2312

2312


CISNE EN LA OSCURIDAD

Página 17 de 93

CISNE EN LA OSCURIDAD

Cuando pudieron abandonar la estación de Ío, Cisne se dirigió a la Tierra.

Resultó que el primer transporte que llevaba rumbo al centro era un carguero de línea que navegaba a oscuras. Consciente de la negrura que había dejado en su interior la muerte de Alex, Cisne decidió tomarlo. Wahram la despidió con su ya característica expresión de alarma.

Dentro del carguero reinaba la oscuridad. Estaba tan oscuro como pueda concebirse, poseía la negrura propia de una cueva que se abre en las entrañas de la tierra. El terrario apenas rotaba, por tanto la gravedad era muy baja. La gente flotaba en la oscuridad, desnuda o vestida, o cubierta con el traje de vacío. En torno a los edificios o los contenedores flotantes se movía a tientas, con sumo cuidado, una sociedad ciega, viva en un mundo de sonidos. Hombres y mujeres murciélago. A veces había interacciones, conversaciones, abrazos; otras se oían gritos que pedían ayuda, y había alguaciles que patrullaban para proporcionarla, equipados con gafas infrarrojas que les permitían ver lo que pasaba a su alrededor. Pero para la mayoría de los pasajeros la gracia estaba en vivir a ciegas un tiempo. Podía responder a un acto de penitencia, un viaje mental, o una nueva forma de practicar el sexo. Cisne no sabía qué quería extraer de aquella experiencia. Teniendo en cuenta cómo se sentía le pareció lo más adecuado.

Flotaba en una negrura completa, total. Tenía los ojos abiertos, a pesar de lo cual no veía nada, ni siquiera su propia mano. No había un atisbo de luz. El espacio en el que se encontraba parecía tan infinito como el propio cosmos, o reducido como si llevara una bolsa alrededor de la cabeza. Había voces aquí y allá que provenían de varias direcciones. Todas sonaban como un susurro, como si las personas tuviesen en la oscuridad la tendencia natural de susurrar, aunque a proa por la crujía, el leve tirón gravitatorio permitía celebrar una especie de juego o deporte, pues se oían silbatos, pitidos y gritos de alegría. Procedente de otra dirección llegaba el sonido de una guitarra y un oboe que interpretaban un dúo barroco. Se dirigió con cautela hacia allí, con la esperanza de escucharlo mejor. Si reduces la distancia a la mitad, doblas el sonido. De camino pasó junto a una pareja que, a juzgar por los jadeos, practicaba el sexo, o eso le pareció. Aquel ruido era capaz de atraer una multitud tan abultada como la que podrían reunir la música o el deporte. Se habían producido toda clase de agresiones en los cargueros que navegaban a oscuras, gente que había hecho cosas inenarrables, o eso se decía. De hecho, costaba pensar que hubiese alguien que se molestase en imponerse de forma tan drástica en otra persona, porque ¿para qué molestarse? ¿De qué serviría?

La pura y continua oscuridad empezó pronto a caracterizarse en su visión por manchas de colores, seguidas por el recuerdo de visiones que parecían dibujarse ante sus ojos. Cuando los cerró, las franjas y manchas de colores se redoblaron. Colores por doquier. Le hicieron recordar aquella vez, hace años, cuando digirió el surtido de alienígenas enceladanos, un plato absurdo cuya ingesta no solía recordar. Los comensales sentados alrededor de velas encendidas; Pauline, que no llevaba mucho tiempo en su interior, advirtiéndole que no lo hiciera; el pequeño cáliz lleno de Enceladusea irwinii y otras vidas enceladanas microscópicas. Uno de los comensales diciéndole: ¿Lo entiendes? Y Cisne respondiendo que lo hacía, la mayor mentira de su vida; el sabor de la infusión, parecido al de la sangre; la náusea; cómo se hizo la luz después de unos instantes de negrura, cuando la luz de las velas regresó y se volvió tan intensa que costaba mirarla; las olas de la playa que rugían en su interior, todo de pronto brillante, rebosante de color, Saturno una saturación de menta y melón. Sí, un periodo de sinestesia, con todos los sentidos en llamas; y en cierto momento tuvo la repentina impresión de que jamás volvería a ser la misma. ¿Era sabio infectarse de un alienígena? ¡No, no lo era! Entonces rompió a llorar, como envenenada, atrapada en un caleidoscopio, con el rugido en el oído, exclamando una y otra vez: «Pero yo fui Cisne; fui… Fui… Yo fui Cisne…»

Hizo lo posible por despojarse de aquel recuerdo vívido y arrojarlo a la oscuridad, lejos de sí. Giró ingrávida por el esfuerzo, que la había obligado a torcer el cuerpo y hacerse un nudo. Mientras giraba sobre sí empezó a tener la impresión de que la guitarra y el oboe que había oído se hallaban de hecho a bastante distancia uno del otro. ¿Se trataba de un dúo? ¿Cómo podían tocar juntos si los separaba un kilómetro? Habría cierta demora, una desconexión entre ambos instrumentos. Intentó concentrarse en ellos, tratar de discernir si estaban unidos o no. Pero cómo tener la certeza de nada en semejante negrura.

Comprendió entonces que aquello sería así mientras viajase a bordo. Nada se dibujaría ante sus ojos, no vería nada. Recuerdos e imaginación camparían a sus anchas, la hambruna de sus sentidos los empujaría a dar vueltas, hambrientos, a crear cosas que no existían, y tan sólo disfrutaría de la infelicidad por compañía. El ser puro, el pensamiento inalterado que revelaba lo que el mundo fenomenológico podía ocultar pero no cambiar: la oscuridad que anida en el corazón de las cosas.

Las protestas de su estómago la llevaron a comerse parte del cinto. Hizo sus necesidades en una bolsa, fuera del traje, y dejó la bolsa cerrada en el suelo, donde los robots encargados de la limpieza la olerían y recogerían. No dejaba de ver imágenes del rostro de Alex, y se aferraba a ellas como esos recuerdos preciosos que no se quiere perder con el tiempo, pero esos recuerdos también la hicieron gruñir. Maulló como un animal dolido. No podía evitarlo.

—Quizá experimentas un episodio de hipotiposis —dijo en voz alta Pauline—. La imaginación visionaria de cosas que no se encuentran ante tus ojos.

—Cierra la boca, Pauline. —Entonces, al cabo de un rato, dijo—. No, lo siento. Sigue hablando, por favor.

—Para determinados retóricos, una aporía constituye una duda fingida que precede a la reanudación de un ataque, como en Gilbert sobre Joyce. Pero Aristóteles la considera un problema insoluble en una pregunta, que nace de premisas igualmente plausibles pero inconsistentes. Escribe que a Sócrates le gustaba conducir a las personas a la aporía para mostrarles que en realidad no sabían lo que creían saber. El plural que Aristóteles utilizó en su libro de metafísica es aporiai. «Antes tendría que revisar las cosas acerca de las cuales tenemos que preguntarnos en un principio, escribe. La palabra aporía la adoptó más adelante Derrida para referirse a algo parecido a la materia oscura de nuestra comprensión, a cosas que ni siquiera sabemos que ignoramos porque ignoramos su existencia, e insistía en que debíamos intentar comprenderlas. No se trata exactamente del mismo concepto, pero forma parte de una miríada de significados afines de esa palabra. El Diccionario Oxford de inglés incluye una cita de Retórica mística, una obra escrita por J. Smith en 1657, que afirma que la aporía alude al problema de «qué hacer o decir en ciertas situaciones extrañas o ambiguas».

—Como la presente.

—Sí. Atiende. Viene del griego. De a, no, y poros, pasaje. Pero en el mito platónico, Penia, hijo de la pobreza, escoge ser impregnado por Poros, personificación de la abundancia. Su hijo es Eros, que combina los atributos de sus padres. A señalar la extrañeza de la visión de Penia como capaz, y de la prosperidad como ebrio y pasivo…

—Lo que no es extraño.

—Así que aunque Penia no es Poros, también es una a-poria. No se la considera femenina ni masculina, rica o pobre, con o sin recursos. Por tanto, la aporía se revela un término más difícil de traducir.

—No soy una aporía. Y estoy en una aporía. Este carguero que navega a oscuras.

—En efecto.

Estupendo. Hablar, pensar.

—Gracias, Pauline.

Pero le quedaba una semana más allí metida, y no alejó de la mente la muerte de Alex. Flotaba en el vientre de la nave, intentando pensar como lo haría un nonato. Llena de dudas e hija de la pobreza, cuando renaciera lo haría como otra Cisne.

Entonces, más adelante, mucho más adelante, o al menos eso le pareció, allí en el espacio suspendido del no-tiempo, golpeando sus pensamientos que regresaban y regresaban, más adelante llegó a comprender que cuando sonó el aviso del traje, aviso que señalaba el final de aquel viaje, los pensamientos alumbrarían a la misma Cisne que había embarcado. No había escapatoria.

—Pauline, cuéntame más cosas. Háblame. Por favor, háblame.

—En una ocasión, Max Brod mantuvo una conversación muy interesante con Franz Kafka, que más adelante recordaría Walter Benjamin…

Ir a la siguiente página

Report Page