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CISNE Y WANG

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CISNE Y WANG

La estación de Ío que contiene el qubo de Wang y su equipo de soporte se encontraba en lo alto del costado de Ra Patera, una de las montañas más grandes del sistema solar. Mientras descendía el ferry, el eje del ancho faldón de Ra parecía ligeramente inclinado respecto a la horizontal. El ferry se introdujo por un agujero de la pista de hormigón, después de lo cual se cerró el techo sobre el vehículo. Desde ese momento en adelante se vieron bajo tierra. Todo lo que podían ver de la luna en las numerosas pantallas de la estación, así como en los ventanucos de la torre en forma de cono de la estación, formaba parte del faldón de Ra.

Había varias personas en el puente ubicado en el piso superior de la torre cónica. Nadie levantó la vista al entrar Cisne y Wahram, y tampoco para mirar a Wang cuando entró.

Wang Wei resultó ser una persona redonda de carácter inofensivo. Un investigador de tomo y lomo, tal como Mqaret lo había descrito: uno de los mayores expertos en qubos del sistema. A veces, tales individuos eran soberanos de pequeñas y espléndidas Ruritanias. Cisne se preguntó si Alex tenía razón al pensar que la balcanización del sistema solar era la reacción humana, deliberada pero inconsciente, a los qubos, una especie de resistencia ante su incipiente poder.

Wang saludó a Cisne y Wahram, y tras un rápido «Ah, gracias», aceptó un sobre de Alex que le ofreció Cisne. Dio la impresión de estar al corriente de su existencia. Leyó la carta que contenía, luego introdujo la pastilla que cayó del interior en el escritorio más cercano. Contempló la consola durante un buen rato, leyendo con atención, sirviéndose del dedo índice para no saltar de línea.

—Lamento mucho la pérdida de Alex —dijo finalmente a Cisne—. Te acompaño en el sentimiento. Era el eje de nuestra pequeña rueda, que ahora gira con los radios desencajados.

—Me dijo en su nota que debía visitarte —dijo Cisne, sorprendida ante aquel comentario—. Me dejó los mensajes en su despacho. Supongo que se trataba de un plan de emergencia. Y el sobre que te he entregado forma parte de él.

—Sí. Me dijo que tal vez lo haría. Alex sugiere en este texto que también ha cargado una pastilla en tu qubo interno.

—En efecto. Pero mi qubo no suelta ninguna palabra al respecto.

—No había margen de duda en las instrucciones de Alex. Los datos son muy concretos. Lo que tú posees es una especie de copia de seguridad —explicó Wang en tono de disculpa.

Cisne miró a su interlocutor con los ojos muy abiertos, antes de volverse hacia Wahram, y vio que estaban conchabados, como Wahram y Genette en Mercurio.

—Dime de qué va todo esto —dijo con tono de exigencia—. Ambos trabajabais con Alex en algo.

Titubearon.

—Sí —dijo finalmente Wang—. Durante muchos años. Alex era el eje, como te he dicho. Colaborábamos con ella.

—Pero no le gustaba guardar información en la nube —dijo Cisne, que señaló con un gesto el entorno de la estación—. Ella mantenía las cosas en su cabeza, ¿verdad? Pero tú trabajas con qubos, ¿no es así? ¿El qubo de Wang, el algoritmo de Wang?

—Sí —admitió Wang.

—Para no dejar rastro, Alex se mantenía apartada de los qubos, aunque para ello necesitaba la ayuda de uno. Así funcionan las cosas ahora, y ella lo sabía.

Wang asintió.

—Por eso me escogió. No sé decir por qué. Posiblemente pensó que tenía más contacto del que tengo realmente con lo que ella solía llamar la liga de los mundos no afiliados. Tengo una red de contactos, pero no es exhaustiva. Nadie tiene una conocimiento preciso del sistema, tal como es ahora.

—¿Era eso lo que buscaba Alex? —preguntó Cisne.

Wahram negó con la cabeza.

—Conocía el sistema tan bien como cualquiera pueda hacerlo. Wang conoce a los no afiliados, pero, y esto, al menos en mi opinión, es más importante, su qubo está secuestrado aquí. Su contacto con el resto del sistema está controlado por Wang. Eso le gustaba a Alex, porque intentaba trasladar todas sus comunicaciones a un canal humano directo.

—Pero dejó estos mensajes —dijo Cisne—. Por si ella no podía hablar. Quería que nosotros lo hiciésemos. Que vosotros hablaseis conmigo.

—Evidentemente.

—¡Pues contadme qué os traéis entre manos!

Los dos hombres cruzaron la mirada. Luego se pasaron un buen rato mirándose las puntas de los pies.

Entonces Wang la miró a los ojos, lo cual sorprendió a Cisne con la guardia baja. Tenía una mirada muy intensa.

—Nadie sabe exactamente cómo manejar esta situación, porque tiene que ver con los qubos, y tú llevas uno en tu interior. Así que Alex no te habló de esta parte del asunto, y yo tampoco quiero hacerlo. Ahora que la lista de contactos de Alex está a salvo aquí, quienes colaborábamos con ella podemos intentar seguir adelante con sus planes.

—De modo que tenéis información de Alex, y mi qubo posee información de Alex, pero yo no puedo tener información de Alex.

Wang miró a Wahram. El rostro ancho de éste presentaba el aspecto que hubiera tenido si alguien le estuviese clavando un montón de alfileres. Abría los ojos desmesuradamente, igual que Wang. Ambos se quedaron mirándola. No supieron qué decirle. No parecían dispuestos a soltar prenda.

Después de resoplar, Cisne se despidió de ambos y abandonó la sala.

En la estación no había un lugar a donde huir. Fue lo primero en lo que pensó Cisne al salir. Necesitaba librarse de la ira corriendo en las montañas, pero allí estaba atrapada en un qubo dentro de un cubo, una caja repleta de habitaciones, la mayoría de las cuales carecía de ventanas. La claustrofobia vivía siempre al acecho, y con lo furiosa que estaba con los dos hombres y el pesar que le causaba la muerte de Alex (y la ira que le causaba mantenerla al margen, todo por culpa de Pauline), la asaltó la sensación de estar atrapada, y fue de un lado a otro maldiciéndolo todo hasta que subió por la torre cónica hasta una sala con una ventana de observación, dio un sonoro portazo y pasó un rato golpeando la mesa con los puños cerrados. Le dolió la costilla un poco cuando lo hizo, aunque eso ya formaba parte del paquete, aquel dolor, que era la suma, la combinación de todos sus sentimientos. ¡El dolor!

Percibió movimiento por el rabillo del ojo. Interrumpió la manifestación de ira para ir a mirar por la ventana: a través de las lágrimas vio en la mancha amarilla una borrosa figura humana que caminaba hacia la estación. Se movía de forma extraña, dando sacudidas, tambaleándose, pasando en un abrir y cerrar de ojos de un punto a otro.

—Pauline, ¿aquí se puede caminar en la superficie? Me refiero al exterior de la estación.

—El traje tendría que ofrecer la misma protección que ofrece la estación —respondió Pauline—. Por favor, pon de inmediato al corriente de lo que has visto a la seguridad de la estación.

—Digo yo que también ellos lo habrán visto.

—Ese traje podría ofrecer varias clases de protección. Cabe la posibilidad de que el componente visual de tu avistamiento constituya la única prueba que tengan. Por favor, apresúrate. No es momento de discutir conmigo.

Cisne lanzó un gruñido y abandonó la sala. Después de perderse llegó a la estancia a la que habían acudido Wahram y ella al llegar.

—Hay alguien que se acerca a pie a la estación ——dijo a las personas que encontró allí, que reaccionaron sorprendidas. Algunos repasaron con atención la imagen de las pantallas. Cisne no supo decirles hacia dónde miraba la ventana, y tuvo que llevarlos allí (suerte que fue capaz de recordar el camino) para mostrárselo. A esa altura no se veía nada en el paisaje roto que se extendía colina abajo desde la estación. Al parecer, ninguna de las personas que habían permanecido en la sala de control vio algo fuera de lo normal.

—Los detalles, Pauline —pidió Cisne.

—Nornoroeste, a trescientos diez metros colina abajo. Las huellas aún serán visibles. El movimiento de la figura era irregular…

Wang entró con prisas en la sala. Sin duda alguien le había puesto al corriente de lo sucedido.

—Cerradla —ordenó, sin más, a sus hombres. Sonaron alarmas estridentes en todas las salas, imposible no oírlas. De pronto la estación se convirtió en un hervidero de actividad. Condujeron apresuradamente a Cisne y Wahram por diversos pasillos hasta un refugio. Al llegar lo encontraron lleno de gente, y después de hacerse un hueco se cerró la puerta; al parecer estaban todos presentes. Se hallaban en el interior de la muñeca rusa más pequeña de todas.

Una de las paredes estaba cubierta de monitores. Pauline ayudó a la Inteligencia Artificial de la estación a orientar las cámaras. Uno de los monitores mostró enseguida una imagen de la ladera de la colina. Allí, al fondo, una figura diminuta daba saltitos colina abajo.

—Qué insensatez —dijo Wang—. En ese punto la capa es muy delgada.

Entonces, la figura lejana se hundió con un destello fugaz antes de desaparecer.

—Seguid mirando alrededor de la estación —dijo Wang tras el silencio que se impuso—. A ver si hay alguien más en las inmediaciones. Y sacad un robot que se acerque a la zona donde ha desaparecido el que daba saltos.

La gente en la sala observó atenta y en silencio las pantallas. Si la jaula de Faraday perdía potencia, no tardarían en quemarse vivos. La radiación de Júpiter quemaría las células que los componían.

Pero no sucedió nada. La potencia de la estación mantuvo su nivel, y no vieron a nadie más en las inmediaciones.

Entonces se produjo cierto revuelo en la sala.

—¡Llaman de una nave pidiendo permiso para aterrizar! —anunció alguien.

—¿De quién se trata?

—Es una nave interplanetaria. La Justicia rápida.

—Asegúrate de que sea quien dice ser.

La imagen de la nave llenó la mayor de las pantallas, y todos la observaron mientras se introducía por el agujero de la pista de aterrizaje de la estación. Al poco rato apareció en la lente de la cámara de seguridad un rostro, cubierto con casco, dispuesto a prestarse a la lectura de retina, después de la cual saludó con la mano y levantó ambos pulgares en un gesto inconfundible. Por lo visto se trataba de un amigo.

Una vez les permitieron la entrada, se recortaron contra el umbral tres personas, con el casco en el hueco del brazo, una de las cuales era menuda. A Cisne le sorprendió reconocer a la inspectora que los había visitado en el laboratorio de Mqaret: Jean Genette.

—Llegas tarde —dijo Wang.

—Lo siento —respondió Genette—. Nos detuvieron. Háblame de lo sucedido.

—Según parece se trataba de un único intruso —concluyó Wang tras ofrecer una somera descripción de los hechos—. Se acercó a la base y después descendió por la colina antes de hundirse en el terreno. Aún no hemos encontrado vehículos saltadores.

Genette inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Se ha limitado a correr colina abajo hacia su muerte?

—Eso parece.

La inspectora miró a sus acompañantes.

—Tendremos que recuperar de la lava los restos que encontremos. —Y después, volviéndose hacia Wang y los demás, añadió—: No tardaremos en volver. Tal vez sería buena idea que pasarais un rato más aquí encerrados.

Los tres se marcharon, de camino a la escotilla de la estación.

—Muy bien —dijo Cisne, mirando a Wahram con especial dureza—. Dime qué está pasando.

—No estoy seguro —respondió Wahram.

—¡Pues acaban de atacarnos!

—Supongo que sí.

—¿Sólo lo supones?

Wang habló sin dejar de repasar los datos que le mostraba la pantalla.

—Un ataque poco efectivo, a decir verdad.

—¿Quién querría atacaros? —quiso saber Cisne—. ¿Y cómo ha llegado tan rápidamente la inspectora Genette? ¿Tiene todo esto algo que ver con lo que hacíais con Alex?

—A estas alturas cuesta decirlo con certe… —intervino Wahram.

Pero Cisne lo interrumpió al propinarle un puñetazo en el brazo.

—Para ya —dijo, furiosa—. ¡Quiero que me digáis lo que está pasando!

Miró alrededor de la atestada sala: entre doce y quince personas se hacinaban allí, todas concentradas en sus propios asuntos, dejando a Wang y a sus visitantes en paz en una mesa del rincón.

—Decídmelo o me pongo a gritar. —Soltó un gritito para mostrarles lo que podía suceder, y los presentes en la estancia se sobresaltaron, volviéndose en su dirección, cuando no hicieron ímprobos esfuerzos para fingir que no se habían asustado.

Wahram se volvió hacia Wang.

—Deja que lo intente —propuso.

—Toda tuya —concedió Wang.

Wahram tecleó en la pantalla de la mesa, en cuya superficie se dibujó un plano del sistema solar, una imagen tridimensional que más bien parecía flotar en el interior de la mesa. Esferas de brillantes colores holográficos componían algo parecido al sistema solar, aunque esta representación en concreto mostraba más esferas de colores, tal como apreció Cisne, además de una generosas cantidad de líneas coloreadas que unían estas esferas. Éstas no mostraban un tamaño proporcional al verdadero de los planetas y sus satélites.

—El análisis de Alex dio pie a esta imagen —explicó Wahram a Cisne—. Es un intento de mostrar el poder, y el potencial de poder. Una especie de gráfica de Menard. El tamaño de las esferas viene determinado por un conjunto de factores que Alex consideraba importantes.

Cisne reparó en Mercurio, cerca del sol, pequeño y rojo. Los miembros del Mondragon eran rojos, una constelación de puntos rojos diseminados a lo largo del sistema, todos pequeños, a pesar de su abundancia. La Tierra era enorme y multicolor, un hatillo de esferas, como un racimo de globos de helio crispados como un puño. Marte era una esfera verde, casi tan grande como la Tierra. Las líneas de colores que unían las esferas creaban telarañas densas en la zona próxima a Saturno, pero se dispersaba más allá.

—¿Qué factores? —preguntó Cisne, intentando calmarse. Aún estaba nerviosa, más por la aparición de Genette que por el ataque.

—Capital acumulado, población, bioinfraestructura, salud, estado de terraformación y estabilidad, recursos volátiles y minerales, relaciones y tratados, equipamiento militar —respondió Wahram—. Más tarde podemos facilitarte los detalles. Lo que puedes ver de un simple vistazo es que Marte, y la Tierra, considerada como un colectivo, son en este momento mucho mayores que cualquier otra potencia. Y China, la enorme bola de color rosa, es la fracción más importante de la potencia de la Tierra. Entretanto, Venus posee un gran potencial que cuesta representar gráficamente, porque en este momento no se parece ni remotamente a lo que llegará a ser. Venus y China comparten el color rosa porque ambos están en buenos términos con el Mondragon. Verás que existe potencial en el eje China-Venus-Mondragon para ostentar el mayor poder de todos. Alex solía decir que el dominio chino es el estado por defecto en toda la historia, exceptuando el breve periodo que estuvo subyugada a Europa. Tal vez sea exagerar un poco, pero la imagen habla por sí sola en lo que a la situación actual respecta.

»Fíjate también en la insignificancia del resto de las colonias espaciales. Incluso en el caso de unirse, seguirían siéndolo. No obstante, si incluyes en la ecuación su potencial terraformador, tal como me dispongo a hacer ahora… Mira: Venus, la Luna y los Galileanos Jovianos, sin contar a Ío, Titán y Tritón, se vuelven mucho mayores. Son los que poseen mayor potencial de crecimiento en todo el espacio. La mayoría de los asteroides están ocupados, así que a corto plazo, mirando siempre el potencial, Venus y las grandes lunas son las nuevas potencias. Y pronto seremos capaces de habitar Venus en su totalidad, momento en que aumentará exponencialmente su crecimiento, así que allí el ambiente se está enrareciendo, lo que desestabiliza a la Tierra.

—¿Qué era lo que preocupaba a Alex? —preguntó Cisne—. ¿Y qué se proponía hacer al respecto?

Antes de responder, Wahram llenó de aire los pulmones.

—Percibió la inestabilidad de un sistema abocado a la crisis, a menos que se llevasen a cabo ciertos cambios. Quería estabilizar las cosas. Estaba convencida de que la Tierra era una fuente fundamental de problemas.

Se quedó mirando unos instantes la imagen como para recalcar sus palabras. Ahí en mitad de todos los colores primarios, el puño formado por globos de distintos colores que representaba la Tierra era un conjunto tan llamativo que casi vibraba.

—¿Eso se había propuesto? —preguntó Cisne, sintiendo una punzada de preocupación—. ¿Estás diciendo que quería cambiar las cosas en la Tierra?

—Sí —respondió Wahram sin titubear—. Eso mismo. Por supuesto era consciente de que su deseo constituye un error famoso muy propio de colonos espaciales. Un proyecto imposible que con toda seguridad acabaría por torcerse. Pero a estas alturas esperaba contar con los suficientes factores a su favor para marcar la diferencia. Había trazado un plan. Muchos de nosotros nos sentimos al principio como si el extremo de la cola sacudiera al perro, en lugar de ser al revés. Pero Alex se mostró muy persuasiva, dijo que nunca estaríamos a salvo hasta que el estado de la Tierra mejorase. Así que decidimos unirnos a ella.

—¿Qué significa eso?

—Hemos acumulado alimentos y animales en los terrarios, además de abrir consulados terrestres en países afines. Cerramos acuerdos. Pero ahora la muerte de Alex lo ha complicado todo, porque ella se encargaba de buena parte de la labor. Hubo acuerdos verbales.

—No confiaba en los qubos, lo sé.

—Exacto.

—¿Por qué no?

—Bueno, yo… Tal vez no debería decírtelo en este momento.

—Cuéntamelo —pidió Cisne después de una pausa incómoda.

Cuando él levantó la vista y la miró a los ojos, le dirigió la misma mirada que habría visto en ojos de Alex. Cisne se sintió imbuida por ella. Alex era capaz de hacer hablar a la gente con una mirada.

Pero fue Wang quien respondió.

—Tiene que ver con algunas historias raras que circulan por ahí relacionadas con los qubos —dijo con cuidado—. En Venus y en el cinturón de asteroides. Estos incidentes los investigan la inspectora Genette y su equipo. Así que… —Señaló hacia la puerta—. Podría formar parte de eso. Hasta que dispongamos de más detalles, será mejor no tocar el asunto. Además, teniendo en cuenta que tu qubo interno esté grabando todo esto… ¿Podrías pedirle que mantuviera la grabación a buen recaudo? Eso sería lo mejor.

—Muestra a Cisne la imagen del sistema, con el poder del qubo incluido —pidió Wahram a Wang.

Wang asintió antes de manipular la imagen de la mesa.

—Esta imagen pretende abarcar tanto a los qubos como a las inteligencias artificiales clásicas. Tiene por objeto mostrar una imagen de hasta qué punto nuestra civilización está gestionada por Inteligencia Artificial.

—Los qubos no gestionan nada —objetó Cisne—. No toman decisiones.

Wang arrugó el entrecejo.

—De hecho deciden algunas cosas. Cuándo lanzar un ferry, por ejemplo, o cómo distribuir los bienes y servicios del Mondragon. Cosas así. Resumiendo: la mayoría del trabajo de la infraestructura del sistema.

—Pero no deciden cómo gestionarlo —insistió Cisne.

—Sé a qué te refieres, pero mira la imagen.

En esa versión, explicó él, el rojo representaba el poder humano, el azul el poder de los ordenadores: azul celeste para los ordenes clásicos, y azul marino para los superordenadores. Había un enorme globo azul marino cerca de Júpiter, y otros más pequeños dispersos por doquier, la mayoría formaba parte de un único tejido. Los humanos aparecían como manchas rojas, inferiores en número y más pequeños que los puntos azules, unidos por muchas menos líneas rojas.

—¿Qué es esa bola azul que hay alrededor de Júpiter? —preguntó Cisne—. ¿Sois vosotros?

—Sí —dijo Wang.

—Y ahora resulta que alguien ha atacado esta inmensa bola azul.

—Sí. —Wang no podía mirar la imagen más ceñudo—. Pero no sabemos quién. Ni el porqué.

—Imágenes como ésta eran una parte de lo que preocupaba tanto a Alex —intervino Wahram, tras unos instantes de silencio—. Hizo no pocos esfuerzos por asumir la naturaleza de la situación. Por ahora dejémoslo así, por favor. Espero que lo entiendas.

Sus ojos de sapo se le antojaron más llenos que nunca. Estaba sudando.

Cisne le miró un rato, antes de encogerse de hombros. Quería discutir, y reparó de nuevo en el alivio que le producía hallar algo que la sacase de sus casillas, aparte de la muerte de Alex. Cualquier cosa, por mucho que al final sirviera de poco.

Wahram intentó reconducir el argumento hacia la Tierra.

—Alex decía que tendríamos que considerar la Tierra como nuestro sol. Todos giramos a su alrededor, y tiene una influencia enorme sobre nosotros. No podemos ignorarla, debido a la necesidad individual que cada viajero espacial tiene por efectuar sus descansos sabáticos.

—No podemos hacerlo por muchas razones —insistió Wang.

—En efecto. —Y concluyó Wahram—: Así que estamos decididos a mantener en marcha sus proyectos. Tú puedes ayudarnos con eso. Ahora tu qubo posee su lista de contactos. Supondrá un esfuerzo tremendo mantenerlos a todos a bordo. Tu ayuda no nos vendría nada mal.

Cisne, no muy satisfecha con esa manera de generalizar, inspeccionó de nuevo la imagen más reciente.

—¿Con quién trataba principalmente en la Tierra? —preguntó, al cabo.

Wahram se encogió de hombros antes de responder.

—Con mucha gente, aunque quizá Zasha fuese su contacto principal.

—¿De veras? —preguntó Cisne, sorprendida—. ¿Mi Zasha?

—¿Tuyo en qué sentido?

—Bueno, fuimos pareja un tiempo.

—No lo sabía. El caso es que Alex confiaba en el criterio de Zasha para hacerse una idea acerca de la situación en la Tierra.

Cisne era vagamente consciente de que Zasha colaboraba con la Casa de Mercurio en Manhattan, pero nunca había oído hablar a Alex o Zasha del otro. Otra cosa que averiguaba acerca de Alex; de pronto se le ocurrió pensar que así serían las cosas a partir de ese momento. No descubriría cosas nuevas por boca de Alex, sino sobre Alex.

De ese modo, Alex se perpetuaría, y por poco que fuera, era mejor que nada. Mejor que el vacío. Y si Zasha había estado colaborando con ella…

—De acuerdo —dijo Cisne—. Cuando tu inspectora nos permita salir de aquí, viajaré a la Tierra.

Wahram asintió, no muy convencido.

—¿Tú qué harás? —preguntó Cisne.

—Yo tengo que ir a Saturno a informar —respondió Wahram tras encogerse de hombros.

—¿Volveremos a vernos?

—Sí, gracias. —Aunque pareció algo alarmado ante la idea—. Regresaré en breve a Terminador. Los vulcanoides se han puesto en contacto con el consejo de la Liga Saturnina, que al parecer había llegado a ciertos acuerdos verbales con Alex. Hay en proyecto transportes ligeros vulcanoides con destino a Saturno, y en la actualidad soy el embajador del planeta más interior de la liga, así que te veré a tu regreso a Mercurio.

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