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CISNE Y ZASHA

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CISNE Y ZASHA

Los 37 ascensores de la Tierra tenían las cabinas llenas a todas horas, arriba y abajo. Por supuesto también eran muchas las naves que aterrizaban, y los planeadores que luego ascendían de nuevo en los ascensores; pero con todo, los ascensores corrían con el grueso del tráfico que unía la Tierra con el espacio. Descendían en las cabinas el alimento (un porcentaje crucial del total necesario), metales, productos manufacturados, gases y personas. Ascendían en las cabinas las personas, los bienes manufacturados, las sustancias comunes en la Tierra pero escasas en el espacio —eran muchas, incluidas las animales, vegetales y minerales, pero, principalmente, por cantidad, las tierras raras, la madera, el aceite y el suelo—. Los totales eran un flujo continuo de cosas físicas que subían y bajaban, todo ello gracias a fuerzas que contrarrestaban la gravedad y la rotación terrestres, con un pellizco de energía solar que acababa de compensar la balanza.

Las rocas de anclaje situadas en el extremo supuesto de los cables de los ascensores eran como gigantescos cargueros espaciales, ya que había muy poco en ellas que recordase su antigua superficie asteroidal; sus exteriores estaban cubiertos de edificios, generadores de potencia, zonas de aterrizaje de los ascensores y demás. A todos los efectos eran inmensos puertos y hoteles, y, como tales, lugares muy concurridos donde reinaba el ajetreo. Cisne pasó por uno llamado Bolivar, y accedió al interior de uno de los hoteles sin siquiera darse cuenta. A su entender había atravesado una serie de puertas por un laberíntico complejo de corredores y vestíbulos que desembocaban en otra serie de estancias. Se resignó al largo viaje que la esperaba hasta Quito. Era irónico pensar que el descenso en ascensor la llevaría más tiempo que muchos viajes interplanetarios, pero así eran las cosas. Cinco días metida en el hotel. Pasó los días disfrutando de las interpretaciones en directo de Satyagraha y Akhnaton, de Glass, además de bailar hasta caer rendida en una clase terrible que tenía por objeto que la gente recuperase la forma antes de afrontar la gravedad terrestre, que a veces la dejaba para el arrastre. Al mirar hacia abajo a través del suelo traslúcido se familiarizó de nuevo con el enorme continente de América del Sur, cuyo contorno se perfilaba poco a poco: océanos azules a ambos lados, los Andes como una columna vertebral de color pardo, los conos que respondían a los volcanes importantes, puesto que ya no había nieve que los cubriera.

Casi se había convertido en un planeta helado, donde únicamente la Antártida y Groenlandia aguantaban el tipo, aunque esta última no tardaría en tirar la toalla. El nivel del mar era once metros mayor de lo que había sido antes de los cambios. Esta inundación de la línea costera era una de las razones principales del desastre humano en la Tierra. Fuera del planeta se disponía de técnicas de terraformación extraordinariamente potentes, técnicas que por lo general no podían aplicarse allí. No era posible un bombardeo de meteoritos, por ejemplo. Así que cargaron la estela de los aviones con tensioactivos para aumentar el albedo, y también habían intentado inyectar en la estratosfera diversos niveles de sulfuro de dióxido, imitando la acción de los volcanes; sin embargo, la medida había acabado en una ocasión en desastre, así que ya nadie se ponía de acuerdo de hasta qué punto era necesario tapar la luz del sol. Muchas de las medidas que defendía la gente, y diversos proyectos sin importancia que ya estaban en marcha, atentaban contra otras propuestas y proyectos. Aún existían poderosas naciones estado que eran a la vez conglomerados de empresas, ambas funciones se solapaban en un caos keynesiano, con el poderoso, pero residual, sistema capitalista, gobernando buena parte del planeta, incluyendo su propia versión de feudalismo residual, dispuesto a enfrentarse continuamente a los siervos, pronto a plantar cara también a la emergente economía horizontal del Mondragon. No, la Tierra era un desastre; un lugar triste, a pesar de lo cual seguía siendo el centro de la historia. Había que enfrentarse a ella, tal como había dicho Alex en una ocasión, o nada de lo que se hiciese en el espacio sería real.

En Quito, Cisne sacó pasaje para el tren al aeropuerto, y una vez allí tomó un vuelo a Nueva York. El cobalto, las turquesas y el jade caribeños poseían una tonalidad muy viva, incluso la parda línea costera de la hundida Florida destilaba un fulgor jaspe. La impresionante capa satinada de la propia Tierra.

Un océano mucho más acerado chocaba blanco en Long Island cuando iniciaron el descenso entre turbulencias que zarandearon al aparato. Aterrizaron en una pista situada en algún punto situado al norte de Manhattan; finalmente salió de los diversos transportes, salas y vehículos y corredores y vestíbulos, todo ello bajo el cielo abierto.

Verse sencillamente en el exterior, bajo el cielo, expuesta al viento… Eso era lo que más le gustaba de la Tierra. Las nubes de algodón se amontonaban en lo alto a unos mil pies de altura. Parecía un cielo propio de la costa. Accedió a una especie de aparcamiento asfaltado lleno de camiones y autobuses y coches todoterreno, y se puso a dar saltos gritando al cielo, arrodillada al instante siguiente para besar el suelo, profiriendo aullidos lobunos, y, después de haberse desahogado un rato, tumbada de espaldas en el asfalto. Nada de hacer equilibrios sobre las manos: hacía tiempo que había descubierto que hacer equilibrios sobre las manos en la Tierra era muy duro. Además aún le dolía la costilla.

A través de los huecos que se abrían en la capa de nubes pudo ver el cielo azul claro-pero-oscuro del firmamento terráqueo, sutil, pleno. Era como una cúpula azul allanada en el centro, quizá a unos pocos kilómetros por encima de las nubes (extendió la mano para tocarlo), aunque el hecho de saber que se trataba de una especie de arco iris no le restaba brillantez. Un arco iris que era azul en todas partes y que lo cubría todo. El azul en sí era complejo, amplio en su espectro e infinito en su espectro. Era una visión capaz de emborrachar a cualquiera, podías aspirarla, la respirabas siempre, tenías que hacerlo. ¡El viento te obligaba a ello! Respira y emborráchate, ay, ser libre de las ataduras, vestir con lo justo, yacer tumbada en la superficie desnuda de un planeta, absorbiendo la atmósfera como si fuera aqua vitae, ¡sintiendo en tu pecho cómo te mantiene con vida! Ningún terráqueo que ella conociera apreciaba el aire en su justa medida, ni apreciaba el cielo como más de lo que era. De hecho apenas levantaban la vista para mirarlo.

Se levantó para dirigirse al puerto. Embarcó en un ferry junto a otras personas, y después de negociar el concurrido canal salieron al Río Hudson rumbo a Manhattan. El ferry alcanzó el muelle de Washington Heights, pero Cisne se quedó a bordo mientras orilleaba el Hudson hasta el centro de la ciudad. Había zonas de Manhattan que seguían en pie sobre el agua, pero la mayoría se había hundido, convertidas las viejas calles en canales, transformada la urbe en una Venecia alargada, una Venecia de rascacielos, una super Venecia, lo que constituía un hermoso espectáculo. Por supuesto, se mencionaba a menudo el cliché de que la ciudad había mejorado mucho de resultas de la inundación. El largo trecho de rascacielos parecía la columna de un dragón. Al acercarse, la sensación que daban los edificios era de ser más chatos de lo que realmente eran, pero su verticalidad era tan inconfundible como impactante. ¡Un bosque de dólmenes!

Cisne abandonó el ferry en el muelle de la calle 30, y anduvo por la larga pasarela que mediaba entre los edificios hasta la extensión de High Line, donde la gente llenaba las plazas que se extendían a norte y sur. Manhattan a pie: trabajadores que empujaban carros de mano en las concurridas pasarelas que unían los vecindarios de la isla, suspendidas a alturas diversas entre los rascacielos. Los tejados y azoteas decoradas con vegetación, a pesar de que en la ciudad predominase el acero, el hormigón, el cristal y el agua. Las embarcaciones borboteaban bajo las pasarelas, en las calles convertidas en ajetreados canales. Todas las plazas y pasarelas aéreas estaban abarrotadas de gente. Tan concurrida como de costumbre. Cisne esquivó los cuerpos de la muchedumbre, caminando por un extremo entre las dos direcciones en que discurría el tráfico, mirando las caras encantada. Eran tan heterogéneas como las que uno podía encontrar en cualquier colonia espacial, pero la gente se acercaba más a un tamaño normal, más bien por debajo de la altura promedio, con menos personas que destacaran por ser muy bajas o muy altas. Rostros asiáticos, africanos, europeos, de todo menos norteamericanos típicos, algo muy propio de Manhattan. ¡Biología invasiva!

Pasó junto a un edificio que había sacado a la superficie su antiguo suelo y hacía las veces de inmensa cuba de aire. Había oído que estaba en auge el mercado de la propiedad submarina y de entre mareas. Algunos hablaban de recuperar el sistema de transporte público subterráneo, que seguía funcionando en aquellos tramos que no discurrían bajo tierra. Bajo ella, el chapoteo del agua era responsable del sonido ambiental. Voces humanas, borbolleo, el grito de las gaviotas procedente de los muelles, y el rugido del viento a través de los cañones que formaban los edificios; éstos eran los sonidos propios de la ciudad. Abajo el agua chapoteaba a merced del oleaje. A su espalda, por la avenida que llevaba al oeste, los destellos de la quebradiza luz solar cubrían caprichosos el trazado del imponente río. Eso era cuanto amaba: se hallaba en el exterior, en el exterior de verdad. Estaba de pie en la superficie del planeta. En la ciudad más impresionante que existía.

Bajó por una escalera y embarcó en un vaporetto que cubría la Octava Avenida. Se trataba de un transporte de larga eslora, con asientos para unas cincuenta personas y espacio para que un centenar viajase de pie. Tenía paradas cada pocas manzanas. Se asomó por la barandilla y contempló el canal arriba y abajo: era un río en un cañón formado por las paredes de los edificios, con aspecto de ser una muestra de arte Futurista. Desembarcó en la Calle 26, donde había un puente junto a una larga explanada que se extendía al este hasta East River. Muchas de las calles que iban de este a oeste disfrutaban de pasarelas suspendidas como ésa, y los atestados canales que había bajo ellas quedaban a la sombra de las pasarelas durante casi todo el día. Cuando la luz del sol se filtraba sesgada, cubría con una patina de bronce la superficie de las cosas, y el agua azul se volvía como de peltre. Los neoyorquinos no parecían reparar en ello, aunque por otra parte allí vivían veinte millones de personas a pesar de la inundación, y Cisne pensó que esa belleza no era totalmente irrelevante para el fenómeno, incluso si la gente optaba por no mencionarla. Tipos duros. Eso la hizo reír. Cisne no era un tipo duro, y tampoco era neoyorquina, y ese lugar era impresionante, quitaba el hipo, y sabía que sus habitantes no eran ajenos a ello. Hablando de arte paisajista. «La geografía del mundo está unificada sólo por la lógica y la óptica humanas», recitó, «por la luz y el color del artificio, por la decoración, por los conceptos de lo que es bueno, verdadero y hermoso.» Podrías recitar todo el discurso de Lowenthal en las pasarelas de Manhattan si que nadie le diera la menor importancia.

Siempre que podía se desplazaba hacia el sol. Era la radiación directa que irradiaba el astro rey sobre su piel desnuda. Era increíble estar de pie a la luz del sol sin que eso supusiera la muerte. Ése era el único lugar del sistema solar donde era posible tal cosa; la biocáscara que rodeaba una estrella era tan tenue como una burbuja de jabón. Lograr que la burbuja cobrase mayor resistencia, tal vez ése fuese el proyecto humano. Que lo hubiesen logrado con Marte era algo increíble. Y no digamos si lo hubieran hecho en Venus. Ése era el quid de la cuestión. No era de extrañar que los místicos de ese viejo mundo se sintieran aturdidos ante tantos cambios. La metamorfosis encajaba en la Tierra, y jamás cesaba. La gran inundación se había convertido en un afortunado fracaso, había acelerado el proceso de exfoliación. El mundo se había cubierto de agua. Las flores asomaban de las ramas. Cisne estaba de vuelta.

La Casa de Mercurio se encontraba junto al Museo de Arte Moderno. Muchos de los cuadros del museo se encontraban en Mercurio, así que no eran más que copias; en un gesto inusual, había una estancia dedicada al arte de Mercurio. Por supuesto, el Grupo de los Nueve disfrutaba de un lugar de honor. Para Cisne había demasiado sol y demasiada roca. Además le parecía raro ver el lienzo usado como medio, como contemplar tallados u otra técnica exótica. Si tenías el mundo y tu cuerpo por lienzos, ¿por qué molestarse con tramos rectangulares de papel de pared? Era peculiar, y quizá se debía a eso que también fuera interesante. Una vez, Alex y Mqaret celebraron una recepción para los Nueve, y Cisne tuvo oportunidad de conocer a muchos de ellos y de disfrutar de la conversación.

En el patio que había en el tejado de la sede de la Casa de Mercurio, situado a unas treinta plantas sobre el agua, encontró a algunos mercurianos reunidos en el bar. La mayoría de ellos llevaban exoesqueletos o corsés, que, ocultos o no por la ropa, resultaron evidentes para Cisne, a juzgar por la postura que exhibían quienes los llevaban, parecida a la que se adopta cuando se está de pie bajo el agua. Los que no los llevaban mantenían una postura erecta no exenta de cierta heroicidad, pues con expresión tensa llevaban sobre los hombros el peso de la Tierra. Cisne se sentía un poco así. Por mucho que te esforzaras, la gravedad terrestre se adueñaba de tus sentidos al menos durante un tiempo.

La oficina de Nueva York la dirigía un anciano terráqueo llamado Milan, que tenía una sonrisa dulce para todo el mundo:

—Cisne, querida, qué alegría verte aquí.

—Ah, el placer es mío. Me encanta Nueva York.

—Pues bendita sea tu ignorancia, entonces, niña. Me alegro de que te guste. Y me alegro también de verte por aquí. Ven a conocer a mi nueva gente.

Cisne conoció a parte del equipo local, tuvo que soportar las muestras de condolencia por la muerte de Alex, y les ofreció un relato poco fiel a la realidad de su viaje a Júpiter. Tenían ideas acerca de esto y aquello del Mondragon que no dudaron en compartir con ella.

Cuando hubieron terminado, Cisne dijo a Milan:

—¿Está Zasha por aquí?

—Zasha nunca se marchará de esta ciudad —respondió Milan—. Deberías saberlo. ¿No estás al corriente de lo último que Z. se trae entre manos? Está en uno de los muelles del Hudson.

Y así fue cómo Cisne tomó el ferry de vuelta a la Octava Avenida, desembarcó y subió la escalera hasta alcanzar una pasarela por la que caminar en dirección oeste.

Puesto que todos los muelles antiguos se encontraban a once metros sobre el agua, hubo que construir nuevos. Algunos eran los antiguos, ampliados; otros fueron construidos partiendo de cero, utilizando a veces los cimientos de los hundidos. Los muelles flotantes cubrían los huecos que hubieran podido quedar, y estaban unidos a embarcaderos o edificios próximos en lo que solía ser la cuarta planta. Algunos de estos muelles eran móviles, y se convirtieron en barcazas. En esa costa era imposible saber con certeza qué se movía y qué permanecía anclado a la tierra.

Algunos de los antiguos muelles sumergidos servían de hogar a piscifactorías, y el antiguo compañero de Cisne, Zasha, dirigía por lo visto una parcela en aquellos muelles, donde cultivaba varias sustancias pisceanas y biocerámicas, mientras se encargaba de varios asuntos para la Casa de Mercurio y también para Alex.

Cisne había avisado de su llegada, así que Zasha se personó en la verja que delimitaba el muelle flotante del complejo de la plaza situada a poniente de Gansevoort Street, en el extremo sur de High Line. Después de darse un breve abrazo, Z. la llevó al extremo del muelle y luego al Río Hudson a bordo de una embarcación, una motora que pronto los alejó de la costa.

Todo en el agua se movía como solía hacerlo, incluidas las mismísimas aguas. Ese tramo del Río Hudson era ancho; toda la ciudad de Terminador hubiese cabido en el puerto de Nueva York. Los puentes eran visibles por doquier, incluido uno cuyo perfil se dibujaba en el lejano horizonte meridional. Había tanta agua que Cisne apenas era capaz de creerlo; incluso el mar abierto no parecía tener tanta; a pesar de ello no era siquiera un gran río, comparados con los que eran grandes de verdad. ¡Ay, la Tierra!

Zasha contemplaba la escena con expresión satisfecha. Las hileras de ventanales resplandecían en lo alto de los rascacielos más elevados, reflejando la luz del sol, y todos los edificios proyectaban luz propia. La isla de los rascacielos, ése era el aspecto del Manhattan clásico, tan inverosímil como soberbio.

—¿Cómo te van las cosas? —preguntó Cisne.

—Me gusta este río —respondió Zasha, a modo de respuesta—. Navego hasta la parte alta de la isla, e incluso a Palisades, y luego me deslizo flotando llevado únicamente por la corriente. Cuando pesco atrapo las cosas más asombrosas.

—¿Y en la Casa de Mercurio?

Zasha arrugó el entrecejo.

—Últimamente culpan por todo a los colonos espaciales. Aquí la gente está resentida. Cuanto más ayudas, más resentidos están. Sin embargo, no dejan de invertir SU capital en nosotros.

—Como siempre —dijo Cisne.

—Sí, bueno, crecimiento perpetuo. Pero nada dura para siempre. El sistema solar es tan finito como la Tierra.

—¿Crees que se está agotando su paciencia? ¿Que han alcanzado su máxima capacidad?

—Más bien están alcanzando el máximo en cuanto a retorno de inversiones. Pero quizá la gente esté molesta por ello. Al menos actúa como si lo estuviera.

La embarcación de Zasha se deslizó hasta pasar de largo por la Battery, momento en que se abrió ante sus ojos la costa de Brooklyn. Los rascacielos que había al pie de Manhattan parecían un racimo de nadadores gigantes, hundidos hasta las rodillas dispuestos a arrojarse de cabeza en el agua helada. Entre los edificios, el agua era como de cristal, y los canales estaban llenos de pequeñas barcas; también la bahía del puerto, aunque no con la misma densidad. En cualquier momento había cientos de embarcaciones a la vista. Podían ver ambos ríos, el Hudson y el East, y entre ambos discurrían los ríos más pequeños y rectos entre los edificios, todo el conjunto bajo un cielo cubierto. Un paisaje propio de Canaletto. Los reflejos de las nubes emblanquecían el cristal que parecía cubrir la bahía. Era tan hermoso que Cisne tuvo la sensación de haberse sumido en un sueño, y con el vaivén del barco se quedó adormilada.

—¿Acusas la gravedad? —preguntó Zasha.

—Un poco.

—¿Quieres pasar la noche en mi casa? Empiezo a sentirme hambriento.

—Claro. Gracias.

Zasha gobernó hacia poniente la embarcación por el río, hasta alcanzar un canal en la orilla de Jersey que llevaba al oeste. Costaba decir si se trataba de un canal o un riachuelo. Tierra adentro se abría hacia el norte, y Zasha puso proa en esa dirección y atracó en un embarcadero de madera unido a lo que ahora parecía ser un lago de aguas poco profundas. Vecindarios enteros se alzaban sobre el agua. La orilla este de Norteamérica siempre estado parcialmente sumergida, lo cual se había acentuado desde la inundación.

Tonos anaranjados y rosáceos, se mezclaban con una extensa gama de grises, un cielo enfurecido que se imponía sobre la cuesta. Era en momentos así cuando el firmamento parecía decidido a ofrecer un espectáculo tan sutil como impresionante. Pero nadie miraba en su dirección.

La casa de Zasha era una cabaña junto a una hilera de árboles, hecha a mano y tan destartalada como cualquiera de las favelas o chozas que Cisne había visto en su vida.

—¿Qué es esto?

—Parte de las Medowlands.

—¿Y tienes permiso para vivir aquí?

—Pues sí, lo mío me cuesta pagar el alquiler, aunque la Casa de Mercurio aporta una parte para mantenerme alejado de ellos.

—Me cuesta creerlo.

—No me importa. Me gusta recorrer a diario el camino que me lleva al trabajo.

Cisne se acomodó en un antiguo sillón y observó a su antiguo compañero mientras revolvía sus cosas en la penumbra. Hacía mucho tiempo de la última vez que recorrieron juntos el sistema solar, construyendo terrarios y educando a Zephyr, y había llovido mucho desde la muerte de Zephyr. Como nunca se habían llevado demasiado bien, se separaron poco después de su muerte. A pesar del tiempo transcurrido, Cisne reconoció el modo en que Zasha aguardaba de pie junto al fuego, a la espera de que hirviera el agua del té, con una expresión recelosa que también recordaba.

—¿Colaborabas con Alex?

—Pues claro —respondió Zasha, dirigiéndole una mirada breve—. Era mi jefa. Ya sabes cómo va.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que ella te quería y cuidaba de ti, y a que entonces hacías exactamente lo que ella quería.

Cisne no pudo contener la risa.

—Sí, claro. —Pensó en ello, ignorando el dolor que sentía—. Lograba de algún modo adaptarse a tus necesidades. Te ayudaba a conseguir aquello que te habías propuesto.

—Ajá. Sé a qué te refieres.

—Mira, Zasha, el caso es que a su muerte me dejó un mensaje. Básicamente me ha utilizado como correo para Wang, en Ío, y también volcó algo en Pauline. Todo, decía, por si le surgía algún… imprevisto.

—¿Qué quieres decir?

Cisne describió la visita del fantasma de Alex, los sobres, su viaje a Júpiter y el episodio en Ío.

—He oído hablar de eso —admitió Zasha—. No sabía que estuvieras presente. —Miró ceñudo la tetera, el rostro bañado por la luz azulada que despedía la llama.

—¿En qué trabajabais Alex y tú? —preguntó Cisne—. ¿Y por qué no me habló de ello en el mensaje que dejó? Verás… Es como si yo no fuese más que un correo para ella, y Pauline una especie de caja de seguridad.

Zasha no respondió.

—Vamos, cuéntamelo —dijo Cisne—. Puedes hablar con confianza. Lo encajaré bien, viniendo de ti. Estoy acostumbrada a que me digas lo mala persona que soy.

Zasha exhaló un largo suspiro antes de servir dos tazas de té. En la penumbra, el vapor atrapaba cualquier fuente de luz, por pequeña que fuera. Zasha le ofreció una de las tazas, y después se sentó en la silla de la cocina, frente a ella. Cisne entrelazó las manos alrededor de la taza.

—Hay cosas de las que no puedo hablar…

—¡Vamos, hombre!

—Y cosas de las que sí puedo. Así que, mira… Alex estaba envuelta en algunos proyectos que quería mantener en la confidencialidad. No sé, tal vez pensaba que a ti no se te daba muy bien guardar secretos.

—¿Por qué iba a pensar algo así?

Pero Zasha estaba al corriente de tres o cuatro situaciones en las que Cisne se había mostrado indiscreta; y Cisne recordaba unas cuantos más.

—Fueron accidentes —se excusó, al cabo, Cisne—. Y no muy graves.

Zasha dio un cauteloso sorbo a su té.

—Bueno, pero quizá pensó que cada vez eran más frecuentes. No eres la misma persona de antes, eso tendrás que admitirlo. Has introducido en tu cerebro esos aumentos…

—¡No es verdad!

—Nada menos que cuatro o cinco. No me gustó la idea desde el principio. Cuando aumentas la parte religiosa de tu lóbulo temporal corres el riesgo de transformarte en una persona distinta, por no mencionar los riesgos de sufrir epilepsia. Y eso sólo fue el principio. Ahora tienes esa parte animal ahí metida, además de Pauline, que graba todo lo que ves. No es algo precisamente insignificante. Puede hacerte daño. Puede que acabes siendo algo que trascienda lo humano.

O al menos una persona distinta.

—Zasha, por favor. Soy la misma de siempre. ¡Y todo lo que hacemos puede acabar perjudicándonos! No puedes permitir que eso te detenga. Considero todo lo que me he hecho parte de mi condición humana. Es decir, ¿quién no lo haría si pudiera? ¡Me avergonzaría no hacerlo! No se trata de trascender o no lo humano, sino de alcanzar una humanidad plena. Dejar pasar las cosas beneficiosas cuando puedes aprovecharlas sería un error, sería impropio de un ser humano.

—Bueno. En cuanto te hiciste esas cosas dejaste de diseñar terrarios —señaló Zasha.

—¡Estaba harta! Además, habíamos superado la fase de diseño, iban a dedicarse a construir más de lo mismo. Y buena parte de lo que hicimos era una estupidez. No tendríamos que haber estado haciendo Ascensiones en ese punto, teníamos que salvar las biomas tradicionales para que evitasen la extinción. ¡Eso aún es necesario! No sé en qué estaríamos pensando, francamente.

Aquello sorprendió a Zasha.

—Me gustan las Ascensiones. Contribuyen a la dispersión genética.

—Más de la cuenta. En fin, ésa no es la cuestión, la cuestión es que quise intentar cosas distintas, y lo hice.

—Te convertirse en artista.

—Siempre fui una artista. Tan sólo cambié de medio. Y ni siquiera puede decirse eso. Sólo cambié el enfoque. Era lo que quería. Vamos, Zasha, llevo una vida humana. Tú rechazas esas oportunidades, lo que no hace de ti alguien más humano, sino alguien regresivo. No llego tan lejos como otras personas. No tengo un tercer ojo, y no me fracturo las costillas cuando tengo un orgasmo. Tan sólo…

—¿Qué?

—No lo sé. Pruebo cosas que suenan prometedoras.

—¿Y qué resultado te han dado?

Cisne estaba sentada en la penumbra, en algún lugar de Nueva Jersey. Afuera, el cielo abierto de la Tierra.

—Malo. —Siguió una larga pausa—. Es más, si quieres que te diga la verdad he hecho cosas aún peores que las que conoces.

Zasha la miró con los ojos muy abiertos.

—Yo no diría tanto.

—Ja ja ja. Ahora que lo pienso, Alex también era consciente de ellas porque se las conté a Mqaret.

—Eso no quiere decir que él las compartiera con ella.

—No le pedí que no lo hiciera.

—O sea, que quizá sí estaba al corriente —concluyó Zasha—. ¿Algo peor que cerebros animales? ¿Algo peor que el qubo que llevas en el cráneo? No te molestes, no quiero saberlo. Pero tal vez Alex sí lo sabía, y puede que hubiera cosas que no qui…

—Que no quisiera confiarme.

—Que quisiera guardarse para sí. Y aquí estás, hecha un lío.

—¡No estoy hecha un lío! —Sintió un fuerte pinchazo en la costilla, pellizcada por su indignación. Todo el dolor por la muerte de Alex, al que ahora sumaba cierto enfado con ella.

—Pues no es eso lo que parece a juzgar por lo que dices —comentó Zasha—. Te has sometido a cinco, seis o siete ajustes cerebrales a lo largo de estos años, y llevas un qubo en la cabeza… De hecho, te has hecho cualquier cosa que se haya puesto de moda.

—Ya, ya.

—¡Piénsalo!

Cisne dejó la taza de té en la mesa.

—Creo que voy a salir a dar un paseo.

—Estupendo. Procura no perderte. Mientras prepararé algo de cenar, ¿qué te parecen cuarenta y cinco minutos?

Cisne salió de la cabaña.

Una vez fuera, ante la puerta, se quitó las zapatillas y se las guardó en el bolsillo, para después hundir los dedos de los pies en la tierra y agitarlos. Se inclinó por la cintura como una bailarina y hundió también los dedos de las manos, luego se las llevó al rostro y aspiró con fuerza. Tierra, el néctar último. Tenía el sabor del fango que cubre las setas.

Ya se había puesto el sol. Había un camino asfaltado que discurría junto a un pantano verde y amarillo, cuyas cañas mecía el viento. Anduvo por la parte terrosa en un lateral de la carretera, y miró al pantano y al cielo. Al otro lado del camino había algunos edificios antiguos en mitad de una arboleda. Más allá se alzaban hileras de viejos apartamentos. El canto de las ranas. Se sentó en la orilla del pantano, y vio los puntos negros que asomaban del agua. Un coro de ranas que cantaban. Pasó un rato escuchándolas, atenta al pantano y al viento, y de pronto reparó en que el canto era una especie de respuesta. Si una rana decía «conejo», todas lo repetían un rato, arriba y abajo a lo largo del camino hasta donde alcanzaba su oído, hasta que en una pausa momentánea una cantaba: «robot», y todas lo repetían un buen rato. Luego pasaba a cantar «límite», y las demás seguían el canto, como si hablasen con ella con la voz propia del coro de la tragedia griega, transformado en ranas. ¡Tantos límites! Tantos robots. La que asomaba cerca de ella contribuía ocasionalmente, asomando la barbilla brevemente antes de cantar. Por lo demás permanecía inmóvil, excepto por el puntual movimiento de globos oculares que veía a pesar de la oscuridad creciente, pestañeo líquido, siempre alerta. «¡Juerga!», crujió en una pausa, y Cisne exclamó «Me alegro por vosotras», y las acompañó un rato en el canto.

Octubre en el hemisferio septentrional de la Tierra, pleno y reluciente. Todos los interfaces de su cuerpo-planeta zumbaban. De pronto la vida en el espacio se antojaba una pesadilla descarnada, exilio en el vacío, un lugar donde todos se encerraban en tanques de privación sensorial, separados, individuales, aumentados. Mientras, en ese lugar, todo era auténtico.

—¡Ladrón!

—Ladrón ladrón ladrón ladrón…

El momento propiamente dicho les fue robado nada más suceder. Ahí estaba ella, atravesando un espacio. Testigo del ahora. Atardecer en el pantano de un universo traslúcido, extraño y misterioso. ¿Por qué tenía que existir algo así? El viento era frío, las nubes conservaban un pellizco crepuscular. Daba la impresión de estar a punto de llover. Las hojas de la espinosa enredadera del suelo eran tan rojas como las de un arce. El pantano era como una persona que respirase. Los cuervos volaban entre graznidos en dirección a la ciudad y las islas más cálidas. Cisne sabía un poco de la lengua de los cuervos, se decían «grazna, grazna, grazna», como en ese momento, parloteando, y luego uno pronunciaría una palabra tan clara que se había convertido en voz de la lengua inglesa: «¡Halcón!», y entonces se dispersarían. Por supuesto la palabra «cuervo» también provenía de su lengua. En sánscrito los llamaban kaaga. Palabras importadas de otras lenguas.

Había otras personas, de pie al lado de los edificios que había junto a los árboles. Por algún motivo parecían pequeñas. Como lastradas. ¿Podía ese lugar estar tan cerca de la gran ciudad? ¿Formaba parte de la ciudad, parte de lo que la hacía grande, no sólo el pantano sino las legiones de gente marginal, pobre, que vivían en las ruinas parcialmente sumergidas? El peso del planeta empezaba a arrastrarla consigo. Eran como las figuras de un Brueghel, gentes del siglo XVI, encorvadas por el tiempo. Puede que fuesen las que llevaban una vida real, y que lo que ella hacía en el espacio no fuese más que una muestra de diletantismo propia de la aristocracia gaga. Quizá lo que tenía que hacer era vivir allí y construir cosas, tal vez casas, pequeñas pero funcionales, como quien hace una especie de goldsworthy distinto. Bajo el cielo, a la luz del sol, máximo exponente del lujo de lo auténtico. El único mundo real. La Tierra, tanto el cielo como el infierno… el cielo natural, el infierno humano. ¿Cómo podían haber hecho algo así? ¿Por qué no se habían esforzado más?

Quizá lo habían hecho. Puede que en ese intento se pudiera incluir la exploración del espacio, como una suerte de esperanza que había nacido fruto de la desesperación. Expulsados de la Tierra como en una cápsula de semillas, rumbo a un lugar donde no te esperaba más que la congelación, la podredumbre y convertirte en suelo. Esa tierra que cubría el lateral del camino. Se tumbó sobre ella, evitando la enredadera espinosa; movió la espalda como para hacerse un hueco en ella. Una viajera especial follándose la tierra. Debían ver esa clase de cosas continuamente, ya no debía impresionar a nadie. Pobre gente extraviada, debían de pensar. Porque en el espacio no había nada parecido, no con el viento y el cielo abierto encima, casi de noche ya, con aquella niebla que no era nube, ¿cómo habían sido capaces de marcharse? El espacio era un vacío, una nada. Tan sólo lo habían colonizado construyendo estancias pequeñas, burbujas, y las ciudades y las estrellas, claro, pero ¡no bastaba con eso! ¡Tenía que haber un mundo en medio! Eso era lo que la gente olvidaba de la ciudad. Y ya en el espacio mejor que la olvidaran o enloquecerían. Ahí uno podía recordar sin perder la razón. Al menos, no del todo.

Pero qué tristeza. Sucia, derrotada. Desdichada. Triste hasta la médula, presa de la hiriente desesperación. Que hubiesen dejado que las cosas llegaran a ese punto. Que ella se hubiese hecho todo eso a sí misma. Incluso Zasha creía que había ido demasiado lejos, y Zasha era una persona muy tolerante. Quizá seguirían juntos si ella no hubiese llegado tan lejos. Y ahora que ya no era la persona con quien Zasha había tenido un hijo, sentía eso, a pesar de no saber qué cambios había experimentado exactamente. A menos que fuesen los insectos enceladanos que había en su interior… en todo caso era una persona extraña. Alguien para quien el único lugar que la hacía verdaderamente feliz también la volvía profundamente triste. ¿Cómo iba a reconciliar ambas cosas? ¿Qué suponía esa ambivalencia?

Se incorporó. Se quedó sentada en la tierra, consciente de la humedad que había bajo ella.

Captó movimiento por el rabillo del ojo e intentó ponerse en pie de un salto, pero calculó mal la gravedad y cayó de nuevo. Aguzó la vista para penetrar la negrura.

Un rostro. Dos caras: madre e hija. Allí era todo tan evidente, parecía partenogénesis. La luz de la luna se sumaba en ese momento al fulgor que despedía la urbe.

La más joven se acercó a Cisne. Dijo algo en una lengua que Cisne no reconoció.

—¿Qué pasa? —preguntó Cisne—. ¿No hablas inglés?

La mujer negó con la cabeza y añadió algo más. Miró a su alrededor y llamó en voz baja a alguien.

Otras dos figuras aparecieron a su lado, más altas que ella y anchas de hombros. Eran dos jóvenes. Se inclinaron sobre la joven y le susurraron unas palabras.

—¿Tienes antibióticos? —preguntó uno de ellos—. Mi prima está enferma.

—No —respondió Cisne—. No los llevo encima. —Sin embargo, cabía la posibilidad de que llevase alguno en el cinto, no estaba segura.

Dieron un paso más hacia ella.

—¿Quién eres? —preguntó uno—. ¿Qué eres?

—Visito a unos amigos —respondió Cisne—. Puedo llamarles.

Los jóvenes se le acercaron, negando con la cabeza.

—Vienes del espacio —dijo el primero en hablar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió el otro.

—Tengo que irme —dijo Cisne, que echó a andar en dirección al camino. Los hombres la asieron de los brazos con tal fuerza que ni siquiera intentó desembarazarse de ellos—. ¡Eh! —protestó, furiosa.

—¡Kiran! ¡Kiran! —llamó el primero, proyectando la voz hacia la oscuridad que se abatía sobre ambas mujeres.

No tardó en aparecer otra persona, otro joven, que era el más alto de todos ellos. Retenían a Cisne de un modo que pensó que no era la primera vez que hacían algo parecido.

Al joven recién llegado le sorprendió ver a Cisne, y dirigió unas palabras aceradas a los otros dos en una lengua que no reconoció. Se enzarzaron en una conversación apresurada. Kiran no parecía complacido.

Finalmente se volvió hacia ella.

—Quieren retenerte para pedir dinero a cambio. Dame unos segundos.

Cruzaron más palabras en aquella lengua. Cisne tuvo la impresión de que Kiran los ponía nerviosos o a la defensiva; luego se le acercó, la asió de la parte superior del brazo e hizo un gesto a los demás con la cabeza para que se apartaran. Les dijo qué debían hacer. Finalmente los otros dos jóvenes cabecearon en sentido afirmativo.

—Volveremos pronto —dijo el primero en hablar.

Seguidamente ambos se fundieron en la noche.

Cisne miró a Kiran a los ojos, momento en que éste torció el gesto y le soltó el brazo.

—Son mis primos —dijo—. No han tenido una idea muy brillante.

—Una idea absurda —dijo Cisne—. Podrían haberse limitado a pedirme ayuda. ¿Qué les has dicho?

—Que te retendría aquí para que fueran a buscar el coche de su madre. Así que tendrías que largarte.

—Acompáñame —dijo Cisne—. No quiero que te alejes demasiado, por si acaso vuelven.

Enarcó ambas cejas y la observó con atención. Al cabo de un rato, dijo:

—De acuerdo.

Anduvieron a paso vivo por el camino.

—¿Vas a meterte en líos por esto? —preguntó Cisne, al cabo.

—Sí —respondió él, abatido.

—¿Qué te harán?

—Intentarán darme una paliza. Y se chivarán a los mayores.

Aún le dolían los brazos donde la habían aferrado, y le ardían las mejillas. Miró fijamente al joven encorvado que caminaba a su lado. Tenía buen aspecto. La había sacado de aquel brete sin pensárselo dos veces. Recordaba el tono cortante con que había hablado a sus primos.

—¿Quieres marcharte?

—¿A qué te refieres?

—¿Quieres ir al espacio?

—¿Eso es posible? —preguntó tras un instante de silencio.

—Sí.

Se detuvieron al llegar a la cabaña de Zasha. Cisne aprovechó para mirarle de arriba abajo. Le gustaba su aspecto. Él la miraba con expresión de curiosidad, dubitativo también. Ansioso. Cisne sintió un escalofrío.

—Mi amigo vive aquí —dijo—. Es un diplomático de Mercurio. Puedes entrar. Podríamos llevarte allí, si quieres —propuso, levantando fugazmente los ojos hacia el cielo.

—¿No me meterás en… líos? —preguntó él, que no las tenía todas consigo.

—Te meteré en líos. Líos en el espacio.

Ella entró en la cabaña, y tras un instante de duda él la siguió.

—¿Zasha? —llamó Cisne desde la entrada.

—Un momento —respondió Zasha desde la cocina.

El joven la estaba mirando fijamente, preguntándose si no le estaría tomando el pelo.

—¿Te llamas Kiran? —preguntó Cisne.

—Sí, Kiran.

—¿En qué lengua estabais hablando?

—Telagu. De la India Meridional.

—¿Y qué estáis haciendo tan lejos?

—Ahora vivimos aquí.

De modo que Kiran ya era un exiliado. Además en la Tierra había toda clase de requisitos para emigrar, así que lo más probable era que su situación allí fuese ilegal.

Zasha asomó por la puerta de la cocina, con un trapo en la mano.

—Vaya, vaya, ¿quién tenemos aquí?

—Te presento a Kiran. Sus amigos iban a secuestrarme, y me ha ayudado a escapar. A cambio le he dicho que podía sacarlo de la Tierra.

—¿Cómo? ¡No!

—¿Cómo? ¡Sí! Ya ves, aquí nos tienes. Y tengo que cumplir mi palabra.

Zasha miró escéptico a Cisne.

—¿Qué es esto? ¿No te parece un poco pronto para mostrar síntomas del Síndrome de Estocolmo? —Zasha miró al joven, que clavaba la mirada en Cisne—. ¿O del Síndrome de Lima?

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Kiran sin apartar la mirada.

Zasha agrió un poco la expresión.

—El Síndrome de Estocolmo se produce cuando los rehenes sienten simpatía por sus captores, a quienes defienden. El Síndrome de Lima es cuando los captores se sienten ligados a sus víctimas y acaban liberándolas.

—¿No existe un síndrome del rescate del jefe rojo? —preguntó Cisne, cortante—. Por favor, Zasha, que me ha salvado. ¿De qué síndrome estás hablando? Quiero devolver un favor y necesito tu ayuda. Deja de intentar hacerte con el control de la situación, como siempre haces.

Zasha les dio la espalda con expresión molesta. Lo meditó y se encogió de hombros.

—Podríamos sacarlo de aquí, si te empeñas. Tendré que hacerlo por medio de un amigo que me ayuda en esta clase de asuntos. Está en el ascensor de Trinidad-Tobago, es un hawala. Tenemos una especie de acuerdo de paso, aunque después de esto le deberé una. Lo que significa que tú me debes una.

—Estoy eternamente en deuda contigo. ¿Cómo viajaremos a Trinidad?

—Por valija diplomática.

—¿Qué?

—Un reactor privado. Habrá que llevar también una caja de gusanos.

—¿Una qué?

—Tenemos un protocolo. Recurrimos a una caja de tierra o gusanos, y existe el acuerdo de no inspeccionarlas.

—¿Gusanos? —preguntó Kiran.

—En efecto —respondió Zasha con una sonrisa desagradable—. Voy a sacarte del planeta porque así me lo ha pedido aquí la señora Estocolmo, pero dadas las circunstancias habrá que hacerlo ilegalmente. Eso supone que tendremos que recurrir a los medios de que disponemos, de modo que es posible que tengas que salir de aquí dentro de una enorme caja de gusanos, ¿de acuerdo? ¿Te parece bien?

—Ningún problema —aseguró Kiran.

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