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CISNE Y ALEX

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CISNE Y ALEX

El servicio fúnebre de Alex empezó cuando Cisne subía la imponente escalera principal de Terminador. La población de la ciudad había salido a los bulevares y plazas, y aguardaba de pie en silencio. Había también un montón de visitantes, ya que iba a celebrarse en breve una conferencia que precisamente había organizado ella. Alex los había recibido un viernes, y al viernes siguiente se disponían a acudir a su funeral. Un colapso repentino, tras el cual habían sido incapaces de revivirla, por eso en ese instante los ciudadanos, así como los visitantes diplomáticos, todas gentes afines a Alex, lamentaban su pérdida.

Cisne se detuvo a media altura del Alba de Terminador, incapaz de seguir adelante. Bajo los tejados, los balcones y las terrazas. Los limoneros en sus enormes macetas de cerámica. Un contorno curvo como una Marsella de juguete, con bloques de blancos apartamentos de cuatro plantas, balcones con hierro negro, amplios bulevares y angostos callejones que desembocaban en un paseo que da al parque. Estaba lleno a rebosar de gente, expectante ante ella, cada rostro intenso por sí mismo, al tiempo que también representaba una tipología: esferoide Olmec, pala, pico. Vio en un balcón a tres pequeños que no debían superar el metro de altura, vestidos todos de negro. Al pie de la escalera se arremolinaban los caminantes solares que acababan de llegar, quemados y polvorientos. Al verlos, Cisne sintió un intenso dolor. Incluso los caminantes solares habían acudido.

Tomó otro tramo de escalera y siguió bajando. En cuanto había oído la noticia se apresuró a abandonar la ciudad, empujada por la necesidad de aislarse. En este momento no podía soportar que nadie la viera cuando esparcieran las cenizas de Alex, y tampoco quería ver a Mqaret, el compañero de Alex. Así que saldría al parque y se sumaría a la multitud, cuyos integrantes seguían inmóviles, mirando a lo alto, afligidos, apoyándose entre sí. Había mucha gente que había confiado en Alex. El León de Mercurio, el centro de la ciudad, alma del sistema. La que te protegía y ayudaba.

Algunos reconocieron a Cisne, pero la dejaron en paz; eso le resultó más conmovedor que cualquier muestra de condolencias, y las lágrimas le humedecieron el rostro, de modo que tuvo que secárselas con los dedos repetidas veces. Entonces alguien la detuvo.

—¿Eres Cisne Er Hong? ¿Alex era tu abuela?

—Era todo mi mundo. —Cisne le dio la espalda y se alejó. Pensó que encontraría la granja vacía, así que abandonó el parque y vagabundeó entre los árboles. Los altavoces de la ciudad proyectaban una marcha fúnebre. Junto a unos arbustos vio un ciervo que olisqueaba unas hojas caídas.

Aún no había llegado a la granja cuando se abrió la Gran Puerta del muro del Alba de Terminador y el sol penetró el ambiente bajo la cúpula, trazando la habitual pareja de translúcidas y horizontales franjas amarillas. Se concentró en las ondulaciones que había en el interior de las franjas, el talco que arrojaban al abrir las puertas, partículas brillantes que flotaban juntas hasta dispersarse. Luego se alzó un globo desde las terrazas más altas que había bajo el muro, y se alejó flotando en dirección oeste con el cestito colgando debajo. Alex. Cómo era posible. La música adquirió una tonalidad desafiante a través de los altavoces. Cuando el globo alcanzó una de las franjas de luz amarilla, el cesto explotó con un ruido ahogado, y las cenizas de Alex flotaron lejos de la luz y se fundieron con el ambiente de la ciudad, haciéndose invisibles a medida que descendieron, como una lluvia de virga en el desierto. Se alzó un rugido procedente del parque, el estruendo de los aplausos. Brevemente algunos jóvenes corearon «¡Alex, Alex, Alex!». El aplauso duró un par de minutos, y adaptó un ritmo propio cuyo recuerdo sobrevivió algo más en el tiempo. La gente no quería marcharse, de algún modo eso habría supuesto el final, puesto que a partir de ese instante la perderían para siempre. Pero al cabo abandonaron, dispuestos a emprender la fase post-Alex de sus vidas que se les avecinaba.

Tenía que subir y reunirse con el resto de los familiares de Alex. Gruñó sólo de pensarlo, vagabundeando por la granja. Finalmente subió la escalera principal, casi a ciegas, tensa, deteniéndose en una ocasión para decir «No, no, no» unos instantes. Pero hacerlo no tenía sentido. De pronto lo comprendió: cualquier cosa que hiciera no tendría sentido. Se preguntó cuánto duraría esa sensación, porque se le antojó eterna, y experimentó una intensa punzada de temor. ¿Qué tenía que cambiar para que desapareciese?

Al cabo de un rato logró recuperarse y subió hasta la zona habilitada para el funeral privado en el muro del Alba. Tuvo que saludar a todos los más allegados a Alex, y tendría que dar a Mqaret un abrazo fugaz, además de soportar la expresión de su rostro. Pero vio que no estaba en casa, lo cual no era propio de él. Sin embargo, comprendió el motivo de que se hubiera alejado, lo que supuso un alivio para ella. Cuando pensó que Mqaret había estado mucho más cerca de Alex que ella, cuánto tiempo había pasado con él, y hasta qué punto habían sido compañeros, no pudo ni imaginarse lo que debía de suponer para él. O tal vez sí lo hacía. Así que Mqaret afrontaba otra realidad desde alguna otra realidad, como si le extendiera cierta cortesía. Así que podría abrazarlo, y prometer que lo visitaría más adelante, y después ir a mezclarse entre los demás en la terraza más alta del muro del Alba, para más tarde dirigirse a la barandilla y ver la ciudad desde lo alto, y mirar hacia la burbuja transparente y contemplar el paisaje oscuro que se extendía más allá. Rodaban a través del cuadrante Kuiper, y a la derecha reparó en el cráter Hiroshige. Una vez, hacía tiempo, había llevado a Alex a la falda del Hiroshige para que la ayudara con uno de sus goldsworthies, una ola pétrea que constituía un homenaje a las imágenes más famosas del artista japonés. Equilibrar la roca que coronaría la ola rompiente supuso para ellos un sinfín de esfuerzos infructuosos, y, tal como sucedía a menudo con Alex, Cisne había terminado riendo con tal fuerza que le dolió el estómago. Reparó en la ola de roca, que seguía ahí fuera, visible desde la ciudad. Sin embargo, las rocas que conformaron la cresta habían desaparecido, quizá derribadas por la vibración de la ciudad al pasar, o simplemente debido al impacto de la luz solar. Tal vez se hubieran caído al enterarse de la noticia.

Al cabo de unos días fue a visitar a Mqaret en su laboratorio. Era uno de los mayores expertos en biología sintética de todo el sistema, y el laboratorio estaba repleto de maquinaria, tanques, frascos, pantallas con complejos y coloridos diagramas, la vida en toda su extensa complejidad, compuesta por parejas de esto y parejas de aquello. Allí habían emprendido la vida desde cero; habían construido muchas de las bacterias que transformaban Venus, Titán y Tritón. Que lo transformaban todo.

Pero nada de eso importaba ahora. Mqaret se hallaba en su oficina, sentado en su silla, con la vista clavada en la pared y sin ver nada.

Se levantó y la miró.

—Vaya, Cisne, me alegro de verte. Gracias por venir.

—No se merecen. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien. ¿Y tú?

—Fatal —admitió Cisne, sintiéndose culpable; lo último que quería era sumar más pesares a la carga que soportaba Mqaret, pero en un momento así no tenía sentido mentir. Él se limitó a asentir, inmerso en sus propios pensamientos. Cisne reparó en que apenas estaba presente. Los cubos del escritorio proyectaban representaciones de proteínas, cuyos falsos colores brillantes se habían enmarañado sin posibilidad de desentrañarlos. Había intentado trabajar.

—Te costará concentrarte —dijo ella.

—Sí, claro.

Después de un silencio, Cisne preguntó:

—¿Sabes qué le pasó?

Él negó con la cabeza rápidamente, como si no tuviera importancia.

—Tenía ciento noventa y un…

—Lo sé, pero aun así…

—Aun así ¿qué? Nos hacemos añicos, Cisne. Tarde o temprano nos hacemos añicos.

—Me preguntaba por qué…

—No. No hay un porqué.

—Entonces, un cómo…

Su interlocutor negó de nuevo con la cabeza.

—Puede deberse a cualquier cosa. En este caso, a un aneurisma en un punto crucial del cerebro. Pero hay tantos modos. Yo diría que es todo lo contrario y que lo realmente asombroso es que estemos vivos.

Cisne se sentó en el borde del escritorio.

—Lo sé. Entonces… ¿Qué vas a hacer ahora?

—Trabajar.

—Pero si acabas de decir que…

La miró desde el interior de la cueva en la que se encontraba.

—No he dicho que no haya servido de nada. Eso no sería justo. En primer lugar, Alex y yo pasamos setenta años juntos. Y nos conocimos cuando yo tenía ciento treinta. De modo que ahí lo tienes. Además, mi trabajo me interesa, igual que lo haría un rompecabezas. Es un rompecabezas inmenso. Demasiado, de hecho. —Y entonces calló y guardó silencio un rato. Cisne le puso la mano en el hombro. Él hundió el rostro en las manos. Cisne siguió sentada a su lado y mantuvo la boca cerrada. Él se frotó los ojos con fuerza, y le cogió la mano.

—No habrá manera de vencer a la muerte —dijo, al cabo—. Es demasiado grande. Es el curso natural de las cosas. Básicamente, la segunda ley de la Termodinámica. Sólo podemos aspirar a prevenirla. A empujarla a la retirada. Bastaría con eso. No sé por qué no lo hace.

—¡Porque no logra más que empeorar las cosas! —se quejó Cisne—. ¡Cuanto más se vive, peor es!

Negó con la cabeza y volvió a secarse los ojos.

—No creo que eso sea cierto. —Exhaló un largo suspiro—. Siempre es malo. Aunque son quienes siguen vivos quienes lo sienten, y por tanto… —Se encogió de hombros—. Creo que lo que dices es que ahora parece una especie de error. Alguien muere, nos preguntamos por qué. No habría una forma de evitarlo. Y a veces la hay, pero…

—«¡Es una especie de error!» —protestó Cisne—. ¡La realidad ha cometido un error, y tú te has propuesto enmendarlo! —Señaló las pantallas y los cubos—. ¿Me equivoco?

Él reía y lloraba al mismo tiempo.

—¡Exacto! —exclamó, sorbiendo y limpiándose la cara—. Es una bobada. Me refiero a que es un sinsentido pretender enmendar la realidad.

—Pero es bueno —dijo Cisne—. Sabes que sí. Te dio setenta años con Alex. Y te sirve para matar el tiempo.

—Eso es verdad. —Lanzó de nuevo un hondo suspiro y levantó la vista para mirarla—. Pero… las cosas no serán lo mismo sin ella.

Cisne sintió que la desolación de aquella verdad le inundaba el ser. Alex había sido su amiga, protectora, maestra y abuela política, le había hecho de madre, todo eso además de constituir una fuente inagotable de felicidad. Su ausencia daba pie a una frialdad, la anulación de las emociones, creando tras de sí un erial donde reinaba una profunda tristeza. Movimiento y pensamiento insensibles. Aquí estoy. Esto es la realidad. Nadie escapa a ella. No puedo seguir adelante, pero debo hacerlo; ellos nunca fueron más allá de ese momento.

Por tanto siguieron adelante.

Llamaron a la puerta exterior del laboratorio.

—Adelante —dijo Mqaret con la voz tensa.

Se abrió la puerta y se recortó en la entrada una figura menuda, muy atractiva a la manera que tienen los pequeños de serlo, avejentada, delgada, con una coleta de pelo rubio y una informal chaqueta azul, que llegaba a la cintura de Cisne y Mqaret, y que levantaba la vista hacia ellos como un langur o tití común.

—Hola, Jean —saludó Mqaret—. Cisne, te presento a Jean Genette, de los asteroides, que ha venido aquí para tomar parte en la conferencia. Jean era buena amiga de Alex, investiga ahí fuera para la liga, y por tanto tiene algunas preguntas que hacernos. Le comenté que tal vez te dejarías caer por aquí.

La mujer menuda inclinó la cabeza para saludar a Cisne, llevándose la mano al corazón.

—Mis más sinceras condolencias por tu pérdida. No sólo he venido a dártelas, sino a decirte que somos unos cuantos los que estamos preocupados, puesto que Alex era parte integral de nuestros proyectos más importantes, y su muerte no ha podido ser más inesperada. Queremos asegurarnos de que dichos proyectos sigan adelante, y, para ser sincera, algunos queremos cerciorarnos de que su muerte se debió a causas naturales.

—Aseguré a Jean que así es —dijo Mqaret a Cisne, al ver la cara que había puesto.

Genette no parecía muy convencida de ello.

—¿Mencionó Alex en alguna ocasión que tuviese enemigos, que hubiera recibido amenazas, que corriese peligro? —preguntó a Cisne la mujer menuda.

—No —respondió ésta, esforzándose por recordar—. No era esa clase de persona. Me refiero a que siempre fue muy positiva, de las que confían que todo acaba por resolverse.

—Lo sé. Totalmente de acuerdo con eso. Pero insisto, tal vez precisamente por ese motivo recuerdes si mencionó alguna vez algo que se apartase de su optimismo habitual.

—No. Ahora mismo no recuerdo nada por el estilo.

—¿Hizo testamento u os legó alguna cosa? ¿Dejó un mensaje? ¿Algo que leer en caso de que falleciera?

—No.

—Teníamos un seguro, pero no podría ser más convencional —explicó Mqaret, negando con la cabeza.

—¿Te importaría si doy un vistazo en su despacho?

Alex tenía su estudio en un cuarto situado en un extremo del laboratorio de Mqaret, quien asintió y condujo a la pequeña inspectora por el pasillo hasta llegar a la puerta. Cisne los siguió, sorprendida de que Genette estuviera al corriente de la existencia del despacho de Alex, sorprendida de que Mqaret se mostrase tan rápido a la hora de mostrarlo, sorprendida y molesta por aquella mención a la existencia de posibles enemigos, de las «causas naturales» y lo contrario de lo que implicaban. ¿El fallecimiento de Alex, investigado por una especie de agente de policía? Era incapaz de comprender a qué venía todo aquello.

Mientras permanecía sentada en el vestíbulo, intentando hacerse a la idea, Genette efectuó un registro concienzudo del despacho de Alex, abriendo cajones, descargando archivos, barriendo con una vara gruesa todas las superficies y objetos. Mqaret observó impasible el proceso.

Finalmente, la menuda inspectora terminó y se plantó ante Cisne, a quien dedicó una mirada cargada de curiosidad.

Como Cisne estaba sentada en el suelo, ambas se miraron a los ojos. La inspectora parecía a punto de formular una nueva pregunta, pero se la guardó. Finalmente, dijo:

—Si recuerdas cualquier cosa que creas que pueda serme de ayuda, te agradecería mucho que me la comunicaras.

—Por supuesto —dijo Cisne, algo incómoda.

Seguidamente la inspectora dio las gracias a ambos y se despidió.

—¿A qué venía todo esto? —preguntó Cisne a Mqaret.

—Ni idea —respondió.

Cisne reparó en que él también estaba molesto.

—Sé que Alex estaba metida en asuntos de índole diversa. Ha sido una de las cabecillas del Acuerdo Mondragon desde los inicios, y cuentan con muchos enemigos ahí fuera. Sé que la preocupaban algunos problemas del sistema, pero no me dio detalles. —Señaló el laboratorio con un gesto—. Sabía que no me interesarían tanto. —Torció el gesto, desaprobador—. Que tenía mis propios quebraderos de cabeza. No solíamos hablar de nuestros respectivos trabajos.

—Pero… —Empezó diciendo Cisne, que no sabía cómo continuar—. Pero… ¿Enemigos? ¿Alex?

Mqaret suspiró.

—No sé. En algunos de estos asuntos las apuestas eran muy altas. Ya sabes que existen fuerzas que se oponen al Mondragon.

—Aun así…

—Lo sé. —Y añadió tras hacer una pausa—: ¿Te ha dejado algo?

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Me refiero a que no tenía planeado morirse.

—Poca gente lo hace. Pero si estaba preocupada por la seguridad, por la integridad de cierta información, entendería que pudiera considerarte una especie de refugio.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cabe la posibilidad de que introdujera algo en tu qubo sin decírtelo?

—No. Pauline es un sistema cerrado. —Cisne se tanteó la parte posterior de la oreja derecha—. Últimamente la llevo apagada. Además Alex no haría algo parecido. No hablaría con Pauline sin pedirme antes permiso, estoy segura de eso.

Mqaret exhaló un nuevo suspiro.

—Pues no sé. A mí tampoco me dejó nada, al menos que yo sepa. Quiero decir que sería muy propio de Alex confiarnos algo sin decírnoslo. Pero de momento no ha salido nada a la superficie. Yo qué sé.

—¿La autopsia reveló algo inusual? —preguntó Cisne.

—¡No! —exclamó Mqaret, que meditó sus siguientes palabras—. Sufrió un aneurisma cerebral, probablemente congénito, que causó una hemorragia intraparenquimal. No es algo tan raro.

—Si alguien hubiera hecho algo para… causar una hemorragia, ¿serías capaz de apreciarlo? —preguntó Cisne.

Mqaret se quedó mirándola con el entrecejo arrugado.

Entonces oyeron que alguien llamaba de nuevo a la puerta del laboratorio. Cruzaron la mirada, compartiendo la emoción. Mqaret se encogió de hombros; no esperaba a nadie.

—¡Adelante!

Al abrirse la puerta asomó algo que podía definirse como todo lo contrario de la inspectora Genette: un hombretón. Prognato, de hermosas, abundantes y redondas nalgas, de ojos saltones: rana, sapo, tritón; incluso las mismas palabras que lo definían se antojaban feas. Cisne pensó un instante en el hecho de que la onomatopeya podía ser más común de lo que reconocía la gente, pues sus lenguas reverberaban en el mundo como el canto de las aves. Cisne tenía un pellizco de alondra en su cerebro. Sapo. Una vez vio un sapo en una amazonia, sentado a orillas de un estanque, con la húmeda piel verrugosa pintada de oro y bronce. Le había gustado el aspecto que tenía.

—Ah, Wahram —saludó Mqaret—. Bienvenido a nuestro laboratorio. Cisne, te presento a Fitz Wahram, de Titán. Era uno de los socios de Alex más queridos, y no exagero si digo que una de sus personas favoritas.

Cisne, algo sorprendida de que hubiese alguien tan afín a Alex sin que ella hubiera oído hablar de él, miró ceñudo al hombre.

Wahram inclinó la cabeza para dar pie a un saludo distraído, distante. Acto seguido se llevó la mano al corazón.

—Lo siento mucho —dijo. Fue el canto propio de una rana—. Alex significaba mucho para mí, y no sólo para mí, sino para muchos de nosotros. La quería, y fue una figura crucial en la labor que llevamos juntos a cabo. Cuando pienso en la tristeza que siento, soy incapaz de ponerme en tu lugar.

—Gracias —dijo Mqaret. Qué peculiares las palabras que se dice la gente en este tipo de situaciones. Cisne no podía pronunciar ninguna de ellas.

Se trataba de alguien que había sido del agrado de Alex. Cisne se tanteó la piel de la parte posterior de la oreja derecha, activando el qubo, que había apagado como castigo. Pauline la pondría al corriente de todo susurrándole al oído con voz suave. Últimamente, Cisne se había enfadado a menudo con Pauline, pero de pronto quería información.

—¿Qué pasará con la conferencia? —preguntó Mqaret.

—Hemos llegado al acuerdo unánime de posponerla y celebrarla de nuevo en una fecha futura. Ahora nadie está de humor para eso. Nos despediremos y reuniremos más adelante, probablemente en Vesta.

Ah, claro. Sin Alex, Mercurio ya no sería un lugar de reunión. Mqaret asintió al escucharlo, nada sorprendido.

—Así que vuelves a Saturno.

—Sí, pero antes de que me vaya, tengo curiosidad por saber si Alex me ha dejado algo. Información, datos, algún tipo de mensaje.

Mqaret y Cisne cruzaron la mirada.

—No —dijeron ambos a una. Mqaret hizo un gesto para restar importancia al hecho, y procedió a explicarse—. Verás, es que la inspectora Genette acaba de preguntarnos lo mismo.

—Ah. —El hombre sapo les observó con los ojos muy abiertos.

En ese momento entró en la sala uno de los colaboradores de Mqaret, a quien pidió ayuda. Mqaret se disculpó, y Cisne se vio a solas con la visita y sus preguntas.

El hombre sapo era enorme: ancho de hombros, pecho hinchado, un vientre considerable. Paticorto. La gente es rara. Sacudió la cabeza y dijo con voz grave, ronca, una voz hermosa, tuvo que admitir Cisne, parecida al croar de las ranas, cierto, pero relajada, profunda, musical, similar a un bajo o un saxo tenor:

—Siento mucho tener que molestaros en un momento así. Querría que nos hubiéramos conocido en otras circunstancias. Soy un gran admirador de tus instalaciones paisajísticas. Cuando supe que eras pariente de Alex, le pregunté si sería posible conocerte. Quería decirte cuánto admiro tu pieza del cráter Rilke. Es realmente hermosa.

A Cisne le sorprendió aquello. En Rilke había levantado un círculo de piedras-T Göbekli, que parecía muy contemporáneo a pesar de inspirarse en algo que tenía diez mil años de antigüedad.

—Gracias —dijo. Por lo visto conversaba con un sapo muy instruido—. Dime una cosa, ¿por qué creías que Alex pudo dejarte un mensaje?

—Colaborábamos en un par de cosas —respondió, escurridizo, apartando la mirada.

Cisne comprendió que no quería hablarle de ello, a pesar de lo cual había ido allí a preguntar.

—Siempre hablaba muy bien en términos elogiosos. Saltaba a la vista que ambas estabais muy unidas. Bueno, no era amiga de confiar las cosas a la nube o guardarlas en cualquier formato digital, o sea, de llevar un registro de nuestras actividades en ningún soporte. Prefería el boca oreja.

—Lo sé —dijo Cisne, sintiendo una punzada en el pecho. Podía oír a Alex diciéndolo: «¡Tenemos que hablar cara a cara! ¡Para algo tenemos una!». Los intensos ojos azules. La risa. Todo había desaparecido.

El hombretón reparó en el cambio que había experimentado y le tendió una mano.

—Lo siento —dijo de nuevo.

—Lo sé. —Tras un instante de silencio, Cisne añadió—: Gracias.

Se sentó en una de las sillas de Mqaret e intentó pensar en otra cosa.

Al cabo de un rato, el hombretón dijo con su suave voz ronca:

—¿Qué vas a hacer ahora?

Cisne se encogió de hombros.

—Pues no lo sé. Supongo que volveré a la superficie. Es el lugar donde suelo… recomponerme.

—¿Me lo mostrarías?

—¿Qué?

—Te agradecería mucho que me sacaras. Quizá podrías mostrarme una de tus instalaciones. O, si no te importa, sé que la ciudad se acerca al cráter Tintoretto. Mi lanzadera no parte hasta dentro de unos días, y me encantaría ver el museo que hay allí. Tengo algunas dudas que no pueden responderse en la Tierra.

—¿Dudas sobre Tintoretto?

—Sí.

—Pues… —titubeó Cisne, sin saber qué decir.

—Sería una manera como otra cualquiera de matar el tiempo —sugirió él.

—Sí. —El comentario le pareció tan presuntuoso que se sintió molesta, aunque por otro lado había estado buscando algo que pudiera distraerla, algo que hacer después, y hasta el momento no se le había ocurrido nada—. Supongo que sí.

—Gracias, muchas gracias.

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