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CISNE EN EL CHATEAU JARDÍN

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CISNE EN EL CHATEAU JARDÍN

Cisne voló hacia el sur y tomó el ascensor espacial de Quito, y de nuevo disfrutó de la interpretación de Satyagraha, sumándose al canto junto al resto de los espectadores, bailando como un extra cuando todos los demás lo hicieron, enarbolando en alto banderas al final del primer acto. Todo el caos de las voces repetitivas que se entrecruzaban a medio acto se le antojó perfecto entonces, fiel a la vida. Podía interpretar esos cantos como si de gritos al enemigo se tratara. La lucha por la paz es más lucha que paz, pero ahora se sentía excitada y se dejó llevar por la fuerza de la corriente musical.

Arriba en Bolívar se apresuró a tomar un ferry que fuera al encuentro del Chateau Jardín, un gran terrario que ella misma había diseñado cuando era joven e insensata. Consistía en un paisaje con castillos estilo Loire o Támesis, repartidas las imponentes mansiones de piedra con buen gusto, dispersas entre los campos de cebada, de lúpulo, las viñas y los cuidados jardines.

Vio que estaba tan verde como siempre, y se parecía a uno de esos paisajes horribles de juego virtual en el que nada posee la suficiente profundidad de textura para que resulte convincente. Casi todas las plantas en los jardines que rodeaban las grandes casas eran obra de jardinería ornamental, y eso no sólo era una idea cuestionable de por sí, sino que los habían dejado crecer a lo salvaje: el artista había ido a patinar sobre hielo en uno de los estanques, se había hundido en el hielo y se había ahogado. Por tanto, daba la impresión de que todas las ballenas, nutrias y tapires parecían levantados por su propio pelaje.

En la ciudad (tejados de pizarra, vigas de madera que cruzan las paredes de yeso al estilo seudotudor) había un gran parque con un césped crecido y suave, en realidad otra de las obras maestras del maestro: el césped de este jardín no era hierba sin más, sino hierba suave de pasto alpino, además de juncos y musgos, lo que creaba una mezcla densa que también incluía una serie de diminutas flores alpinas situadas escasa altura del suelo y que incluían el arándano, el musgo, áster y saxífraga, lo que creaba un efecto de mil flores que te hacía caminar sobre un alfombra persa viviente. Dentro de esta alfombra colorida había largas franjas de pura hierba fina, como la que rodea el hoyo de una pista de golf, en paralelo con el cilindro. Un campo de bolos sobre hierba, de hecho, con alrededor de una docena de pistas.

Allí era invierno, como si estuvieran en la Patagonia o en Nueva Zelanda, y la luz que despedía la placa solar de la línea solar era tan desenfocada que emborronaba el contorno de las sombras, y el ambiente se antojaba oxidado. Unas nubes pequeñas se habían agrupado alrededor de la mancha solar, pellizcos de algodón rosa. Las sombras de las nubes moteaban la ciudad y el parque, y los campos de cebada y los ondulantes viñedos se extendían sobre su cabeza. El vértigo del terrario inundó unos instantes a Cisne mientras los contemplaba.

Allí no había Casa de Mercurio, de modo que tomó una cabaña vacía en el borde del parque, a la sombra de una hilera de plátanos, magnífico con sus crudos tonos invernales. Se sentía tan llena que no pudo ni sentarse ni acostarse, puso la bolsa de viaje en la cama y salió a dar un paseo. Se detuvo a tomar un té en el pueblo, y sentada en la cafetería vio a un grupo de personas que salían a las pistas de petanca. Apuró el último trago de té y se acercó a echar un vistazo.

Cada franja de hierba se consideraba una pista, y estaban dispuestas a lo largo en el cilindro para que la pista quedase todo lo plana posible. Eso era importante, ya que la fuerza de Coriolis era lo suficientemente intensa para empujar cada tiro a la derecha. Las bolas eran asimétricas y, como era tradicional en el deporte, eran esferas algo achatadas, como Saturno o Jápeto; al lanzarlas rodarían sobre su mayor circunferencia como una rueda gruesa, siempre y cuando lo hiciera con la velocidad necesaria, aunque al final lo harían de lado, lo cual acentuaría la trayectoria curva. Era necesario afinar con el lanzamiento para poner la bola donde uno quería.

Un joven se acercó y le preguntó si le apetecía jugar con él en una de las pistas vacías.

—Sí, gracias.

El joven tomó la bolsa de las bolas y la acompañó hasta la última de las pistas vacías, cerca del extremo del campo. Dejó las bolas en la espléndida hierba, y Cisne tomó una de ellas. La sopesó por su largo diámetro; pesaba alrededor de un kilo, tal como recordaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había jugado. Se acercó al punto donde se situaban los lanzadores, y trató de dirigir un lanzamiento a la mitad, en el lado lento, esperando que la bola terminase frente al boliche y bloqueara las bolas del oponente.

Rodó por la pista, trazando una leve curva, hasta detenerse en el punto donde ella quería. El joven escogió una bola, se acercó al punto de lanzamiento, dio un par de pasos hacia adelante, y finalmente se agachó para efectuar el lanzamiento. Lo hizo con gran elegancia, y la pelota rodó suavemente a lo largo de la pista, trazando una línea que parecía llevarla a la izquierda del boliche, hasta el punto de que estuvo a punto de abandonar la pista y caer en la zanja, lo que se conoce por caer fuera de límites. Pero entonces, la fuerza de Coriolis ejerció su influencia y la bola se curvó a la derecha en un ángulo agudo, y trazó una especie de curva de Fibonacci, hasta situarse justo detrás del boliche.

Cisne tendría que tratar de superar su propia bola, o apartar la del contrario, o alejar el propio boliche, y lograr que el boliche ganase distancia. Cuatro bolas por jugador, y a falta de tres lanzamientos ya tenían el espacio bastante copado. Cisne lo meditó unos instantes, luego decidió tratar de utilizar la peculiar forma de la bola para darle un efecto contrario al de la fuerza centrífuga y ver si podía lograr colar la bola por delante de la anterior y desplazar el boliche. Sería necesario afinar el lanzamiento, y bastó con efectuarlo para comprender que había empeñado demasiada fuerza en él.

—Maldita sea —se lamentó, lo bastante enfadada como para añadir—: No pretendo buscarme excusas ni nada, pero tengo una para justificarlo.

—Claro. ¿Has visto esa camiseta que incluye todas las excusas estampadas en la tela?

—La hicieron después de escucharme y tomar nota.

—Ja ja ja. ¿Cuál toca ahora?

—Pues que me acabo de pasar casi un año en la Tierra, y estoy tirando con más fuerza de la que debería.

—Apuesto a que sí. ¿Qué hacías allí?

—Trabajar con animales.

—¿En lo de la invasión, quieres decir?

—La recuperación de la naturaleza.

—Ah. ¿Y cómo ha ido?

—Ha sido muy interesante. —Cisne no quería hablar de ello, y reparó en que el joven se había dado cuenta de ello y quería distraerla—. Te toca.

—Sí. —La proporción cintura-cadera del joven era tirando a femenina, y la longitud hombro-cintura-pies tirando a masculina, propia de un chico. Probablemente era un ginandromorfo. El lanzamiento del joven fue prácticamente perfecto y situó la bola junto al boliche. Cisne lo tenía cada vez más difícil. Lo único que podía hacer era alejar el boliche con su bola con la esperanza de arrojarlo a la zanja, lo que forzaría un callejón sin salida. Podía hacerlo si lograba lanzar rápido y directo en la dirección correcta. Puso el dedo meñique en el costado de la bola, y se concentró en mantener una postura recta y lanzar con un gesto fluido que acompañara bien la bola. Dio dos pasos y, de nuevo, a la hora de lanzar supo que había errado.

—Maldita sea.

El joven parecía divertido de nuevo.

—A la hora de soltarla tienes que mantener todos los dedos en ella.

—Así lo hacen algunos —dijo.

El joven se encogió de hombros a modo de respuesta. Era muy joven, tal vez no superaba los treinta años. Era un viajero espacial.

—¿Vives aquí? —preguntó Cisne.

—No.

—¿A dónde vas?

—A ninguna parte.

El joven hizo su siguiente lanzamiento, una bola que colocó muy bien, lo que significaba que para Cisne resultaría más difícil que nunca arrimarse al boliche en su lanzamiento final. La única posibilidad consistía en insistir en la estrategia anterior.

Aprovechó su última oportunidad, y le complació ver cómo rodaba la bola, que efectuó un giro tardío y empujó el boliche fuera de la pista.

—Un callejón sin salida —anunció el joven con calma.

Cisne asintió.

Jugaron un rato más, pero el joven nunca hizo un lanzamiento que no pudiera considerarse excelente. Cisne perdió una y otra vez.

—Eres un embaucador —lo acusó Cisne, irritada.

—Pero si no estamos apostando.

—Por suerte para mí. —Logró sacar de nuevo el boliche de la pista.

Siguieron jugando. No parecían tener prisa por hacer nada más; así son a menudo los viajes espaciales. Cisne tenía la sensación de estar jugando en la cubierta de un transatlántico. Tenían por delante todo el tiempo del mundo, tanto que había que matarlo. El joven hizo varios lanzamientos sencillamente perfectos. Cisne siguió empeñando mayor fuera de la necesaria y siguió perdiendo. Se le ocurrió que así debía de sentirse Virginia Woolf cuando jugaba con su esposo Leonard, un jugador de bolos durante los años que formó parte del funcionariado en Ceilán. Virginia también perdía casi siempre. El joven no parecía darle la menor importancia. Probablemente a Leonard le pasaba lo mismo. Después de todo, había personas que practicaban deportes para competir contra sí mismas, puesto que los oponentes no eran más que obstáculos aleatorios que personificaban los problemas a los que se enfrentaban. Sin embargo, aquel joven comenzó a incomodarla. La ordenada disposición de la estera. La pulcritud con que movía los dedos al final tras cada lanzamiento. Las exquisitas curvas de Coriolis que trazaban las bolas al final.

Esa noche, más tarde, acostada en la ramada, Cisne pensó que las rocas lanzadas sobre Terminador habían sido una especie de bolos. La idea la hizo incorporarse en la cama. Si dispones de una pista puedes lanzar una bola sobre cualquier boliche.

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