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WAHRAM Y CISNE

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WAHRAM Y CISNE

Cuando Wahram se enteró de la desaparición de Cisne, dejó Ottawa, donde había mantenido intensas negociaciones con el gobierno canadiense acerca de la entrada no autorizada de los animales, y voló hacia el norte, a Churchill, donde tomó un vuelo nocturno a Yellowknife, la zona de operaciones del proyecto del corredor de hábitat al que Cisne se había unido.

A esas alturas había transcurrido una corta noche de verano, y había pasado de largo el amanecer del día siguiente, cuando un helicóptero lo llevó a través del territorio donde estaba el transpondedor de Cisne. Una vez llegaron allí, su equipo ya la había localizado, pero era bueno tener un helicóptero en la zona, porque era imposible acercarse a la orilla de la charca de la elevación sin introducirse en ella, tal como había demostrado uno de sus rescatadores. De modo que ahora estaba ahí metida con otra persona, y, al parecer, un lobo. Al menos ahora lo superaban en número, aunque algunos en el helicóptero aseguraron que eso era si cabe peor. En todo caso, podrían bajar desde el helicóptero una escalera flexible equipada con arnés, desde una gran altura, aunque no lo bastante alta para evitar aterrorizar al lobo al que Wahram veía desde las alturas. La otra persona fue la primera en acercarse a la escalera, y fue depositada al pie de la elevación; después le tocó el turno a Cisne, que tenía los ojos irritados y parecía desorientada, pero dirigió un saludo a Wahram, y, mediante gestos, indicó que iban a bajar la escalera una vez más. Wahram dudaba que el lobo fuese capaz de servirse de la escalera para escapar, pero el piloto la bajó de todos modos, y después de una consulta por radio con la gente de abajo, voló un poco hacia un lado, para que la escalera encontrase un tope en la pared lateral. Incluso eso le pareció insuficiente a Wahram, de modo que dio un respingo en el asiento cuando de repente el lobo saltó a la escalera una y otra vez hasta alcanzar el borde, y se perdió corriendo colina abajo.

Wahram dijo al piloto que quería desembarcar, y al cabo el vehículo descendió en el trigal situado junto a la elevación, sacudiendo un trecho de cosecha con la corriente descendente. Wahram bajó del helicóptero mientras las grandes aspas batían el aire sobre él, y corrió inclinado hasta que se alejó del aparato, que poco después ascendió de nuevo al cielo.

Cisne corrió hacia él y, cubierta de barro, le dio un abrazo. Cuando Wahram se quitó los tapones de las orejas, le preguntó cómo estaba. Ella respondió que bien; lo había pasado en grande, compartiendo aquel agujero con un lobo, que tampoco había sido para tanto, tal como cabía esperar, ya que siempre estaba bien obtener conformación empírica en momentos así en que había que poner toda la carne en el asador y podían devorarte a las primeras de cambio… Comprendió que estaba algo alterada. Sucia, admitió, hambrienta y necesitada de algo de descanso antes de volver al trabajo. Wahram señaló el helicóptero, que seguía flotando sobre sus cabezas, y cuando ella se mostró de acuerdo con el plan, él hizo un gesto para que el aparato descendiera de nuevo, momento en que subieron a bordo. Después hubo mucho ruido para conversar con tranquilidad, así que esperaron a regresar a Yellowknife, ella con la cabeza apoyada en su hombro y sonriendo mientras se quedaba dormida.

Se creía que los animales habían caído en diez mil lugares distintos y afrontarían oposición en algunos de ellos; al menos así se creyó por adelantado, aunque nadie estaba seguro de nada. En cualquier caso trabajaron como si sólo tuvieran unos días de libertad para hacerlo, y se sirvieron de helicópteros para desplazarse, repartiendo tractores robóticos alimentados por la luz del sol, que transportaban semilleros parecidos a la maquinaria agrícola que aparecía fotografiada en instantáneas del pasado. Algunos de estos árboles plantados alcanzaban los dos metros de altura a un ritmo de sesenta por hora hasta que se agotaban los suministros. Así, la reanimación incluía un elemento botánico, y costó detener a los tractores. Pocas personas lo intentaron.

Aún hubo incidentes, y en Yellowknife, mientras comían, revisaron las historias que provenían de todo el mundo. Circulaban toda clase de relatos descabellados, algunos celebrados, otros denunciados, y un amplio margen de situaciones intermedias que provenían de todas las fuentes posibles, incluyendo el Consejo de Seguridad de la ONU, reunido en sesión de emergencia, pero no hubo forma de alcanzar un consenso. Había orangutanes en todo el sudeste asiático, delfines fluviales en todas sus antiguas desembocaduras de los ríos, los tigres en la India y Siberia y Java, los osos pardos de nuevo en su antiguo territorio de Norteamérica… ¿Acaso no se trataba de la durante tantos siglos temida invasión alienígena? Habían actuado sin permiso; el resultado era perjudicial, por no mencionar a los animales carnívoros capaces de matar gente. Por fuerza tenía que ser perjudicial. Ciertamente era confuso. Y el poder, confundido, siempre era peligroso.

Pero también vieron las noticias terrestres que señalaban que los animales siempre aterrizaban en sus originales hábitats nativos, desplazados, si es necesario, para permitir que se adaptasen a los cambios climáticos producidos desde su desaparición. También, que si bien no eran organismos modificado genéticamente, un esfuerzo intenso en la cría en los terrarios había dado pie a muchas especies con mayor diversidad genética que las supervivientes poblaciones animales terrestres. Esto formó parte del paquete de información publicitaria de Wahram, por lo cual se quedó particularmente complacido al ver que los medios de comunicación se hacían eco de ello. También los informes fueron señalando que los animales habían caído principalmente en reservas no pobladas, y en las zonas de colinas, desiertos, pastos, y otros lugares donde el impacto humano era menor, y no en ciudades, y sólo en una o dos ocasiones lo habían hecho en pueblos. Un pueblo colombiano, que sufrió una invasión aérea de perezosos y jaguares, ya se había cambiado el nombre a Macondo, y estaba claro que viviría para contarlo.

Cisne pasó un tiempo durmiendo en un sofá en la improvisada sala de conferencias. Wahram descubrió que no se sentía cómodo teniéndola fuera de su vista. Cisne seguía mostrándose cálida con él, sumida en una especie de éxtasis debido a la noche que había convivido con el lobo. Durmiendo con la cabeza apoyada en su pata. La pobre estaba demacrada. Su aspecto le recordaba al que tenía en el túnel.

—Quiero volver —dijo ella al despertar—. Acompáñame. Quiero seguir de nuevo al caribú, y necesitan batidores. Tal vez también pueda ver a mi lobo.

—De acuerdo.

Wahram se encargó de los preparativos, y a la mañana siguiente se unieron a los que marchaban ese día hacia el norte, y se trasladaron en helicóptero en un amanecer brumoso por la helada.

—Mira —dijo Cisne cuando el sol quebró el lejano horizonte, inclinándose sobre él para mirarlo directamente.

—Aquí también puedes lastimarte la vista —dijo—. Incluso en Saturno puedes hacerlo.

—Lo sé, lo sé. Pero miro sin mirar.

La nueva luz rota en pedazos en los innumerables parches de agua se extendió sobre la tierra. Cerca del río Thelon aterrizaron y salieron, y el helicóptero se alejó con zumbido de aspas, y de repente se vieron en la vasta y ventosa tundra, caminando en terreno blando y crujiente, muy similar en ciertos aspectos al suelo helado de Titán. Wahram aumentó el sustento de su traje corporal y trató de acostumbrarse al terreno empapado. Durante un tiempo, el acto de caminar en el suelo roto de la semicongelada ruta del caribú hizo que tuvieran ganas de trabajar con waldo, aunque, teniendo en cuenta el traje corporal, en cierto modo ya lo hacían.

Se enderezó y miró a su alrededor. La luz del sol se reflejaba en el agua, y Wahram ajustó la polarización de las gafas. Cisne no dejó de quitarse las gafas para mirar a su alrededor sin protección: a veces se tambaleaba, y las lágrimas se le congelaban en las mejillas sonrojadas, pero entonces se reía o gemía como si tuviera un orgasmo. Wahram sólo intentó hacerlo una vez.

—Vas a quedarte ciega —le dijo.

—¡Antes la gente lo hacía continuamente! ¡Casi nunca se ponían gafas!

—Creo que los inuit se protegían los ojos —se quejó él—. Con tiras de cuero, o algo por el estilo. De todos modos podía soportarse. Después de todo tenían que vivir aquí, apartados de la plena humanidad en su propio planeta hostil.

Cisne protestó y le lanzó una bola de nieve.

—¡Pero qué manera de mentir! ¡Somos burbujas de la Tierra! ¡Burbujas de la Tierra!

—Claro, claro —dijo—. Lark Rise to Candleford. También nos la enseñaron. Estando solos en el campo, sin nadie a la vista, saltaban y brincaban, tocando el suelo con ligereza, cantando: «¡Somos las burbujas de la tierra! ¡Las burbujas de la tierra! ¡Las burbujas de la Tierra!

—¡Exactamente! ¿Te educaron para ser un unitario?

—¿Acaso no lo somos todos? Pero no, lo leí en el Crowley. Y no puedo saltar y brincar con esta gravedad. Tropezaría y me caería.

—Oh, vamos, a ver si te acostumbras —lo miró—. Debes pesar mucho aquí. Pero llevas mucho tiempo, tanto que tendrías que haberte acostumbrado a ello.

—Confieso que no he caminado mucho. Mi labor ha sido más bien sedentaria.

—Reflotar Florida ¿sedentario? Entonces me alegro de que estés aquí.

Cisne estaba contenta. Wahram se movía con cierta holgura; había estado exagerando el impacto de la gravedad sólo para incordiarla. La atmósfera fría y la luz del sol dotaban al día de una cualidad cristalina.

—No hay problema —admitió.

Echaron a andar por la orilla sur de la ruta este del caribú, y Cisne colocó transpondedores, fotografió sendas y tomó muestras fecales y del terreno. De noche se reunían con otros rastreadores en una gran carpa comedor instalada a diario en una posición distinta. En las noches cortas dormían en catres en la misma tienda un par de horas, y después desayunaban antes de salir de nuevo. Pasado el tercer día de caminata, tuvieron que afrontar la llegada en helicóptero de la Policía Montada de Canadá, cuyos agentes los detuvieron y los trasladaron a Ottawa.

—¡De ninguna manera! —Cisne lloró al ver cómo el terreno se alejaba bajo sus pies—. ¡Ni siquiera estábamos en Canadá!

—En realidad, sí.

A mediodía, los vastos trigales tenían un aspecto muy distinto que cuando los vieron en su reciente viaje matutino.

—Mira eso —exclamó Cisne, señalando con desdén hacia abajo—. Parece que ha habido un afloramiento de alga en un estanque.

En Ottawa, una vez puestos en libertad, Cisne llevó a Wahram a la Casa de Mercurio para asearse y tratar de averiguar lo que estaba pasando. Las noticias de la reanimación seguían en boca de todos, y había demasiadas historias que contar, porque todo el mundo contaba su historia al mismo tiempo, de la manera habitual, pero más si cabe, así que les resultaba difícil encontrar su propia historia: concretamente por qué los habían detenido. Habían sido puestos en libertad sin cargos, y nadie en Ottawa parecía saber nada acerca de por qué los habían retirado de la zona.

En las noticias ya se habían formado bandos, podían verse imágenes formadas alfabéticamente por animal o región u otras categorías: peores aterrizajes, acciones animales cómicas o hermosas, muestras de crueldad por parte de humanos contra los animales, agresiones animales contra seres humanos, y así sucesivamente. Miraron las pantallas en el comedor mientras comían, y luego recorrieron las estrechas calles junto al río de aguas oscuras y el sistema de canales, entrando en los pubs aquí y allá, dispuestos a tomar una copa y ver más noticias. Pronto Cisne se puso a discutir con otros clientes borrachos; no mantuvo en secreto sus orígenes de viajera espacial, aunque de todos modos le habría costado hacerlo, dado su aspecto, el modo elegante y estilizado con que se movía en el traje corporal. A Wahram le pareció que la gente la miraba con algo de miedo en la expresión.

—Una ronda por la Casa de Mercurio, que es de donde soy —anunciaba cuando la gente se mostraba molesta, lo cual por supuesto no ayudaba ni constituía precisamente una solución.

—Tendríais que alegraros de que los animales hayan vuelto —les decía Cisne—. Lleváis tanto tiempo separados de ellos que habéis olvidado lo buenos que son. Son nuestros hermanos y hermanas, esclavizados como carne viva, y si eso les puede pasar a ellos también os puede pasar a vosotros, y no es que no haya sucedido nunca. ¡Sois carne! ¡Da asco!

La respuesta consistía en una serie de silbidos y abucheos.

—¡En algún momento tendréis que entenderlo! —protestaba Cisne, ignorando las diversas objeciones que llenaban el ambiente—. ¡Nadie podrá ser feliz hasta que todos estén a salvo!

Felis —dijo uno de ellos, con acento eslavo—. ¿Qué es eso de felis? Necesitamos comida. Las granjas del norte nos dan de comer.

—Se necesita suelo —dijo Cisne, que decidió poner el acento en la palabra en otra vocal, como él hubiera hecho—: El súelo es tu alimento. ¡El total de la biomasa es tu comida! Los animales ayudan a hacer biomasa. No podéis prescindir de ellos. Aguantáis comiendo combustible. Coméis el maíz sembrado. Si no fuera por los alimentos que descienden por los ascensores espaciales, la mitad de vosotros se moriría de hambre y la otra mitad se mataría entre sí. ¡Ésa es la verdad, y lo sabéis bien! Entonces, ¿qué necesitáis? Animales.

—Pueden tirar de mi arado —dijo uno con amargura. La mayoría de aquellas personas hablaban ruso entre sí, y Wahram hizo un esfuerzo por escuchar a alguien que hablase en inglés. Cuando hablaban con Cisne recurrían al inglés. Ella hablaba de nuevo acerca de que los animales eran hermanos del hombre. Muchos de los que escuchaban estaban lo bastante ebrios de vodka y otras sustancias para que les brillasen los ojos, y tenían las mejillas enrojecidas. Les gustaba discutir con Cisne, que ella fuese quienes los regañara. Tuvieron el mismo aspecto en 1905, sin duda, en 1789, o en 1776. Podría haber sido la habitación de cualquier lugar y en cualquier hora. Le recordó el bar de la esquina de su barrio, en el bulto.

—Somos parte de una familia —insistía Cisne con tono sensiblero—. El mamífero de la familia.

—Los mamíferos son un orden —objetó alguien.

—Los mamíferos son una clase —corrigió otro.

—Somos la clase de los mamíferos —exclamó Cisne—, ¡y la orden consiste en dar de mamar y en amar! —Estas palabras fueron recibidas por vítores—. Es eso o morir. Nuestros hermanos y hermanas. Los necesitamos, los necesitamos a todos, somos parte de ellos y ellos son parte de nosotros. Sin ellos no somos más que… más que…

—¡Un montón de rábanos ensartados en un espetón!

—¡Los cerebros y las manos!

—¡Gusanos dentro de una botella!

—¡Sí! —exclamó Cisne—. Exactamente.

—Tanto como los viajeros del espacio en el espacio —agregó enfáticamente alguien.

Hubo risas, también ella se rió.

—Nada más cierto —aseguró Cisne—. ¡Pero aquí me tenéis! En la Tierra. —Le ardían las mejillas, y miró a su alrededor a los allí presentes, antes de subirse a un banco para que todos la vieran: ¡Estamos en la Tierra! ¡No tenéis ni idea del privilegio que supone! ¡Jodidos topos! ¡Vosotros sois nuestro hogar! La suma de todos los hábitats del espacio no supone nada si lo comparamos con este mundo. Éste es mi hogar.

Más vítores. Aunque a Wahram le pareció, al ver a Cisne saltar del banco y dirigirse hacia la barra, que lo que había dicho no era verdad, ya no, al menos desde que Marte se había convertido en lo que era, y con Venus y Titán a punto de alcanzarlo. Tal vez no había sido así desde la diáspora. Así que la aplaudieron a pesar de estar equivocada, por haberlos halagado, para pagarles una ronda y sorprenderles con la guardia baja en un momento de entusiasmo. Vitoreaban arrastrados por el momento en sí, al margen de todo lo demás. Una noche en un pub cualquiera de Ottawa, rodeados de borrachos que cantaban en ruso. El clamor de esta tormenta.

Regresaron con visados, en caso de ser detenidos de nuevo por la Policía Montada, y se reunieron con el grupo de batidores para la migración del caribú. Nadie los detuvo en Yellowknife, y nadie con quien hablaron estaba al corriente de lo que había sucedido. En un par de días habían regresado a la rutina de la vida en el terreno, lo que hizo feliz a Wahram. Se había acostumbrado a las caminatas, al traje, y le complacía mucho ver a Cisne a la caza. Ella siempre iba por delante, y otra vez tenía buen aspecto vista desde detrás. Diana a la caza.

En la carpa comedor, de noche, oían con mayor frecuencia declaraciones procedentes de todas partes del mundo de personas a quienes les costaba procesar la reaparición de los animales en su mundo. ¡Dios mío! Leones, tigres y osos. La gente no estaba acostumbrada a ser presa potencial de los depredadores grandes que acechan justo a la entrada del pueblo. Bastó con eso para que se unieran. Aquellos que solían salir solos no tardaron en encontrar compañía. Los hubo que insistieron y fueron devorados, y el resto se estremeció y se quejó y luego buscó a amigos o desconocidos con quienes caminar, no sólo de noche, sino a plena luz del día. Ésta era una práctica habitual en cualquier terrario, porque salir en solitario era un lujo, una especie de decadencia, o una aventura emprendida por el placer del riesgo, tal como le sucedía a Cisne. Era obvio que si te habías acostumbrado a ello, pero angustioso si no lo habías hecho. En el bosque, los seres humanos necesitan mantenerse unidos.

También rápidamente los animales aprendían cuán peligrosa era la gente. De hecho, morían muchos animales que personas en los nuevos encuentros, lo cual no sorprendió a nadie. Pero era un inoculante sólido, y prevalecería.

Ambos salieron una mañana con bolsas de equipo adicionales, porque Cisne quería ir más lejos de lo que podrían llegar en un día, y aun así volver a la tienda comedor. El caribú se había reunido a orillas del río Thelon en un vado que no conocían, y ella quería situarse al norte de los animales, observar y desalentarlos para que no continuaran desplazándose hacia el norte por aguas poco profundas en el lado oeste, en busca de un vado mejor; ya estaban en el mejor lugar, un punto que los arqueólogos dijeron había sido utilizado en el pasado por el caribú.

Así anduvieron hacia el norte. En un determinado momento cruzaron la senda del caribú. El suelo estaba pisoteado en un mar de caos pardusco, había que caminar con sumo cuidado. Cisne sacó más ventaja a Wahram de lo habitual, pero estaba decidido a no apresurarse. Un par de veces encontraron el cadáver de un caribú. Las caídas podían ser peligrosas. Había que bregar con barro semicongelado hasta la rodilla, y eso le puso nervioso. Apenas podía soportar ver cómo bailaba Cisne sobre ellos. Pero si bien ella no cometía errores, él tuvo que mantener la mirada pegada a sus propios pies. No le importaba la ventaja que pudiera sacarle.

Cuando llegaron sin percances al norte de la ruta de migración, Cisne le condujo hacia el este.

—Mira —dijo Cisne, señalando en la distancia—. Lobos. Están esperando a ver cómo va el cruce.

Wahram se había dado cuenta de que Cisne amaba al lobo, y por eso no dijo nada acerca de la naturaleza sanguinaria de los carroñeros. Al fin y al cabo, todo el mundo tenía que comer.

El caribú se amontonaba en la orilla cercana al vado, a medio kilómetro de distancia. Cisne quería que la vieran los animales, por lo que subió hasta un acantilado con vistas al lecho del río, que era un tramo amplio, surcado por canales fluviales; el trecho era un laberinto formado por hileras de antiguas rocas redondas. No era un terreno muy adecuado para el paso del caribú, y Wahram comprendió por qué Cisne quería que cruzaran por el vado, donde una sólida capa de hielo cubría un camino llano con vegetación a ambos lados.

—Mira, los primeros lo están intentando.

Wahram la alcanzó y miró hacia el sur. Cientos de caribúes se concentraban a su lado del río, sacudiendo la cornamenta. Al frente, los machos de gran tamaño tanteaban las aguas con las patas delanteras, pisando el terreno semihundido, cuando uno de ellos se adentró y otros lo siguieron de inmediato, chapoteando hasta las rodillas hasta hundirse de repente hasta el pecho, creando grandes ondas ante ellos.

—Oh, oh —dijo Cisne—. Ese punto es demasiado profundo.

Pero los líderes caminaban o nadaban, esforzándose, y pronto alcanzaron de nuevo un punto en que el río les alcanzaba las rodillas, y al salir por la orilla opuesta lo hicieron sobre aguas cubiertas de espuma. Volvieron la vista atrás para comunicarse con los suyos. A esa altura la mayoría se había adentrado en el agua, y la masa comenzó a moverse lentamente hacia adelante, desfilando en columna cuando los animales situados en los flancos intentaron ganar el centro. Wahram vio que querían agruparse.

—Ese punto será foco de problemas —pronosticó Cisne; y así fue, algunos caribúes lanzaron un gritó y trataron de recular, pero fueron empujados e incluso mordidos hasta que lo lograron; se había formado un importante atasco en la zona de aguas poco profundas, y el alboroto de los bramidos fue tan ruidoso que se impuso al estruendo del río a través de la infinidad de rocas. Unos pocos animales del flanco izquierdo se volvieron y comenzaron a dirigirse hacia el norte, pero Cisne saltaba y agitaba los brazos, y Wahram tomó un cuerno de aire comprimido que ella le alcanzó, y lanzó un par de fuertes bramidos. Era tremendamente ruidoso, apremiante, pero Wahram pensó que había sido el violento movimiento de Cisne lo que obligó a los animales a darse la vuelta, y en ese momento las bestias estancadas en el punto profundo del vado nadaron juntas hacia adelante, y pronto la crisis quedó atrás y toda la manada avanzaba hecha una tormenta de aguas blancas y humeantes cuerpos de pardo pelaje. Tardaron más de una hora. Se produjeron algunos accidentes, hubo miembros rotos, e incluso alguno se ahogó, pero la manada nunca volvió a perder un solo instante.

Cisne observó lo sucedido con atención, señalando una hilera de lobos aguas abajo de la orilla, mordiendo a los animales ahogados para evitar que la corriente los llevara, y arrastrándolos entre varios fuera del agua. En ese momento las aguas del río empezaron a teñirse de rojo.

—¿También los lobos lo cruzarán? —preguntó Wahram.

—No lo sé. En el terrario lo harían a menudo, pero allí las corrientes no son tan fuertes como aquí. Ya sabes… Lo ves dentro de un terrario y es genial, pero aquí es distinto. Me pregunto si a ellos también se lo parece. Quiero decir que han hecho esto muchas veces, pero con la tierra sobre ellos. Nunca han corrido en libertad bajo el cielo. ¡Me pregunto qué piensan del cielo! ¿Tú no?

—Hmm —dijo Wahram, considerándolo. Incluso a él se le antojaba extraño el cielo terrestre—. Tiene que parecerles raro. Deben tener sentido del espacio, después de todo son animales migratorios. Migran en terrarios. Así que tienen que saber que esto es diferente. Desde el interior del cilindro hasta la parte exterior de la esfera. Vaya si tienen que saberlo… —Negó con la cabeza.

—Creo que parecen más asustados de lo habitual. Más salvajes.

—Tal vez sea así. ¿Y nosotros cómo vamos a cruzar?

—¡Nosotros nadamos! No, no, no me mires así. Los aerogeles harán de balsa, así que flotaremos. ¡Siempre y cuando tengamos suerte!

Lo condujo hasta el vado, donde el olor del caribú era fuerte, y las bolas de pelo se arremolinaban en la zona de aguas poco profundas. El viento soplaba a través de ambos, y Wahram sentía el frío en los pulmones como si de un ser vivo en movimiento se tratara.

—Vamos —dijo Cisne—. Tenemos que salir de aquí antes de que los lobos se citen para atacar a los más desvalidos.

—Está bien, pero enséñame cómo.

—El colchón es la balsa, y todos llevamos uno en el traje. Es algo así como una barquilla de aerogel, de modo que cuesta verla, tenerla en cuenta, pero flotarás en ella a las mil maravillas. Si te das la vuelta tendrás que aferrarte a él, o nadar muy rápido.

—Espero no volcar.

—¡Eso seguro! El agua está helada. Toma, coge esta rama para remar. Creo que lo que hay que hacer es alejarte, hasta que te sientas cómodo, y luego entrar, dejarte llevar río abajo, y puedas remar hacia la orilla opuesta. No tenemos que darnos prisa, porque de todos modos la primera curva del río aguas abajo nos situará más cerca del otro lado. Y te darás cuenta cuando llegues a aguas poco profundas al otro lado. Sígueme, ya lo verás.

Y así lo hizo; pero se desplazó con dificultad en el agua, y tenía la sensación de que la balsa era demasiado pequeña, y la parte más profunda de la corriente lo arrastró hacia Cisne, que se reía de él; entonces remó con alma.

Ella lo alcanzó, remando en círculos, y le gritó:

—¡Hunde la cabeza en agua!

—¡Ni hablar! —exclamó indignado.

Pero ella se rió y gritó a su vez:

—Al menos hunde una oreja. ¡Tienes que oírlo! ¡Escucha bajo el agua!

Y ella se asomó desde su barquilla y hundió la cabeza unos instantes, y luego la sacó escupiendo agua, riendo.

—¡Pruébalo! —le conminó—. ¡Tienes que oírlo!

Wahram se inclinó con cautela hacia fuera y hundió la oreja derecha bajo la superficie del agua, conteniendo la respiración, y se sorprendió al descubrir que se había sumergido en un fuerte chasquido eléctrico que no se parecía a nada de lo que hubiera oído en toda su vida. Sacó la oreja del agua, oyó el clamor del mundo, luego hundió de nuevo toda la cabeza, conteniendo el aliento, y escuchó con ambos oídos el sonido electrizante, el chasquido metálico, que debía de ser el sonido de las piedras que rodaban con fuerza en el fondo del río, empujadas por la corriente rápida.

Sacó la cabeza, resoplando como una morsa. Cisne se reía de él y sacudía la cabeza como un perro.

—¿Qué te parece esa música? —gritó ella.

Entonces el fondo del traje de Wahram rascó la zona de aguas poco profundas en la orilla opuesta, y dio un salto, pero tropezó y cayó. Apenas pudo aferrar la balsa mientras chapoteaba y se incorporaba, luego anduvo pesadamente hasta tierra firme. Nada precisamente elegante, pero seguía vivo, y el traje lo mantuvo seco y cálido, eso sí que era un prodigio tecnológico. Ambos habían alcanzado la orilla opuesta.

Cisne encontró un punto elevado sobre el río y plantó la tienda de campaña justo antes del anochecer. La tienda era de una sola pieza grande, transparente e inestable sobre palos translúcidos. Las balsas servirían a modo de camas. Se sentaron a la puerta de la tienda, y Cisne preparó primero una sopa hecha con polvos, y luego pasta con salsa de pesto y queso gorgonzola. Finalmente, chocolatinas de postre, y una petaquita de coñac.

Aún estaba anocheciendo cuando terminaron, aunque el sol se había puesto una hora antes. La carpa se agitaba movida por el viento, y el fuerte estruendo del río retumbaba hasta ascender por el terreno y llenar el ambiente. Llevaban dieciocho horas seguidas en marcha, cuando Cisne dijo:

—Ha llegado la hora de irse a la cama.

Wahram asintió y bostezó. Los sacos de dormir que Cisne sacó de la mochila también eran de aerogel, muy parecidos a las balsas de material acolchado, así como al material de la tienda, y para el caso similar también a las burbujas en las que habían descendido. Todo era de aerogel, costaba verlo, era un material ligero, cálido.

—Pero pasaremos frío, a menos que durmamos juntos —advirtió Cisne, que se introdujo en el saco a su lado.

—Ah, claro —dijo Wahram—. Por supuesto.

Se permitió una sonrisa en la penumbra. Pero ella, al besarle, la sorprendió en sus labios.

—¿Qué? —dijo ella.

—Nada.

Rodó sobre él, y su peso combinado bastó para que su espalda tocara el suelo debajo del colchón. Estaba frío al tacto, cosa que no pudo evitar mencionar.

—Tal vez debamos permanecer tumbados de lado.

—Ni hablar —dijo Cisne al tiempo que salía del saco—. Mira, levántate un momento. Pongamos mi bolsa debajo del colchón. Con eso debería bastar.

Y así fue. Para entonces ya se habían quedado helados. Levantó la parte superior de su saco y se situó sobre él, temblando, y después de abrazarse comenzó a besarlo de nuevo. Sus labios eran cálidos. Cisne besaba bien, era apasionada y juguetona. Su pene, a pesar de ser mucho más pequeño que el suyo, fue creciendo sobre su vientre, era como notar la hebilla del cinturón. También él tenía una erección, y cada vez estaba más excitado.

Se decía que su particular combinación de géneros constituía la pareja perfecta, la experiencia completa, «el cierre doble y la llave», todos los placeres posibles a la vez; pero a Wahram siempre le había parecido más bien complicado. Como con la mayoría de hombres capaces de gestar, su pequeña vagina estaba localizada lo suficientemente lejos del vello púbico para que su propia erección bloquease el acceso; la mejor manera de participar allí, una vez tenía una erección, era que el de la vagina mayor se deslizara sobre el gran pene buena parte del camino, para luego asomar pero también hundirse de nuevo, en un movimiento un algo acrobático para ambos participantes. Luego, con suerte, se podía consumar la unión, y lograrse la doble cerradura y la llave, después de lo cual los movimientos habituales funcionarían perfectamente, además de algunos vaivenes más elegantes.

Cisne resultó ser perfectamente hábil en la copulación, y después se rió y lo besó de nuevo. Entraron en calor bastante rápido.

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