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CISNE Y UN FELINO

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CISNE Y UN FELINO

Cisne salió del Wegener avergonzada y deprimida por las ideas horrendas que había tenido de joven, relativas en este caso a la Ascensión compuesta por pampa y sabana, por no mencionar el hecho de haberse convertido en cazadora furtiva, de que la hubiesen sorprendido con las manos en la masa, por listilla. Pero luego empeoró cuando su taxi los dejó en un terrario que se dirigía hacia Júpiter, un terrario que resultó ser El Pleistoceno, otra de sus creaciones de juventud, una Era de Hielo con cierta cantidad de especies de megafauna resucitadas que compartían espacio con versiones mutadas de sí mismas. Osos gigantes de cara achatada que miraban boquiabiertos a su alrededor, como si no supieran qué estaba pasando, guepardos, mastodontes y mamut lanudos, la mayoría recuperados, sin atender a criterios estrictos de fidelidad, gracias a antiguas muestras de ADN, en realidad artificiales, que alumbraron elefantes, leones u osos Kodiak, y que por tanto carecían de los conocimientos mínimos que les hubiesen transmitido miembros de su propia especie. Era muy triste. Cisne se culpó por ello, pasó una semana horrible hasta que llegaron a Júpiter, y a punto estuvo de perder la vida; para empezar hacía un frío endemoniado, y luego una mañana despertó en una hamaca incómoda que colgaba de un árbol, para ver que un felino enorme se había encaramado a la rama, a saber qué especie de felino, posiblemente un león de montaña, puede que un leopardo de las nieves, porque tenía el pelaje muy largo. El caso es que estaba decidido a alcanzarla, y como no pesaba más que ella parecía probable que pudiese trepar hasta una posición muy elevada desde la que arrojársele encima. A unos doce metros del suelo, con el terrario girando sobre sí a una gravedad, y por un instante maldijo el cambio efectuado en el pasado que equiparaba la gravedad con la marciana, la cual fue al principio la norma, eso antes de que el miedo le copara los sentidos. Sal de la hamaca. Trepa más de lo que un felino, que pesa menos que tú, pueda trepar. Lo cual obviamente supone un problema. Se impulsó hasta la rama que había sobre ella, la cual ascendía en un ángulo más vertical que la suya. El felino la miró calmado, sin hacer ningún movimiento. Los ojos del color del topacio destacaban en el largo pelaje blanco; el labio superior plegado hacia atrás, los colmillos blancos, hambrientos. No había malicia en él. Ya en la rama vertical, con los pies en el tronco, ascendió y ascendió decidida a salvarse. Se columpió en la copa, rodeada por ramas, todas delgadas, quebradizas. Era una especie de roble. Si le daba una patada en el morro cuando la atacase, posiblemente no la alcanzaría y se precipitaría al vacío. La atacaría con las garras de las patas delanteras, y la patada tendría que bastar para salvarla, ganar impulso, tal vez hacia arriba. Intentó trepar más, pero no pudo.

Estaba en El Pleistoceno. Llevaba una pistola aturdidora.

Pero se la había dejado en la hamaca.

—Mierda.

El felino pasó a la rama de Cisne. Demasiado peso para andar columpiándose demasiado.

—¿Alguna sugerencia, Pauline?

—Asústalo —respondió Pauline—. Cárgate de adrenalina y haz algo asombroso.

Cisne giró la cintura y se soltó, precipitándose con los pies por delante sobre el rostro del felino, al tiempo que gritaba todo lo posible. Cuando los pies alcanzaron otra cosa, se asió a unas ramas y sintió que algo le golpeaba las costillas. Se quedó sin aire en los pulmones, fue incapaz de seguir gritando. Movió los pies en busca de sustento, que no halló, y miró hacia abajo. El felino estaba en el suelo, mirándola. Cisne gritó de nuevo, consciente de la aguda punzada de dolor provocada por la costilla rota. Su grito adoptó una tonalidad furiosa y maldijo al felino con palabras malsonantes. Mátalo como a Arquíloco. La voz rota, un agudo y amargo chillido que le hirió la garganta e hizo que le dolieran los oídos, un sonido que la hizo consciente de haber perdido la razón. El felino lanzó un suspiro audible y se alejó.

Ella regresó a la hamaca y recuperó la pistola aturdidora. Bajar del árbol le supuso un dolor infernal.

Después de aquello evitó a Wahram, y para cuando desembarcaron en Calisto hasta se había encariñado del dolor que sentía en el costado. Hacía que se sintiese mejor; era una manifestación de su pesar, de su ira. No había olvidado el temor asociado, sino que lo había transformado en otra cosa, una especie de triunfo. ¡Había estado a punto de convertirse en el desayuno de ese felino! Se había comportado como una insensata y había vuelto a sobrevivir, lo que sucedía a menudo. Debía de ser cosa del destino. Sin duda seguiría pasando lo mismo.

—Éste es el más básico de los silogismos falsos —aseguró Pauline una vez que manifestó en voz alta sus pensamientos.

Las lunas jovianas eran enormes, y el propio Júpiter era como un óleo gigantesco, fruto del exagerado pincel de un genio, manchas untosas que giraban de un trecho anaranjado a otro, todos los bordes entre las franjas pura fantasía sin parangón. A Cisne le encantaba contemplarlo, y la ciudad desde la cual lo observaba tampoco estaba mal: Cuarto anillo de Valhalla, construido en el borde del cráter epónimo. Valhalla tenía seis anillos que salpicaban un costado de Calisto como las ondas concéntricas que se forman en un lago después de arrojar una piedra. La ciudad se ubicaba en lo alto del cuarto anillo, extendiéndose en la medida de lo posible; reparó en que había otras ciudades que partían de los anillos tercero y quinto. Se decía que con el tiempo acabarían cubriendo la práctica totalidad de Valhalla, y que después de eso tal vez cubriesen el resto de Calisto; era un mundo muy extenso. Incluso había quienes aseguraban que podía terraformarse adecuadamente, a pesar de la ausencia del menor indicio de una atmósfera adecuada.

De hecho era uno entre cuatro mundos enormes, porque todas las lunas de Galileo eran gigantescas. Pendía de ellas, sin embargo, una especie de maldición, o eso le parecía a Cisne; una era prácticamente inservible, otra estaba disputada. Ío orbitaba tan lejos de los feroces cinturones de radiación de Júpiter que nunca sería ocupada, exceptuando el puñado de estaciones científicas que había. Europa, una luna de hielo tan grande como hermosa, estaba cubierta por una capa helada que la gente podía excavar para ponerse a cubierto de la radiación joviana, que incluso ahí era fuerte: maravillosos palacios de hielo, con el monstruoso Júpiter siempre en lo alto, o así lo había creído siempre todo el mundo. Pero eso no sucedió, porque se había demostrado la existencia de alienígenas que vivían en el océano que fluía debajo, una ecología compuesta por alga, quimiotrofos, litotrofos, metanógenos, raspadores, ventosas, ventiladores, depredadores y detrivoros, nadadores todos, o trepadores, o colgando de algún lado, cuando no haciéndose una madriguera en otro; y se convirtieron en un problema. Algunos pensaban que ya habían contaminado el océano sólo por explorarlo, porque examinarlo con un taladro había supuesto el equivalente al problema de Lago Vostok pero escrito con mayúsculas. Sin embargo, se hizo lo posible por esterilizar las sondas, y después, descubierta y examinada toda la ecología, habían sellado el agujero, y se habían instalado en la superficie en estaciones científicas, desde las que estudiaban y cultivaban las muestras, ponderando si debían permanecer allí o marcharse, y, en caso de quedarse, qué clase de presencia debían mantener. Posiblemente los palacios de hielo propuestos no darían problemas, ya que la vida subterránea estaba confinada en los diez kilómetros de glaciosfera que mediaban entre la superficie de la luna y su océano. Por otro lado, la vida era vida, y se extendía allá donde pudiese alcanzar, de modo que no cabía duda de que la contaminación alcanzaría cualquier rincón, por remoto que fuera, una vez producida la ocupación lunar. No obstante, dado que estas criaturas parecían ser primas hermanas, separadas hacía mucho tiempo por el viaje de los meteoros —recontaminadas ahora por la visita—, ¿tan negativo sería vivir sobre ellas e insistir en la contaminación menor, teniendo en cuenta que había personas que vivían y tragaban al respirar la vida microscópica que luego se inyectaban en las venas, cuando la vida había ido de un lado a otro dando tumbos por todo el sistema solar, interaccionando constantemente con otros primos lejanos? Una pregunta sin respuesta, que interesaba al europeo y joviano, quienes la tenían siempre presente, pero que quitaba menos el sueño a los habitantes del resto del sistema. Cisne mantenía un interés originado en su época de diseñadora, y aprobaba la decisión que habían tomado recientemente de seguir adelante y ocupar Europa, siempre y cuando se mantuvieran en lo alto, sin entrometerse en la interna vida acuática.

Pasaba su tiempo caminando por la autopista que recorría todo el Cuarto Círculo de Valhalla, esperando el vuelo que los llevaría a Ío. Evitaba a Wahram, que la observaba últimamente con una expresión preocupada que era incapaz de soportar. En lo alto, Júpiter exhibía la majestuosidad de costumbre. Posiblemente los jovianos tenían motivos para sentirse el ombligo de todo; poseían un sistema solar en miniatura para ellos, repleto de cosas distintas. Entre los anillos del cráter, la superficie de Calisto era una vasta llanura nívea, y Júpiter y las otras tres lunas efectuaban su particular danza. Era un espacio muy hermoso.

Pero habían viajado allí para visitar a Wang, de modo que no tardó en impacientarse ante la demora de la lanzadera de Ío, en cansarse de la vista. Júpiter ejecutaba sus juegos malabares una y otra vez, no era arte sino química, mera repetición fractal. Recientemente habían encendido enormes lámparas de gas en la parte alta de la atmósfera joviana, con las que iluminar mejor las poblaciones ubicadas en los laterales galileos jovianos. Uno podía ver cómo esos puntos intensamente brillantes como el diamante distorsionaban la parte alta de las nubes de Júpiter, añadiendo nuevas espirales y corrientes, que elevaban el conjunto a la categoría de una obra de arte, una especie de goldsworthy, la obra de un artista loco.

Finalmente llegó el momento de embarcar en la lanzadera de Ío.

—Pauline —dijo Cisne—, ¿estarás bien allí?

—Sí, siempre y cuando tú lo estés. Allí tendrás que permanecer dentro de la jaula de Faraday para mantenerte a salvo. Sin duda los jovianos te lo recordarán.

Y eso fue lo que hicieron durante el viaje, sin escatimar esfuerzos. En una caja dentro de una caja, como muñecas rusas, estaban tan orgullosos. Descendieron sobre Ío, dejando a popa de la nave una intensa aurora, gallardetes que ondeaban en forma de franjas azul transparente y verde eléctrico, gallardetes y luces de bengala cuyo vuelo trazaba una trayectoria en forma de arco.

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