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CISNE Y LOS LOBOS

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CISNE Y LOS LOBOS

Todos se bajaron juntos, primero en grandes vehículos protegidos por escudos de calor, luego en pequeños módulos de aterrizaje con paracaídas, más tarde en bolsas con forma de globo. En ese momento iban a la deriva a través del espacio aéreo que las naciones inuit les habían dado permiso para cruzar. Cuando llegaron a unos pocos cientos de metros del suelo, cada módulo de aterrizaje se desintegró en miles de burbujas de aerogel que cayeron en la superficie, cada burbuja transparente convertida en un balón inteligente que mantenía con vida en su interior a un animal o a una familia de animales. A saber qué pensaban los animales; algunos forcejeaban en el aerogel, y otros miraban a su alrededor plácidos como las nubes. El viento de poniente hizo su trabajo, y las burbujas cayeron a la deriva al este como vainas de semillas. Cisne miró en torno, tratando de mirar hacia todas partes a la vez: cielo tachonado de semillas, que desde cualquier distancia eran visibles sólo como su contenido, de modo que se deslizaba hacia el este y hacia abajo con miles de lobos voladores, osos, renos, leones de montaña. Allí vio un par de zorros, un par de conejos, un gato montés o lince, un manojo de leminos, una garza que volaba dentro de su burbuja. Parecía un sueño, pero sabía que era real, y lo mismo en toda la Tierra: en los mares salpicados por delfines y ballenas, atunes y tiburones. Mamíferos, aves, peces, reptiles, anfibios: todos los animales se perdieron en el cielo al mismo tiempo, en cada país, en cada cuenca. Muchos de los que descendieron no habían pisado la Tierra en dos o tres siglos. Todos de vuelta, al mismo tiempo.

Cisne cayó en mitad de un grupo de animales. Estaban en algún lugar de la nueva zona triguera al sur de Nunavut, «Nuestra Tierra». Se suponía que su punto de destino era una elevación situada en medio de una zona cubierta por trigo y arrozales. Cada campo se veía empañado por unos pocos cerros, pequeños como forúnculos, que habían surgido cuando grandes trozos de hielo se abrieron paso flotando a través del fango de la delgada capa de hielo derretida. Cuando hizo su aproximación final, costó distinguir qué cerro era el suyo. El descenso fue controlado enteramente por su burbuja, y como nunca había aterrizado en una, le gustaba la sensación. Era como deslizarse en una alfombra mágica transparente. A su alrededor los animales que había en el aire fueron cobrando conciencia del terreno, algunos con dificultades, otros encorvados, muchos con las patas extendidas hacia fuera como los gatos que caen o las ardillas voladoras, de la manera correcta, aunque era la primera vez que caían: una especie de comportamiento heredado de la época en que fueron lagartos, compartido tal vez por todos. Ella misma tuvo una caída tan buena que fue como bajar por una escalera mecánica. Al tocar el suelo se rompió el balón, y el aerogel explotó. Y allí estaba ella, de pie en el suelo, en una elevación de Nunavut.

Había otras tres personas en su equipo de observación que descendían cerca unos de otros mientras el viento lo permitía. Ella levantó la vista para ver si podía identificarlos, y la visión del cielo en lo alto estuvo a punto de hacerla caer de culo. Gritó, luego rompió a reír: el cielo seguía lleno de animales. Descendían por el cielo occidental, precipitándose desde nubes bajas, caribúes y alces y osos grises, todos los puntos grandes color café con las patas separadas. También el resto de los demás animales, varios grupos, los que se encontraban más arriba demasiado pequeños para poder distinguirlos. Alrededor de ella el denso trigo temblaba con el movimiento de los animales liberados de las burbujas, que habían reventado y buscaban ponerse a cubierto. Era posible que alguno de esos animales le cayera justo encima; tenía que mantener los ojos abiertos. Se rió al pensar en ello, separó los brazos del cuerpo y aulló a los lobos en el cielo. A lo lejos, los otros lobos aullaron también. Hubo gritos y bramidos, muchos le sonaron a miedo, pero costaba decirlo con certeza, sólo era una suposición, de hecho no podía estar segura de que aquellos sonidos fuesen triunfantes. ¡Por fin en casa!

—¡Todos los hijos de Dios están por fin a casa! —proclamó ella por radio. Los demás seres humanos daban fe de su situación; habían aterrizado. El viento fresco de poniente soplaba con fuerza, y al sentirlo en la cara aulló de nuevo. Las últimas burbujas de aquella oleada flotaban en su trayectoria de descenso; después las nubes recuperarían la soledad. Tan sólo unos pocos puntos negros cayeron livianos en la distancia. En general, fue la cosa más hermosa que había visto jamás.

—Está bien —dijo ella con la radio apagada—. Te quiero. Has hecho algo grande. —Quién sabe si se dirigía a Alex, a Wahram, o al mundo.

Ahí estaba, en la taiga, entre la tundra y los bosques boreales. Habría caribúes y osos pardos, y leones de montaña, cada bioma necesitaba sus principales depredadores en todo el sistema para prosperar. Los osos grises inmediatamente ganarían las alturas, y los pumas desaparecerían también en el aterrizaje. Pero los lobos se encontrarían y unirían, y por tanto, no perderían el contacto unos de otros en las manadas; y Cisne quería estar allí para verlo. Los había seguido toda su vida en los terrarios, cazado con ellos, ahuyentado las presas, dormido acurrucada a poca distancia de la manada, junto a las madres lactantes. Había aullado con ellos más veces de las que podía contar, cada vez que los oía aullar se unía a ellos, sintiendo que era lo más humano que podía hacer. En otras ocasiones había sentido el peso de su mirada, y no había apartado precisamente la vista. Había visto a los lobos discutir con los coyotes, y a los cuervos conduciéndolos a una presa para luego disfrutar de los restos. Sabía que los humanos habían hecho más humanos a los lobos, y por lo tanto a los perros, y en ese mismo período de tiempo los lobos habían hecho a los seres humanos más lobunos, enseñándoles a comportarse en manada. Ninguno de los demás primates tenía amigos que no fueran de su misma especie; los humanos lo habían descubierto observando al lobo. Ambas especies habían privado a la otra de alimento en momentos diversos, habían aprendido de la otra métodos de caza, habían, en definitiva, evolucionado de forma conjunta. Los primates traían de vuelta a la otra mitad de la familia. Y ahí estaba ella.

Su equipo, compuesto por cuatro miembros, tenía encargada la misión de buscar animales que no se hubiesen liberado debidamente de sus burbujas, para liberarlos cuando los encontraran, o para ayudarles en caso de haberse lesionado. Esto no tendría que haber sucedido a menudo, pero el terreno era accidentado, con alturas desiguales y depresiones denominadas hervidores, que se formaron cuando se desvaneció el núcleo de hielo. Los hervidores eran redondos y muy empinados, y a menudo llenos de agua a uno o dos metros bajo tierra en muchas áreas. Habían probado con el trigo y el arroz frío, fruto de la bioingeniería, hasta en ese lugar, como en la tundra y la taiga en todo el norte, como una especie de adaptación al cambio climático, pero la empresa había resultado ser más difícil de lo que se había imaginado. Así que teniendo en cuenta la desigualdad del terreno, un mal aterrizaje era una posibilidad.

Al final resultó que las burbujas habían funcionado tan bien que Cisne y sus compañeros de equipo no encontraron a ningún animal en peligro. Todos estaban en movimiento; sin embargo, algunos corrían presa del pánico. Pero pronto los que estaban aterrados se cansarían, se detendrían y mirarían a su alrededor. Con un poco de suerte no verían un paisaje muy distinto. La mayoría de los terrarios se había mantenido a una gravedad precisamente para ese momento, y habían sido diseñados para parecerse a los lugares de donde procedían originalmente los animales.

Los caribúes eran tan altos que apenas les costó localizarlos. Los más pequeños se escabulleron en el trigo, se dirigieron hacia las colinas de poniente, o los pequeños árboles del bosque boreal visible en el horizonte, al sur. Ningún animal parecía necesitar su ayuda. Todos habían aterrizado y se encontraban ante su nuevo destino.

Habían marcado a todos los animales, y ahora estaban apareciendo en las pantallas en forma de puntos de colores, así que el equipo de Cisne procedió a la siguiente parte de su plan, que consistía en seguir al caribú, y si era necesario espolearlo un poco, como si actuaran de perro pastor con las ovejas, a lo largo de una amplia senda que los llevaría hacia el este hasta el río Thelon. Esta primera migración de la nueva manada sería instintiva, a menos que recogieran restos antiguos de los perdidos rebaños Beverly, Bathurst y Ahiak, de modo que cualquiera que fuese el camino que tomaran empezasen a establecer los olores y las demás señales de una nueva ruta de migración. Esto se convertiría en un corredor de hábitat de facto a través de la zona de trigo nuevo, un corredor que tal vez tendría que ser defendido en los tribunales competentes, aunque ya cruzarían ese puente cuando llegasen a él; primero el caribú tenía que cruzar el río. Esto de liderar las migraciones de animales a través del terreno agrícola fue el mayor acto de desobediencia civil jamás cometido por viajeros espaciales en la Tierra, pero la esperanza era que después de ser escoltados por primera vez, los animales se las apañasen por sí solos, y que se convertiría en una medida popular entre los indígenas humanos, incluso entre los agricultores, quienes no estaban teniendo mucho éxito de todos modos. Así que los escoltas podrían acabar arrestados antes de que terminaran, pero con un poco de suerte los corredores de hábitat serían rápidamente reconocidos por su valor y justificado el precio que se pagase en territorio.

Como siempre que caminaba acompañada por un grupo de personas, Cisne no tardaba en rezagarse. Había mucho que ver; todo era tan interesante que olvidaba en qué consistía su labor. Los planes y la investigación volcados en la recuperación de la naturaleza de la Tierra llevaba un siglo en marcha, y Cisne tomaba parte en ello, a pesar de lo cual tropezaba cada dos por tres atenta a las flores que asomaban aquí y allá por el terreno rocoso, un colchón aterciopelado de asombrosos colores. Sobre ellos se extendía el cielo azul claro, con franjas de cúmulos que se deslizaban hacia el este. Seguía viendo mentalmente animales que flotaban como semillas recortadas contra el sol, la visión la había abocado a un sueño que aún no había abandonado, por lo que naturalmente tuvo que tomárselo con calma. De todos modos mantenía el contacto por radio con sus compañeros. De hecho, su charla al oído era peor que la voz de Pauline, así que ajustó el volumen a cero. Subiría el volumen cuando tuviera que hablar. Por ahora quería concentrarse en el terreno que pisaba. En el trabajo del año anterior en África había llegado a dar por sentadas las cosas; sencillamente había olvidado dónde estaba. Se había sumergido en el problema mientras el resto del mundo surcaba el firmamento llevado por un fuerte viento. Terreno abierto en la taiga. En la cara sur de la siguiente subida había un puñado de pinos enanos. Un bosque ebrio, la delgada capa de hielo fundiéndose y las colinas bajas hacia el este bajo la franja de nubes. El cielo inmensamente alto, la tonalidad azul tirando a pastel sobre las nubes bajas que seguían desplazándose hacia el este. El ambiente parecía oler un poco de fuego. Sol de la tarde, 5 de agosto de 2312. Un nuevo día. Cálido, pero no tórrido. Algo de bochorno y lleno de insectos. Llevaba puesto un traje que la mantenía seca y repelía con eficacia los mosquitos y las moscas, lo cual estaba muy bien, ya que flotaban en las densas nubes negras que se veían aquí y allá como el humo que se arremolinaba. No veía a nadie de su equipo; los largos ascensos y descensos por el terreno se veían interrumpidos por las cordilleras bajas. En todo caso, su visión hacia el este quedaba limitada. Subió por la ladera de una elevación y miró a su alrededor. Ah, ahí estaba Chris, sólo a un par de cientos de metros al frente. Parecía saludar a alguien que estaba más allá, también hacia al este. Bien por ellos.

La hierba y el musgo de la taiga cubrían cada punto bajo. A un solo metro por encima se extendían largos montículos de roca llana que cruzaban el pantano de norte a sur. Hubiera sido mejor quedarse en estos caminos naturales, pero su equipo había ido hacia el este, siguiendo y guiando al caribú.

Cisne fue hacia el norte, en dirección a un punto de terreno elevado cubierto por el pino arbustivo que le llegaba a la altura de la cintura. Alcanzó esta prominencia y se detuvo al ver al otro lado a una manada de lobos. Acababan de aterrizar, y corrían de un lado a otro, olisqueándose y mordisqueándose, deteniéndose de vez en cuando para aullar y a continuación volver a empezar. Sin duda estaban excitados tras el descenso. Sabía exactamente cómo se sentían. Tardaron un tiempo en recobrar el ánimo y dirigirse hacia el este. Eran grises, con puntos negros o beige, y tenían una estampa esbelta con su veraniego pelaje corto. Más ancho y con la cabeza más cuadrada que la mayoría de los perros, se parecían en muchos aspectos. Perros salvajes, organizados, lo que siempre constituyó un pensamiento perturbador. Que hubiesen salido tan bien, tan juguetones, sorprendió un poco a Cisne, y le recordó que los lobos habían sido los primeros en llegar y eran más sabios que los perros.

Cisne se esforzó para mantenerse a su altura, y al poco de emprender la persecución empezó a resoplar. Ningún ser humano podía mantenerse a la altura de una manada de lobos, pero si no se cejaba en el empeño, a menudo hacían altos en el camino para mirar a su alrededor y husmear, de modo que era posible al menos no perderlos de vista, o recuperar terreno y reubicarlos. Un macho aulló y otros animales respondieron, Cisne entre ellos. Tendría que apretar el paso un poco más si quería mantenerse a la altura de la manada. Eso iba a costarle. Fuera de la Tierra estaba en mejor forma, una pequeña ironía que en ese momento la hizo torcer el gesto y decidir esforzarse más.

Eran nueve lobos en total. Grandes, con más rayas de color negro que blanco. El pelaje se ondulaba mientras corrían. El paso de lobo se comía el terreno, tanto que parecía un medio galope. Al verlos correr Cisne lanzó un aullido, océanos en su pecho: eran libres en la Tierra. Que la felicidad pueda ser tan honda que duela, otra lección que el mundo tenía que aprender.

Al frente el contorno de las elevaciones y los hervidores quedaban suavizados en la distancia, y un manto de trigo cubría la tierra. Los lobos habían vacilado en presencia de semejante espectáculo, y Cisne fue capaz de rebasarlos al sur, detrás de la más oriental de las elevaciones. El trigal que había más allá había sido allanado con láser hasta formar una simple inclinación hacia el este que perdía unos cinco metros de altura por cada kilómetro. Terreno llano, irreal, a su manera una obra de arte. No tardaría en ser reconfigurado. A ocho kilómetros al este había otro brote de elevaciones, y otro trecho de taiga subdesarrollada, no drenada, demasiado pantanosa para el cultivo, más lago que tierra.

Cisne sacó de la mochila la piel de lobo, un traje de piel de macho grande y viejo, con la cabeza y las patas unidas aún. Se la puso por encima de la cabeza para cubrirse con ella la espalda como si de una capa se tratara. Había introducido aros de oro en los extremos de las orejas. Circuló ante la manada, aullando de nuevo. Entonces echó a correr tanto como pudo hacia el este. Hundía el pecho en el trigo, y corría entre las hileras de la misma. Al frente, al este, sus colegas conducían una manada de caribúes gracias al olor y asomo de cornamentas. El trigo había sufrido las consecuencias del paso de la manada. Vio que estaban siguiendo el cauce de un río de aguas poco profundas, borradas casi por el allanado láser. El cauce del río medio sepultado seguía fangoso, y sus compañeros de equipo conducían el rebaño lejos de allí, en paralelo hacia el sur. El olor de los lobos no tardaría en alcanzarlos, y entonces no sería problema evitar que se dirigiera hacia el este a través de las sucesivas elevaciones. Irían hacia donde estuvieran más lejos de los lobos, al menos por el momento. Finalmente, ambas especies asumirían sus respectivos papeles de depredador/presa, pero por el momento las grandes presas estarían sin duda asustadas y con tendencia a emprender la estampida. Vio señales de lo que ella pensaba que había sido un momentáneo brote de pánico, y los cuerpos de varios terneros pisoteados en mitad de la zona. Cisne se volvió para encarar a los lobos que la seguían. Se detuvo en un punto alto con la cabeza de lobo cubriéndole, y lanzó un aullido de advertencia. La manada se detuvo, los lobos la miraron fijamente, con las orejas puntiagudas y el pelo tiesos, asustados también. Su mirada ya no era la famosa mirada larga, pensó Cisne, sino el esfuerzo real de distinguir mejor lo que miraban.

Sin embargo, ellos seguían de caza, por lo que al cabo de un tiempo, siguieron adelante. Cisne les cedió el paso, se volvió, y se retiró a paso vivo. Había proporcionado más tiempo al caribú para llegarse más allá de la elevación, así que no le quedó más que apartarse del camino lo más rápido que pudo. De vez en cuando siguió viendo a los lobos a lo largo de las horas siguientes, pero apenas pudo mantenerse a su altura, y al final sólo pudo seguirles el rastro. Durante mucho tiempo tuvo que caminar con dificultad a través de trigo, siguiendo las pisadas de los caribúes. Hubo una vez que divisó una línea formada por rojas cosechadoras gigantes en el horizonte, al sur.

Esa noche, la mayoría de los caribúes la adelantaron. Habían formado una manada y se dirigían hacia el este. Estaban preparados para la migración, y tenían ganas de moverse. Los lobos, la gente y los demás depredadores actuaban como los batidores de una cacería, y las personas que participaban se sirvieron a veces de las sirenas, los olores y, como de costumbre, de su propia presencia amenazadora. Los seres humanos eran el depredador por excelencia, incluso cuando había lobos, leones y osos en las inmediaciones, siempre y cuando se mantuvieran en manadas, como les había enseñado el lobo hacía mucho tiempo, y tuviera las herramientas a mano, en caso de necesitarlas.

Cisne, que al final de la jornada caminaba con dificultad, comenzó a sentir que el espíritu de la búsqueda la llenaba y la sustentaba como el traje corporal. Era Diana en plena caza, era lo que hacían los animales. Lo había hecho tantas veces en el interior de los terrarios que costaba creer que por fin estuviera fuera, pero ahí estaba el cielo en lo alto, y el viento que soplaba sobre ellos.

Si la línea de la migración del caribú iba a establecerse para siempre, y quería convertirse toda la zona en un corredor de hábitat, la propia tierra tendría que cambiar, tal como lo había hecho antes. Una vez más los seres humanos la estarían alterando. Toda la tierra era un parque, una obra de arte, a la que habían dado forma los artistas. Esta nueva alteración era sólo un brochazo más.

La transformación de la taiga en tierra de cultivo había sido cuestión de rasurar los puntos altos y de llenar los bajos, con el crecimiento de nuevo suelo acelerado por bacterias manipuladas. Por tanto era bastante llana, como una orilla golpeada por una corriente leve. Pero con el ciclo de congelación y descongelación, y la fusión de la capa de hielo, el terreno se volvía de nuevo accidentado. El paso del caribú bastó para romper la capa superficial del suelo; era como si hubiese pasado por allí una falange de tractores. Cisne evitó la senda por esa razón, exceptuando las breves excursiones que hizo al lodo para enterrar balizas transpondedoras, también para marcar el suelo con esencias y herbicidas destinados al trigo. También estaban sembrando bosque boreal. Hubo algunos lugares en que volaban el terreno, sacudiendo las capas del suelo para devolver a la superficie las bacterias originales de la taiga. Todo esto tenía que hacerse mientras el caribú estuviera lo suficientemente lejos y no tuviera miedo de regresar; pero había mucho que hacer, así que no había un minuto que perder.

Dormía de noche con el traje puesto, ya que estaba acolchado, y guardaba un manto de aerogel en el bolsillo para mantener la temperatura corporal, además de comida suficiente para pasar unos cuantos días. Una o dos veces se puso en contacto con su equipo, pero por lo general prefería estar sola, a pesar de que eso no era muy propio del lobo, para seguir la pista de los lobos. Ya rara vez divisaba la manada, pero podía seguirla gracias al rastro que dejaba: el terreno era blando, el rastro impreso por los nueve era frecuente. Su propio Grupo de los Nueve.

A la tercera mañana, mucho antes del amanecer, después de una noche de poco sueño, decidió levantarse y alcanzar la manada si eso era posible. En la oscuridad y el frío anduvo a la luz del frontal, cuando veía mejor el rastro en el suelo cuando ella se sacaba la luz de la cabeza y la acercaba cerca del suelo, enfocada hacia adelante.

Alrededor de una hora antes del amanecer oyó sus gritos al frente. Era su coro del alba. Los lobos aullaban a la vista de Venus creciente, sabiendo que el sol no tardaría en asomar. Cisne vio a qué le estaban aullando, pero por su relación con Orión supo que no era Venus, sino Sirio. Habían vuelto a engañar a los lobos, Los pawnee habían incluso llamado a Sirio Quién-engañaal-lobo debido a esta equivocación. Cuando Venus se alzó al cabo de media hora, sólo un inseguro e inquieto astrónomo lupino se pronunció de nuevo cuando aulló que algo andaba mal. Cisne rió al oírlo. Otros lobos situados más lejos hacia el oeste se harían eco del aullido del amanecer. Durante mucho, mucho, tiempo, cuando el alba cruzaba Norteamérica, se había producido una zona de terminador compuesta por lobos que aullaban y corrían a lo largo de todo el continente, desplazándose hacia poniente con la luz del día. Ahora eso podría volver a suceder.

Al amanecer, se situó más cerca de ellos siguiendo al inquieto astrónomo. Por lo visto, los lobos habían pasado la noche en una elevación, y no dejaron de aullar y lamentarse mientras se les acercó; no querían marcharse, y tampoco querían que se les acercara más. Pensó que ahí estaba pasando algo, que habría una loba preñada o algo así. Los esperó en la distancia, y sólo cuando se escabulleron hacia el este subió por la parte blanda de la elevación para echar un vistazo.

Un sonido la detuvo en seco; no vio nada al principio, pero había un pequeño estanque en la parte superior de la elevación, un hervidor, como la caldera de un volcán en miniatura. Había un ruido que procedía de allí, una especie de quejido. Se acercó al borde a mirar. Un lobezno, de piel húmeda y fangosa, se deslizaba a lo largo de un borde estrecho de arcilla que bordeaba el agua tres o cuatro metros más abajo. Las paredes del agujero eran verticales, ahuecado y devorado de nuevo por el agua que había en el fondo, teñida de color turquesa en el azul del barro, como si fuera a ser derribada por el hielo en el centro de la elevación. El lobo pateó el barro. Era un lobo macho. La miró y ella extendió la mano hacia él, y con esas el suelo cedió bajo ella y, a pesar de que se dio la vuelta y dio un salto, acabó precipitándose al estanque entre el barro.

El lobo aulló una vez y se encogió, apartándose de ella. Cisne nadó, no había tocado fondo en el estanque, a pesar de lo hondo que se había sumergido al caer. Nadó hasta el otro lado de la pared y se encaramó a un estrecho anillo formado por barro que rodeaba el fondo. Era como estar dentro de un florero.

Cisne evitó mirar al lobo. Silbó y arrulló como una paloma, y luego como un ruiseñor. Nunca había visto a un lobo comerse a un pájaro de ningún tipo, pero sólo para que evitar hacerse ilusiones agregó el grito del halcón. El lobo seguía intentando salir de allí, tenía miedo de ella. Cayó hacia atrás cuando el barro húmedo del saliente cedió bajo sus patas delanteras. Cayó al agua boca abajo, y Cisne se acercó instintivamente a ayudar, pero por supuesto era perfectamente capaz de girar sobre sí y nadar de vuelta a la zona arcillosa; al notar su contacto se dio la vuelta, le mordió la mano derecha, y luego nadó desesperadamente para ganar distancia. Ella lanzó un grito de dolor y sorpresa. Vio la sangre gotear en el agua, en la boca. Le dolía el mordisco, y la punción del dorso de la mano sangraría durante un buen rato.

Su traje, que mantenía todo seco a excepción de su cabeza, incluía un botiquín de primeros auxilios en el bolsillo del muslo. Después de sacarlo, se preguntó si la mercromina serviría para esa herida. En fin, había que intentarlo. Perforó el tubo y vertió una abundante cantidad de sustancia en el corte, y luego presionó con fuerza con una gasa. La gasa se pegaría al corte, luego cortaría la tela sobrante y dejaría el resto allí sin problemas.

La pared interior del hervidor era lisa, exceptuando algunas franjas horizontales. ¿Cómo iba a salir de allí? Hundió la mano en el bolsillo en busca del móvil, pero lo encontró vacío. El bolsillo estaba abierto, ya que había estado llamando a sus colegas con bastante frecuencia. Bueno, repararían en su ausencia y podrían seguir la señal del GPS. Posiblemente podría bucear hasta el fondo del estanque y recuperar el móvil, y cabía la posibilidad de que aún funcionara a pesar de haberse sumergido.

En realidad ninguna de estas posibilidades parecía muy probable.

—Pauline, ¿puedes localizar el móvil?

—No.

—¿Puedes contactar con mi equipo?

—No. Estoy diseñada para estar en contacto solo contigo, por medio de una función inalámbrica de corta distancia.

—¿No por radio?

—No dispongo de transmisor por radio de largo alcance, como sabes.

—Como debería de saber, querrás decir. ¡Pedazo de inútil!

El lobo gruñía, y Cisne se calló. Lanzó un breve graznido.

—Halcón —graznó ella, pensando que el lobezno podría proporcionarle algo de espacio si la consideraba una criatura que hablaba la lengua del cuervo. No tenía ni la menor idea de qué hacer.

—Pauline, ¿cómo puedo salir de aquí?

—No lo sé. —Esto, dicho sin siquiera un leve retraso, sonó levemente desaprobador.

Cisne se movió alrededor del anillo de barro, y el lobo se desplazó al mismo tiempo para mantener la distancia que los separaba. Si las repisas más altas de este lado habían cedido bajo su peso, ella tampoco sería capaz de salir de allí. Lo intentó sin apartar la vista del animal, que se mantuvo atento a pesar de mirar en otra dirección. Comprendió enseguida que el barro de la pared no soportaría su peso. Necesitaba palos para servirse de ellos a modos de escalones, o para apuntalar el barro para que le permitieran asirse y subir. Pero no había madera en el hervidor. Una vez más se preguntó si debía bucear para encontrar sus cosas en el fondo del estanque, pero el agua estaba helada, y el traje no le cubría la cabeza. Y no había forma de saber a qué distancia estaba, ni siquiera si el móvil estaba allí o lo había perdido en otra parte.

—Pauline, me temo que nos hemos quedado atrapadas aquí.

—Pues sí.

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