2312

2312


CISNE Y LA INSPECTORA

Página 36 de 93

—Por favor —dijo Genette—. Según parece, disfrutas de tus periodos sabáticos en lugares muy protegidos.

Cisne pensó unos instantes antes de responder.

—Entonces, ¿qué debemos hacer?

—Quiero ir a Saturno y buscar esa nave pequeña. Passepartout cree que puede calcular la ubicación de su punto de entrada.

—¿Puedo acompañarte?

—Eres más que bienvenida. Ya vamos de camino.

La Justicia rápida los transportó a un terrario de paso llamado Mongolia Interior, un hermoso terrario interior de extensas colinas de verde hierba ondulante, interrumpidas a menudo por trechos de roca negra, hogar de caballos salvajes y escurridizas manadas de lobos, animal muy querido por Cisne. Las pequeñas poblaciones se habían establecido en las colinas y parecían conjuntos de yurtas, rodeadas por jardines y estanques con vistas. Genette se hizo acompañar por un par de ayudantes, y pasó buena parte de su tiempo trabajando con ellos en lo que Cisne supuso debían de ser otros casos, metidos en una de las yurtas en la cima de una colina.

Una tarde, después de pasar la mañana caminando por las colinas cubiertas de hierba, intentando sin éxito divisar algún lobo, Cisne llegó a una yurta situada en una colina con una amplia ladera herbosa, un enorme estanque y un conjunto de baños de vapor, además de una carpa aviario repleta de cestas de flores y diversas especies de colibríes, periquitos y pequeños pinzones de colores. El ondulante césped estaba cuidado para que pareciese una alfombra verde. Cisne lo consideraba excesivamente ornamental, fuera de sintonía con las colinas salvajes que había recorrido aquella mañana. Pasó junto a un par de mujeres que reían como si también considerasen aquel lugar absurdo, y dijo al pasar:

—Qué ridículo, ¿verdad?

Se detuvieron y una de ellas señaló hacia la colina.

—Esas tres personas tan bien vestidas de allí arriba nos dijeron que son qubos instalados en el cuerpo de un androide, y pensamos que no podrían hacerse pasar por seres humanos. Les dijimos que probablemente podrían, pero… —Las dos mujeres cruzaron la mirada y rieron de nuevo—. Pero que nos habían arruinado la sorpresa al pedirnos nuestra opinión.

Cisne vio a los tres sentados en la hierba, cerca del estanque.

—Qué interesante —dijo, y se dirigió hacia ellos.

—Pauline, ¿has oído eso? —dijo de camino.

—Sí.

—Muy bien. Mantén la boca cerrada y presta atención.

Era una antigua hipótesis que los seres humanos vivirían a gusto con robots inteligentes, ya fuese estando alojados en algo similar a una caja, o bien cuando fuera simplemente imposible distinguirlos de un ser humano, momento en el que se convertirían en alguien cualquiera, sólo que de un tipo diferente. En mitad de ambos extremos, sin embargo, existe la hipótesis denominada «El valle inquietante», la zona de parecido-pero-no-del-todo, igualpero-distinto, lo que provocaría en todos los seres humanos una repulsión instintiva, desprecio y miedo. Ésta es la hipótesis, bastante plausible; pero como en realidad nunca ha habido un robot construido con forma humana lo bastante convincente para poner a prueba ese valle inquietante, la cosa no pasó de ser una mera idea. Cisne se disponía tal vez a poner a prueba la hipótesis del valle inquietante.

El mal gusto de que hacía gala el complejo parecía extenderse a la vestimenta de aquellos tres invitados. Vestían vestidos largos, como miriñaques victorianos, y se parecían tanto que se antojaban parientes, o, puestos afinar, androides clonados a partir de un único modelo. Aunque uno parecía más femenino que los otros dos.

Cisne se acercó a ellos y dijo:

—Hola, soy Cisne, de Mercurio, donde estamos reconstruyendo nuestra ciudad quemada con la ayuda de muchos qubos. Tengo entendido que vosotros tres aseguráis serlo, que no sois biológicamente humanos, ¿es eso cierto?

Los tres permanecieron sentados, mirándola. El que parecía algo femenino en sus proporciones corporales sonrió y dijo:

—Sí, en efecto. Acompáñanos y toma una taza de té. Dentro de poco estará listo —dijo, señalando un pequeño calentador portátil que había en el suelo y la rechoncha tetera roja que reposaba en las llamas azules; junto a ella había tazas, cucharas y tazas en un paño azul ajedrezado.

Los otros dos la miraron, y asintió con la cabeza. Uno señaló con un gesto el trecho de hierba que había a su lado.

—Siéntate, si quieres.

—Gracias —dijo Cisne al tiempo que se sentaba—. La gravedad local es muy pesada para mí. ¿De dónde sois?

—Me hicieron en Vinmara —dijo el más femenino de los tres.

—¿Y vosotros? —preguntó Cisne a los otros dos.

—No puedo aprobar el test de Turing —respondió uno de ellos con cierta rigidez—. ¿Te apetece jugar al ajedrez?

Los tres se echaron a reír. A mandíbula batiente, mostrando las encías, la lengua, los carrillos, todo el conjunto, el movimiento, muy humano.

—No, gracias —dijo Cisne—. Quiero someteros a una prueba de Turing. O… ¿por qué no me ponéis a mí a prueba?

—¿Cómo podríamos hacerlo?

—¿Qué os parece veinte preguntas?

—¿Te refieres a preguntas que puedan responderse con un sí o no?

—Correcto.

—Pero en una de ellas podrían preguntarnos si el otro es un simulacro o no, y las demás respuestas, y eso sólo constituiría una pregunta.

—Es cierto. ¿Qué os parece si lo limitamos a preguntas indirectas?

—Aun así sería muy sencillo. ¿Y si tuvieras que hacerlo sin hacer ninguna pregunta?

—Pero la gente de verdad hace preguntas a los demás.

—Pero uno de los nuestros, o más, no es o son personas reales. Y tú eres quien ha propuesto hacer la prueba.

—Eso es verdad. De acuerdo, deja que te mire. Háblame de Mongolia Interior.

—La querida Mongolia Interior, ahuecada en el año…

—Santificado sea tu nombre —intervino uno de los indeterminados.

Los tres rieron.

—Población aproximada: Veinticinco mil personas —dijo el más femenino de los tres.

—Tú debes de ser un qubo —dijo Cisne—. Ningún ser humano sabe esa clase de cosas.

—¿Ninguno?

—Tal vez algunas personas, pero no es habitual. Debo decir que tienes un aspecto fabuloso.

—Gracias, hoy he decidido ir de verde. ¿Te gusta? —preguntó, mostrándole la manga del vestido.

—Es muy bonito. ¿Puedo mirar más de cerca?

—¿Mi vestido o mi piel?

—La piel, por supuesto.

Los tres se rieron.

La risa, pensó Cisne mientras le examinaba la piel. ¿Los robots pueden reír? No estaba muy segura. La piel estaba salpicada de folículos pilosos, con los pliegues imperceptibles en los puntos de flexión, había cabellos dispersos casi transparentes en el dorso de muñecas y antebrazos, y una pequeña mata de pelo más oscuro en el interior de la muñeca, con cuatro pliegues permanentes justo dentro de la mano, donde la piel era más fina, pero más oscura, dejando al descubierto un par de venas, con protuberancias y curvas. La piel de la palma de la mano mostraba espirales, como las huellas digitales grandes, en la palma y la pulpa de la mano. La línea de la vida era una larga curva honda. Era muy parecida a la mano de cualquier persona, podía ser la piel de cualquiera. Si se trataba de piel artificial era un trabajo impresionante, pues suele decirse que lograr que parezca natural es lo más difícil de conseguir. Si era piel biológica, como de laboratorio, pero que había crecido en un marco, sería impresionante de forma distinta. No parecía posible que la piel de aquellas personas fuese artificial, aunque, por supuesto, la ciencia de los materiales era muy sofisticada, y muchas cosas quedaban a su alcance. Una vez establecidas las metas y los parámetros, ¿qué hay que no sea posible?

La pregunta seguía siendo quién querría hacer algo así, aunque por otro lado, la gente hacía cosas raras continuamente. Y crear un humano artificial era un antiguo sueño. Tal vez no tenía sentido, pero existía una tradición al respecto. Y allí estaban, después de todo, y aún no estaba segura de a qué se estaba enfrentando. Eso de por sí era interesante.

Si tenías relaciones sexuales con una máquina, ¿sería interesante, o no pasaría de considerarse una manera complicada de masturbación? ¿Registraba el qubo tus respuestas en un sentido u otro? ¿También él mantendría una relación sexual contigo?

Tendría que probar, si quería averiguarlo. No sería más que otra aproximación a la cuestión de la conciencia de los qubos. Lo que había que recordar en lo concerniente a los qubos era que sin importar las pruebas que apunten en sentido contrario, no hay nadie en casa, no hay conciencia, no hay Otro; no es más que un mecanismo programado para responder de manera determinada a los estímulos de sus programadores. Sin importar cuán complejos sean los algoritmos, la suma no hace una conciencia. Cisne creía a pies juntillas en eso, pero incluso Pauline la sorprendía con relativa frecuencia, por tanto podía costar resistirse a la ilusión.

—Tienes una piel hermosa. Al tacto eres como carne de mi carne.

—Gracias.

—¿Piensas, piensas?

—Definitivamente pienso —respondió el femenino.

—¿Así que posees una secuencia de pensamientos que se desplazan desde uno al siguiente en un flujo más o menos continuo, y asociación libre de un tema a otro, a través de todos los pensamientos posibles que podrías tener?

—No estoy seguro de que sea exactamente así. Creo más bien que se trata de una cuestión de estímulo y respuesta, en la que mis pensamientos responden a los estímulos de mi información entrante. Ahora, por ejemplo, pienso en ti y en tus preguntas, en el verde de mi vestido, comparado con el verde de esta hierba, en lo que voy a cenar, ya que estoy algo hambrienta…

—Entonces, ¿ingieres alimentos?

—Sí, ingerimos alimentos. De hecho, ¡lo mío me cuesta no comer más de la cuenta!

—A mí también —dijo Cisne—. Entonces, ¿os habéis planteado alguna vez practicar el sexo conmigo?

Los tres se miraron.

—Vaya, pero si acabamos de conocernos —protestó uno.

—Eso es lo que sucede muchas veces cuando la gente se conoce.

—¿De verdad? No estoy tan seguro de que eso sea así.

—Créeme, es verdad.

—No tengo ningún motivo de peso para creerlo —dijo el segundo—. No te conozco lo bastante bien para eso.

—¿Llega uno a conocer lo bastante a los demás para eso? —preguntó el tercero.

Se echaron a reír.

—¿Creer lo que dicen los demás? —se preguntó el más femenino—. ¡No lo creo!

Se rieron de nuevo. Tal vez reían demasiado.

—¿Estáis drogados —preguntó Cisne.

—¿La cafeína es una droga?

La risa se convirtió en una risilla tonta.

—¿Sois como tres niñas tontas —dijo Cisne.

—Es verdad —admitió el femenino, que sirvió el té de la tetera en cuatro tacitas y fue ofreciéndolos a los demás. El segundo abrió un cesto y sacó galletitas y bizcochos, que repartió a su alrededor junto con servilletas de tela blanca. Comieron con apetito. Los tres comían como lo haría una persona.

—¿Nadáis? —preguntó Cisne—. ¿Nadáis u os bañáis en las aguas termales?

—Yo en las aguas termales —respondió el tercero, algo que hizo que los demás ahogasen la risa con la ayuda de las servilletas.

—¿Podemos hacerlo? —preguntó Cisne—. ¿Os bañáis desnudos? Porque así os podría ver todo el cuerpo.

—¡Y nosotros el tuyo!

—Por mí bien.

—Parece que estaría más que bien —murmuró el femenino, y los demás echaron hacia atrás la cabeza y rompieron a reír.

—¡Entonces hagámoslo! —exclamó el segundo.

—Antes quiero terminarme el té —dijo el femenino, con aire remilgado—. Es muy bueno.

Una vez hubieron terminado, los tres se pusieron de pie con la elegancia de un bailarín, y llevaron a Cisne hasta el borde del estanque de aguas termales, donde había gente nadando, algunos vestidos, algunos desnudos. Había niños pequeños en la parte menos profunda de la piscina, donde un fuerte chorro de agua caía sobre un pequeño techo redondeado, creando debajo un pequeño refugio con paredes de agua. Los tres anfitriones de Cisne dejaron las cosas del almuerzo en el suelo y después se sacaron el vestido por la cabeza antes de acercarse al agua. El más femenino tenía un cuerpo aniñado, delgado, y los otros dos tenían esbeltos cuerpos propios de ginandromorfos: caderas anchas, pectorales ligeramente redondeados sin llegar a ser pechos, en proporción entre el torso y las piernas, y la relación entre cintura y cadera, genitales con pelo que parecían principalmente femeninos, pero cuya mata oscura podía ocultar penes pequeños y testículos, como en el caso de Cisne: no podía decirse más sin una inspección más profunda. Aunque tampoco resultaría una prueba concluyente, ya que era más sencillo simular los genitales que las manos, dada la inherente flexibilidad de los primeros.

Y después, al agua. Cisne comprobó que nadaban bien, que prácticamente estaban flotando; parecían tener el mismo peso específico de un ser humano. Entonces no debían de tener huesos de acero. Probablemente en su interior no fueran completamente máquinas, cubiertas por una capa de carne y piel. Si aspiraban con fuerza salían a flote, o casi, igual que le pasaba a ella. También los ojos… Capaces de parpadear, de mirar fijamente, de soslayo, estaban húmedos. ¿Era posible crear todas las partes de un ser humano, juntarlo todo y hacer que funcionara? ¿Crear un ser parcialmente humano? No parecía muy probable. No era algo que a la propia naturaleza se le diese bien, se dijo mientras la rodilla mala le daba un pinchazo. Para crear un simulacro… En fin, tal vez bastaba con centrarse sólo en los aspectos funcionales. Pero, ¿no era eso también lo que hacía el cerebro?

—Qué bobas sois, chicas, y qué asombrosas —las alabó Cisne—. No hay quien os entienda.

Se echaron a reír.

—Ninguna persona de verdad se pasaría la vida fingiendo ante un extraño ser un robot —objetó Cisne—. De modo que tenéis que serlo.

—Cuanto más extraño es algo, más probabilidades hay de que sea cierto —dijo el segundo—. Se trata de una prueba muy conocida de la exégesis bíblica. Creen que probablemente Jesús maldijo a una higuera, porque, de lo contrario, ¿qué razón había para explicar esa historia?

Hubo más risas. Realmente se comportaban como niñas tontas. Quizá fuese imposible lograr que un robot razonara a un nivel superior al de un niño de doce años.

Pero su forma de nadar; su forma de caminar. Eso era difícil de lograr, o al menos eso parecía.

—Es extraño —se dijo, complacida. Había pensado que sería fácil.

Mientras ascendían a la zona donde el agua llegaba a la altura de la rodilla, la miraron sin tapujos, igual que ella lo había hecho.

—Ah, qué piernas —dijo el tercero—. Vaya cuerpo.

—Gracias —dijo Cisne, que impuso la voz a las muestras de admiración de los otros dos.

—¡No, eso no está bien decirlo! —advirtió el más femenino de los tres—. Hay personas a quienes ofenden los comentarios que hacen los demás sobre el impacto estéticos que causa la visión de su cuerpo.

—A mí no me pasa eso —aseguró Cisne.

—De acuerdo, pues, mejor —dijo el más femenino.

—Tan sólo pretendía ser amable —se excusó el tercero.

—Estabas siendo franco. No tenías ni idea de si era amable o no.

—No era más que un cumplido. No hay motivo para sacarlo de contexto. Si vas más allá de ciertos límites, la gente da por sentado que no conoces el protocolo de su cultura, pero que te comportas sin malicia.

—Así es la gente, pero ¿cómo tener la seguridad de que esta persona no es un simulacro, enviada aquí para ponernos a prueba?

Y se echaron a reír hasta ahogarse, todo ello sin dejar de chapotear en el agua. Cisne se sumó al jolgorio, y después se acomodaron en el agua y nadaron un rato a su alrededor. Más tarde atrajo hacia sí al tercero y lo besó en la boca. El indefinido le devolvió el beso un instante, pero después se apartó.

—Eh, ¿qué es esto? ¡No creo que nos conozcamos tanto para besarnos!

—¿Y qué? ¿Es que no te ha gustado? —Y Cisne lo besó de nuevo, siguiéndole mientras se alejaba de ella, consciente de que la lengua de él reaccionaba con sorpresa ante el contacto de otra lengua.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! —exclamó el indefinido mientras se apartaba.

El más femenino se había incorporado y dio un paso hacia ellos, dispuesto a intervenir, y Cisne se dio la vuelta y lo empujó con ánimo de derribarlo; al chapotear en el agua poco profunda salpicó con fuerza.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó el muy miedica.

Cisne le dio un derechazo con la zurda. Inmediatamente echó la cabeza atrás y empezó a sangrar por la boca, gritando y alejándose a toda prisa. Los dos indefinidos se interpusieron entre chapoteos, bloqueando el paso de Cisne, gritándole que se marchara. Cisne alzó los puños y gritó al tiempo que arremetía sobre ellos, y se apartaron de ella dispuestos a alejarse, sorprendidos y horrorizados. Cisne dejó de seguirlos, y cuando salieron de la piscina se detuvieron y se acurrucaron juntos, mirando hacia atrás; el malherido lo hizo con la mano en la boca, la sangre roja.

Cisne se llevó las manos a las caderas y se quedó mirándoles.

—Qué interesante —dijo—. Pero no me gusta que me tomen el pelo. —Chapoteó en el agua hasta donde tenía la ropa.

Paseó por el cilindro, contemplando una manada de caballos salvajes, besándose los nudillos doloridos, meditando. No estaba segura de con qué clase de… cosas había pasado el día. Pero todo había sido muy extraño.

Cuando regresó a las yurtas de la colina, esperó hasta que Genette y ella estuvieron de nuevo a solas, y dijo:

—Hoy conocí a tres que decían ser personas artificiales. Androides con cerebros qubo.

—¿De veras? —preguntó la inspectora, mirándola fijamente.

—De veras.

—¿Y qué hiciste?

—Bueno, pues darles una paliza.

—¿De verdad?

—No fue para tanto, sólo me ensañé con uno. Pero se lo merecía.

—¿Por qué?

—Porque me estaban engañando.

—¿No se parece un poco a lo que haces en tus abramovics?

—No, para nada. Nunca engaño a nadie, eso sería fingir. Un abramovic no es teatro.

—Bueno, tal vez tampoco ellos te estaban engañando —dijo Genette, arrugando el entrecejo—. Habrá que investigarlo. Ha habido informes procedentes de Venus y Marte que apuntan a diversos incidentes de este tipo. Rumores de humanoides con cerebro qubo, que a veces actúan de manera extraña. Hemos empezado a abrir los ojos. Conocemos la identidad de algunos de estos sujetos y realizamos un seguimiento de ellos.

—¿Así que realmente existen esas cosas?

—Creo que sí, sí. Hemos explorado algunas, y luego, claro, tal como se comportan a veces resulta obvio. Pero a estas alturas no tengo mucha más información.

—Pero, ¿por qué iban a hacer algo así?

—No lo sé. Pero si hubiera qubos con capacidad para moverse de forma independiente, y hacerlo sin ser vistos, eso explicaría algunas cosas que han sucedido. Así que haré que mi equipo eche un vistazo a esos individuos que conociste.

—Creo que eran personas —dijo Cisne—. Estaban actuando.

—¿Crees que eran personas reales que se hacían pasar por simulacros? ¿Como si representasen una especie de función teatral?

—Sí.

—Pero, ¿por qué?

—No lo sé. ¿Por qué alguien iba a meterse en una caja y fingirse un jugador de ajedrez mecánico? Es un antiguo sueño. Una especie de representación teatral.

—Tal vez. Pero de todos modos voy a tener que investigarlo, porque con la de cosas raras que están pasando…

—Está bien —dijo Cisne—. Pero creo que eran personas. De todos modos, ellos afirmaron lo contrario. ¿Qué problema plantearían estas cosas, si es que resulta que lo son?

—El problema reside en el hecho de que los qubos salgan al mundo, que se muevan y sean capaces de hacer cosas. ¿Qué hacen? ¿Qué se supone que estarán haciendo? ¿Quién los está fabricando? Y puesto que hay un componente qubo en los ataques que investigamos, tenemos que preguntarnos si estas cosas tienen algo que ver con ello. ¿Están involucradas en lo sucedido?

—Hmm.

—Tal vez todo se reduzca a una pregunta —continuó la inspectora—. ¿Por qué los qubos están cambiando?

Ir a la siguiente página

Report Page