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CISNE EN LA TIERRA

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CISNE EN LA TIERRA

La Tierra ejerce una atracción fatídica que trasciende su pesada gravedad, más relacionada con su peso histórico, su esplendor, su decadencia y su suciedad. No tienes que ir a Uttar Pradesh y contemplar las ruinas fundidas de Agra o Benares para comprenderlo: era fractal, omnipresente, en todos los valles y poblaciones: la edad decrépita, el hedor de sociedades crueles, desiertas laderas erosionadas, costas ahogadas que aún se fundían en el mar. Era un lugar muy inquietante. La extrañeza no siempre era visible ni tangible. Allí el tiempo humano fue arrancado de cuajo; el centro no había aguantado; todo se vino abajo y se recombinó para dar pie a sentimientos que no encajaron en su interior. La idea del orden se estancó sin remedio en relatos del pasado, laberintos legales, rostros en la calle.

Lo mejor es centrarse en el presente, como de costumbre. Por tanto, Cisne se lanzó desde una de las cabinas del ascensor centroafricano en un planeador en torno a cincuenta mil metros de altitud, y descendió hacia la pista de aterrizaje de Sahel, en lo que deberían de haber sido las ruinas desnudas del Sahara meridional, un desierto que no albergaba el menor atisbo de vida, no muy distinto a la parte que baña el sol en Mercurio, excepto que allí, bajo ella, había poblaciones compuestas por brillantes edificaciones, manzanas blancas que bordeaban las orillas verde claro o los lagos azul celeste, lagos enormes con sus propias nubes sobre ellos, protectoras, reflejándose en el agua de modo que sus gemelos se alzaban en un mundo al revés. Descendió más y más, regocijada, a pesar de todo, por su regreso a la Tierra. Abandonar el planeador, verse de pie en la pista de aterrizaje en el Sahara, al viento… Todo aquello no tenía parangón, la sensación era intensa. Sólo el cielo despejado que se extendía en el firmamento, mientras el viento soplaba junto a ella soplando desde poniente, y el sol desnudo en su rostro al descubierto. Oh, Dios mío. Esto es el hogar. Poder caminar por la superficie de tu planeta y aspirar con fuerza, lanzarse a los espacios que respiras…

La población que había al pie del ascensor era de un blanco tan intenso que hacía daño a la vista, con colores que acentuaban los dinteles de las puertas y los marcos de las ventanas, una agradable vista mediterránea con el toque islámico de la multitud, la muralla de la ciudad, los minaretes. Algo así como Marruecos pero en el noroeste. Arquitectura de oasis, clásica y satisfactoria, porque, después de todo, qué ciudad no es un oasis. En su topología, la ciudad no era distinta de Terminador.

Y, sin embargo, la gente era delgada y menuda, encorvada y de piel morena. Arrugados por el sol, hechos un poco a la parrilla, aunque era algo más que eso. Alguien tenía que encargarse de las cosechadoras de arroz en los arrozales, y también de la caña de azúcar, comprobar los canales de riego, los robots, instalar unas cosas, arreglar otras. Los seres humanos no sólo eran los robots más baratos que había, sino también, en muchas tareas, los únicos capaces de hacer el trabajo. También eran robots autosuficientes. Se personaban dispuestos a afrontar el trabajo, generación tras generación, se les proporcionaban tres mil calorías diarias y algunos servicios, algo de tiempo libre y una fuerte descarga de miedo, y podías hacer que trabajaran en casi cualquier cosa. Con la aportación adicional de algunos medicamentos paliativos se obtenía una clase obrera que funcionaba como un reloj. Volvió a verlo. Una importante minoría de la población terrestre desempeñaba tareas propias de robots, algo que nunca había cambiado, sin importar lo que pudieran decir las teorías políticas. De los once mil millones de personas que habitaban la Tierra, al menos tres millones vivían con miedo en lo relativo a la vivienda y la alimentación, a pesar de la capacidad que provenía del espacio, a pesar de los terrarios y los mundos granja que cultivaban y enviaban a la Tierra un importante porcentaje de su producción. No. Más allá la emprendían con nuevos mundos, mientras que en la Vieja Tierra la gente seguía sufriendo. Verlo nunca dejaba de ser chocante. Y las cosas pierden su brillo cuando sabes que hay personas que mueren de hambre mientras vas por ahí enfrascado en tus cosas, pensó Cisne. Pero cultivamos ahí arriba vuestros alimentos, protestaba mentalmente ella, porque decirlo en voz alta no servía de nada. Hay algo que impide que la comida llegue a su lugar de destino. Sigue habiendo más gente de la que puede acomodar el sistema. Así que no hay respuesta. Y cuesta concentrarse en el trabajo cuando son tantos los que no tienen suerte.

Así que algo había que hacer.

—¿Por qué es así? —preguntó Cisne a Zasha, a falta de otro interlocutor. Z colaboraba en un proyecto en Groenlandia.

—Nunca ha habido un plan —respondió la voz de Zasha en el auricular de Cisne. No es la primera vez que mantenemos esta conversación, parecía decir el tono paciente de Z—. Siempre nos enfrentamos a la crisis actual. Y cuesta librarse de los viejos hábitos. Todos en la Tierra podrían haber vivido en un nivel adecuado durante como mínimo los últimos cinco siglos. Hemos contado con el poder y los recursos en relación con las necesidades, así que podríamos haberlo hecho. Pero es que ése nunca fue el proyecto, por tanto nunca sucedió.

—Pero ¿por qué no ahora, con todo el poder que tenemos a nuestra disposición?

—No lo sé. Simplemente no ha sucedido. Supongo que la gente conserva más venenos antiguos en la mente de lo que debería. Además, el empobrecimiento es una táctica terrorista. Si la población se ve diezmada, el noventa por ciento restante se vuelve dócil. Han visto lo que puede pasar y se limitan a aceptar lo que se les da.

—Pero, ¿es eso cierto? —protestó Cisne—. ¡No me lo puedo creer! ¿Por qué no luchar a partir de ese momento con mayor denuedo?

—No lo sé. Tal vez podría haber pasado, pero en cambio se produjo el aumento del nivel del mar y las catástrofes climáticas que no hicieron más que dificultarlo todo. Siempre hay una crisis.

—Está bien, pero ¿por qué no ahora?

—Vale, de acuerdo, pero ¿quién iba a hacerlo?

—¡Si pudiera, la gente lo haría por sí misma!

—Podría pensarse así.

—¡Lo haría porque es verdad! Si no lo están haciendo, es porque hay algo que se lo impide. Alguien debe de estar amenazándoles o algo.

Zasha guardó silencio. Parecía un poco distraído. Por último, dijo:

—Se dice que cuando las sociedades sufren dificultades, no las afrontan sino que miran hacia otro lado, se ponen un antifaz y lo niegan todo. Lo que ha sucedido históricamente se toma por la norma natural, y la gente se fracciona en lealtades tribales. Luego se pelean por lo que perciben como escaseces. Se oye decir que nunca se superó el pánico de la escasez de alimentos de finales del siglo XXI, o la que hubo en la Pequeña Edad de Hielo. Han pasado doscientos años y aún supone un trauma mundial. Y el hecho de que siga sin haber un excedente de alimentos, hace que en cierto modo ése sea un miedo racional. Mantenemos un equilibrio precario sobre la punta de una maraña de prótesis, como en lo alto de la Torre de Babel, y para que las cosas sigan adelante todo tiene que funcionar correctamente.

—¡Eso es así en todas partes!

—Claro, claro. Sin embargo, aquí hay muchos de ellos.

—Es verdad —dijo Cisne, mirando a la multitud que empujaba a través de la medina. Más allá de la muralla de la ciudad, las prietas líneas irregulares del gentío se inclinaban respecto a la temprana inclinación del sol. Recogían fresas—. Hace tanto calor y hay tanta miseria. Tal vez simplemente se sientan abrumados por el planeta, en lugar de por su historia.

—Tal vez. Pero así son las cosas, Cisne. No es la primera vez que vienes aquí.

—Ya, pero no a este rincón.

—¿Has estado en China?

—Pues claro.

—¿India?

—Sí.

—Bueno, entonces ya lo has visto. En cuanto a África, la gente dice que es un pozo sin fondo del desarrollo. Allí la ayuda exterior desaparece sin que nada cambie. Dicen que hace tiempo la arruinaron los tratantes de esclavos. Azotada por las enfermedades, y sometida a los rigores del aumento de temperatura. No hay nada que hacer. Lo que pasa es que ahora es así todas partes. Los países industriales sufren las mismas dificultades. Así que podría decirse que la propia Tierra es ahora un pozo de desarrollo. La médula se ha secado por succión, y la mayor parte de la clase alta se marchó a Marte hace mucho tiempo.

—¡Pero no tiene por qué ser de esta manera!

—Supongo que no.

—Entonces, ¿por qué no hacemos más?

—Tratamos de hacerlo, Cisne. En realidad lo hacemos. Pero la población de Mercurio se compone de medio millón de personas, y la población de la Tierra es de once mil millones. Y es su hogar. No podemos bajar y decirles lo que deben hacer. De hecho, ¡apenas podemos evitar que suban a decirnos lo que nosotros debemos hacer! Así que no es tan sencillo. Pero eso ya lo sabes.

—Sí. Pero ahora supongo que estoy pensando en lo que significa. Lo que supone para nosotros. No sé si sabes que la gente de la inspectora Genette identificó la nave que abordamos en Saturno, y han descubierto que pertenecía a una empresa del Chad.

—El Chad es un paraíso fiscal. ¿Ésa es la razón de que hayas venido?

—Supongo. ¿Por qué no?

—Cisne, por favor, deja esa parte a la inspectora Genette y su equipo. Ha llegado el momento de que puedas ayudar a montar los inoculantes y semillas y todo lo que vamos a comprar en la Tierra y que enviaremos a casa en la nave.

—Muy bien —dijo Cisne con tristeza—. Pero también quiero mantenerme en contacto con la inspectora, que está en la Tierra, haciendo unas comprobaciones.

—Por supuesto. Pero en asuntos como estos llega un momento en que el análisis de datos se hace cargo de todo. Hay que ser paciente y esperar el próximo movimiento.

—¿Y si el próximo movimiento es otro ataque contra Terminador? ¿O en cualquier otro lado? No creo que podamos permitirnos el lujo de esperar más tiempo.

—Bueno, pero hay cosas en las que puedes ayudar y otras en las que no. Voy a decirte algo, ven a verme y lo hablaremos. Te pondré al día de lo que realmente está pasando ahí.

—De acuerdo, lo haré. Pero voy a tomar el camino más largo.

Cisne vagaba por la Tierra. Voló a China y pasó allí varios días, tomando el tren de una ciudad a otra. Todas tenían la mayor parte de sus barrios organizados como unidades de trabajo, fábricas donde la gente pasaba toda la vida, como en Venus. Desde la infancia tenían conexiones en las puntas de los dedos, y antebrazos tatuados con toda clase de aplicaciones. Ingerían una dieta que les proporcionaba la dosis requerida legalmente de suplementos y medicamentos. Esto no era infrecuente en la Tierra, pero en ningún otro lado era tan común como en China, a pesar de lo cual no se hablaba mucho de ello. Cisne se enteró porque se puso en contacto con uno de los colegas de Mqaret que trabajaba en Hangzhou. Mqaret quería que diera a estas personas una muestra de sangre, y como tampoco llevaba un rumbo fijo decidió acercarse.

Todas las antiguas grandes ciudades costeras habían quedado semi sepultadas por el ascenso del nivel del mar, y aunque esto no los había matado, había impulsado la construcción de zonas residenciales ligeramente en el interior, en un terreno que se mantuviera permanentemente por encima del agua, aunque se derritiese todo el hielo de la Tierra. Esta nueva infraestructura favoreció a Hangzhou sobre Shanghai, y aunque la mayoría de los nuevos edificios y los caminos se encontraban tierra adentro respecto a la antigua ciudad, ésta última aún hacía las veces de centro cultural de la región.

Todavía había una fuerte corriente que discurría hasta la desembocadura con forma de embudo del río Qiantang, y la gente seguía navegando en embarcaciones pequeñas de diversos tipos. Daba la impresión de divertirse a pesar de todo. La vieja Tierra, enorme y sucia, con un cielo que parecía como devorado por un hongo marrón y el agua del color del barro, la tierra hecha un erial, industrializada, y sin embargo a merced del viento, aplastada por su fuerte gravedad y, al mismo tiempo, sometida a su rigurosa realidad. Caminando por las concurridas calles de la antigua ciudad, Cisne recurrió a Pauline para que la ayudara con los dialectos chinos que no comprendía. Eso hizo que hablase con lentitud, pero no importaba. Los chinos, ensimismados, miraban por encima de su hombro. Sin duda eso formaba parte de aquello de lo que habían huido los venusianos: todo el mundo concentrado en su espacio interior, o en su vida en la cuadrilla de trabajo, con exclusión de todo lo demás. Cómo iba ninguna de estas personas a concebir odio contra los viajeros espaciales: los asuntos que sucedían fuera de China formaban parte del reino de los fantasmas hambrientos. Incluso la vida fuera de la cuadrilla de trabajo era espectral. O al menos eso parecía allí sentada, sorbiendo los fideos y charlando con los hombres cansados que le concedían un rato por lo inusual que era ver a una viajera espacial tan alta haciendo tantas preguntas. Y la gente parecía ser más tolerante en los puestos de fideos. En la calle despertó algunas miradas inflexibles, e incluso una vez un insulto a gritos. La última parte del camino que la separaba de los colegas de Mqaret la recorrió a paso vivo. Una vez allí, dejó que le extrajesen unos cuantos tubos de sangre y le analizaran la vista, el equilibrio y demás.

De nuevo en la calle, le pareció que había tantos pares de ojos tan interesados en ella como los colegas de Mqaret lo habían estado. Posiblemente ésa era la demostración de que estaba asustada. Adaptó el paso para abrirse camino entre la inevitable multitud. Siempre hay al menos 500 personas a la vista cuando se está en China. De vuelta al hostal tan sólo pudo preguntarse por el miedo que le causaba la multitud. Pero, de hecho, después de quedarse dormida despertó inmovilizada, iluminada la habitación por la luz que despedían los monitores médicos. La camilla se encargaba de mantener todas sus necesidades corporales, y supuso que había una droga en la vía que daba alas a sus centros del habla, puesto que hablaba sin quererlo, incluso cuando hizo lo posible por morderse la lengua. Una voz mental e incorpórea le hacía preguntas sobre Alex y todo lo demás, y ella balbuceaba sin poder hacer nada. Pauline no era de ninguna ayuda, pues parecía haberse apagado. Y Cisne no pudo resistir el impulso de hablar. No era muy distinto de su situación habitual; de hecho, suponía cierto alivio poder seguir y seguir, sin tener que disculparse. Alguien la estaba empujando, forzando, a ello, y ella se dejaba.

Más tarde despertó en la misma cama, ya sin ataduras, con la ropa en una silla junto a la cama. La habitación era apenas mayor que la propia cama. Era el cuarto del albergue, sí. La Inteligencia Artificial sobre el escritorio, una caja verde que descansaba en la superficie, dijo no haber registrado nada malo. La lectura de la habitación mostraba que todos los signos vitales eran correctos, no se había producido ninguna incursión en el cuarto, no había sucedido nada inusual.

Cisne encendió a Pauline, que no pudo ofrecer ninguna ayuda. Casi habían transcurrido exactamente veinticuatro horas desde que abandonó la clínica de los amigos de Mqaret. Llamó a la casa de Mercurio en Manhattan y contó lo que había sucedido, antes de ponerse en contacto con Zasha.

Todo el mundo estaba sorprendido, se mostraba preocupado y compasivo, instándola a acudir de inmediato a la casa más próxima de Mercurio para obtener atención médica. Al final de todo el proceso, Zasha dijo con firmeza:

—Estabas sola en la Tierra. Ya te dije que allí hay muchos problemas. No es como cuando tomaste tu primer sabático. Ahora tendemos a viajar en manada. Recuerda lo que pasó la última vez que saliste a caminar sola cuando te invité a comer en mi casa.

—Pero eso fue cosa de unos gamberros. ¿Quién ha sido el responsable esta vez?

—No lo sé. Llama a Jean Genette ahora mismo. Tal vez puedan averiguar quién ha sido. O quizá podamos deducir qué pasará a continuación. Probablemente querían ver qué encontraban en tu cabeza. Eso significa que probablemente no volverá a suceder, pero siempre tendrías que viajar acompañada, puede que incluso por un equipo de seguridad.

—No.

Zasha guardó silencio para que ella escuchase cómo había sonado su propia respuesta.

—Creo que tengo que hacerlo —dijo Cisne—. No sé. Tengo la sensación de haber despertado de una pesadilla. Estoy algo hambrienta, pero creo que me alimentaron con suero. Me hicieron… ¡No dejé de balbucear! Y muchas de sus preguntas fueron sobre Alex. ¡Igual les he contado todo lo que sé de ella!

—Hmm. —Hubo un largo silencio—. Bueno, ya veo por qué Alex se guardó tantas cosas.

—Bueno, entonces ¿quiénes son?

—No lo sé. Es posible que formen parte del gobierno chino. A veces juegan duro. Aunque esto parece más notorio de la cuenta. Tal vez sea una señal de advertencia, pero no estoy seguro de qué. Así que en ese sentido no fue una advertencia muy… efectiva. Tal vez no fue más que una prueba para comprobar el terreno. O un aviso para que no andemos tonteando en la Tierra.

—Como si no lo supiéramos ya.

—Pero tú no pareces ser consciente de ello. Tal vez no quieran verte dando vueltas aquí abajo.

—Pero, ¿quién?

—¡No lo sé! Considerémoslo un mensaje de los habitantes de la Tierra. Y llama a Genette. Y antes de meterte en más líos, ven a verme, por favor.

Cisne se puso en contacto con la inspectora Genette, a quien le inquietó saber lo que le había pasado.

—Quizá tendríamos que mantener a Pauline y a Passepartout en contacto permanente mientras estemos en la Tierra —sugirió—. Así podría estar al tanto de tus movimientos.

—¡Pero si siempre insistes en apagarlos!

—Aquí no. Ésta es una situación distinta, y aquí nos pueden ser de ayuda.

—De acuerdo —dijo Cisne—. Es preferible a viajar con guardaespaldas.

—Bueno, no es que sea de mucha protección. Al menos tendrías que viajar acompañada.

—Voy a ver a Zasha. Está en Groenlandia, así que estaré a salvo.

—Bien. Debes salir de China.

—¡Pero soy china!

—Eres una mercuriana de origen chino. Y eso no es precisamente lo mismo. La Interplanetaria no tiene un acuerdo con China, así que no te puedo ayudar legalmente cuando estás allí. Ve a Groenlandia.

Esa noche su terquedad la llevó a salir a por fideos. La gente la miraba con extrañeza. Era una extraña en tierra extraña. En las pantallas de los puestos de fideos escuchó varios encendidos discursos denunciando diversos crímenes políticos de La Haya, Bruselas, la ONU y Marte, en general de los viajeros espaciales. Algunos oradores se enfurecieron tanto que tuvo que revisar su opinión del distanciamiento chino; eran tan intensos como el que más, políticamente hablando, no importaba hacia dónde mirasen en la calle. Al igual que cualquier grupo, se habían formado guiados por el espíritu de la época, y el objeto de su ira había sido orientado de modo que su descontento mirase fuera de Beijing. El espacio se convirtió en un buen candidato para convertirse en el enemigo. Prestó atención a los discursos de la pantalla, haciendo caso omiso de cómo los clientes del puesto la veían hacerlo, y por fin tuvo claro que la opinión generalizada apuntaba a que los viajeros espaciales en China vivían en una indignante decadencia rodeados de lujo, igual que lo hicieron las potencias coloniales del pasado. Peor aún. Pudo apreciar perfectamente que los habitantes de Hangzhou vivían como ratas en un laberinto, a empujones, hombro con hombro en cada instante del día. Era evidente la existencia de un caldo de cultivo capaz de generar pensamientos extremos. Lanzar una piedra a la casa del niño rico. ¿Por qué no? ¿Quién no lo haría?

En los vuelos que tomó para visitar a Zasha se dedicó a seguir las noticias en la pantalla. Tierra Tierra Tierra. A la mayoría de ellos no les importaba un comino el espacio. Algunos se ceñían a las creencias religiosas que ya en el siglo XII se demostraron retrógradas. Los pastores de Asia central conducían rebaños y manadas, como los ecologistas de expertos que tenían que ser, dedicados a producir tanto como se les exigía, cada potrero era también lechero, almacenero y fábrica de tierra, y sus propietarios estaban llenos de ira por la sequía provocada por los ricos de otros lugares. Aquí y allá reparó en las enormes conurbaciones, es decir, barrios de chabolas haciéndose pedazos bajo aguaceros tropicales o víctima de corrimientos de tierra, con los habitantes afrontando problemas de supervivencia. En el Chad había visto claros indicios de pesadas cargas parasitarias internas. Había visto el hambre, la enfermedad, la muerte prematura. Vidas desperdiciadas en biomas devastados. Tres mil millones de habitantes del planeta, de los once mil millones, no tenían cubiertas las necesidades básicas. Tres mil millones era mucha gente, pero además había otros cinco o seis mil millones que vivían al borde del precipicio, a punto de precipitarse al fondo de ese mismo foso sin vivir un solo día sin preocupaciones. La población que vivía presa de la precariedad, tenía a su disposición los medios suficientes para saber cuál era su situación.

Así era la vida en la Tierra. Partida, fraccionada, dividida en castas o clases. Los más ricos vivían como si fueran viajeros espaciales en pleno año sabático, se desplazaban y se mostraban curiosos, se actualizaban a sí mismos de todas las formas posibles, aumentándose, sometiéndose a cambios de sexo, a modificaciones de la especie, dando esquinazo a la muerte, ampliando su esperanza de vida. Así parecían vivir países enteros que, de hecho, no eran más que pequeños países: Noruega, Finlandia, Chile, Australia, Escocia, California, Suiza, y así otras docenas más. Luego estaban los países que bregaban; a continuación, el mosaico de naciones que juntas luchaban contra el fracaso o el fracaso completo.

El aumento en la Tierra de once metros del nivel del mar se había resuelto en todo el mundo mediante la extendida política de construcción en terrenos más elevados; sin embargo, el coste en sufrimiento humano había sido enorme, y nadie quería tener que volver a hacerlo. La gente estaba harta de la subida del nivel del mar. ¡Cómo despreciaba a las generaciones de la Vacilación, que habían forzado el cambio climático, cuyas consecuencias aún se hacían sentir no sólo el presente, sino que lo harían en los siglos venideros, cuando las emisiones de metano clatrato y el derretimiento de la capa delgada de hielo comenzara a superar la tercera gran ola de gases de efecto invernadero, posiblemente la mayor de todas ellas. La Tierra iba en camino de convertirse en un planeta selvático, y la perspectiva era tan alarmante que se debatía la posibilidad de probar de nuevo con escudos solares atmosféricos, a pesar del desastre de hacía dos siglos. Cada vez estaba más consensuada la idea de que tenía que hacerse, de que había que recurrir a la geoingeniería, ya fuese micro o macro. Micro a escala intensiva, o una leve intervención macro, había un toma y daca constante; de hecho se habían iniciado muchos proyectos de restauración micro y macro, estos últimos a escala modesta.

Una cosa que estaban tratando de hacer era frenar el flujo de los glaciares de la capa de hielo de Groenlandia. La Antártida y Groenlandia eran los dos depósitos importantes de hielo que quedaban en el planeta, y los expertos tenían esperanzas de que la Antártida oriental aguantara el pico de calor en la esperada recuperación de un ambiente más frío y del océano. Si podían reducir las emisiones de CO2 a 320 partes por millón, capturar parte del metano, lo cual supondría la caída de las temperaturas, y se mantenía la capa de hielo de la Antártida oriental, entonces el océano conservaría su nivel y calidez durante cientos de años más, lo que, no obstante la fecha de caducidad, supondría un gran éxito.

De hecho, si no lograban mantener intacto el hielo de la Antártida oriental, no valdría la pena seguir pensando en ello. Por tanto tenían que salirse con la suya. Muchos decían que en algún momento habría que tratar a la Tierra como se trataba a Marte y Venus, sin importar todo lo que pudiera perderse. Algunos aseguraban que otra pequeña edad de hielo era justo lo que necesitaban; no se hablaba de los miles de millones de muertes probables, pero presente en la discusión estaba la idea de que tampoco perjudicaría a la situación que hubiese menos gente. Una terapia de choque, una diezma. Ése era el discurso de aquellos a quienes les gustaba hablar con esa dureza para hacerse los prácticos.

Por lo tanto, Groenlandia era un trozo de hielo mucho más pequeño que la Antártida oriental, pero no por ello era insignificante. Si se derretía (y era un remanente de la gigantesca capa de hielo de la anterior edad de hielo, situada muy al sur para las condiciones actuales), supondría un nuevo aumento de siete metros en el nivel del mar. Eso arruinaría el ajustado trazado costero que tantos esfuerzos había supuesto.

Al igual que con todas las capas de hielo, no sólo se fundió; se deslizó en glaciares bajo el mar, acelerada por la lubricación del agua de deshielo que fluía bajo el hielo, provocando el levantamiento de los glaciares, arrancados de los lechos de roca. Lo mismo sucedía en la Antártida, pero mientras que el hielo de la Antártida se deslizaba en el fondo del mar alrededor de su circunferencia, y por tanto no había nada que pudiera hacerse al respecto para impedirlo, en el caso de Groenlandia era distinto. Su hielo estaba atrapado en su mayoría dentro de una especie de tina cercada por cordilleras, y sólo podría deslizarse hacia abajo en el Atlántico a través de algunos huecos estrechos en la roca, como grietas en las paredes de una bañera. A través de estas grietas, los glaciares lubricados vierten a una velocidad de varios metros por día, por valles con forma de u allanados ya durante milenios, y cuando alcanzan el mar en aumento, el hocico salía flotando sobre los labios terminales que a menudo se extendían en la embocadura de los fiordos, proyectando de ese modo al mar los icebergs con mayor facilidad y rapidez que nunca.

Al principio de la historia de la glaciología, los investigadores habían reparado en que un glaciar rápido en la Antártida Occidental se había desacelerado bruscamente. Las investigaciones descubrieron que el agua lubricante que circula bajo el hielo había tomado algún otro canal y había desaparecido, por lo que el peso inmenso del glaciar había golpeado de nuevo la roca, causando su demora. Eso infundió nuevas ideas en la gente, que trataba de hacer algo similar en Groenlandia por medios artificiales. Probaban varios métodos en uno de los glaciares más estrechos y rápidos de Groenlandia, el Helheim.

La costa occidental de Groenlandia estaba cubierta por una tranquilizadora capa de hielo, pensó Cisne, teniendo en cuenta todo lo que se oía acerca del gran deshielo. Bajo el helicóptero había una delgada capa de hielo invernal, que se rompía en gigantescas capas poligonales de color blanco recortadas sobre el mar negro. Le dijeron que había un parque para osos polares en la costa norte de Groenlandia y en la isla de Ellesmere, donde icebergs tabulares flotaban en un remolino natural, o eran conducidos allí por propulsores solares. Así que el hielo del Ártico no había desaparecido por completo, y fue realmente hermoso verlo a sus pies, y ver también lo negro que era el océano, a diferencia de los azules de los mares tropicales. Negro océano, hielo blanco. Todos los azules estaban en el cielo, y en los estanques fundidos esparcidos por todas partes en el hielo expuesto de la capa de hielo de Groenlandia, contenida a tres kilómetros sobre el océano por escarpadas crestas negras, la cordillera costera, el borde mascado de una bañera, que sostiene en su lugar la meseta interior de hielo. Toda la situación era tan clara como cabría desear, vista desde un helicóptero que la sobrevolaba a cinco kilómetros de altitud.

—¿Este es nuestro glaciar? —preguntó Cisne.

—Sí.

El piloto descendió el aparato en dirección a una pequeña equis roja que señalaba un punto llano de la roca, situado en una colina con vistas al glaciar, a varios kilómetros aguas arriba de donde desembocaba en el océano. El punto plano al que descendían resultó medir aproximadamente veinte hectáreas, con espacio para todo el campamento; la equis roja era gigante. Mientras iniciaban el descenso final todo el lugar se mostró ante ellos, un fantástico paisaje de oscuras construcciones, hielo blanco y cielo azul, aguas negras tostadas al sol en el fiordo.

Una vez salió del helicóptero, sintió un frío increíble que la hizo jadear. Una punzada de miedo la conmocionó. Si sentía tanto frío en el espacio supondría el colapso y la muerte inminente. Pero allí la gente la saludaba y se reía de su expresión.

Alrededor de la meseta, puntas negras cubiertas de líquenes se alzaban al cielo. Debajo de ellos, en el gran valle con forma de u, la roca de las paredes laterales había sido talladas en hielo para formar curvas cubiertas de líneas horizontales donde los cantos rodados había sido raspados lo bastante en el duro granito para excavar en él. Cuando uno pensaba en ello, hacía falta una presión asombrosa.

En sí el glaciar era mayormente una rota superficie blanca, con aguas azules en puntos determinados. Aunque las fisuras la interrumpían con frecuencia, la llanura de hielo era bastante nivelada a través de la cresta negra en su cara más lejana. Cisne se quitó las gafas de sol para mirar, luego parpadeó y olfateó cuando un impresionante destello blanco la alcanzó como un golpe en la cabeza. Rompió a reír, y resopló, a través de los ojos entornados, vio a Zasha acercarse, y extendió un brazo para abrazarlo.

—¡Me alegro de haber venido! ¡Ya me encuentro mejor!

—Sabía que te gustaría.

La meseta del campamento era un emplazamiento perfecto para lo que era en realidad un caos de ciudad. Después de mostrarle la cocina y guardar sus efectos personales en el dormitorio, Zasha la llevó al borde desde donde se divisaba el glaciar. Justo debajo, el campo de hielo se hacía añicos hasta el extremo opuesto de la pared del glaciar. Al parecer, esto era el resultado de la inyección de nitrógeno líquido entre el hielo y el lecho de roca. Habían clavado al suelo cierta cantidad de hielo, pero la capa de hielo que la cubría continuaba su camino, quebrada y lenta, pero sin dejar de desplazarse.

Aguas abajo de ese revoltillo había una honda brecha en el hielo.

—Ése es su último experimento —dijo Zasha, señalando—. Se han propuesto derretir un hueco al otro lado, y mantener la fusión del hielo a medida que descienda. La corriente de agua subterránea se deslizará lejos, y después de haber despejado el espacio, construirán una presa, y cuando hayan terminado… que el hielo corriente arriba caiga sobre ella.

—¿No fluirá el hielo sobre la presa? —preguntó Cisne.

—Lo haría, pero planean construirla tan alta que coincidirá con la altura de la capa interna de hielo. Así el hielo fluirá aquí hasta que se eleve tan alto como el resto de Groenlandia, y entonces no habrá ningún flujo descendente.

—Guau —exclamó Cisne, sobresaltada—. ¿Como una nueva cresta de la cordillera, que llenará este vacío? ¿Creada mientras que el hielo fluye sobre ella?

—Correcto.

—Pero ¿el hielo de la meseta no caerá sobre otros glaciares?

—Claro, pero si funciona aquí, planean hacerlo en toda Groenlandia, excepto en el extremo norte de la isla, donde tratan de mantener provisto de hielo el parque marino. Van a cercar lo que se deslice hasta allí, y retrasar la caída, y eso mantendrá en su lugar la capa de Groenlandia, o al menos ralentizará que se funda. Porque es el deslizamiento hacia el mar lo que hace que todo suceda tan rápido. ¡Así que nosotros taparemos hasta la última fisura de la isla! ¿Puedes creerlo?

—No. —Cisne rompió a reír—. ¡Hablando de terraformación! Debe de ser idea del Ejército de los EE.UU. o del cuerpo de Ingenieros.

—Cualquiera lo diría, sí, pero aquí estamos entre escandinavos. Además de los inuit originarios del lugar. Por lo visto les gusta la idea. Dicen que lo consideran una medida temporal. —Zasha rió—. Los inuit son estupendos. Gente dura y muy alegre. Te gustarán. —Una rápida mirada antes de añadir—. Aprenderás mucho de ellos.

—Cierra la boca. Quiero ir a ver qué aspecto tiene el lecho de roca.

—Imaginé que lo harías.

Volvieron a la cocina, y con grandes tazas de chocolate caliente se reunieron con ellos algunos de los ingenieros del campamento, quienes describieron a Cisne su trabajo. La presa estaría compuesta por un tejido de nanofilamento de carbono, similar al material empleado en el ascensor espacial, y en ese momento lo hilaban sobre los cimientos perforados en la roca. La presa se levantaría desde el suelo, emplazada por robots araña que irían de un lado a otro como si trabajaran en un telar. La presa, una vez terminada, tendría treinta kilómetros de anchura, por dos kilómetros de altura, y, sin embargo, sólo un metro de grosor en su punto más grueso. La estructuración de los materiales de la presa era otro biomimético, fibras de carbono con forma de hebras de telaraña, pero tejida como conchas marinas.

Aguas abajo de la presa quedaría al descubierto un nuevo y corto valle glacial. Esto repoblaría la vegetación, al igual que lo habían hecho los otros pequeños puntos verdes de Groenlandia al final de la edad de hielo, diez mil años atrás. Cisne sabía exactamente cómo el valle con forma de u pasaría de la roca gris desnuda a la bioma de páramo, después de haberla inducido en más de un terrario alpino o polar. Sin ayuda se necesitaría cerca de un millar de años, pero con un poco de jardinería el proceso podría acortarse a un centenar: basta con añadir bacterias, a continuación musgos y líquenes, hierba y junco, después las flores y los arbustos de páramo. Así lo había hecho, y le había encantado. A partir de entonces cada verano las cosas exfoliarían, florecerían, esparciendo semillas de calidad; cada invierno todo se sumiría alegremente en su mundo subníveo, y luego bregaría en el deshielo y se derretiría en una nueva primavera, la época realmente peligrosa. Los que no lograsen superar la primavera proporcionarían alimento y suelo para los que vinieran después, y así seguiría siendo. Los inuit podrían cultivarlo si querían, o dejar que las cosas siguieran igual. Tal vez probar cosas distintas en fiordos diferentes. A Cisne le encantaría hacer eso.

—De acuerdo, tal vez tengo que convertirme en inuit —murmuró a Zasha, contemplando el mapa desplegado ante ellos. Vio que la propia Groenlandia era todo un mundo, y su tipo de mundo, vacío, por tanto un lugar que no estaba enojado con ella.

Después de cenar, Cisne salió de nuevo y permaneció junto a Zasha bajo el imponente hueco de aire, bajo la enorme cúpula del cielo. En el viento, oh el viento, el viento… El amplio glaciar bajo ella: aguas arriba, una fisura blanca; aguas abajo, un vacío azul, seguido por una capa blanca, lisa, más baja que fluía hacia el mar. En la pared baja de la presa pudo distinguir maquinaria que se desplazaba tanto en lo alto como en los laterales, cuyo aspecto no distaba mucho de un montón de arañas que tejían una telaraña tan densa que parecía sólida. Las crestas de la montaña que servían de anclaje a ambos extremos de la presa se desgastarían antes de que lo hiciera ésta, según había declarado uno de los ingenieros. Si se producía otra edad de hielo, y la capa de hielo de Groenlandia se acumulaba hacia el cielo y desbordaba la presa, ésta seguiría allí y resurgiría en el siguiente período de calentamiento.

—Increíble —dijo Cisne—. ¡Así que la Tierra puede terraformarse!

—Claro, pero Groenlandia se parece más a Europa que la propia Europa, si sabes a qué me refiero. Puede hacerse aquí porque sólo hay unos pocos lugareños, y porque además les gusta el plan. Si pretendieras emprender una iniciativa así en otra parte… —Zasha rió ante la sola idea—. Podrían usar esta tecnología y ganar al mar el puerto de Nueva York, drenar la bahía de modo que Manhattan asomase del agua, tal como solía ser. Podrías convertir toda la zona en un pólder holandés. Comparado con otras empresas, ni siquiera es tan difícil. Pero los neoyorquinos no quieren oír hablar del tema. ¡Les gusta tal como es!

—Me alegro por ellos.

—Lo sé, lo sé. La inundación afortunada. Y me encanta Nueva York tal como es ahora. Pero ya ves a qué me refiero. Un montón de beneficiosos proyectos de terraformación jamás serán aprobados.

Cisne hizo un gesto de afirmación con la cabeza, acompañado por una mueca.

—Lo sé.

Zasha le dio un breve abrazo.

—Lamento lo que te pasó en China. Debió de ser terrible.

—Lo fue. Realmente no me gusta lo que estoy viendo en este viaje. De maneras diferentes, da la impresión de que hemos ofendido a casi todo el mundo en la Tierra.

Zasha rió.

—¿Alguna vez pensaste que las cosas serían distintas?

—De acuerdo —dijo Cisne—, tal vez sí. Pero es que ahora tenemos que averiguar quién atacó Terminador.

—La Interplanetaria es la organización más cercana que posee acceso a algo parecido a una base de datos mundial, así que espero que se las arreglen para encontrarlos.

—Y si eso no funciona, ¿qué?

—No lo sé. Creo que con el tiempo lo hará.

Cisne lanzó un suspiro. No estaba segura de que el equipo de Genette pudiera hacerlo, y sabía que ella tampoco podía. Zasha le dirigió una mirada.

—Ya no me lo estoy pasando bien —dijo.

—Pobre Cisne.

—¿Sabes a qué me refiero.

—Eso creo. Pero mira, tú ve a ayudar a recoger los nuevos inoculantes para Terminador. Tú haz tu trabajo, y deja que Genette y la Interplanetaria se encarguen del suyo.

Esto a Cisne tampoco la satisfizo.

—No puedo dejarlo sin más. Quiero decir que me secuestraron, maldita sea, y me hicieron muchas preguntas acerca de Alex. Tú decías no confiar en mí, pero ¿qué pasa si sé algo cuya importancia desconozco?

—¿Te preguntaron por los asuntos de Venus?

Cisne lo pensó, la pregunta había despertado algo en ella.

—Creo que es posible que lo hicieran.

Zasha parecía preocupado.

—En Venus pasan cosas raras. Cuando alcancen la siguiente etapa de la terraformación, buena parte del planeta se abrirá a nuevos asentamientos, y eso está provocando peleas. Sí, en efecto, guerras de propiedades. Y esos extraños qubos que Alex nos ha llevado a buscar, estamos encontrando cada vez más. Según parece provienen de Venus, y a menudo aparecen en Nueva York. Aún no estamos seguros de lo que significa. Ve a reunir esos inoculantes. Eso ya no es tan fácil como solía.

—Sólo tienen que reemplazar lo que teníamos.

—No es posible. No te permitirán tomar tierra vegetal de la Tierra en las cantidades que solían. Así que nuestro nuevo suelo va a tener que ser una especie de ascensión, y en eso tú eres la experta.

—¡Pero ya no me gustan las Ascensiones!

—Ahora son necesarias. No tenemos otra opción.

Cisne exhaló un suspiro. Zasha guardó silencio, y luego hizo un gesto para abarcar el lugar. Era cierto: ese glaciar era un regalo para la vista cansada. El mundo era mayor que sus insignificantes melodramas, y allí de pie no podían negarlo. Eso era un consuelo.

—Está bien. Iré a ayudar con el suelo. Pero seguiré hablando con Genette.

Así que, de vuelta a Manhattan, extraña y magnífica, pero sin Zasha allí para hacerla más divertida. Y además las cosas ya no eran divertidas.

El cansancio que sentía al final del día en la Tierra. El peso, la pesadez absoluta de la vida en la Tierra.

—¡Es tan pesada! —canturreaba Cisne para sí, arrastrando la última palabra y repitiéndola como si se tratara de una canción antigua—: Pesada, pesada, pesada, pesada.

Por lo general, cuando se lamentaba por el esfuerzo de mantenerse en pie al final de la jornada, se embutía el traje corporal, una especie de faja, y se relajaba, dejando que la guiase haciendo la mayor parte del esfuerzo. Era como recibir un masaje, la levantaba a medida que caminaba. Deja que te saque a bailar, fúndete con él. Oh, precioso waldo. Se ponía rígida sin importar cómo se moviera, y una vez instalado y programado correctamente, el resultado podía ser de ensueño, malo para el crecimiento óseo, pero muy beneficioso para ajustarse a la vida en la Tierra, un auténtico salvavidas cuando el cansancio podía con el más pintado. La gente del espacio hablaba con nostalgia sobre trasladarse de vuelta a la Tierra, donde pasarían alegremente el año sabático, cantando ante la perspectiva, pero una vez disipada la emoción de reencontrarse con el aire libre, la gravedad seguía siendo lo que era, y poco a poco te arrastraba hacia abajo, hasta que, una vez concluido el año sabático y reconstituido el organismo por los medios médicos que fuera, la gente abandonaba la atmósfera hacia la brillante claridad del espacio, donde reanudaba su vida llena de alivio y con una sensación de exuberante ligereza. Puesto que la Tierra era condenadamente pesada, en todos los sentidos posibles. Era como si un filtro negro hubiera caído entre ella y el mundo. La inspectora Genette le había dicho que todo iba bien, pero obviamente no tenía ninguna expectativa de que algo sucediera pronto. El caso parecía contemplarse tal como Cisne hubiera contemplado el crecimiento de un pantano; poner en marcha ciertas acciones, crear ciertas condiciones que dieran pie a posibilidades, y luego marcharse y hacer cualquier otra cosa. Al volver vería cómo habían cambiado las cosas. Pero eso sería al cabo de unos años.

Por tanto trabajó en la adquisición de suelo para Terminador, asesorando a los comerciantes de Mercurio en el mercado de materias primas, hasta que un día pudo acercarse a la Casa de Mercurio en Manhattan y decir:

—Tenemos todos los inoculantes. Podemos volver a casa.

Viajó a Quito y subió en el ascensor espacial hasta la roca de anclaje, sintiéndose defraudada, vencida y marginada. Meditó gracias a repetidas interpretaciones de Satyagraha, con el crescendo de sus notas finales, las ocho notas de una octava repetidas una y otra vez. Cantó junto con el resto de la audiencia, preguntándose qué haría Gandhi al respecto, qué le diría.

—La propia insistencia en la verdad me ha enseñado a apreciar la belleza del compromiso. Vi en mi vida posterior que este espíritu formaba una parte esencial de Satyagraha. Decía Gandhi en las notas del programa. Satya, verdad, amor; agraha, firmeza, fuerza. Él había inventado la palabra. Tolstoi, Gandhi, el hombre futuro de la ópera: todos cantaban sobre la paz y la esperanza, el camino a la paz, la propia satyagraha. Los satyagrahi eran quienes habían promulgado la satyagraha. El perdón es el ornamento de los valientes.

A medida que la Tierra giraba lentamente bajo ella, convirtiéndose en la bola azul y blanca conocida, dividiendo el espacio con su gloria esculpida en mármol, escuchó la letra en sánscrito rebotando en su oído. Pidió a Pauline que tradujese un giro inquietante en la melodía, y Pauline respondió:

—Mientras no haya paz, nunca estaremos a salvo.

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