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WAHRAM Y CISNE Y GENETTE

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WAHRAM Y CISNE Y GENETTE

Wahram vio a Cisne salir por la esclusa y buscarle con la mirada, y al verla la saludó con la mano y Cisne respondió al saludo, tensa a juzgar por su expresión, y con la cabeza inclinada a un lado. Le dedicó miradas fugaces, como si no supiera cómo iba a encontrarle. De pronto recordó que Cisne era una enorme montaña de problemas. Inclinó la cabeza un poco más de lo que lo habría hecho habitualmente, tratando de tranquilizarla con ese gesto, y luego, pensando que no bastaría con eso, extendió ambas manos, cayendo en la cuenta de que acababa de regresar a un mundo distinto, cisnecéntrico, intenso. Se arrojó en sus brazos apresuradamente, y él se aseguró de responder al abrazo, de dar la impresión de que su gesto original había supuesto una invitación.

Jean Genette asomó por la esclusa y se quedó mirándolos, y Wahram la saludó con otra inclinación de cabeza.

—De modo que os habéis propuesto encontrar una de las naves desaparecidas —dijo.

Así era. Al parecer, podría tener algo que ver con el ataque a Terminador. Wahram las condujo por el espaciopuerto hasta el acceso del lanzador del cañón de riel, cuyo ángulo tenía por objeto enviar los transportes a órbitas polares en torno a Saturno. La popularidad de estas órbitas se debía al espectáculo que ofrecían de la visión de los anillos, y la tormenta hexagonal del polo sur de Saturno. Wahram ya había obtenido el permiso de las autoridades para tomar un vehículo con el que bucear en las nubes de la parte alta del planeta; al consejo le satisfacía la idea de verlo involucrado en calidad de enlace de Saturno durante la incursión.

Despegaron con un único piloto por toda tripulación a bordo, además de algunos compañeros de Genette, y una vez fueron lanzados hacia el polo norte, Cisne y la inspectora pusieron al corriente a Wahram de lo que habían estado haciendo desde su partida de Mercurio. Wahram, incómodo por el hecho de no poder corresponder plenamente y confiarles sus actividades, atendiendo a las órdenes del consejo, quiso compensarlas haciéndoles muchas preguntas relativas a la investigación y los resultados de la misma. Estos resultaron ser muy interesantes, perturbadores incluso, y Wahram meditó hasta llegar a distraerse la teoría de que hubiese alguien por ahí, dispuesto a acabar con terrarios enteros. Que la investigación hubiese acotado a los posibles sospechosos a la población de la Tierra no le pareció un progreso notable, pues tal como rezaba el dicho: todos los problemas provienen de la Tierra.

La nave que bucearía en las nubes no era grande, y aunque era muy rápida, el viaje llevó lo bastante para que Cisne empezase a dar las muestras de angustia que tan bien recordaba él. Al cabo, se vieron felizmente sobre el polo norte de Saturno, contemplando la parte oscura de los anillos, ya que era el invierno boreal. Detrás del sol, los anillos tenían tono melocotón, la circunferencia del trazo tan bien cincelada, tan inmensa a un tiempo, que nadie podía evitar quedarse boquiabierto. Incluso en la parte oscura, los anillos eran mucho más brillantes que en el lado nocturno del planeta, lo que creaba un aura o halo de belleza sobrenatural, enmarcando el conjunto el azul marino del invierno septentrional de Saturno.

Cisne miró por la ventanilla, flotando atada por el cinturón, momentáneamente sin habla. Wahram disfrutó de aquella reacción, y no sólo por el alivio del repentino silencio que se impuso. A su juicio, la vista polar de Saturno siempre era gloriosa, la mejor vista de todo el sistema solar.

Descendieron hacia el gigantesco planeta, hasta que perdió su esfericidad y se transformó en un espléndido pastel azul cobalto. Parecía el suelo del universo, con el negro del espacio levemente abombado sobre él. Parecían casi dos planos ligeramente separados, negro y azul, que se encontraban en el horizonte como los planos de la geometría elíptica.

Poco después se vieron entre el estupendo tronar que resonaba al este de aquella zona en particular, situada alrededor de la latitud setenta y cinco. Azul claro, turquesa, añil, rojo claro y lo que se antojaba una infinidad de nubes azules. En la banda latitudinal situada más al sur soplaba el viento con fuerza en la dirección opuesta, 2.000 kilómetros por hora de corrientes, por lo tanto corrían uno contra otro, y la zona intermedia era un caos de tornados. Era importante mantenerse a distancia de aquel violento lugar, pero como las bandas latitudinales medían miles de kilómetros de ancho no resultaba difícil hacerlo.

A diferencia de Júpiter, el pequeño gigante no creaba campos de radiación, razón por la cual durante años se había establecido allí una población nada insignificante de naves, refugiada en las nubes altas de Saturno, también algunos hábitats de plataforma que colgaban como inmensos globos. Estos globos tuvieron que ser excepcionalmente grandes para disfrutar de flotabilidad, pero una vez lograda, las nubes que proporcionaban un refugio cuya naturaleza era física, legal y, también, psicológica. Siempre que era posible, la Liga llevaba el control de esas naves que flotaban en las nubes, pero si se sumergían lo bastante en ellas, y guardaban silencio de radio, podían mostrarse muy escurridizas.

El vehículo voló entre nubes cargadas de tormenta de cien kilómetros de altura, y aunque es un tópico decir que se pierde la perspectiva en situaciones así, igual que resultaba difícil distinguir la magnitud de unas y otras, en realidad no era así: estas nubes eran grandes como asteroides, surgían de una capa de nubes llana, por lo que vieron debajo masas de nimbos y cirros, cúmulos, festones, falúas… En realidad todo el catálogo Howard, zumbando las unas sobre las otras, constituyendo algo que pasaba por ser la superficie del gigante gaseoso. Hacia el sur lejano distinguieron a veces la parte más cercana de la frontera y los tornados que la caracterizaban, con las extensas cúpulas de los huracanes. A veces, en medio de su propia zona, sobrevolaron un embudo donde el viento no era tan veloz, y pudieron observar el azul marino del planeta, gaseoso hasta donde alcanzaba su mirada, y mucho más allá, pero cuyo aspecto tenía muchos agujeros de niebla que acumulaban líquido en sus fondos. De vez en cuando, un nube perdida se demostraba inevitable, y la vista desde la nave se reducía a un leve resplandor azulado, y un estruendoso temblor sacudía el vehículo de un modo que ni siquiera la rapidez de reflejos de la veloz Inteligencia Artificial que estaba a cargo del pilotaje lograba evitar por completo. Temblaba la nave y se veían zarandeados quienes viajaban en ella, hasta que recuperaban el azul claro, más azul que nunca. Principalmente se movían corriente abajo llevados en la dirección del viento, que también cruzaban de vez en cuando. Resistirse el viento más de la cuenta los zarandeaba tanto como permanecer en el interior de una nube.

Al frente distinguieron que el cañón de espacio despejado se estrechaba hasta reducirse a la nada. Más allá se arremolinaba un huracán tan grande que la Tierra podría haber flotado sobre él como la barquilla de san Brandán.

—A ése tenemos que superarlo —dijo el capitán, que trazando una curva suave hizo ascender la nave hasta dejar la bóveda llana del huracán girando bajo de ellos. En lo alto las estrellas ocupaban su lugar habitual.

—¿Hay otros vehículos? —preguntó Cisne—. ¿Alguien vuela en traje pájaro por estos cañones formados por nubes?

—Sí, unos pocos —respondió Wahram—. Por lo general, son científicos que hacen su trabajo. Hasta hace poco visitarlo se consideraba demasiado peligroso. Este espacio no es tan civilizado como otros lugares.

Cisne sacudió la cabeza con desaprobación.

—Probablemente no sabéis nada sobre ellos.

—Tal vez. Pero a mí no me importaría hacerlo.

—¿No vienes aquí a menudo?

—No.

—¿Me acompañarás en el descenso?

—No sé volar.

—Podrías dejar que se encargue la Inteligencia Artificial del traje, no ser más que un mero pasajero que se limita a hacer peticiones.

—Ah, ¿es que hay otra opción?

—Pues claro que sí. —Lo miró enojada—. La gente vuela en cualquier lugar del sistema solar donde se puede volar. Nuestro cerebro de ave así lo exige.

—Seguro que sí.

—Así que me acompañarás. —Afirmó con la cabeza como si acabara de ganar la discusión y obtenido una promesa de él.

Wahram hundió la barbilla en el cuello.

—Entonces también vuelas.

—Siempre que puedo.

No supo qué decir. Si iba a permitir semejante acoso constante, a pesar del cual supuestamente tenía que seguir amándola, ¡no había más opción que negarse a ello! Pero cabía la posibilidad de que ya fuese tarde para eso. El aguijón había penetrado hondo, lo sentía en el pecho; estaba, de hecho, enganchado, y muy, muy interesado en todo lo que ella pudiera decir o hacer. Estaba incluso dispuesto a considerar estupideces como el vuelo en traje pájaro en las nubes de Saturno. ¿Cómo era eso posible? Para tratarse de una mujer que ni siquiera era su tipo (ay, Marcel, si tú supieras…), ese Cisne suyo era incluso peor que Odette.

—Tal vez algún día —dijo, tratando de mostrarse afable—. Pero ahora mismo estamos intentando dar con esa nave vuestra.

—De hecho —intervino la inspectora Genette—. Y parece que nos estamos acercando.

Siguieron descendiendo tras adentrarse en otra nube. La nave vibró con voz trémula, constantemente. Debajo de ellos mediaban otros treinta mil kilómetros de gas en constante espesor antes de que alcanzaran la negra capa de sustancia congelada, difícil de describir, que constituía la auténtica «superficie» del planeta. Se decía que había naves ocultas en aquellas profundidades, y a Wahram le había preocupado la perspectiva de que la que buscaban también estuviese allí abajo. Entonces, hacia el sur, surgió una nave de una nube, peltre recortado sobre azul, suspendida bajo un enorme globo con forma de lágrima. A continuación, se adentró de nuevo en la nube tal como había surgido de ella, como una aparición.

La nave flotaba abandonada a la deriva, balanceándose de un lado a otro bajo su globo. Parecía un poco más oscura en el interior de la nube, ambas achocolatadas, cubiertas por leves tonalidades bronce o mandarina que se mostraban fugaces antes de oscurecer de nuevo. Para expresarlo musicalmente, Wahram pensó que podría interpretar a Satie y Wagner juntos, con una punzada de tristeza impregnando las grandilocuentes nubes cargadas de tormenta, pequeña nave perdida.

Se aseguraron el cinturón de seguridad y la nave se estremeció mientras bregaba con las turbulencias. De la niebla surgió la oscura masa de la nave silenciosa. Wahram no pudo evitar pensar en el Marie Celeste, la casa flotante fluvial. Tuvo que hacer a un lado los cuentos antiguos, para centrarse por completo en lo que los ocupaba: un asteroide típico a juzgar por su aspecto, con un anticuado motor de fusión de deuterio-tritio visible en la popa.

—¿Ésta es la nave que buscáis? —preguntó Wahram.

—Creo que sí —respondió la inspectora Genette—. Vuestro sistema recibió el impacto de varios proyectiles cuando esta nave accedió a él, y hemos captado una señal que los relaciona con ella, así que vamos a echar un vistazo.

Se acoplaron con la nave, tras hacer gala el piloto de una gran pericia al abarloarse con un viento tan caprichoso. Una vez estuvieron amarrados magnéticamente a ella, los tres y otros dos más de los colegas de Genette se pusieron los trajes de vacío y salieron, todos ellos asegurados por líneas de Ariadna.

Cisne se impulsó hacia la nave al frente de los demás, y se posó junto a la esclusa, ante el piloto apagado. Cuando dio un golpe al panel de manos, la luz roja cambió a verde y se abrió la escotilla. Después se produjo un destello, tan fugaz que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Cisne lanzó un grito.

Genette se propulsó a su lado y flotó por encima de su hombro como si fuera el ángel bueno, tirando de ella hacia atrás.

—Espera un momento. Esto no me gusta. Passepartout dice que la nave acaba de enviar una señal de radio de largo alcance.

La pequeña inspectora se impulsó hacia la escotilla de la esclusa, sacando unas cizallas del bolsillo del muslo.

—Tal vez se trata de esto. —Había una caja pegada en la parte posterior de la escotilla—. Es un instrumento de vigilancia. Una especie de centinela. Quizá han tomado tu foto para transmitirla. Vamos a llevárnosla.

Cisne golpeó la escotilla, junto al dispositivo.

—¡Eh! ¡Aquí estamos! ¡Iros a la mierda!

—No te molestes, ya lo saben —dijo Genette, que manipulaba la cajita como si se tratara de una caracola de mar—. Pero tal vez podamos girar las tornas. Esta nave tiene un origen, algo que podemos investigar. También nos llevaremos la Inteligencia Artificial. —Los otros investigadores de la Interplanetaria abrieron la puerta interior de la esclusa. El interior parecía tan vacío como el espacio. Wahram siguió adentro a los demás. Las luces interiores estaban encendidas, el puente parecía funcionar sin problemas; sin embargo, no había oxígeno, ni gente.

—Todo el mundo sabe que una nave tiene un identificador —dijo Wahram—. ¿Por qué iban a dejar flotando aquí esta nave? ¿Por qué no deshacerse sencillamente de ella?

—Ni idea. Quizá tenían intención de utilizarla de nuevo, y no estaban al corriente del sistema de seguimiento de Saturno.

—No me gusta.

—A mí tampoco.

—Quizá esta nave pertenece a las independientes —sugirió Cisne—, y desde su fabricación se ha mantenido al margen del papeleo.

—¿Hay naves que escapan al papeleo? —preguntó Wahram.

—Sí —respondió Genette, conectando los cables de Passepartout en los puertos en una de las consolas.

—Tengo sus datos —informó Passepartout.

—Salgamos de aquí —ordenó Genette—. Passepartout dice que los globos que sostienen esta cosa han sido perforados. Son grandes, pero tenemos que abandonar la nave antes de que caiga a plomo.

Corrieron por los corredores de vuelta a la escotilla. El piloto de la nave que los había llevado allí pedía con urgencia que regresaran a bordo, para que él pudiera separarse. Por lo visto, se precipitaban sobre Saturno a un ritmo acelerado a medida que el globo gigante se vaciaba sobre ellos. Los cinco se embutieron en la esclusa, aunque la inspectora y sus dos ayudantes tan sólo ocupaban un rincón de la pared del casco. Cuando la escotilla exterior se abrió, se propulsaron al espacio. El globo que había sobre la nave abandonada estaba visiblemente desinflado, arrugado, flameando. Sin embargo, los pequeños de la Interplanetaria se propulsaron alrededor del casco, para inspeccionar y fotografiarlo por tramos.

—Mira eso —ordenó Genette a uno de ellos—. Son agujeros de perno. Obtén muestras de la rosca.

Luego regresaron a la nave de descenso, aferrados al hilo de Ariadna. Cuando estaban en la esclusa, notaron que ascendía en relación a la nave abandonada. Se abrieron paso hasta el puente, donde el piloto estaba demasiado ocupado, o fue demasiado cortés, para comentar la situación. Ascendieron atravesando las nubes que había sobre ellos. La nave sufría fuertes sacudidas.

—Ya nos hemos apartado de ella —dijo Genette, molesta, al piloto—. Reduce la velocidad.

Personalmente a Wahram le agradaba la idea de ascender a gran velocidad. En su juventud, la gente no descendía sobre el planeta; aún le parecía imprudente, algo extremadamente peligroso.

Una vez se hubieron librado de las nubes, de vuelta a un canal libre entre las masas de nubes, logró relajarse un poco. Durante un rato, cuando ascendían lo bastante, podían ver al norte y al sur de las zonas donde el viento soplaba en direcciones opuestas; había en sendas zonas capas de nubes ligeramente más altas que las suyas, así que durante un tiempo pareció que flotaban por un canal muy ancho, cuyas orillas chocaban a contracorriente con fuerza.

Cuando estaban un poco más alto, la inspectora Genette mostró a Cisne la pantalla del qubo que llevaba en la muñeca.

—Lo hemos confirmado. La nave es propiedad de una empresa de transporte con sede en la Tierra. La empresa nunca denunció su desaparición. La última escala la hizo en el asteroide que visitamos.

Cisne asintió con la cabeza y se volvió hacia Wahram.

—Voy a viajar a la Tierra —dijo—. ¿Quieres venir?

Wahram dijo con cautela:

—Debo ir de todos modos sistema abajo —dijo con cautela—. Así que creo que podré reunirme contigo allí.

—Estupendo. Trabajaremos juntos.

Ella no parecía sospechar que su viaje pudiera tener otros motivos. Lo cual estaba bien, era incluso alentador, pero, por desgracia, incorrecto. Wahram tragó saliva con dificultad.

—Antes de ir, ¿podría, quizá, mostrarte Saturno? Hay un tipo distinto de vuelo que tal vez te interese, en los anillos. Y yo podría presentarte a mis compañeros de guardería. A mi familia.

Vio que aquellas palabras la habían sorprendido. Tragó saliva ruidosamente una vez más, trató de mostrarse natural bajo su mirada aguzada.

—De acuerdo —dijo Cisne.

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