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El sol siempre está a punto de alzarse. Mercurio orbita con tal lentitud que puedes andar lo bastante rápido por su superficie rocosa para mantenerte por delante del amanecer, como hace no poca gente. Son muchos quienes han hecho de eso su modo de vida. Caminan más o menos hacia poniente, manteniéndose siempre un paso por delante de la gloriosa mañana. Los hay que aprietan el paso de un sitio a otro, deteniéndose para mirar en las grietas donde con anterioridad han inoculado metalofitas, raspando con rapidez cualquier residuo acumulado de oro, tungsteno o uranio. Aunque la mayoría sale a vislumbrar un atisbo de sol.

La antigua superficie de Mercurio es tan irregular y está tan castigada que el terminador del planeta, la zona que separa la noche del día, está formada por un amplio abanico de claroscuros, huecos negros como el carbón salpicados por brillantes motas elevadas, que crece y crece hasta que el terreno reluce como cristal fundido, momento en que da comienzo una larga jornada. No es extraño que esta zona, que es mezcla de sol y sombra, alcance los treinta kilómetros de ancho, a pesar de que a nivel del suelo no puedan vislumbrarse a lo lejos más que unos pocos kilómetros. En Mercurio escasea el terreno nivelado. Todos los antiguos impactos siguen allí, y algunos de los altos acantilados que se remontan a cuando el planeta se enfrió antes de encogerse. En un paisaje tan arrugado, que la luz puede lanzar de pronto destellos en el horizonte oriental y hacerlo en el occidental para que destaque algún punto concreto. Todos los que recorren su superficie tienen que ser conscientes de esta posibilidad, saber cuándo y dónde se producen las llamaradas más largas, y cuándo deben ponerse a cubierto si los encuentra a la intemperie.

Si se quedan lo hacen a sabiendas, porque son muchos los que hacen una pausa en sus largas caminatas, en determinados riscos y bordes de cráteres, en lugares señalados por estupas, petroglifos, inuksuit, espejos, paredes y goldsworthies. Los caminantes solares permanecen en esos lugares, vueltos hacia el este, esperando.

El horizonte que contemplan es el espacio negro sobre la negra roca. La delgadísima atmósfera de neón y argón, visible por el polvo de roca que levanta la luz solar a su paso, queda suspendida de manera que retiene la promesa del fulgor que precede al alba. Pero los caminantes solares son conscientes de la hora, así que esperan y observan… hasta que…

sobre el horizonte hay movimiento de ígneos delfines anaranjados

y la sangre les hierve en su interior. Les siguen más cortinas breves de luz, destellos ondulados que se separan para flotar a su aire en el firmamento. ¡Estrella, oh, estrella, a punto de romper sobre los caminantes! Han oscurecido ya el visor, polarizado para protegerse la vista.

Las cortinas anaranjadas divergen a izquierda y derecha desde el punto en que aparecieron por primera vez, como cuando un incendio que se declara más allá del horizonte se extiende hacia el norte y hacia el sur. A continuación, un corte de la fotosfera, la propia superficie del sol, parpadea inmóvil antes de derramarse lentamente por los laterales. Dependiendo de los filtros ajustados del visor, la superficie de la estrella puede oscilar entre un torbellino azul y la masa palpitante y naranja, pasando por un simple círculo blanco. El derrame a izquierda y derecha sigue extendiéndose, más lejos de lo que parece posible, hasta que resulta obvio que uno se encuentra en un pedazo de roca situado junto a una estrella.

¡Ha llegado el momento de darse la vuelta y correr! Pero para cuando algunos de los caminantes solares logran zafarse, están aturdidos, tropiezan, caen, se levantan y corren a poniente presa de un pánico sin parangón.

Antes de que eso suceda, una última mirada a la salida del sol en Mercurio. En el ultravioleta es una mueca perpetua, azul, de calor y más calor. A oscuras, el disco de la fotosfera, la danza fantástica de la corona, adquiere mayor claridad, todos los arcos magnetizados y los cortocircuitos, las masas de ardiente hidrógeno proyectadas hacia la noche. Aunque también se puede tapar la corona, y mirar únicamente la fotosfera solar, e incluso aumentar la imagen de la misma hasta que las quemaduras que coronan las células de convección quedan al descubierto y se cuentan por millares, todas y cada una de ellas nubarrones de un fuego que arde con furia, consumiendo juntas cinco millones de toneladas de hidrógeno por segundo, lo que significa que aún lo harán otros cuatro billones de años. Todos estas largas espículas de fuego vuelan unidas, trazando trayectorias circulares en torno a los puntos negros, diminutos, que conforman las manchas solares, remolinos cambiantes de las tormentas ígneas. Masas de espículas que flotan juntas como lechos de alga marina sacudidos por la fuerza del oleaje. Existen explicaciones no biológicas que justifican este convulso vaivén: gases distintos que se desplazan a diferente velocidad, campos magnéticos que fluctúan constantemente, dando forma a los infinitos torbellinos de fuego. Pero no es más que simple física, nada más que eso, a pesar de lo cual parece vivo, más que muchos seres vivos. Mirándolo en el apocalipsis del amanecer mercuriano, resulta imposible creer que no esté vivo. Te ruge en los oídos. Te habla.

Con el tiempo, la mayoría de los caminantes solares prueban los diversos filtros de visión de que disponen, hasta alcanzar la combinación que más se ajusta a sus preferencias. Los filtros particulares, o secuencias de filtros, adquieren tintes de formas de culto, rituales personales o compartidos con otros. Es muy fácil extraviarse en estos rituales; mientras los caminantes solares se detienen en sus puntos, atentos, no es raro que los devotos se queden hipnotizados por algo que capta su visión, algo particular nunca visto, algo en el pulso y en el flujo que atrapa su atención; de pronto el chisporroteo de los ardientes cilios se hace audible, un estruendo turbulento que es el de tu propia sangre que te retumba en los oídos, pero en esos instantes suena como si el sol te quemara. Y los hay que se quedan más de la cuenta. Algunos sufren quemaduras de retina, otros se quedan ciegos, los hay que mueren sin más, traicionados por un traje de vacío incapaz de soportarlo. Los hay que se queman en grupos compuestos por una docena o más.

¿Los tachas de insensatos? ¿Crees que tú jamás habrías cometido ese error? No estés tan seguro. De veras, no tienes ni idea. No se parece a nada que hayas visto. Puedes creerte inmune, pensar que nada fuera de tu mente puede interesarte, tan sofisticado y sabio como eres. Pero te equivocarías. Eres hijo del sol. Su belleza y su terror, contemplados tan de cerca, bastan para vaciarte la mente, para poner en trance al más pintado. Los hay que dicen que es como ver la cara de Dios, y es verdad que el sol alimenta a todos los seres vivos del sistema solar, y que en ese aspecto es como nuestro dios. La visión del mismo basta para vaciarte la mente. Ése es precisamente el motivo de que la gente salga en su busca.

De modo que existen motivos para preocuparse por Cisne Er Hong, más proclive que muchas otras personas a probar cosas nuevas. Sale a menudo a hacer de caminante solar, y cuando lo hace bordea el límite de la seguridad, y a menudo permanece más de la cuenta en la luz. Las inmensas escaleras de Jacobo, el latido granulado, el flujo de las espículas… Se ha enamorado del sol. Lo adora; tiene en su cuarto un altar a Sol Invictus, realiza la ceremonia pratahsamdhya, el saludo al sol, cada mañana que despierta estando en la ciudad. Buena parte de su obras paisajísticas y de performance las dedica al sol, y últimamente pasa la mayor parte de su tiempo haciendo goldsworthies y abramovics en su cuerpo y en la tierra, de modo que el sol forma parte de su arte.

Ahora también es su consuelo, porque ha salido a llorar una pérdida. Si hubiese alguien de pie en el paseo que corona ese imponente muro llamado Alba de Terminador, podría verla ahí, al sur, cerca del horizonte. Debe apresurarse. La ciudad se desliza sobre sus raíles en el fondo de un hoyo gigante situado entre Hesíodo y Kurasawa, y un torrente de luz solar no tardará en desparramarse sobre poniente. Cisne tiene que alcanzar la ciudad antes de que eso suceda, a pesar de lo cual sigue allí de pie, inmóvil. Desde la parte superior del Alba de Terminador parece un juguete argénteo. Su traje de vacío incluye un enorme casco con forma de burbuja, las botas se antojan grandes, negras y cubiertas de polvo. Es como una plateada hormiguita con botas que se lamenta en lugar de apresurarse a la plataforma de embarque situada al oeste de la ciudad. Los demás caminantes solares se apresuran de regreso. Algunos empujan los carros donde llevan las provisiones, eso cuando no se sirven de ellos para transportar a un compañero dormido. Han calculado con precisión la hora de volver, ya que la ciudad siempre se muestra predecible. No puede apartarse de su horario; el calor del día incipiente dilata los raíles, y el chasis de la urbe se sustenta sobre ellos, así que la luz del sol empuja la ciudad hacia poniente.

Los caminantes solares que regresan atestan la plataforma de carga mientras la urbe se le acerca. Algunos llevan fuera semanas, o incluso los meses necesarios para hacer la circunvalación. Cuando la ciudad se deslice ante ellos, las puertas se abrirán y podrán adentrarse en ella.

Eso sucederá pronto, por tanto Cisne también tendría que estar allí, a pesar de lo cual sigue de pie en su promontorio. Más de una vez ha necesitado intervenciones de retina, y a menudo ha tenido que correr como una liebre para salvar la vida, tal como ha de suceder de nuevo. Está al sur de la ciudad, iluminada de lleno por rayos horizontales, como una mota de plata en el campo visual. Por mucho que quieras evitarlo, esa muestra de temeridad te empuja a vocearle algo, por inútil que sea el gesto. ¡Cisne, no seas idiota! ¡Alex ha muerto y ya no hay nada que hacer! ¡Vamos, corre! ¡Salva la vida!

Y entonces lo hace. La vida se impone a la muerte, es el deseo de vivir. Se da la vuelta y corre como alma que lleva el diablo. La gravedad de Mercurio, casi exactamente la misma que la de Marte, se conoce a menudo por el nombre de «g perfecta» por la velocidad que imprime, ya que quienes están acostumbrados a ella pueden cubrir grandes distancias dando saltos gigantes, sacudiendo los brazos para mantener el equilibrio mientras lo hacen. Así es cómo Cisne se mueve y agita los brazos en el aire, incluso una vez tropieza y cae de morros, pero tras levantarse da un nuevo brinco hacia adelante. Tiene que alcanzar la plataforma mientras la ciudad siga a su lado, porque la siguiente oportunidad se encuentra a diez kilómetros de distancia al oeste.

Llega a la escalerilla de la plataforma, aferra el pasamano y da un salto para llegarse al extremo opuesto, hacia la escotilla que está a medio cerrar.

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