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CISNE EN ÁFRICA

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CISNE EN ÁFRICA

Cisne no estaba disfrutando del proyecto Tierra. No lo abandonó porque creía en él y pensó que era la mejor manera de ayudar; pensó que era lo que Alex hubiera hecho, así que no pudo abandonar sólo porque fuera difícil, frustrante y absurdo. Maldijo el día que se había marchado de Terminador; soñaba con el momento de deslizarse por la Gran Escalera del parque y la granja.

Se impacientaba muy rápido. A Wahram esas cosas se le habrían dado mejor, pero había volado a América, frustrado como tantos otros antes que él por la erosiva África. Cisne quería mostrarse más dura, y se sintió irritada con él, lo cual se sumó a la irritación general, así que a menudo perdió la paciencia. Se convirtió en una de esas personas que pagan sus frustraciones con los demás, lo cual la volvió más ineficaz. Se despertaba preguntándose cuántos días más tenía que seguir trabajando en eso. Alguien de la oficina repitió algo que había dicho Zasha: «La propia Tierra es un sumidero de desarrollo», y Cisne, al oírlo, le gritó a la cara.

Otro día se metió en otra pelea a gritos con una mujer de la Liga Africana, que había acudido de visita desde Dar para crear problemas, y, para evitar golpearla, Cisne tuvo que alejarse caminando, apresurándose por las calles concurridas de la ciudad, maldiciendo en chino. Se dio cuenta de que en su actual estado de ánimo se había convertido en un obstáculo para la causa.

La Tierra, el planeta malo. A pesar del viento y el cielo, empezaba a odiarlo de nuevo, y no sólo a causa de la horrible gravedad, sino más bien debido a las pruebas que encontraba por doquier de que su especie había arruinado el lugar, y seguía haciéndolo. La mano muerta del pasado, tan grande, tan pesada. La atmósfera parecía un jarabe a través del cual tenía que luchar. Afuera, en los terrarios, se vivía en libertad, como un animal: se podía ser un animal, llevar una vida propia de una manera u otra. Vivir tan desnudo como se quisiera. En la maldita Tierra, el cúmulo de tradiciones y leyes y costumbres presionaban tanto como cualquier faja; era la propia mente la que se mantenía clavada en su lugar, forzada a ser como las demás en sus ridículos hábitos cuadriculados. Ahí estaban, en la única superficie planetaria donde se podía caminar con libertad, desnudo ante el sol y el viento, y, cuando tenían opción, se sentaban en cajas y se quedaban mirando las cajas mas pequeñas, como si no tuvieran otra opción, como si vivieran en una estación espacial, como si nunca hubiesen dejado atrás los viejos tiempos en que vivieron enjaulados. Ni siquiera contemplaban las estrellas de noche. Caminando entre ellos vio que era así. Es más, si les hubiesen interesado las estrellas, no seguirían allí. Ahí arriba estaba Orión, «el objeto más hermoso que ninguno de nosotros jamás conocerá, se extiende en el cielo como un dios verdadero, en quien tan sólo es necesario creer un poco». Pero nadie lo miraba.

A pesar de su descontento, otro barrio pobre del norte de Harare, cerca de Dzivaresekwa, había accedido a colaborar con ella y su equipo. El barrio de chabolas se extendía en la ladera de una colina pronunciada, y la gente de allí eran ocupantes ilegales, con la cresta lo bastante cerca de la frontera de Nueva Zimbabwe y Rhodesia para que hubiera malentendidos relacionados con la soberanía. Una buena perspectiva, por tanto, en términos políticos, pero lo pronunciado de la pendiente era un problema para las autosuficientes. El equipo de Cisne había diseñado un trazado para el proceso que hacía que los hangares se desplazaran con una pauta patrón de urdimbre y trama, con algunos intervalos de contorno, mientras que otros ascendían por pendientes utilizando gatos telescópicos para mantener las fábricas en el plano horizontal. De esta manera fueron logrando transformar la franja de su paso en un pueblo blanco y elegante con ciertos toques de color. Sería muy hermoso.

Pero una mañana, uno de sus hangares se deslizó de repente cuesta abajo de la colina, primero a través de un parque, y luego sobre el barrio residencial de Kuwadzana. Los encargados locales de las autosuficientes habían renunciado a tratar de controlarla, y habían saltado por las escaleras laterales a los brazos de un gentío cada vez mayor.

Cuando Cisne llegó al lugar, gritó y se abrió paso a empujones a través de la multitud, antes de saltar al pie de la escalera del hangar; a pesar de estar fuera del control, el gigante seguía avanzando a dos kilómetros por hora. Subió por la escalera, después se deslizó a través de una puerta que daba a la cabina de control, como un puente remolcador. Estaba vacía. Se acercó a la pared posterior y golpeó con el puño cerrado el interruptor de apagado general, pero no pasó nada. El suelo del leviatán allanó calles y hogares de la localidad, con un ruido ahogado propio de la parte inferior de las Cataratas del Niágara. Empezó a comprender por qué los cuidadores locales habían abandonado el barco. Puesto que el interruptor de apagado general no funcionaba, no había nada obvio que pudiera hacerse.

Cisne se sentó ante la consola y empezó a escribir con velocidad, al tiempo que le ordenaba frenar verbalmente. Al principio mantuvo la calma, luego empezó a exigir, a continuación se mostró persuasiva, luego suplicante, y finalmente gritó furiosa. La Inteligencia Artificial de la autosuficiente no respondió ni detuvo el movimiento del hangar. Algo debía de haberse atascado; no podía haber resultado fácil, cuestión de sabotaje industrial inteligente, de saltarse las fuertes medidas de seguridad. Cisne conocía algunos códigos relevantes, pero nada de lo que intentaba estaba funcionando.

—¡Pero qué coño! —exclamó—. ¿Por qué el soporte técnico está fuera de alcance?

—Existen otros ataques en curso, posiblemente coordinados con éste —le informó Pauline.

—¿Puedes echarme una mano con esto?

—Escriba la siguiente frase —ordenó Pauline—: «La bruma es densa en Lisboa.»

Cisne lo hizo, y seguidamente Pauline añadió:

—Ahora puedes conducir la unidad manualmente. Hay cuatro controles en el panel.

—¡Ya sé cómo conducir este jodido armatoste! —protestó Cisne—. ¡Cállate!

—Pues ahora puedes echar los frenos.

Cisne maldijo a su qubo y luego, sin dejar de maldecir entre dientes, giró el hangar en un medio círculo cerrado, lo cual supuso unos cientos de metros, con tal de subir de nuevo la cuesta, aplastando ahora calles bordeadas de prósperas casas.

—Me gustaría que esta cosa tuviera marcha atrás —dijo, furiosa—. Me gustaría que esos ricachones de mierda tuvieran las casuchas que se merecen.

—Probablemente sería mejor frenar —señaló Pauline.

—¡Cállate! —Cisne dejó que el hangar aplastase el vecindario un rato, antes de frenarlo—. Así que lo han saboteado —concluyó.

—Ajá.

—Maldita sea. Y ahora encima nos van a arrestar.

—Eso es lo más probable —dijo Pauline.

Sucedió tal como había predicho Cisne. El gobierno local exigió que la autosuficiente dañada fuese confiscada y arrestados sus operadores, a quienes luego se enjuició y deportó, cuando no encarceló. Cisne fue detenida y recluida en un conjunto de habitaciones de la sede de gobierno; no era una cárcel, pero no podía salir, y parecía posible que fuese condenada a penas de cárcel.

Ante esa posibilidad, Cisne se sumió en una espiral de ira.

—Nos invitaron a trabajar en este lugar —insistía a sus guardias—. Sólo tratábamos de ayudar. ¡El sabotaje no fue culpa nuestra! —Pero ninguno de los guardias parecía estar escuchando. Uno habló con voz ominosa de la posibilidad de una sentencia que acabaría con ella encerrada para siempre.

Wahram apareció de pronto en mitad de esta pesadilla, acompañado por un funcionario de la Liga Africana, un hombre de baja estatura oriundo de Gabón llamado Pierre, que hablaba francés y un hermoso inglés algo rudimentario.

—Vamos a confiarte en manos de tu colega, aquí presente —dijo—, pero tenéis que abandonar Harare septentrional. Los lugareños se harán cargo de las máquinas de construcción. Ellos las harán funcionar. Así que… —Levantó una mano como si le señalara la salida.

Cisne, sorprendida, casi se negó en redondo a aceptar el acuerdo. Entonces vio que Wahram enarcaba ambas cejas mientras abría los ojos como platos; su consternación le recordó lo mucho que le había asustado su situación, y al cabo de un momento aceptó con humildad las condiciones de Pierre, y siguió a Wahram al coche, con el que condujeron a un aeródromo donde había un enorme dirigible amarrado a un mástil de altura.

—Salgamos antes de que cambien de opinión —sugirió Wahram.

—Sí, sí —dijo Cisne.

El dirigible era tan largo como un petrolero, y pertenecía a una amplia flota de naves similares que daban constantemente vueltas a la Tierra de oeste a este, propulsadas con ayuda de cometas que sacaban partido de las corrientes aéreas. Entregaban el cargamento lentos pero seguros mientras daban la vuelta al mundo una y otra vez. Aquel dirigible en particular tenía un globo con forma de cigarro-puro, y la góndola debajo de él estaba cubierta por cuatro o cinco ventanas.

Wahram la acompañó hasta el ascensor del mástil, y ambos se subieron a la plataforma de carga. En el interior del dirigible caminaron por un largo pasillo hasta la proa, donde había un mirador parecido a la burbuja de cristal que hay en el extremo frontal de un terrario. Wahram había reservado dos sillas y una mesa allí para más adelante, cuando ya estuvieran en marcha y hubiesen ganado altura. Así que aquella tarde, cuando se sentaron a la mesa, pudieron contemplar las verdes colinas de la Tierra, que circulaban bajo ellos en un desfile majestuoso. Era muy hermosa, pero Cisne no prestaba atención.

—Gracias —dijo Cisne, muy seria—. Me había metido en un buen lío.

Wahram se encogió de hombros.

—Ha sido un placer ayudarte. —A continuación habló acerca de su labor en Norteamérica, de los problemas que había tenido allí y en otros lugares. Cisne desconocía buena parte de aquellos problemas, pero la pauta era de una deprimente claridad. No descubría nada nuevo: la Tierra estaba bien jodida.

Wahram había llegado a una conclusión más mesurada, tal como tenía por costumbre.

—He estado pensando que nuestra primera oleada de ayuda ha sido demasiado… contundente, a falta de una palabra mejor. Demasiado centrada en la construcción, sobre todo de la vivienda. Tal vez a la gente le guste tener la sensación de que ha echado una mano en la construcción de sus propias casas.

—No creo que a la gente le importe quién lo construya —opinó Cisne.

—Bueno, pero en el espacio es lo que hacemos. ¿Por qué no aquí?

—Porque cuando tu casa se puede desmoronar y matarte junto a tus hijos sólo porque se ha puesto a llover, te alegras de ver que una máquina lo reemplaza por algo mejor. No hay que preocuparse por los sentimientos hasta ver cubiertas las necesidades materiales. Lo sabes bien. La jerarquía de las necesidades no es algo gratuito.

—Pero si te concedo eso, y conste que lo hago —dijo Wahram—, ha habido un montón de quejas sobre nuestros esfuerzos. Y no pueden negarse las protestas que ha despertado nuestro proyecto. Es como Gulliver inmovilizado bajo las cuerdas.

—Ésa no es una buena imagen —dijo Cisne, pensando de los altibajos de un crucero sexual—. Buena parte de la oposición se disfraza para que parezca provenir del pueblo, cuando en realidad se trata del habitual obstruccionismo reaccionario. ¡Si pretenden inmovilizarnos, tendremos que romper esas cadenas!

—Me parece que la imagen no es muy adecuada —dijo Wahram suavemente—. Las cuerdas que atan a Gulliver ahí abajo son las leyes, y eso las hace importantes. Pero mira, hay una forma de evitar las cuerdas. Podemos deslizarnos bajo ellas. El trabajo que hemos estado haciendo en Canadá ha resultado muy interesante.

Llegó la bandeja del té, y le sirvió una taza que ella olvidó rápidamente. Él sorbió despacio, atento a la aparición del Océano Índico, y luego, a lo lejos, hacia el sur, una isla verde: Madagascar, uno de los ecosistemas más totalmente devastados de la historia, modelo ahora de hibridación a la manera de una Ascensión. Era una de las mayores islas de la Tierra, y se había convertido en un lugar próspero, en una obra de arte paisajístico. La gente iba allí a pasear por sus bosques y jardines.

Wahram la señaló con un gesto.

—La restauración del paisaje se produce en todas partes, a medida que la gente afronta los cambios. Supone una labor muy intensa, y por supuesto está muy vinculada con el lugar concreto. No puede hacerse desde otro lugar. Aparte de otros factores, no puede extraerse un beneficio real de ella, así que ya está bien situada en cuanto a nuestros propósitos se refiere. Es un bien público, algo que debe hacerse. Todas las costas lo necesitan. Cuesta creer lo mucho que hay que hacer. No se trata ni siquiera de la restauración, ya que las antiguas líneas costeras han desaparecido para siempre, o al menos durante cientos de años. De hecho, es la creación de nuevas líneas costeras a mayor nivel que el del mar. En este momento están como están. El océano inunda todo lo que encuentra a su paso, y se libera un montón de sustancias tóxicas. La nueva costa y el oleaje suelen ser un desastre. Arreglarlo todo supone una labor muy intensa. Y sin embargo, todos los que viven en las costas nuevas quieren que se haga. Muchos quieren colaborar personalmente. Por lo tanto, la labor en la que me he involucrado en Florida es un caso inusual, porque se parece a la restauración, cuando en realidad es la creación desde cero. Otro tipo de terraformación. Sólo se parece a una restauración porque Florida antes estuvo allí. En realidad, podría hacerse lo mismo en cualquier lugar, en aguas poco profundas. Ni siquiera sería necesario mover montañas hasta el mar. Hay corales que podrían utilizarse para sentar los cimientos. He visto grupos que utilizan estos corales; en ellos pueden crecer rápidamente muchas de las nuevas líneas costeras, y muy pronto se obtiene una espléndida arena blanca, muy fina, que cruje cuando caminas sobre ella.

Cisne se encogió de hombros.

—Claro, claro. Pero todavía no estoy dispuesta a dejar de trabajar en la vivienda.

—Lo sé. —Observó el terreno que se extendía debajo. Pensó que igual podía conciliar el sueño.

Al cabo de unos minutos se desperezó y empezó a decir algo, pero vaciló. Cisne reparó en ello y dijo:

—¿Qué? Dime.

—Hay algo más —dijo él, mirándola casi con timidez—. He estado pensando que una de las cosas que hemos estado haciendo aquí está aportando más pruebas de que la reforma dentro del paradigma del sistema actual en la Tierra nunca será suficiente. En otras palabras, que aún existe la necesidad de la revolución.

—¡Pero eso es lo que he estado diciendo! ¡Eso mismo te dije en Venus!

—Lo sé. Así que ahora voy mostrarme de acuerdo. Veamos… ¿Recuerdas el proyecto del que te hablé, el que dirigía Alex? ¿La cría de animales en el terrario, con los que repoblaríamos la Tierra?

—Sí, por supuesto. Quería que hubiese suficientes animales para repoblar la Tierra cuando llegara el momento.

—Exacto. Y… Me he estado preguntando si habrá llegado el momento.

Cisne se sobresaltó.

—¿Te refieres a la hora de traer de vuelta a los animales?

Sintió una fuerte emoción que no supo explicarse: océanos de nubes cargadas de tormenta en el interior de su pecho, cada vez mayores hasta volverse negras y más negras…

—¿Eso crees? ¿Qué quieres decir?

Apartó la vista de Madagascar y se volvió hacia Cisne. Esbozó una sonrisa algo boba, fugaz y torcida, la sonrisa de un sapo, cálida a pesar de todo.

—Sí.

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