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Descendiendo a Marte en el ascensor espacial Pavonis, contemplas abajo, a través del suelo traslúcido, cómo asciende el planeta rojo a tu encuentro. Los tres volcanes principales superan Tharsis formando una línea, como montículos construidos por una tribu constructora de montículos de personas de piel roja. A poniente, Olympus Mons retrocede como un continente redondo independiente, rodeado por un acantilado de diez kilómetros desde este punto de vista que no es más que una línea biselada alrededor de su pie. El resto del planeta está cortado por enormes polígonos rojos por diversas líneas verdes que cruzan su superficie. Son los famosos canales, incisiones en el paisaje producidas durante los primeros tiempos de la terraformación. Utilizaron orbitantes escudos solares de abedul, cuyo objeto consistía en enfocar hacia la superficie la luz solar, como si de una lupa se tratara, lo que dio pie a temperaturas tan altas que la roca se vaporizó y fundió. Hubo que quemar así buena parte de Marte para obtener todo el aire y el calor que querían; así que para distribuir la quemadura optaron por utilizar como fuente de inspiración los mapas de Lowell, correspondientes a finales del siglo XIX, en base a los cuales trazaron la quemadura. Una vez llegaron tan lejos, también adoptaron la antigua nomenclatura para estos canales, mezcla de griego, hebreo, egipcio y otras lenguas antiguas, por lo que ahora desciendes a lugares con nombres tales como Nodus Gordii, Phaethontis, Icaria, Tractus Albus, Nilokeras, Phoenicis Lacus. Las franjas verdes que cruzan la tierra roja miden unos cien kilómetros de ancho, y sólo las atraviesan los actuales canales. Estas franjas se extienden a veces por parejas a través del desierto rojo. Se reúnen en un ángulo vagamente hexagonal, y los nodos forman exuberantes oasis, con elegantes ciudades agrupadas en torno a los complejos de canales y esclusas, estanques y fuentes. Por lo tanto se trata de una fantasía que se remonta al siglo XIX la que constituye la base del paisaje existente en la actualidad. Algunos lo tachan de mal gusto. Pero tuvieron que trabajar con prisas, volver de nuevo al principio, y esto es lo que resultó.

Al norte de Olympus Mons la comitiva de la boda salió de las puertas de una estación de tren al aire abierto, como si estuviera en la Tierra. Era primera hora de una mañana fresca y ventosa. El cielo era de un azul Maxfield Parrish, los árboles esparcidos en pequeñas arboledas eran secoyas enormes, eucaliptos, robles. El canal discurría por la llanura bajo la colina donde se encontraban, y el costado de la ladera estaba cubierto por cipreses. Entre los diques, el agua del canal parecía como si estuviera por encima del terreno que la rodeaba. En muchos lugares la parte superior de los diques estaba coronada por amplios bulevares verdes atestados de gente y edificios. A veces podía verse que los laterales de los diques estaban compuestos por un sinfín de montículos de negro cristal.

Recorrieron la parte superior de un dique subidos a un tranvía que circulaba en dirección a Olympus Mons. Las amplias calles atravesaban los campos verdes que se extendían debajo de ellas. Estos bulevares verdes estaban flanqueados por robustos edificios levantados a menudo ante murales cerámicos, y presentaban un aspecto Art Deco. Pasaron junto a plazas blancas bajo las palmeras, y comentaron la exuberante belleza, así como la uniformidad de estilo con su sugerencia hexagonal de una mente enjambre. Una tierra verde y plácida. Pasaron en tranvía de oasis en oasis, en un parpadeo regular de la luz y la sombra creada por las largas filas de cipreses que bordeaban las vías. Jardines en el desierto. El aspecto hiperterráqueo combinado con la liviana gravedad de Mercurio creaba una sensación onírico. Mercurio jamás tendría ese aspecto. Ni siquiera se acercaría.

La inspectora Genette, de pie en el asiento junto a la ventanilla, contemplando el terreno al pasar, dijo:

—Hace tiempo viví allí —señalando una plaza de la ciudad que se deslizaba con rapidez ante sus ojos—. Creo que fue en ese edificio de allí.

El tranvía paró en una estación de Hougeria, donde transbordarían a un tren magnético para ascender la ladera noreste de Olympus Mons. Mientras esperaban la llegada del tren, dieron un paseo por la estación y el centro de la ciudad. Todos los canales estaban cubiertos de hielo, y la gente había salido a patinar, las manos cogidas a la espalda. Era un día soleado pero frío.

Cisne se quejó del viaje ladera arriba del imponente volcán.

—¿Qué sentido tiene llegar a Marte si salimos de la atmósfera para acabar metidos otra vez en una tienda? Podríamos estar en cualquier otra parte.

Sus compañeros la consideraron una pregunta retórica, ya que estaban bastante seguros de que recordaba su asistencia al epitalamión. Wahram se hizo visera con la mano para volverse hacia el sur. Se encontraban en la única circunferencia de Olympus Mons que no estaba escudada por un inmenso acantilado, un acantilado circular de diez kilómetros de altura, notablemente uniforme en toda su superficie alrededor de la montaña. En este caso, una tardía inundación de lava en la vida activa del volcán había desparramado en la ladera, fuego cayendo a lo largo de esos diez kilómetros, algo que Wahram estaba ahora tratando de imaginar: diez mil metros de caída libre, el enfriamiento en el camino, el paso del rojo al naranja al negro, mientras que en el fondo se acumulaba todo y se iban creando más y más capas, hasta que el acantilado se borró por completo bajo la lava, después de lo cual la roca fundida continuó fluyendo hacia el noreste, dejando al final de una amplia y suave rampa que se extiende desde las laderas superiores del volcán hasta la llanura. De ahí el terreno que había a sus pies, con su ardiente pasado.

—Después de esto podemos recorrer las tierras bajas —propuso Wahram—. Una luna de miel en la playa, por así decirlo.

—De acuerdo. Quiero nadar en el Mar de Hellas.

—Yo también.

Cuando llegó el momento, subieron a uno de los coches presurizados del tren magnético, junto a muchas otras comitivas de boda, y el vehículo subió por la rampa hacia la cumbre. Fue un largo ascenso que los llevó a través del marciano atardecer rojo, al que siguió una noche de fiestas y sueño interrumpido. Al despertar al amanecer, vieron que el tren entraba en la estación de la ladera sureste de la amplia cima del volcán. En el regazo del pequeño cráter Zp había una gran carpa transparente que cubría el espacio que tradicionalmente se reservaba para las fiestas del planeta. Habían llegado la primera mañana del epitalamión.

Desde el interior, apenas podía verse la tienda. Era mucho menos visible que la cúpula de Terminador, y tuvieron la impresión de encontrarse al aire libre, que era cálido y fragante. Había en lo alto la negra cúpula del espacio estrellado, que adquiría una leve tonalidad azul en el horizonte; casi toda la atmósfera quedaba a sus pies. Tenían que estar dentro de una tienda, y, conscientes de ello, podían volverse hacia un lado u otro, atentos a la frontera del cielo azul y negro. Olympus Mons era tan grande que el horizonte hacia el este y el sur seguía formando parte de la montaña; no podían ver los volcanes de Tharsis en el horizonte, hacia el este, ni la superficie del planeta que envolvía la cordillera. Todo el terreno que distinguían era tan desnudo y rojo como lo había sido al principio, y sólo la cáscara azul de aire sobre el horizonte revelaba lo que habían hecho a este mundo.

Todo el terreno del espacio reservado a las celebraciones, cubierto por la tienda, se hallaba levemente inclinado, razón por la cual lo habían convertido en terrazas sucesivas para nivelarlo. El resultado recordaba a las laderas de ciertas colinas asiáticas: unos cuantos cientos de franjas de terreno llano a lo largo de la colina, las paredes de la terraza que las separaba eran como los intervalos que señalaban las curvas de nivel en un mapa. Tres amplias escaleras angulares atravesaban estas paredes, y algunos miembros de la comitiva comentaron que eso les recordaba un poco a la Gran Escalera de Terminador. Sin embargo, estas escaleras se extendían durante cuatro o cinco kilómetros cada una, y tal vez abarcaran una extensión vertical de trescientos metros, costaba calcularlo, dada la inmensidad del volcán que se extendía más allá de la tienda.

El epitalamión era el día de la boda para Marte y para los visitantes de todo el sistema. El espacio destinado a las festividades bullía de actividad, lleno de voces a medida que cientos de parejas se movían arriba y abajo de las escaleras acompañadas por sus comitivas, buscando las terrazas que tenían reservadas. Había montones de flores en las tres escaleras. Imposible evitar pisarlas, sus colores brillantes teñían las amplias losas de cuarcita que cubrían las franjas.

Wahram, Cisne y su comitiva alcanzaron la terraza número 312. Cuando Cisne vio que sus amigos la habían decorado con flores, a fin de simular que la Gran Escalera de Terminador descendía a través de la arquitectura del bulto de Jápeto, sonrió y dio un abrazo a Wahram. Permanecieron juntos, sonrientes mientras la comitiva aplaudía. Wahram vestía negro de Saturno, y parecía un emperador romano o, como no podía ser de otro modo, un anfibio gigante. El señor Rana había emprendido su viaje salvaje. Cisne llevaba un vestido rojo que hacía que pareciera como si estuviera de pie sobre una rosa de fuego. No soltó la mano de Wahram mientras subían los escalones que daban a la tarima donde se iba a celebrarse la ceremonia.

Había música en todo el recinto destinado a los festejos, y se oía claramente un gamelán procedente de la terraza inferior. La superposición de melodías formaba parte de la experiencia del epitalamión, y su propia disfrutaría del acompañamiento del galopante final de la segunda sinfonía de Brahms, escogida por Wahram y aprobada por Cisne. Seguía levantando la vista para mirarle, mientras la inspectora Genette manipulaba la pantalla de Passepartout para dar paso al poema que le habían pedido leer. Wahram parecía contemplar absorto las vistas. Aún era de día, y la luz del sol caía sesgada con un esplendor casi propio de Mercurio. Era un planeta enorme. Todas las parejas que había encima y debajo de ellos realizaban sus particulares nupcias. El espacio era tan grande, la música tan variada, que cada acto tuvo lugar en un pequeño mundo, en su propia burbuja, pero la vista y el sonido de todos ellos juntos formaba parte de cada uno de forma individual.

En su espacio particular, Saturno y Mercurio estaban bien representados. Allí estaba Mqaret, así como Wang y Kiran, y algunos componentes del equipo de la granja de Cisne. También Zasha estaba presente. La guardería de Wahram estaba representado por Dana y Joyce, y el Sátiro de Pan. Todos permanecían en una masa desorganizada extendida alrededor de la tarima, pero era fácil distinguir a ambas poblaciones: los de Saturno con sus tonos negros, grises y azules, los mercurianos con rojos y dorados. También había un grupo de viejos amigos marcianos de Genette, muchos de los cuales eran menudos. Al parecer, todos los menudos del festival se reunirían más tarde para entonar las canciones favoritas de los menudos, tales como La conocí en un restaurante de Fobos, Amada Rita, doncella de un metro, o Vamos a visitar al mago.

Todos en la terraza parecían complacidos. La pareja se miraba y sonreía: Vaya bobadas hacen nuestros amigos, parecían decir sus miradas, hermosas bobadas, ¿no te parece genial? El amor. Una especie de salto de la imaginación. Algo inexplicable. Sería una fiesta memorable.

La inspectora Genette, de pie en un atril para situarse casi a la misma altura que ambos, levantó las manos juntas y dijo:

—Vosotros dos, Cisne y Wahram, habéis decidido casaros y convertiros en compañeros de por vida, mientras viváis. Wahram, ¿te reafirmas en esto?

—Me reafirmo.

—Cisne, ¿te reafirmas en esto?

—Sí.

—Hazlo, pues. Cúmplelo, y que todos los presentes os ayuden a hacerlo. Ahora voy a recitar algunos versos de Emily Dickinson que describen muy bien la simbiogénesis que pretenden afirmar.

Cerebro de su cerebro,

sangre de su sangre,

Dos vidas, un solo ser.

(…)Toda la vida para conocernos.

A quien nunca podremos conocer

(…)Tan sólo descubrir lo qué nos intrigaba

¡Sin palabras!

La inspectora sonrió tras pronunciar estos versos. Alzó una mano.

—Por la autoridad que me conferís ambos y el Acuerdo Mondragon, e incluso por Marte, declaro unidos en matrimonio a Cisne Er Hong y Fitz Wahram, de mutuo acuerdo.

Genette saltó del estrado. Cisne y Wahram se encararon y se besaron brevemente. Luego se volvieron hacia el grupo que había ante ellos, y sus amigos aplaudieron. Brahms alcanzó su ebrio final, trombones a todo volumen. Cisne tomó un anillo de oro que le ofrecía la inspectora, hermosa portadora del anillo, y levantó la mano izquierda de Wahram. Vio que miraba con ojos entrecerrados la pendiente de Olympus, pensativa la expresión del rostro, casi melancólica. Le apretó la mano y él la miró.

—Vaya —dijo con la más pequeña de las sonrisas—, creo que ahora tendremos que caminar por la segunda mitad del túnel.

—¡No! —protestó ella, dándole un golpe en el pecho antes de introducirle el anillo en el nudillo del dedo anular—. Esto es para toda la vida.

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