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CISNE

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CISNE

Cisne abandonó la Tierra sintiéndose considerablemente complacida consigo misma por ayudar a la persona qubical a abandonar la zona, satisfecha también con Zasha, quien le importaba mucho más de lo que nunca había pensado. Tomó el ascensor espacial en Quito y disfrutó de nuevo de la representación de Satyagraha, y en esa ocasión fue la paz del movimiento final lo que más la impactó, la escala ascendente de una simple octava una y otra vez, como un canto de meditación capaz de ponerte en pie; y bailar en la gravedad que siempre era más liviana cerca del final hacía que la sensación fuese muy física, la convertía en una especie de euforia, ya que fueron levantados en las alas de la canción.

Regresó a Mercurio en un terrario llamado Henry David. Un clásico de Nueva Inglaterra, con algunas pequeñas aldeas con cabañas de madera y pastos que rompían los bosques de coníferas. Allí era octubre, y los arces habían enrojecido, por lo que había árboles de rabioso amarillo, naranja, rojo y verde, mezclados todos y dispersos a lo largo del interior del cilindro, de manera que cuando se miraba hacia arriba parecía un discurso sin palabras transmitido con una especie de lenguaje de colores llenos, temblando al borde del significado. Cisne vagabundeaba por las sendas del bosque, yendo de una colina despejada a otra. Un día tomó las hojas que habían caído y las arregló en un claro de modo que pasaron del rojo al naranja, amarillo, amarillo-verde y verde con una progresión muy suave. Esta línea de color en la tierra la complacía mucho, igual que el viento que soplaba. Otro día pasó horas siguiendo a un oso negro y su cachorro. Por la tarde llegaron a un huerto de manzanos abandonado, donde un viejo árbol mutilado había dado, sin embargo, un montón de manzanas, tantas que algunas de las ramas cayeron al suelo. Los osos se comieron un montón. Había medio barril en posición vertical junto al árbol que se había llenado con agua de lluvia, y el cachorro se encaramó al barril y se dio un baño, el pelaje se volvió más oscuro, brillante, húmedo y puntiagudo.

De regreso a Mercurio recuperó la rutina en Terminador. Despertaba en la terraza, donde desayunaba en la fría mañana, hacía sus estiramientos al sol, sin olvidar la inquieta reverencia ante Sol Invictus. Contemplaba la ciudad, demorándose en todos los puntos de referencia familiares que habían sido reconstruidos, además de los nuevos árboles y arbustos, que parecían mayores y más frondosos cada día, un poco más de acorde con el lugar. Había tomado una postal que Alex le había enviado hacía mucho tiempo, y la había clavado en la pared, sobre el fregadero de la cocina. La letra de Alex proclamaba a diario:

Ay, la alegría de mi espíritu, desencadenada está,

¡volando como el rayo!

No basta con tener este globo o cierto tiempo,

Tendré globos a millares y todo el tiempo.

También era otoño en Terminador, y la fila de arces japoneses de la terraza situada dos por debajo de su balcón había adquirido una tonalidad de rojo incandescente. El polvo se había asentado en las tejas azules que veía desde ahí. El nuevo programa del tiempo atmosférico parecía incluir más días ventosos que el anterior, y a veces había vientos más fuertes de lo que recordaba. Eso le gustaba. Algunas ráfagas de viento frío la apartaban de lo que fuera que estuviese haciendo, para empujarla a dar largos paseos por la ciudad. A simple vista le parecía mayor de lo que había sido, el andén extendido para proporcionar más parques y granjas. Había nuevos canales en la parte llana de la ciudad y en el parque. Puentes sobre los canales, caminos de bicicletas, amplios bulevares y explanadas. Era su ciudad. Igual pero distinta. Pensó que la ciudad podría ampliarse, adentrarse más lejos en la oscuridad de la noche. En teoría, con el paso de las décadas y los siglos, podrían alcanzar las vías al oeste en la cara nocturna de Mercurio.

Pasaba la mayor parte de sus días en el campo, trabajando en el estanque y los humedales. El nuevo estuario no prosperaba, y había dudas sobre los niveles de salinidad, además del modesto oleaje hidráulico que habían puesto en marcha. En realidad no eran más que discusiones. Y ella seguía intentando entender por qué a los monos de Gibraltar no les gustaban las cuevas que les habían proporcionado en una colina baja con acantilado que miraba hacia poniente. Los monos eran hermosos ejemplares, y por lo general no tenían problemas que pudieran compararse con los problemas de la gente. Pero allí estaban, pasando el tiempo en el terreno que se extendía ante las cuevas, sin mostrarse muy dispuestos a entrar en ellas. Tal vez tendría que subir en algún momento para echar un vistazo personalmente.

Mientras seguía allí viendo a los monos, pensó en su vida. Ahí estaba, con sus ciento treinta y siete años. No había dejado en paz a su propio cuerpo; no tenía precisamente una eternidad por delante, ni necesariamente viviría mucho más. Por otro lado, los tratamientos estaban haciendo cosas nuevas, incluso comparados con los de años antes, y los investigadores seguían trabajando para mejorarlos. Mqaret casi tenía doscientos años. Por tanto tenía que pensarlo con calma.

Pocas eran las personas con quienes mantenía estrecha relación, y quizá ni siquiera ya podía considerarla tan estrecha. Tenía todo cuanto necesitaba, no podía quejarse de su vida. Su hija superviviente andaba por ahí, viviendo la vida a su manera, y no podía decir que hubiera supuesto una decepción para ella. De vez en cuando establecían contacto. No era la cuestión. Cisne se sentía más próxima a otras personas, y eso estaba bien. Su joven amigo Kiran se había quedado en Venus, había insistido en ello, y se había involucrado hasta a fondo, y enviaba sus informes con regularidad. Mantenían mayor relación que muchas de las que había tenido, y sin duda disfrutaría de más relaciones como ésa; daba la impresión de que la gente solía tomarla del brazo y tirar de ella para que formase parte de sus vidas. La cuadrilla de la granja era un grupo muy unido. Le gustaba su trabajo, le gustaba su rol; le gustaba su arte, la parte lúdica de su trabajo. Así que se trataba de otra cosa. En realidad la cuestión se volvía muy filosófica, ¿cómo ser? ¿Qué debía preocuparle? Y cómo llegar a ser un poco menos solitaria. Porque ahora, fallecida Alex, aunque hablaba con muchas personas, al final le faltaba alguien a quien contar las cosas de la manera en que siempre había confiado con Alex.

Ay cómo te echo de menos, Hettie Moore,

Aunque no quede nadie a quien pueda confesarlo:

El mundo se ha vuelto negro ante mis ojos.

Cantó a solas en la granja la vieja canción, y se preguntó qué haría que se enderezaran las cosas. Quizá nada. La muerte segaba la vida. Las partes morían antes que el conjunto. Cuando fallece la gente que amas, también muere una parte de ti. Hay personas que cuando se van son como algunos enebros que había visto, una rama solitaria en un tronco muerto. No había manera de contrarrestar algo así.

No existe la felicidad más que en la virtud. No, eso no era cierto. Cada parte del cerebro triuno contaba con su propia felicidad. Lagarto al sol, mamífero a la caza, humano haciendo algo bueno. Lo bueno es lo que beneficia a la tierra. Así que cuando usted trabaja como yendo a la caza, a la luz y al calor, creando un paisaje, un lugar donde vivirá la gente en las edades venideras, entonces eres triuno feliz. Sin duda tendría que bastar con eso.

Pero entonces quieres compartirlo. Sólo para que haya alguien con quien sentirte feliz. Alex se había sentido satisfecha con ella.

Había visto a los aislados, veteranos viajeros espaciales que recorrían el mundo en solitario sin relacionarse de ninguna manera con otras personas. Ésa era su gente. Había sido una de ellos durante más de la mitad de su vida. ¿Todos iban a la caza? Recordó algo que había oído decir por ahí: quiero conocer a alguien. «Conocer». Se referían a emparejarse. Quiero aparearme con alguien. «Conocer» era otra manera de hacer alusión a aparearse, de seguir el camino del deseo. Y cuando miras a tu alrededor puedes verlo: las parejas son recurrentes. El verbo es un futuro condicional, un subjuntivo: aparearse con alguien, y después conocerlos. Algo atávico, como si fueran cisnes o cualquier otro animal con un impulso genético para emparejarse. «Cisne no es un cisne», le dijo a sus desconcertados compañeros de trabajo en el parque. Pero ¿cómo lo sabía?

—Quiero conocer a alguien —dijo a Mqaret.

Mqaret se rió de ella.

—¡Pero si te gusta ese tipo! El tal Wahram, de Saturno. Así que quizá quieras decir en realidad que has conocido a alguien.

Cisne miró Mqaret. Aún no había comprendido totalmente que era posible ser amada. O incluso amar.

—Pero lo conozco hace mucho tiempo. ¡Desde hace años!

—Pues mejor me lo pones —dijo Mqaret—. Lo conoces. De hecho tuviste que pasar mucho tiempo con él. ¿Qué pasó en ese túnel? ¿No sucedió algo?

—Sobre todo silbamos —respondió ella. Pero sí. Sucedió algo.

—Tal vez ésa sea la definición de matrimonio —propuso Mqaret—. Silbar juntos. Una especie de actuación. Quiero decir que no sólo es una conversación, sino una actuación.

—Matrimonio —repitió Cisne, asombrada ante el sonido de la palabra. Pero para ella era un concepto de la Edad Media, de la vieja Tierra: una idea con un fuerte olor a patriarcado y propiedad. No estaba pensada para el espacio, ni estaba hecha para durar. Uno se movía por la vida por etapas, cada etapa una fase de la propia historia que duraba pocos o varios años, y luego cambiaban de circunstancias y te encontrabas con una nueva vida, con nuevos compañeros. Eso no podía alterarse, no si andabas por ahí enfrascado en tus cosas. Y deformar así la vida para alargar una relación más allá de la etapa que le correspondía, suponía correr el riesgo de quebrar un extremo, de astillarla toda y dejar una amarga herida y la sensación de que todo había sido una mentira, cuando en realidad no tendría que haber sido sino un paso más hacia adelante, en una de las pequeñas muertes y transformaciones de las distintas etapas-fases. Así eran las cosas.

Por lo menos así se lo parecía a ella, y a muchos otros conocidos. Era la actual estructura de la sensibilidad en su cultura y época. Los viajeros espaciales eran seres humanos libres, libres al fin y humanos al fin. Así se sentían todos, y se alentaban mutuamente a sentirse así, y ella siempre lo había creído, siempre había estado de acuerdo en que así era. Pero las estructuras del sentimiento eran culturales, históricas. Cambiaban con el tiempo como lo hacían las personas; las propias estructuras pasaban por sus reencarnaciones. Por tanto, si las culturas cambian con el tiempo, y un individuo presencia un cambio en esa cultura, entonces… ¿acaso no cambiaba él también? ¿Lo harían? ¿Podría hacerlo ella?

Pero ¿no era el matrimonio la promesa de no cambiar?

Anduvo lentamente entre los humedales, sin dejar de pensar en ello. Un día, una rana del mismo color que las rocas saltó apartándose de su alcance, y Cisne se sentó a mirarla, alerta y curiosa, tranquila pero lista para saltar de nuevo.

—Lo siento —dijo—. No te había visto. —Y, sin embargo, ahora que sí lo había hecho, la vio destacar más que cualquier roca, viva y respirando.

Salió a dar una caminata. Se dirigió al norte de la latitud de Terminador, a Tricrena Albedo. En el confuso claroscuro terminador, donde los oblicuos rayos de sol recorrieron repentinamente el terreno inclinado, tan fulgurantes que la tierra todavía en sombras se antojó más negra que la materia. Brochazos negros y blancos, sus ojos apenas devolvieron al paisaje su integridad. A veces le gustaba así. Su esquizofrénica vida en el espacio.

Adoptó la mentalidad del caminante solar, orientándose por los mapas memorizados en su interior. Supo mientras caminaba a ciegas hacia poniente que pronto alcanzaría la elevación septentrional de Mahler, donde pasaría por algunas abandonas y chamuscadas pistas de aterrizaje ballardianas, y que luego se toparía en lo alto de un acantilado, una grieta abultada en el terreno, muy antigua, un punto desde el que se vislumbraba la caída de 200 metros a las llanuras que se extendían debajo. Por suerte la escarpa tenía la cara atravesada por salientes inclinados que hacía las veces de escalera descendente. Había estado ahí antes. Los salientes Ebersbacher eran transitados a menudo por los caminantes solares que tomaban esa ruta, razón por la que hacía años que los habían adecuado y despejado de polvo y escombros. Por tanto se trataba de una senda de piedras limpias que descendía hasta la llanura. Pensó que en Mercurio el horizonte tenía la medida justa: no era algo que pudieses tocar estirando la mano, sino algo a donde podías caminar para investigar.

Reparó en la presencia de un reducido grupo de caminantes solares que se desplazaban lentamente a poniente. Pequeñas siluetas plateadas que le recordaron a la inspectora Genette, y que desaparecieron tras el horizonte. Caminaban un rato y luego se tumbaban en carros o carros de mano, para dormir mientras los demás los arrastraban. Caminaban juntos, tirando o empujando los carros donde dormían los compañeros, qué hermosa esa muestra de confianza, esa entrega, el hecho de poner tu vida en manos de extraños, algo que formaba parte de ser de Mercurio. Durante mucho tiempo había sido toda la compañía que había necesitado. Eso y su ciudad.

Alcanzó el pie de los salientes y llegó a la llanura cubierta de escombros de Tricrena Albedo. Allí desaparecía la senda, porque cualquier vía era igual de buena. Podía adentrarse en la noche, ganar terreno al alba, alzarse sobre Yes Tor y contemplar los puntos más elevados de luz en el terreno como la llama de las velas, que después ardía hacia abajo desde sus puntas brillantes. Para caminar perpetuamente en el amanecer, ay, qué deseo tan ferviente. ¿Quién podría soportar el mediodía o el atardecer? Dejar atrás el amanecer, correr de nuevo hacia la noche. Evitar el día, porque quién sabe lo que trae consigo. No tenía ni ideas ni planes.

Corrió durante mucho tiempo sin pensar más que en la roca que pisaba, la configuración del terreno. No era necesario nada más. Podrían destripar Mercurio, extraer hasta el último mineral valioso de su interior, sin que la superficie tuviese un aspecto distinto. Ya era un mundo marcado, la faz maltrecha de un viejo amigo. Roca dispersa por doquier, escombros, restos. El manto de polvo. Oro en las colinas. Pero los amigos hablan. Quiero ser capaz de hablar con alguien que signifique algo para mí. Quiero escuchar cosas que me interesen, que me sorprendan, sin importar lo imposible que sea sorprenderme. Aunque en realidad resulte fácil hacerlo. ¿Cómo era posible que no hubiese alguien allí capaz de sorprender a alguien que era tan fácil de sorprender?

La persona taciturna. ¿Y si había alguien en quien podías confiar, alguien estable, confiable, predecible, resuelto; decisivo tras la debida reflexión; generoso, amable. Flemático, a pesar de lo cual era propenso a pequeñas ráfagas de entusiasmo, debidas por lo general a placeres estéticos de un tipo u otro. No se sentía fuera de lugar en situaciones de peligro, sino algo ebrio. Alguien capaz de amar un paisaje. Alguien a quien le gustaba observar a los animales y perseguirlos para sorprenderlos en un momento u otro. Alguien que la miraba como si desentrañarla fuese un proyecto interesante y no sólo un problema a resolver, o parte del telón de fondo de algún otro drama más importante. Y miraba a todo el mundo de la misma manera. A menudo con una sonrisa que parecía expresar el placer de la compañía mutua. Un comportamiento reservado, pero amable. Si a todos nuestros conocidos sólo pudiéramos describirlos mediante el lenguaje, pareceríamos coleccionistas de contradicciones, paradojas, oximorones. Porque por cada gramo de algo hay un gramo de lo otro. La gente está cortada por ambos patrones. En alguien como él, una risa alegre casi se antojaba puro bullicio.

Llegó junto a uno de sus goldsworthies más famosos, perteneciente a una época en que había estado experimentando con la creación de balas de plomo y otros metales que se fundían al calor del día en pendientes que había cortado con canales, de manera que el sol derritiese el plomo, el cobre o el estaño y, fundido, se deslizaría por los canales dando forma a letras o imágenes, siempre estirado de tal manera que los observadores situados en un mirador, sobre un acantilado próximo, las vieran en posición vertical. Para esta escultura, al norte de Mahler, había canalizado dos juegos de letras que se solapaban entre sí, con puertas que daban a una palabra u otra, conjuntadas a su vez. Cuando el metal se fundía al sol topaba con las puertas hasta que alguna cedía, drenando de este modo el depósito del material fundido. Así que, dependiendo de lo que sucedía en las puertas, las letras resultantes de esta instalación en particular escribían o bien la palabra «vive» o bien la palabra «muere». Fue la último de una serie de antinomias que había trasladado al paisaje y al sol durante esa etapa de su carrera, incluyendo la superposición de las siete virtudes y vicios, enfrentados como Jacob con Dios. El veredicto ya se había emitido: el proceso parecía aleatorio. Aunque en este caso concreto, ambas puertas se habían roto a la vez, lo que dio pie a un flujo insuficiente para llenar todos los canales; los hubo que se impusieron a los demás, y de resultas de ello, tras formarse un remolino brillante de plata y cobre, se formó la palabra «túmbate».

La estaba mirando desde la plataforma de observación. Por aquel entonces incluso le había parecido conveniente, y ahora era como una orden. Todavía se podían ver los canales vacíos de las dos palabras superpuestas, pero sin duda era la palabra mentira, metálica en la tierra oscura, domeñada. Muy conveniente, de hecho. La gente dijo que la había dispuesto así a propósito, pero no lo había hecho; las presas eran iguales, la ruptura simultánea de las mismas cosa suya, algo que había sucedido sin la intervención de su creadora. Las letras llenaron una materia de la primera oleada, un clinamen. Pero en cierto modo decía la verdad. No vivían ni morían, sino ambas cosas, y al final se tumbaban. Por último se yace tumbado. No había más que hablar.

Al cabo de un rato se volvió hacia el sur, para alcanzar la plataforma más cercana antes de que la ciudad se alzara flotando sobre el horizonte. Cuando llegó al borde del antiguo cráter Kenko, fue capaz de distinguir las vías de Terminador, que relucían débilmente en el valle.

Desde lo alto de Kenko, en torno a la cara sur, vio las vías, así como una figura solitaria que ascendía la pendiente hacia ella. Redonda y alta, reconoció la forma de andar en cuanto la vio, porque, ay, conocía tan bien esa forma de andar…

Se conectó al canal común.

—¿Wahram?

—El mismo, iba buscándote.

—Pues me has encontrado.

—Sí. ¿Pensabas volver pronto a la ciudad? Porque no he traído nada para comer.

—Sí. ¿Cuándo has llegado?

—Ayer. He caminado unas cuantas horas. La ciudad no tardará en alcanzarnos.

—Estupendo. Estupendo. Vayamos a su encuentro. —Descendió hacia él y lo abrazó. A pesar del traje reconoció el cuerpo de él, redondo y lleno, alguien de mayor tamaño que ella—. Gracias por salir a buscarme.

—Oh, todo un placer, te lo aseguro. Vengo de Titán.

—Eso pensaba. ¿Qué tal la pierna nueva?

Wahram la señaló con un gesto.

—Es como si no estuviera donde solía estar. Por lo visto, los nervios fantasma de la antigua pierna siguen trabajando y no dejan de despistarme.

—Mira, como mi cabeza —dijo Cisne sin pensar, antes de reír—. Cada vez que me crece una nueva, no acaba de estar en el lugar donde yo pensaba.

Wahram la miró, sonriendo.

—Me han dicho que no tardaré en acostumbrarme.

—Hmm.

—En realidad, hablando de cabezas nuevas, me preguntaba si habías pensado en lo que te propuse cuando estábamos abandonados. Y también, por supuesto, después, ya en Venus.

—Sí, lo he hecho.

—¿Y?

—Verás, no lo sé.

Wahram arrugó el entrecejo.

—¿Has hablado con Pauline al respecto?

—Bueno, supongo que sí.

De hecho ni siquiera me había pasado por la cabeza.

Wahram la miró. El sol no tardaría en caer como plomo sobre ellos.

—Pauline, ¿quieres casarte conmigo? —preguntó Wahram.

—Sí —respondió.

—¡Eh, eh, un momento! —protestó Cisne—. Aquí soy yo quien tiene que responder eso.

—Creía que acababas de hacerlo —dijo Wahram.

—Pues no, no lo he hecho. Pauline es una entidad separada de mí. Es por eso por lo que no me dejasteis tomar parte en vuestras reuniones, ¿no?

—En efecto, pero porque las dos sois una. Por eso no podíamos dejarte entrar sin dejarla entrar también a ella. No soy el primero en observar que, dado que programaste a Pauline, y continúas haciéndolo, ella es una especie de proyección tuya.

—No, ¡de ninguna manera!

—Bueno, tal vez sería más adecuado describirla como una de tus obras de arte. A menudo has hecho cosas muy personales.

—¿Mis montañas de rocas te parecen personales?

—Sí. No tanto como estar desnuda en un bloque de hielo durante una semana bebiendo tu propia sangre, pero, sin embargo, muy personal.

—Pauline no es arte.

—Yo no estoy tan seguro. Tal vez podríamos compararla al muñeco de un ventrílocuo. ¿No es eso arte? Un dispositivo a través del que se expresa algo. Por tanto me siento muy animado ante esa respuesta.

—¡No!

Pero saltaba a la vista que estaba animado. Con el tiempo, comprendió Cisne, eso iba a importar: el hecho de que Wahram creyese en Pauline. Bajó hacia la plataforma más cercana y él la siguió.

Al cabo de un rato, dijo:

—Gracias, Pauline.

—De nada —respondió ella.

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