunque no era una mesa soberana, que eso quede claro, puntualizó Ingeborg) estaba vacía y en la galería sólo estaban las secretarias tecleando a buena velocidad y esos adolescentes de pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla trotando por los pasillos entre fila y fila, y también un gran cuadro que colgaba del alto techo, en el otro extremo, a espaldas de las secretarias, y que representaba a Hitler contemplando un paisaje bucólico, un Hitler que tenía algo de futurista, el mentón, la oreja, el mechón de pelo, pero que por encima de todo era un Hitler prerrafaelita, y las luces que colgaban del techo y que, según su padre, permanecían las veinticuatro horas encendidas, y los cristales sucios de los tragaluces que recorrían la galería de una punta a la otra y cuya luz no sólo no servía para escribir a máquina sino que tampoco servía para otras cosas, en realidad no servía para

nada, sólo para estar allí y para indicar que fuera de esa galería y de ese edificio había un cielo y probablemente gente y casas, y precisamente en ese momento, tras recorrer Ingeborg y su padre una fila hasta el fondo y cuando ya habían dado la vuelta y se volvían, por la puerta principal, entró la señora Dorothea, una viejita minúscula, vestida de negro y con zapatos planos de rendija no muy adecuados para el frío que hacía afuera, una viejita de pelo blanco recogido en un moño, una viejita que se sentó a su mesa e inclinó la cabeza, como si nada existiera salvo ella y las mecanógrafas, las cuales, justo en ese momento y todas a una, dijeron buenos días, señora Dorothea, todas al mismo tiempo, pero sin mirarla a la señora Dorothea y sin dejar de teclear en ningún momento, algo que a Ingeborg le pareció increíble, no sabía si increíblemente bello o increíblemente atroz, lo cierto es que tras el saludo coral ella, la niña Ingeborg, se quedó quieta, como fulminada por un rayo o como si estuviera, por fin, en una iglesia de verdad en donde la liturgia y los sacramentos y la pompa eran reales, y dolían y latían como el corazón arrancado de una víctima de los aztecas, a tal grado que ella, la niña Ingeborg, no sólo se quedó quieta sino que también se llevó una mano al corazón, como si se lo hubieran arrancado, y entonces, precisamente entonces, la señora Dorothea se despojó de sus guantes de tela, tensó, sin mirárselas, sus manos translúcidas, y con la vista clavada en un documento o en un manuscrito que tenía a un lado se puso a escribir.

En ese instante, le dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorothea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorothea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas. A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los muchachos de pantalón corto y de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorothea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en medio de la niebla y del caos. Pero estos momentos no abundaban. A la señora Dorothea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…

Bifurcaria bifurcata no le gustó al señor Bubis, tanto que de hecho ni siquiera la terminó de leer, aunque por supuesto decidió publicar la novela pensando que tal vez a ese imbécil de Lothar Junge sí le gustaría.

Antes de llevarla a imprenta, sin embargo, se la pasó a la baronesa y le pidió que le diera su más sincera opinión. Dos días después la baronesa le dijo que se había quedado dormida y que no había podido pasar de la página cuatro, lo que no arredró al señor Bubis, que por lo demás no confiaba demasiado en los juicios literarios de su bella mujer. Poco después de enviarle el contrato por

Bifurcaria bifurcata recibió una carta de Archimboldi en la que éste no se mostraba en absoluto de acuerdo con el anticipo que el señor Bubis pretendía pagarle. Durante una hora, mientras comía solo en un restaurante con vistas al estuario, estuvo pensando en cómo contestar a la carta de Archimboldi. Su primera reacción al leerla fue de indignación. Después la carta le produjo risa. Finalmente se entristeció, a lo que contribuyó el río, que a esa hora adquiría una tonalidad de dorado viejo, de pan de oro, y todo parecía desmigajarse, el río, los botes, las colinas, los bosquecillos, y partir cada cosa por su lado, hacia diferentes tiempos y diferentes espacios.

Nada permanece, murmuró Bubis. Nada está mucho tiempo con uno. En la carta Archimboldi le decía que esperaba recibir un anticipo

al menos de la misma cuantía que el que había recibido por

Ríos de Europa. Bien mirado, tiene razón, pensó el señor Bubis: el que yo me aburra con una novela no significa que esa novela sea mala, sólo significa que no la voy a poder vender y que por tanto ocupará un sitio precioso en mi almacén. Al día siguiente le envió a Archimboldi una cantidad un poco mayor que la que éste había recibido por

Ríos de Europa.

Ocho meses después de haber estado en Kempten Ingeborg y Archimboldi volvieron, pero esta vez el pueblo no les pareció tan hermoso como la primera vez, por lo que al cabo de dos días, y encontrándose ambos muy nerviosos, lo abandonaron a bordo de una carreta que se dirigía a una aldea en el interior de la montaña.

La aldea tenía menos de veinte habitantes y estaba muy cerca de la frontera austriaca. Allí alquilaron una habitación a un campesino que tenía una lechería y que vivía solo, pues durante la guerra había perdido a sus dos hijos, uno en Rusia y el otro en Hungría, y su mujer había muerto, según decía, de pena, aunque los aldeanos afirmaban que el campesino en cuestión la había arrojado desde un barranco.

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