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WAHRAM Y CISNE

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WAHRAM Y CISNE

Aunque sin duda se trataba sencillamente del resultado de una respuesta de ingeniería a un problema de ingeniería, visto desde una perspectiva estética las pistas de lanzamiento de Mercurio eran interesantes. Se trataba de un tubo magnético retorcido en forma de cono, en un extremo que se proyectaba aumentando su tamaño a medida que se alzaba. La punta del cono estaba asegurado a una plataforma que se movía en un círculo, del tamaño del diámetro máximo del cono. El movimiento de la plataforma exageraba con suma eficacia la fuerza de la aceleración en los transbordadores que eran proyectados magnéticamente hacia arriba a lo largo de la pista. Por tanto, habían tenido que sentarse de lado en el suelo del ferry donde viajaban, puesto el suelo se convirtió realmente en tal a medida que fue girando sobre su eje en su trayectoria ascendente, y con una velocidad de vértigo se vieron proyectados al espacio, a tal velocidad que sí hubiese habido atmósfera se habrían quemado vivos en cuanto abandonasen el tubo. Visto desde el espaciopuerto, se tenía la impresión de ver una antigua atracción de feria. Quienes viajaban en el interior experimentaban una fuerte aceleración muy próxima al máximo permitido en vuelos comerciales, establecido en las 3,5 g.

Cisne Er Hong se había ajustado el arnés de seguridad del asiento situado junto al de Wahram justo antes del despegue, con el gesto torcido de quien se disculpa por haberse retrasado más de la cuenta. Se inclinó sobre él para contemplar a través de la ventanilla el cráter del que se alejaban a gran velocidad y que constituía su mundo natal. Rápidamente la tierra cambió, y de ser plano pasó a convertirse en una bola, una media luna creciente bañada por la luz del sol, con una joroba negra como un pozo. Aunque Mercurio era un lugar interesante, Wahram no lamentaba dejarlo atrás; a pesar de los esfuerzos que habían hecho sus habitantes por cubrirlo de obras de arte, el paisaje era un manto de ceniza. Y lo cierto era que cuando se encontraba en el interior de la fabulosa ciudad flotante, el parpadeo súbito de la luz en los puntos más elevados a poniente siempre le recordaba que el sol les seguía sin pausa ni descanso, siempre dispuesto a asomar por el horizonte y quemarlo todo vivo.

Su ferry se dirigía hacia el terrario Alfred Wegener, que se desplazaba tan rápido que el transporte tendría que efectuar otro giro de tres g para alcanzarlo. Durante ese rato, Wahram ajustó el asiento en posición horizontal y soportó el tirón como todos los demás. A su lado, Cisne gruñía encogida en la cama. Wahram se esforzó por apartar el pensamiento de los estudios que se habían realizado acerca del efecto que ejercía la fuerza de la gravedad sobre el cerebro humano, delicada masa donde las haya, presa en su dura cárcel carente de paredes blandas. El Wegener los alcanzó con un último tirón gravitatorio, como para recalcar el problema.

Después, Wahram y los demás pasajeros tuvieron que acostumbrarse a su repentina ingravidez, y pasar del ferry a la plataforma de embarque del terrario, atravesar a continuación el cuello y descender por la escalera acolchada hasta el suelo cilíndrico.

El Wegener disfrutaba de un extenso espacio en su interior. Con cerca de veinte kilómetros de largo y cinco de ancho, giraba con el equivalente de una gravedad. Gran parte del espacio interno estaba ocupada por un parque, con algunas poblaciones dispersas principalmente a proa y popa. La mezcla de pampa y sabana resultaba muy atractiva, pensó Wahram mientras caminaba hacia la primera población, levantando la vista hacia el terreno que se extendía en lo alto. La pradera herbosa salpicada de puntos boscosos se alzaba en un arco como el techo de una gigantesca Capilla Sixtina en la que Miguel Ángel hubiese pintado una versión del Edén hecha de sabana, el primer paisaje de la humanidad, que apelaba a algo muy hondo en la mente. La topología del terrario siempre lograba que Wahram se sintiera como dentro de un mapa que alguien hubiese enrollado en un tubo. A medida que se miraba la línea longitudinal que uno ocupaba, el terreno siempre aparecía como un largo valle con forma de U, con árboles cercanos coronados por otros más lejanos, incluso más altos, inclinados hacia el fondo del valle en una curva formada por terreno abrupto cubierto de vegetación, hasta las paredes verticales, como valles glaciares con forma de U. Pero entonces las paredes seguían alzándose y se plegaban, quebrando la verticalidad de forma perfectamente visible para el observador. Sobre esa línea, el paisaje simplemente estaba en lo alto, y también, para qué negarlo, boca abajo. Como en ese momento, por ejemplo, en que más allá de una nube vio una bandada de aves que sobrevolaba la superficie de un lago que colgaba justo sobre su cabeza.

En la primera población, Wahram visitó una pequeña Casa de Saturno llamada Plum Lake, donde pidió alojamiento. Tenían un restaurante en la planta baja, así que se prestó a colaborar en la cocina (le gustaba encargarse de las tareas más simples), y después de ducharse se dispuso a dar una vuelta. Era un lugar agradable, a orillas de un lago y al pie de una colina, con una estación de tranvía en el extremo oriental. Los tranvías circulaban a través de la naturaleza hasta otras poblaciones. La plaza central estaba llena de venusianos que supuso se dirigían de vuelta a casa, la mayoría jóvenes chinos anchos de hombros, con la mirada intensa y sonrisas de oreja a oreja. Trabajaban en Venus hundidos hasta la cadera en el hielo, realizando labores peligrosas. Wahram hacía cosas parecidas cuando estaba en Titán, pero sólo a 0,14 g, lo cual a menudo le había evitado pequeños accidentes; Venus, con 0,9 g, se le antojaba un lugar peligroso.

En el extremo de la población alcanzó una línea de árboles y una valla. Entró en un pequeño quiosco y leyó en una placa que su nueva amiga, Cisne Er Hong, había diseñado la bioma hacía unos setenta años. Eso le sorprendió; había oído que en tiempos había trabajado como diseñadora, pero no había mostrado interés alguno por el Wegener cuando llegaron.

Wahram tomó una pistola aturdidora de una caja llena de ellas, la guardó en el bolsillo del abrigo, y franqueó la puerta que daba al parque. Anduvo en ángulo hacia la curva ascendente del terreno. Había leído en el quiosco que el suelo era un barro negro y compacto, con mezcla procedente de Tanzania y Argentina. Un conjunto de acacias mostraba en los troncos indicios de daños producidos por elefantes. Las copas de los árboles que se alzaban justo sobre él parecían líquenes. La hierba alta oscurecía en ciertos puntos la vista más allá de su entorno inmediato; disfrutaba de más visibilidad de la altura donde el parque se curvaba sobre las copas de los árboles cercanas. Arriba, a la izquierda, por encima de los árboles, un racimo de rocas se perfilaba como el observatorio ideal; aunque, por supuesto, eso mismo se le podía haber ocurrido a un puma o a una hiena, así que se anduvo con ojo mientras ascendió hacia ese lugar. La mayoría de los animales se mostraban cautelosos en presencia de los humanos, pero no quería sorpresas. Su madre le decía a menudo que para satisfacer el ansia de emociones fuertes no había por qué ponerse en peligro. Eso sería decadente, le decía, ¡y no me gusta la decadencia! El resto de sus parientes no se había mostrado tan sentencioso, tal vez porque vivían alrededor de Saturno y por tanto consideraban peligrosas otras cosas. Pero su madre había dejado clara cuál era su postura al respecto, y Wahram no era decadente: lo nuevo siempre le asombraba. En ese preciso instante, sin ir más lejos, le latía con cierta fuerza el corazón.

Pero no encontró nada en las rocas, cuya superficie estaba salpicada de líquenes, como si alguien hubiera espolvoreado una capa de piedras semipreciosas, amarillas, rojas y verde claro. Se acuclilló en el hueco que dejaban dos rocas y echó un vistazo a su alrededor.

Debajo de él, en un pajonal, había una hembra de guepardo con dos cachorros. La atención de la madre se centraba en unos venados de la pampa que pastaban a media distancia. Wahram se preguntó qué opinión le merecían los guepardos a los venados de la pampa, si hubo alguna vez un depredador más veloz en Suramérica. No le parecía muy probable.

Se sintió afortunado al ver guepardos despiertos, porque pensaba que solían dormir. Daba la impresión de que la madre intentaba enseñar a cazar a sus cachorros; aplastó a uno con la pata para que pegase el cuerpo al suelo. El viento procedía de la izquierda y los felinos se hallaban a barlovento, por tanto no repararían en su presencia. O eso pensó, a pesar de que muchos de los sentidos animales eran tan agudos que a su lado un humano parecía sordo y tonto.

Se sentó dispuesto a observar. Los cachorros seguían mostrándose algo confundidos, como si ni siquiera fueran conscientes de que su madre les estaba enseñando algo. Seguían dándose golpecitos como si jugaran. El punto álgido del crecimiento cerebral coincide con el punto álgido de las ganas de jugar.

Los felinos se encontraban a su vez a sotavento de los venados, y se dirigían hacia ellos sin alarma aparente. La madre guepardo se agazapó en la hierba, y los cachorros la imitaron, moviendo la cola sin control.

Entonces la madre se impulsó dejando una estela de hojas de hierba que flotó en el ambiente, seguida por los cachorros. Los venados se alejaron dando grandes brincos, sumiendo a los felinos en una nube de polvo; entonces, los venados tuvieron que bordear una arboleda y la madre guepardo alcanzó al que iba en cola y lo derribó formando una maraña de pelo que terminó con ella sentada sobre la presa, las fauces hundidas en el cuello del animal. El venado dio algunas sacudidas, pero se quedó inmóvil. La sangre adoptó su habitual e impactante rojo intenso. Los cachorros llegaron tarde, y Wahram se preguntó si aquella lección les habría enseñado algo útil, aparte de la necesidad de crecer, de la necesidad de correr, y de hacerlo rápido.

Cayó en la cuenta de que se había puesto en pie. Percibió movimiento a su izquierda, y cuando se volvió hacia allí vio a otra persona: era Cisne. Sorprendido, la saludó con la mano, y ella levantó la barbilla mientras seguía mirando cómo la guepardo mataba al venado. La madre enseñaba en ese momento a sus cachorros cómo devorarlo, aunque en ese aspecto no tuvo que insistir mucho. Wahram repasó la escena. La parte iluminada de la línea del sol se encontraba en ese momento en el extremo de proa del terrario, la luz se filtraba sesgada con un tono de puesta de sol. Trechos de hierba se movían mecidos por el viento. Era como presenciar algo propio de otra época.

Cisne se le acercó y subió hasta las rocas. Era un poco incómodo que lo encontraran allí, solo, lo que en algunos parques era incluso ilegal, y que por lo general no se consideraba prudente. Claro que también ella había acudido sola a ese lugar.

Inclinó la cabeza a modo de saludo, formal pero no exento de cordialidad.

—Presenciar algo así supone un golpe de suerte inusual —comentó mientras ella se acercaba.

—Sí —admitió ella—. ¿Has venido solo?

—Sí. ¿Y tú?

—Sola, sí. —Le miraba con curiosidad—. Te confieso que me sorprende encontrarte aquí. No sabía que te gustasen estas cosas.

—Desde luego Mercurio no es lugar para descubrirme esta faceta.

Ella señaló con un gesto a los felinos.

—¿No te asustan?

—Yo diría que somos nosotros quienes los asustamos.

—Ya, pero si les entra el hambre…

—Ése es el quid de la cuestión: eso no sucede nunca porque abundan las presas fáciles.

—Es cierto. Pero si nunca se han topado con personas, son capaces de tomarte por una especie de chimpancé. Un manjar sabroso, sin duda. Una delicia. No sería la primera vez. No han experimentado lo que es pasar de cazador a presa.

—Sé que podríamos convertirnos en presa —dijo Wahram—. Por si acaso llevo una pistola aturdidora. ¿Tú no?

—Yo no —admitió ella tras una pausa—. Es decir, la llevo a veces, pero por lo general prefiero ahorrarme pasar una noche en prisión.

—Claro.

Cisne inclinó la cabeza, como si atendiera lo que le decía una voz al oído. Alex le contó que se había hecho implantar el qubo cuando hacerlo se puso de moda.

—Hablando de comer —dijo—. ¿Comemos algo?

—Será un placer.

Regresaron a la valla que delimitaba el perímetro. Cuando llegaron, encontraron un grupo no muy numeroso en el quiosco; quienes lo componían vieron a Cisne y se agruparon a su alrededor para saludarla con alegría.

—¿Qué te parece? —le preguntaron—. ¿Te gusta ahora que ha crecido todo?

—Tiene buen aspecto —respondió ella con tono reconfortante—. Hemos visto un guepardo dar caza a un venado de la pampa. Me ha parecido que tal vez haya más venados de la cuenta. ¿Vosotros qué opináis?

Uno de los miembros del grupo respondió que la cantidad de ciervos era elevada porque la de felinos era baja, lo que llevó a Cisne a plantear algunas preguntas al respecto. Wahram averiguó que la población de depredadores subía y bajaba con forma de onda senoidal solapada, y la de depredadores ascendía o descendía un cuarto de ciclo por detrás de las presas; hubo algunos detalles de las conclusiones que Wahram no llegó a comprender.

Cuando Cisne dio la charla por concluida, lo llevó por la calle que conducía de vuelta a la población.

—Sabían que tú habías diseñado este terrario —dijo Wahram mientras caminaban.

—Sí, me sorprende que alguien lo recuerde. Hasta a mí me cuesta.

—¿Eras ecóloga?

—Diseñadora. Ha llovido mucho desde entonces. Si te soy sincera, no me gustan muchas de las cosas que hice entonces. Estas Ascensiones son excesivas. Necesitamos los terrarios para preservar especies extinguidas en la Tierra. A saber en qué estaría pensando. Pero no pienso decírselo a quienes viven aquí. Ellos están muy implicados con este lugar, puesto que es su hogar.

Ascendieron varios grados por la curva del cilindro. Una nube que habían visto en lo alto al atardecer, que abrazaba el terreno como una capucha anaranjada, había dado la vuelta al cilindro y en ese momento los envolvía en una niebla difusa. Las cosas perdieron la sombra en el crepúsculo neblinoso, y en lo alto el terreno se tornó invisible, emborronadas como estrellas las escasas luces que había al otro lado. Parecía un mundo distinto, algo que sobresalía en lugar de estar metido para dentro.

Wahram dijo que se había apuntado a trabajar en la cocina del restaurante saturnino, para que pudiesen regresar a la Casa de Saturno en Plum Lake y comer allí. Cisne no se había prestado voluntaria para ninguna labor; rara vez lo hacía, dijo. Una vez estuvieron sentados, se volvió silenciosa y se mostró distraída; miraba por la ventana, luego en torno de la estancia, siempre moviéndose una fracción de milímetro, dando golpecitos con el pie como quien sigue el compás, frotándose las yemas de los dedos. Comieron y entonces se volvió callada como una tumba. Sin duda aún acusaba la muerte de Alex. Wahram, a menudo entristecido por aquella pérdida, tan sólo podía manifestar su apoyo respetando ese silencio. Entonces ella inclinó a un lado la cabeza y dijo:

—Deja ya de cotorrear, no quiero ni oírte.

—¿Perdón? —dijo Wahram.

—Lo siento, se lo decía a mi qubo.

—¿No puedes hacer que hable en voz alta?

—Claro —dijo Cisne—. Pauline, puedes hablar.

—Soy Pauline, el leal superordenador de Cisne —dijo una voz surgida del hemisferio derecho de la cabeza de Cisne, que guardaba cierto parecido con la voz de su dueña, a pesar de surgir algo ahogada por un altavoz de la piel.

Cisne torció el gesto y se dispuso a comer la sopa. Wahram hizo como si no hubiera oído nada y se concentró en la comida.

—¡Vale, pues díselo! —soltó Cisne.

—Tengo entendido que viajas al sistema de Júpiter —dijo la voz que le surgía por un costado de la cabeza.

—Así es —respondió Wahram con tono cauto. No le pareció que fuese buena señal que Cisne hubiera asignado al qubo la labor de hablar por ella. Aunque no estaba muy seguro de que fuese eso lo que estaba pasando.

—¿Qué clase de Inteligencia Artificial eres? —preguntó.

—Soy un superordenador, modelo Ceres dos uno nueve seis a.

—Entiendo.

—Es uno de los primeros qubos, de los menos potentes —explicó Cisne—. Una boba.

Wahram meditó aquella información. Probablemente preguntar cuán inteligente eres no era lo más correcto. Además nadie solía acertar a la hora de responder a esa pregunta.

—¿En qué sueles pensar? —preguntó.

—Estoy diseñada para mantener conversaciones informativas, pero no acostumbro a superar el test de Turing. ¿Te gustaría jugar al ajedrez?

Wahram rió.

—No.

Cisne miraba por la ventana. Wahram pensó en ella y volcó de nuevo la atención en la comida. Era necesario mucho arroz para diluir el fuerte picante del plato.

Cisne masculló con amargura unas palabras ininteligibles.

—Insistes en entrometerte, en parlotear, en fingir que todo es normal.

—La anáfora es una de las figuras retóricas más débiles, en realidad no es más que una mera redundancia —dijo la voz del qubo.

—¿Precisamente tú me sermoneas ahora sobre la anáfora? ¿Cuántas veces has analizado esa oración, diez trillones?

—No he necesitado hacerlo tantas.

Silencio. Ambas parecieron dar por terminada la conversación.

—¿Estudias retórica? —preguntó Wahram.

—Sí, es una herramienta de análisis muy útil —respondió la voz del qubo.

—Ponme un ejemplo, si eres tan amable.

—Cuando incluyes exergasia, sinatroísmo y asíndeton juntos en una lista, tengo la impresión de que ya has puesto ejemplos de los tres recursos en esa misma frase.

Cisne resopló al oírlo.

—¿Y cómo es eso, Sócrates?

—La exergasia es el uso de distintas frases para expresar la misma idea, el sinatroísmo es la acumulación por enumeración, y el asíndeton es la agrupación de elementos coordinados sin conjunciones, por tanto enumerándolos tenemos los tres, ¿verdad?

—¿Y en qué argumento trabajas acumulando esos elementos?

—En que te estaba atribuyendo más mérito del debido al creer que usabas varias figuras, cuando en realidad sólo tienes un método, porque estas distinciones carecen de diferencias.

—Ja ja ja —rió Cisne, sarcástica.

Pero Wahram tuvo que morderse la lengua para evitar reír.

—También podría argumentarse que el sistema clásico de retórica constituye una taxonomía falsa, una especie de fetichismo del…

—¡Basta!

Se hizo el silencio.

—Voy a echar una mano en la cocina —anunció Wahram, al tiempo que se levantaba.

Al cabo de un rato, ella le siguió y vació la pila que había junto a la ventana, sin dejar de mirar la niebla que se extendía fuera. Había una botella de vino y se sirvió una copa. Para Wahram, el campanilleo de los platos y los vasos en la cocina siempre le había parecido una especie de música.

—¡Di algo! —exclamó ella con tono imperativo.

—Pensaba en esos guepardos —dijo, sobresaltado, con la esperanza de que Cisne hubiese dirigido aquella orden a él, a pesar del hecho de que no había nadie más en la sala—. ¿Has visto muchos?

No hubo respuesta. Salieron y limpiaron las mesas, lo cual les llevó un rato. Cisne mascullaba. Wahram tuvo la impresión de que volvía a discutir con el qubo. Hubo una vez que tropezó con Wahram y dijo:

—¡Vamos, muévete! ¿Por qué eres tan lento?

—¿Por qué eres tan rápida?

Por supuesto, aquella especie de celeridad nerviosa era una característica habitual de las personas que llevaban un qubo instalado en la cabeza; pero no podía decirlo en voz alta, además ella parecía peor que la mayoría de los casos que conocía. Cisne no replicó, se limitó a quitarse el delantal y salir a la niebla. Él se dirigió a la puerta para no perderla de vista; ella giró de pronto hacia una hoguera que ardía en mitad de la plaza, alrededor de la cual había varias personas bailando. Cuando no fue más que una mera silueta recortada contra el fuego, vio que se ponía a bailar.

Las costumbres empiezan a formarse con la primera repetición. Después, hay un tropismo hacia la repetición, porque la pautas relacionadas son defensas, murallas erigidas contra el tiempo y la desesperación.

Wahram era muy consciente de ello, pues había vivido el proceso muchas veces; y así prestaba atención a lo que hacía cuando viajaba, atento a aquellas primeras repeticiones que crearían la pauta de ese momento particular de su vida. A menudo la primera vez que se hacían las cosas era debido a algo, o eran accidentales, y no necesariamente suponían una base positiva en la que fundamentar un conjunto de hábitos. Había que investigar un poco, en otras palabras, probar distintas posibilidades. Existía un periodo de interregno, de hecho, el momento descarnado que precedía a la siguiente exfoliación de las costumbres, el momento en que uno vagabundeaba haciendo cosas al azar. Esa vez sin piel, los datos al desnudo, el estar en el mundo.

A su gusto llegaban demasiado a menudo. La mayoría de los terrarios que ofrecían transporte para pasajeros alrededor del sistema solar eran extraordinariamente veloces, a pesar de lo cual los viajes duraban semanas. Era demasiado tiempo para andar por ahí sin rumbo; someterse a algo así podía fácilmente sumirlo a uno en una especie de estado de hibernación mental. En las colonias que había alrededor de Saturno, a menudo eso se había convertido en una ciencia entera, en formas de arte. Pero semejante hebefrenia era peligrosa para Wahram, tal como había tenido ocasión de descubrir por dolorosa experiencia. A menudo en su pasado, el nihilismo había arañado el borde de las cosas. Necesitaba orden, y un proyecto; necesitaba costumbres. En la desnudez de los momentos de exfoliación, la intensidad de la experiencia poseía un rastro de terror, un terror donde ningún nuevo significado florecería para sustituir a los antiguos, los perdidos.

No existía, por supuesto, una auténtica repetición de nada; desde los presocráticos había tenido claro ese detalle, lo de Heráclito y su río en el que no podía uno bañarse dos veces y demás. Así que las costumbres no eran iterativas, sino seudoiterativas. En otras palabras, la pauta del día podía ser la misma, pero los eventos individuales que la llenaban siempre eran un poco distintos. Por tanto coincidían la pauta y la sorpresa, estado deseado por Wahram: vivir en la seudoiteración. Pero también vivir en una buena seudoiteración, una que fuese interesante, la pauta constituida como una pequeña obra de arte. No importaba la brevedad del viaje, lo aburrido que fuese el terrario o la gente que lo habitara, pero era importante inventar una pausa y un proyecto, y perseguirlo con toda su voluntad e imaginación. Todo se resumía en pensar que la vida a bordo era vida. Tenía que afrontar con ilusión todos los días.

Así que a la mañana siguiente se despidió de la Casa de Saturno después del desayuno y anduvo de vuelta al parque. En el quiosco se reunió con un grupo que se disponía a seguir a una manada de elefantes.

Al cabo de un rato, también Cisne se reunió con ellos; provenía de otro punto del parque y estaba algo sonrojada, como si hubiese estado corriendo. El grupo llevaba consigo un aparato que trasladaba la vocalización subsónica a un nivel que los humanos pudiesen oír, y Cisne arrugó el entrecejo mientras los oía hablar, o cantar, como si entendiera su lenguaje. Cuando los elefantes guardaron silencio, preguntó al zoólogo que lideraba el grupo que explicase por qué la línea que delimitaba el crepúsculo había durado tanto tiempo el atardecer anterior. Rápidamente Wahram comprendió que la bioma, al ser ecuatorial, tendría que haber tenido un crepúsculo muy breve, igual que en la Tierra el sol ecuatorial caía casi en la perpendicular con el horizonte sin importar la estación. El zoólogo, sorprendido de que Cisne hubiese reparado en ello, explicó un poco a la defensiva que llevaban a cabo un experimento que colocaba su terrario en un equivalente de los 23 grados de latitud, porque había grandes trechos en esa latitud del hemisferio norte de la Tierra que eran tan cálidos como lo había sido el ecuador antes de producirse el calentamiento. Los bosques se transformaban en pradera, abundaba la desertización, y el movimiento migratorio asistido investigaba la posibilidad de reubicar una población semiárida como ésa en otras latitudes. Con la esperanza de proporcionarles datos preliminares, el régimen solar del Wegener había sufrido los ajustes necesarios.

Cisne no parecía muy satisfecha con aquella explicación, y al poco rato caminó a su aire, ignorando la decepción del zoólogo y la desaprobación de algunos de los demás invitados. Wahram la vio más tarde en el restaurante; probablemente también ella practicaba una especie de seudoiteración porque viajaba mucho, y era un impulso natural del ser humano. Wahram cenó en la mesa contigua a la suya y luego fue a fregar los platos, y aunque la saludó con una correcta inclinación de cabeza, ella no le dirigió la palabra. Cuando terminó en la cocina y regresó al comedor para comer algo, ella se había marchado. En la calle ardía la hoguera y había personas bailando a su alrededor.

De modo que aquel segundo día tuvo ciertos elementos de un nuevo hábito; pero la tarde siguiente, la Wegener se aproximó de paso por Venus, cuya fuerza gravitacional aprovechó para ganar impulso rumbo a Júpiter. Wahram tomó un tranvía hasta la proa, y después, con la ayuda de asideros, se desplazó por el pasadizo prácticamente ingrávido hasta la sala de observación que disfrutaba de una vista constante del hemisferio de estrellas que se extendían en arco sobre ellos. Allí, delante de ellos, más y más grande cada vez, estaba Venus. Wahram, que había pasado algún tiempo en una microgravedad como aquella, recuperó el equilibrio aferrado a un asidero, dispuesto a observar el paso a sus pies del segundo planeta. Cisne entró justo cuando efectuaron el acercamiento final, apresurándose como era habitual para evitar llegar tarde.

La atmósfera de Venus era tan reducida en densidad respecto la transparente de su estado natal, que, a pesar de que todo el planeta estaba a la sombra del escudo solar y, por tanto, sumido en una noche perpetua, se podía distinguir el tenue mar blanco, seco y helado, y la negra roca de ambos continentes parcialmente separada y erosionada. Las nubes, parecidas a las que había en la Tierra y en Marte, sobrevolaban llanuras alfombradas de nieve y océanos de hielo seco, cuyo aspecto canoso costaba asimilar a pesar del esfuerzo que se le pusiera. En la sala de observación reverberaron las expresiones de entusiasmo y asombro de los presentes. El ojo humano no reaccionaba bien al negro en lo alto y al blanco abajo, aunque ésa fuera una forma simplista de describirlo. Incluso en el punto más cercano de la aproximación, costaba distinguirlo con claridad. Trazaron un ángulo respecto al planeta y luego el Wegener salió disparado sobre la atmósfera, sacando el máximo provecho del tirón gravitatorio. Debajo pasaron unas luces arracimadas que alguien dijo que correspondían a Puerto Elizabeth. Cerca de allí había una población llamada Billie Holliday, donde Wahram había trabajado en una ocasión en un waldo gigante, cubriendo con roca falsa el hielo seco de las tierras bajas. Ahora se hacía algo parecido en Titán. Venus y Titán eran los mejores candidatos para sumarse a Marte en la lista de planetas plenamente terraformados: mundos cortados a medida, como los llamaban algunos, con atmósferas donde el ser humano podía respirar. El ejemplo de Marte demostraba que eso era posible: un mundo nuevo e independiente, libre del lastre que llevaba a cuestas el antiguo.

Cisne se columpiaba.

—Quiero regresar —canturreaba a nadie en particular, aunque quizá hablase con su qubo—. Sentir la bofetada del viento envenenado en el ponzoñoso mar.

Los venusianos habían desembarcado antes del paso del terrario por el planeta, de modo que el Wegener ya no era tan interesante desde el punto de vista humano. No había hogueras, ni danzas que durasen toda la noche. Wahram pasaba la mayor parte del día en el parque, convertido en el centro de su particular seudoiteración. Intentaban hacer un censo de las aves y los mamíferos. A menudo veían a Cisne corriendo sola por los alrededores. Dormía ahí, y una noche, en la cocina, comentó que nunca dormía en interiores si podía evitarlo, aunque no se le escapaba el hecho de que el conjunto del terrario podía considerarse un lugar interior. En el parque, Wahram vio indicios que le llevaron a pensar que ella también intentaba cazar parte de lo que comía. En una ocasión encontró una liebre atrapada en una trampa junto al riachuelo que cruzaba el parque. Esa clase de actividades eran ilegales, y, lo que aún era más importante, nadie las hacía. Algunas veces vieron también las cenizas de un fuego de campamento, con huesecillos que no habían ardido del todo, liebre o cervatillo, asados sobre un fuego… si uno se entregaba a semejante actividad tenía que andarse con ojo con las hienas. Estaba seguro de que era preferible la excelente cocina de la India meridional que se servía en el restaurante.

Entonces, una mañana, encontraron a Cisne tumbada aún junto al fuego, con la cara sucia y restos de sangre en las manos, además de unas pieles en los pies. Al reparar en su presencia levantó una mirada fiera, probablemente muy similar a la que les habría dirigido una hiena sorprendida en esa situación, y durante un buen rato nadie supo muy bien qué decir. La caza furtiva seguía siendo tan poco popular entre las autoridades como de costumbre. Wahram se apresuró a volver la vista hacia el zoólogo, y, aunque nadie hubiera condenado a Cisne debido a su posición como fundadora, los lugareños, que como mucho tenían la mitad de su edad, rebullían incómodos, intentando encontrar una salida de la situación.

—Supongo que a esto se refiere la frase «verse atrapado con las manos llenas» —dijo Wahram con el tono más jovial que pudo conjugar—. Pero, por favor, me gustaría ver esos elefantes mientras pueda, y en este momento se alejan de nosotros. Estoy seguro de que aquí la situación volverá pronto a la normalidad. —Y se alejó de un modo que invitaba a sus guías a seguirlo.

Sería mejor explorar el parque en la otra dirección. O podía seguir el rastro de la familia de guepardos. Una vez vio a Cisne haciéndolo, pero no se le acercó. A esa altura tenía claro que ella necesitaba la soledad. En la población, si entraba en el restaurante, comía a solas, lo cual tenía algo decepcionado a Wahram.

En la seudoiteración, uno efectúa el ritual diario atento tanto a la alegría de lo que le resulta familiar como al estremecimiento de lo accidental. Era importante encontrarse fuera al alba. El extremo soleado de la línea de sol proyectaba sombras en lo alto del cilindro, y sobre su cabeza volaban las bandadas de aves de un lado a otro. Le habían explicado que las aves migratorias fingen migrar. Alzan el vuelo al alba y vuelan durante buena parte de la jornada, antes de regresar al punto del que partieron. Quizá toda su necesidad de mantenerse en movimiento obedeciera a algo parecido.

Fue a proa a la burbuja de observación cuando el Wegener pasó por el famoso asteroide Error de programación. Allí, una de las excavadoras había desobedecido una de sus órdenes, tal vez porque la Inteligencia Artificial tuvo la desdicha de sufrir el impacto de un rayo cósmico, y, después de penetrar la superficie del asteroide y dejar el espacio interior chapado de acero, la maquinaria había entrado en bucle y vuelto a ejecutar el primer paso de su primer programa para devorar la roca restante del asteroide a lo largo del tubo de la cavidad original; cada vez que asomaba a la superficie del asteroide, se daba la vuelta y volvía a adentrarse en él, construyendo y dejándolo más hueco que antes. Al cabo de unos años estaba claro que el proceso no se detendría sin intervención externa, ya que todo el asteroide, considerablemente carcomido, había terminado teniendo el aspecto de una cuerda de acero hecha de nudos. Algunos abogaban por dejar que el proceso siguiera su curso para ver qué sucedía, pero debía de haber alguien que no estuvo muy de acuerdo con la propuesta, porque una explosión de intenso pulso electromagnético había destrozado la Inteligencia Artificial y congelado la excavadora en mitad de un giro. El morro asomaba por un lateral del asteroide como la cabeza de una serpiente. Pensó que en ese momento el asteroide parecía una especie de cabeza de Medusa, una escultura pretzel que algunos consideraban hermosa y otros no, la viva imagen de la insensatez de la Inteligencia Artificial, o de la futilidad del empeño del ser humano.

El Wegener pasó por el asteroide a tal velocidad que los presentes en la burbuja de observación ni siquiera pudieron pestañear sin perdérselo; pasó de ser un punto a convertirse en una pelota de baloncesto en el transcurso de un único latido de corazón. Hubo exclamaciones ahogadas, luego algún que otro vitoreo. Wahram pensó que se trataba de una impactante obra de arte accidental, tan llena de curvas que parecía serpentear aún, como si la cabeza de la serpiente Ouroboros persiguiera con desgana su propia cola, o, tal como se le ocurrió pensar cuando describió al volver a la cocina lo que había visto, como una maraña de botellas Klein.

Al día siguiente pasaron junto a otro famoso error, y a proa fueron más personas a verlo de las que habían acudido a ver Error de programación, lo cual a Wahram le pareció deprimente. Este terrario, llamado Yggdrasil, había sufrido una avería catastrófica: presentaba una abertura llena de hielo, no tanto fruto de una fisura como de una explosión. Tan sólo algunos de los habitantes habían sobrevivido, como cincuenta de los tres mil que había. Podía sucederle a cualquiera que no viviese en la Tierra o en Marte. Wahram no se molestó en mirar.

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