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CISNE Y LOS ANILLOS DE SATURNO

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CISNE Y LOS ANILLOS DE SATURNO

La inspectora Genette y los miembros de su equipo tenían asuntos que resolver en el sistema de Saturno, y pasaría un tiempo hasta que viajasen sistema abajo, así que Cisne era libre de aceptar la propuesta de Wahram. Su actitud había sido muy extraña, la mirada clavada en ella, atravesándola como rayos X con sus… ojos de sapo. Sí. Le recordaba la mirada que le había dedicado al contarle que había ingerido la batería de células alienígenas enceladanas; de la confusión que había rodeado todo aquel incidente, la expresión de su rostro era lo que mejor recordaba: la sorpresa de que alguien pudiera ser tan insensato. Bueno, lo mejor era acostumbrarse a ella. No era normal, ni siquiera humana, sino una especie de simbionte. Desde que ingirió a los alienígenas nunca había vuelto a sentirse igual, suponiendo que pudiera volver a hacerlo, para empezar. Tal vez siempre había sentido aquel estallido de colores en la cabeza, su percepción del espacio era tan aguda hasta alcanzar el dolor o la alegría, igual que su orden de prioridades. Posiblemente los bichos enceladanos no marcasen mayor diferencia que los demás insectos que llevaba en las entrañas. Ya no estaba segura de quién o qué era.

La mirada de Wahram parecía sugerir que sentía exactamente lo mismo.

La visita a la guardería de Wahram en Jápeto fue sólo cuestión de dejarse caer en una de las comidas habituales del comedor comunitario.

—Te presento a algunos de mis amigos y familiares —dijo en la presentación que Wahram ofreció a Cisne ante el modesto grupo sentado a una mesa larga.

Cisne asintió con la cabeza, ya que los presentes corearon un saludo, y luego Wahram la acompañó por la estancia y fue presentándole a todos.

—Ésta es mi esposa Joyce, ésta es Robin. Éste es mi marido Dana.

Dana inclinó la cabeza de un modo que recordaba a Wahram, y dijo:

—Wahram es muy gracioso. Cuando se trata de nosotros, creo recordar que yo era la mujer.

—Ah, no —dijo Wahram—. Yo era la esposa, te lo aseguro.

Dana sonrió, torciendo un poco el gesto para mostrar el desacuerdo contenido.

—Tal vez ambos lo fuimos. Ha llovido mucho desde entonces. En todo caso, señorita Cisne, bienvenida a Jápeto. Nos alegra ser los anfitriones de una diseñadora tan famosa. Confío en que hayas disfrutado de Saturno hasta ahora.

—Sí, ha sido muy interesante —admitió Cisne—. Y ahora Wahram me va a llevar a los anillos.

Los siguió hasta la mesa del comedor central, donde Wahram le presentó a algunas personas más, cuyos nombres olvidó. Cisne saludó con la mano o inclinó la cabeza, sin tratar de añadir nada más. Al cabo de un rato de charlar con ella, recuperaron sus conversaciones y dejaron a solas a Wahram con su invitada. Wahram estaba algo ruborizado, pero parecía contento y se despidió con desenvoltura de sus compañeros de guardería a medida que fueron saliendo. Cisne pensó que tal vez, tratándose de Saturno, aquél era un grupo entusiasta.

Poco después, tomaron una lanzadera rumbo a Prometeo, la luna interior del anillo F. El vaivén gravitacional de Prometeo y Pandora, la luna exterior del anillo F, sufrió cambios de tal modo que terminaron por trenzarse en los anillos F miles de millones de trozos de hielo que dibujaron pautas intrincadas, muy distintas de las hojas lisas de los anillos mayores. A todos los efectos, el anillo F se veía barrido por las mareas creadas por sus dos lunas, lo que daba pie a olas impresionantes.

Y donde hay olas, hay surfistas.

Prometeo resultó ser una luna con forma de patata y 120 kilómetros de longitud. Su mayor cráter cubría el extremo más próximo al anillo F y lo habían cubierto con una cúpula, bajo la cual se había instalado una estación.

Dentro de la cúpula los recibió un grupo de surfistas del anillo que les describió el oleaje local, del cual estaban muy orgullosos. Prometeo alcanzó su apoapse, es decir, el punto de la trayectoria más alejado de Saturno, el cual se daba cada 14,7 horas; cada vez que lo hacía, casi rozaba la pared que se derrumbaba lentamente de los bloques de hielo que componían el borde interior del anillo F. Prometeo se movía a mayor velocidad en su órbita que los trozos de hielo lo hacían en la suya, por lo que al pasar tiraba de una cola, fruto de un efecto gravitacional llamado distorsión kepleriana. La cadena de hielo siempre aparecía a una distancia regular detrás de Prometeo, predecible como la estela de un barco. La ola en cada apoapse aparecía 3,2 grados más allá que la anterior, por lo que era posible calcular cuándo y dónde pasaría para aprovecharla.

—¿Una ola cada quince horas? —preguntó Cisne.

Los lugareños le aseguraron que era suficiente, y lo hicieron sonriendo como locos. No necesitaría más. Los paseos se prolongaban durante horas.

—¿Horas? —dijo Cisne.

Más sonrisas absurdas. Cisne se volvió hacia Wahram, y, como de costumbre, no pudo desentrañar su pétrea expresión.

—¿Tú también vienes? —preguntó.

—Sí.

—¿Lo has hecho antes?

—No.

Ella se echó a reír.

—Estupendo. Pues vamos.

Los anillos pueden modelarse matemáticamente como un fluido, y desde cualquier distancia es lo que parecen, un fluido surcado por prietas ondas concéntricas. De cerca se veía que el anillo F, como el resto, estaba hecho de trozos de hielo y polvo de hielo, con capas de franjas que espesaban y diluían en masas de cuerpos individuales, volando todos casi a la misma velocidad. Gravedad: aquí se veían sus efectos en estado puro, sin obstáculos como el viento o la radiación solar o cualquier otra cosa, tan sólo el tirón de Saturno, y unos cuantos tirones pequeños enfrentados, creando todos este particular modelo.

Prometeo era un lugar perfecto para los surfistas, y los que acompañaron a Cisne y Wahram les informaron que ambos se lanzarían a la ola, acompañados por veteranos experimentados que se adelantarían a ellos y cuidarían también de su retaguardia, para vigilarlos y prestar ayuda si fuese necesario. Ofrecieron consejos sobre cómo atrapar la ola, pero Cisne asintió educadamente con la cabeza y los consejos le entraron por una oreja y le salieron por la otra: el surf era surf. Tenías que montar la ola según la velocidad que tuviera, y dejarte llevar.

Después se vistieron y se impulsaron por la esclusa. La revuelta pared blanca del anillo F estaba ahí a su lado, estelas formadas por las agrupaciones más densas de escombros trenzadas, retorcidas, y la masa entera era muy llana, no la separaba más de diez metros de norte a sur con relación a Saturno. Esos diez metros no comprendían la altura de la ola, sino su anchura, lo cual suponía que era posible salir del hielo en cualquier momento, y ser divisado y recogido si se experimentaba cualquier clase de problema. La mayoría de las olas que Cisne había montado no se parecían a ésas, lo cual le resultó tranquilizador.

Se propulsaron más y más cerca de la pared blanca, hasta que Cisne logró ver trozos de hielo claramente diferenciados, que oscilaban en su tamaño de ser granos de arena a maletas, con el ocasional trozo de hielo del tamaño de un escritorio de hielo, o un ataúd, que se precipitaba en medio. Una vez vio una aglomeración pasajera del tamaño de una casa pequeña, pero al tiempo que lo veía se estaba desmoronando. Un rizo blanco de la estela se separaba de la pared y caía sobre Saturno, que, a pesar del bulto que suponía a sus pies, no les llamaba la atención.

Cisne comprobó los impulsores mientras volaba en dirección a la ola, presionando con los dedos como un clarinetista, inclinada hacia adelante en un zigzagueo de factura propia. Los impulsores de un traje no eran muy distintos unos de otros. Volcó su atención en la ola que se aproximaba, alzándose sobre ella como una obra de Hiroshige, ésa en concreto con diez kilómetros de altura y en rápido ascenso. Tenía que girar y acelerar en la dirección que llevaba, pero no más rápido para evitar adelantarse a ella. Ésa fue la parte difícil…

Entonces se vio sobre la materia blanca, golpeada por pedazos diminutos. Se impulsó un poco para mantener la cabeza por encima de los restos, como si asomara por la espuma de una ola hecha de agua salada, pero los restos eran sólidos y se vio empujada hacia adelante por los golpes, en lugar de hacerlo por una masa de agua. Luego se situó a una velocidad pareja con la ola, con la cabeza asomando de ella para mirar a su alrededor, algo muy similar al surf clásico, y no pudo evitar reír. Tenía que gritar: volaba sobre una ola de hielo de diez kilómetros de altura. Aquella visión la llevó a abrir el canal común de radio, donde reinaba el estridente griterío de los demás surfistas.

Realmente la ola parecía más una rebanada de la misma, ancha como una habitación, a veces algo más gruesa de lo que lo era ella: una ola bidimensional, por así decirlo, de modo que daba la impresión de que se podía recibir un golpe lateral, o impulsarse en un ángulo erróneo y salir disparado accidentalmente por un lateral de la misma. Por tanto no podría sumergirse, caer de nuevo en la ola blanca, a la manera de un delfín. Tal vez algunos de los otros surfistas lo hicieran, pero Cisne tuvo la sensación de que podía perderse ahí. ¡Además, quería ver!

Sentía cómo la ola la llevaba consigo. No sólo le golpeaban los trozos de hielo, sino que también la arrastraba la gravedad. La sensación del hielo era como cuando se está bajo una lluvia de piedra, y el conjunto entorpecía su avance. Posiblemente se podría montar una tabla de surf grande llevada por el impulso de esta masa, dirigir el rumbo con los pies; de hecho, vio a alguien de pie debajo de la ola, montado en una cosa que parecía una tabla, sentado a horcajadas en ella. Pero la mayoría de los otros eran surfistas como ella, tal vez porque era necesario disponer de un traje con propulsión de chorro para realizar los mejores movimientos. En todo caso, siempre había preferido surfear así, ayudada por el impulso de los chorros, que surfear en tabla. Ser dueña del vuelo, propulsarte en los espacios más ventajosos, y, aunque inmóvil, volar a gran velocidad, inclinarse hacia adelante y…

La ola cabeceó y se vio lanzada hacia adelante a mayor velocidad que nunca. La mayoría de los pedazos mediaban entre el tamaño de una pelota de tenis y la de baloncesto, y si asomaba impulsándose a chorro hasta dejar únicamente los pies en la masa, podría esquivar saltando pedazos mayores y propulsarse con pequeños impulsos hacia adelante y afuera. La ola seguía alzándose, pero era como la estela de un barco en que no había fondo que capturase la mitad sumergida de la ola e hiciera que la parte superior se curvarse y quebrara. Así que desde entonces en adelante perdería energía y, finalmente, se disiparía sin romperse jamás. En cierto modo era negativo, ¡pero al menos había llegado el momento de bailar!

Saltó a piezas mayores cuando se le presentó la oportunidad, y de un salto tras otro alcanzó el lugar que pretendía, en la frontera entre la blanca esquirla de hielo y el espacio vacío y negro donde se adentraba; entonces se vio deslizándose sobre un fondo blanco formado por cantos rodados, como si descendiera por una montaña que se volvía líquida. Rió brevemente mientras se medía con el desafío. Aún se oía un sinfín de gritos por la banda común. Probablemente la figura correspondía a Wahram, que saltaba con una agilidad notable, igual que los hipopótamos bailarines de Fantasía. Rió de nuevo al verlo. Sentía el tirón de Prometeo; así debía de sentirse un pelícano cuando surcaba los aires impulsado por la fuerza del oleaje. Una ola gravitatoria que la zarandeaba por el universo. Los demás surfistas aullaron como lobos.

De nuevo bajo la cúpula de Prometeo, sin los trajes, Cisne abrazó sudorosa a Wahram.

—¡Gracias por esto! —dijo—. ¡Lo necesitaba! Me ha recordado que… Me ha recordado que… Bueno. Ha sido estupendo.

Wahram tenía la cara roja y resoplaba debido al esfuerzo. Asintió con la cabeza, con los labios levemente fruncidos.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Cisne, exultante—. ¿Te ha gustado?

—Ha sido interesante —respondió él.

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