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CISNE Y UN FELINO » ÍO

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ÍO

Ío, la luna más interior de Júpiter, grande como la Luna. Asombroso mundo amarillento, terrible evisceración de las entrañas lunares, regurgitadas una y otra vez hasta que todo lo que es más volátil que el sulfuro se ha quemado. Sulfuro, sulfuro por todas partes, apenas hay un lugar donde mantenerse en pie. Cuatrocientos volcanes en activo que escupen fuego como forjas furiosas, expulsando dióxido de sulfuro hasta una altura de cien kilómetros. Una luna cuyo interior es más ardiente que el interior de la Tierra: pon la mano ante el vapor que surge de la fisura volcánica de Nea Kameni, en la caldera de Santorini, para sentir el calor que reina en el interior de la Tierra, parece el vapor que desprenden los cacharros de la cocina, pero no tardarás en descubrir que arde tres veces más. Aunque fueses capaz de apartar la mano al instante, la retirarías despellejada. Pues el interior de Ío posee una temperatura treinta veces mayor.

Y su aspecto no miente. Es un infierno que pende del inmenso tirón gravitacional que existe entre Europa y Júpiter. Gravedad en acción. El campo de radiación de Júpiter es tan vasto y fuerte que Ío se quema preso en él; incluso el Deinoccus radiodurans perece en él. Nada vive en Ío.

Exceptuando a los humanos, y el modesto conjunto de biota que llevan consigo a todas partes. Porque es posible encontrar islas de roca dura en las partes altas de los enormes volcanes, penetrar esa roca y esconder en ella una pequeña estación. Un cubo que contenga el qubo de Wang. Todo allí debe estar triplemente protegido, primero por paredes físicas, luego por un campo magnético lo bastante potente para que contrarreste la radiación joviana; y como a su vez ese campo basta para matar, dentro es necesaria una jaula de Faraday que proteja de la protección.

Descender en una aurora azul y magnética, un fuego de electrones. Bajo la luna extenderse desde una bola a una llanura a un tumultuoso paisaje montañoso de volcanes que se solapan, conos abultados que cuesta distinguir entre las diversas tonalidades amarillas que salpican los pardos, blancos, negros, el color ladrillo, el bronce, brochazos de todos los colores quemados, la mayoría amarillos. Aquí y allí hay anillos dispersos de negro o rojo o blanco que revelan fisuras activas, de cuyo interior surgen las entrañas en forma de círculos irregulares. Pero la mayoría de los trechos son mucho menos regulares, y considerada en su conjunto la superficie es una maraña que el ojo humano no puede reducir a los confines de la topografía. Es lo que parece, un mundo de fuego. Los nombres que los humanos han aplicado son redundantes. Dioses de fuego, dioses del trueno, dioses del rayo y el volcán, todas las deidades combustibles, desde Agni, dios hindú del fuego, hasta Volund, el herrero germano de los dioses; todos estos nombres intentan humanizar la luna, pero fracasan en el empeño. Ío no es un lugar humano. La dura corteza de su superficie, que sólo enfría el contacto del escalofriante vacío del espacio, es tan delgada que en muchos puntos no sustentaría a una persona. Algunos de los primeros exploradores lo descubrieron por la vía dura: se alejaron tanto del vehículo de aterrizaje que acabaron hundiéndose en el terreno sulfuroso, desapareciendo en la ardiente lava.

Creemos que por vivir en planetas y lunas más templadas, vivimos en lugares más seguros que Ío. Pero no es así.

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