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CISNE EN CASA

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CISNE EN CASA

Entraron en la órbita mercuriana y la gran roca rodó por debajo de ellos, negro carbón a excepción de una media luna iluminada por el sol que brillaba como cristal fundido. A oscuras hacia el espaciopuerto, después al andén y, desde allí, a la reconstruida Terminador. A ver qué aspecto tenía la ciudad, desnuda, nueva.

En cierto modo daba lo mismo. Habían utilizado impresoras 3D para hacer reproducciones del mobiliario de todo el mundo, por lo que su habitación se encontraba en un pequeño valle insólito, y tenía para ella el aire propio de un cuarto reconstruido de Pompeya. Sin embargo, hacia poniente, en la mitad frontal de la ciudad, es decir el parque y la granja, estaba vacío, vacío, vacío. Lo vio bajar por la gran escalera desde su habitación hacia la proa: la ciudad no tenía árboles, sino vigas de acero y trozos de plástico y roca falsa. Todos los yo de su pasado regresaron a ella de inmediato: la constructora de terrarios, la que había mirado hacia abajo en la ciudad incandescente, la que estaba en el parque con los columpios y el gimnasio de la selva. Nunca antes se habían reunido de esa forma, y se sintió como algo nuevo.

Todo el mundo en la ciudad resultó sentirse así. Fue una semana muy emotiva que pasó saludando a sus antiguos vecinos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, a Mqaret. Un día incluso celebraron un funeral en recuerdo de la antigua ciudad. Era necesario un surtido adicional de tierras raras que mezclar con la matriz del suelo nuevo, que era roca triturada y mezclada con nutrientes cargados de aerogel, listos casi para el inoculante del valle central de California, parte del mejor suelo de la Tierra. Pero necesitaban las tierras raras mejoradas mezcladas antes de aplicar el inoculante, por lo que recurrieron a ellas en la ceremonia fúnebre, dejándolas caer desde un globo en pleno ascenso, igual que lo habían hecho con las cenizas de Alex y de tantos otros, con las grandes puertas del Muro del alba abiertas y la luz del sol iluminando los remolinos de polvo recortados al sol.

Después de eso, la mayoría de la población recuperó sus rutinas previas a la combustión, para mantener el lugar en funcionamiento mientras los equipos de reconstrucción construían lo que no había sido reparado. Se hablaba sin cesar de la reconstrucción o el cambio, de lo antiguo frente a lo nuevo. Cisne apostó por lo nuevo y abrazó con pasión la labor de la finca y el parque. La Tierra era una… Una… Ni siquiera sabía cómo calificarla. Siempre era mucho mejor estar en casa, recuperar su vida, ensuciarse de nuevo las manos.

La granja tenía prioridad por razones obvias y se estaba reconstituyendo tan rápido como podía hacerse. Se seguían distintos principios en parcelas diferentes, y muchos aprovechaban las mejoras obtenidas tras un siglo de investigación agrícola desde que la ciudad había sido construida, lo que incluía muchas nuevas plantas basadas más en la tierra, en estilos hidropónicos anteriores introducidos en la primera granja de Terminador. Esa versión se había convertido con el tiempo en una instalación demasiado modesta para apoyar tanto a la población de la ciudad como a los caminantes solares, por lo que en ese momento se agregaba una extensión a proa. El nuevo suelo que instalaron estaba estructurado en su mayor parte por matrices esponja de nutrientes, que permitían el rápido crecimiento de las raíces y un riego preciso. Las técnicas también habían mejorado en la manipulación de los ciclos diurnos, de manera que se engañara a las plantas para crecer y producir hasta treinta veces más rápido de lo que lo harían en el mundo natural. Estas plantas aceleradas también habían sido genéticamente diseñadas para ser veloces, de modo que era común sembrar una docena de cultivos al año, lo que exigía una importante aportación de los minerales y nutrientes apropiados. Había que sembrar el terreno para mantenerse al día con los cultivos.

Cisne sólo consultó llegado el momento de distribuir los inoculantes en el suelo, porque la vanguardia de todo lo demás la superaba con creces; se limitó a sumarse a la joven granja y a los ecologistas del parque, y escucharlos mientras explicaban sus últimas teorías, y luego pasó el tiempo en la primera pradera con los fijadores de nitrógeno: bacterias, aliso, legumbres, vitosek, frankia, y el resto de las plantas a las que se les daba bien convertir nitrógeno en nitratos. Incluso podía forzarse esta fase del proceso para adoptar una mayor velocidad que antes. De modo que no transcurrieron muchos meses antes de que caminara por largas hileras de berenjenas, calabazas, tomates y pepinos. Cada hoja y cada tallo, rama y fruto, se extendía hacia la línea solar y las lámparas de cultivo, cada planta adoptando su forma característica, juntas todas con una familiaridad que resultaba tranquilizadora. La finca era su familia, una parte de sí misma durante toda su vida, y la generación actual de gente joven se acercó a hacerle preguntas sobre aquellos años: ¿Por qué de tal modo? ¿Por qué de tal otro? ¿Tenía alguna teoría? Barajaba las posibles respuestas cuando no podía recordar los antiguos motivos. Sobre todo había sido una cuestión de problemas de espacio, y de hacer las cosas para mantener el proceso en marcha. ¿Alguna vez fue de otra manera? Escasez de recursos, motivos presupuestarios, enfermedades, pero raramente una cuestión de diseño eficiente, de una causa inherente.

A medida que la nueva granja inició las cosechas y los árboles del parque y otras plantas crecieron rápidamente, trasladaron animales desde otros terrarios. Esa vez estaban haciendo una ascensión, no por sugerencia de Cisne, quien no estaba de acuerdo pero mantuvo la boca cerrada y sólo vio lo que parecía ser una combinación australiano-mediterránea; de hecho fue estupendo ver aparecer a los animales, husmeando en torno, mordisqueando y buscando lugares donde tumbarse y donde anidar. Ualabíes y monos de Gibraltar, gatos monteses y el zorro de las islas. Eucaliptos y alcornoques. Un montón de terrarios del Mondragon enviaban animales para ayudar.

Cisne pasó tiempo en la granja, y trabajó la tierra con la llegada del invierno. Había nuevos arrendajos graznando como cuervos pequeños, gusanos y bichos que se aventuraban a asomar de la superficie. Algunos la miraron pensativos, como si la juzgaran por alguna cualidad aviar que no estaba segura de poseer. No empecéis a hablarme en griego, les suplicó mentalmente. No podría encajarlo. La miraban de una forma que le recordaba la mirada de la inspectora Genette.

A veces, después del trabajo, caminaba hasta el mismísimo bauprés de la ciudad, desde donde contemplaba cómo se deslizaba la ciudad hacia adelante en las vías, recortadas las colinas en el horizonte contra las estrellas. Las colinas, como siempre, o bien eran muy oscuras o muy blancas. El constante paso del negro al blanco (que sólo se daba de vez en cuando a la inversa) convertía el paisaje en una especie de móvil, su posición a proa parte de una estampa heráldica, la elite que iba en cabeza de la historia como el mascarón de proa de un barco. La nave se deslizaría por las vías visibles en el horizonte, prefijado el rumbo en la dependencia de su trayectoria. Y si se detenía ardería hasta convertirse en un torrezno. Y por debajo de todo aquello discurría un terrible túnel negro, una cloaca umbilical que se remontaba a algún pecado original. Sí, ése era su mundo: un paseo por la oscuridad y las estrellas, sobre unas vías de las que no podría apartarse con facilidad. Era ciudadana de Terminador, vivía en una pequeña burbuja de color verde, y planeaba sobre un mundo hecho de blanco y negro.

Por las noches, después del trabajo, Cisne regresaba a su habitación de la cuarta terraza a contar desde la parte superior del Muro del Alba. Se cambiaba de ropa y después se acercaba a un restaurante, o a las dependencias de Mqaret.

—Hogar dulce hogar —dijo a Mqaret—. Doy las gracias por que hayamos podido reconstruir.

—Teníamos que hacerlo —dijo Mqaret.

—¿Y tu trabajo? —preguntó Cisne—. ¿No lo perdiste casi todo?

Mqaret negó con la cabeza.

—Tenía todo almacenado en una copia de seguridad. Perdimos los experimentos que teníamos en marcha, pero nada más. Experimentos que, al fin y al cabo, se llevan a cabo en muchos otros sitios.

—¿Los demás laboratorios te ayudaron a ponerte de nuevo en marcha, al igual que con los animales?

—Sí. Pero sobre todo fue el seguro del Acuerdo Mondragon, aunque la gente se mostró muy generosa. Mucho tuvimos que levantarlo de nuevo con nuestras propias manos, pero es que así son las cosas.

—¿Y cómo va todo, sigues descubriendo cosas útiles?

—Claro, útiles. Sí.

—¿Algún detalle nuevo sobre la cosa de Encelado? ¿No dijiste que quizá podrías descubrir algo interesante al respecto?

—Parece que principalmente se instala en el intestino humano, sobreviviendo gracias al detritus que se discurre en el mismo. En ese estado se mantiene sin apenas actividad, llevando la vida que lleva la mayoría de las bacterias del intestino. Pero si aparece una gran cantidad de detritus adicional, se multiplica y lo limpia, antes de reducir de nuevo su actividad y pasar a un estado latente. Además, según parece la batería incluye un mínimo componente depredador enceledano que también permanece en estado latente. Juntos funcionan casi como un juego extra de células T. Ni siquiera aportan mucho a tu fiebre.

—Sé que aún crees que no debería haberlo hecho.

Puso los ojos en blanco mientras asentía lentamente en dirección a Cisne.

—De eso no hay duda, querida. Pero he de decir que gracias a ti y a los demás necios que lo ingieren, sabemos más de lo que sabríamos de otra manera. Y parece que podría salir bien. No olvidemos que sobreviviste a una dosis considerable de radiación, lo que probablemente se deba a que los alienígenas sirvieron para depurar tu organismo de todas las células muertas que lo inundaron. Ésa es una de las peores consecuencias de la radiación, la súbita inundación de materia muerta.

Cisne se quedó mirando fijamente, tratando de pensar en lo que eso podría suponer. Durante mucho tiempo se había negado a afrontar el hecho de que había sido una insensata al ingerir la batería de microoganismos alienígenas. Se había vuelto una auténtica experta a la hora de ignorarlo. Enloquecer, oír a los pájaros cantar en griego… Sabía que esa parte podría suceder. Pero que algo bueno derivase de ello…

—¿Eso es lo que viste en mi sangre?

—Sí, creo que sí.

—Bueno —dijo—. Espero que tengas razón.

Él la miró largamente.

—Apuesto a que tú sí. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Caminamos por el borde, querida. No es momento de tambalearse.

—Al borde como siempre, ¿verdad?

—No me refiero al borde de la muerte. Me refiero al borde de la vida. Me pregunto si no estaremos a punto de lograr un avance importante en nuestros tratamientos de longevidad. Una especie de salto gestaltiano hacia adelante. Y muy pronto. Hay tantas cosas que estamos empezando a comprender. En fin, ya sabes. Podrías vivir un millar de años.

La miró fijamente, dejando que las palabras calasen en su mente, observándola para asegurarse de que comenzaran a filtrarse. Ella percibió cuál era el motivo de su atención, y Mqaret continuó:

—Yo no viviré lo bastante para verlo. Creo que todavía pueden quedar unos cincuenta años hasta la solución de algunos problemas recientes. Pero si así fuera, tú… Debes andarte con mucho ojo.

Le dio un abrazo suave, incluso algo vacilante, como si fuera a romperse o fuera venenosa. Pero su mirada seguía siendo muy cálida. Su abuelo la quería y se preocupaba por ella. Y había descubierto que su acto temerario podía haber alumbrado algo útil. Era un poco como el milagro de las rosas de Santa Isabel; sorprendida en el acto, pero salvada por una metamorfosis. Eso la confundió.

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